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Authors: Irving Wallace

La Palabra (81 page)

BOOK: La Palabra
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—¿Quiere usted decir que él era el único clérigo en toda la colonia penal?

—El único —dijo Lebrun. Reflexionó un momento y luego se corrigió a sí mismo—. No, cuando yo llegué había otros. Verá usted, la colonia penal de la Guayana había existido durante un siglo y al principio había jesuitas, pero más tarde fueron sustituidos por miembros de la orden francesa de la Congregación del Espíritu Santo, de París. Cuando yo llegué a la Guayana había un vicario apostólico, algo así como un obispo, que residía en la capital, en Cayena, y que respondía ante el Vaticano. El vicario tenía bajo su férula a curas que dirigían las actividades religiosas en las once parroquias de la Guayana francesa. Pero tres años después, en el tiempo del que hablo, fueron expulsados todos, excepto uno. Sólo se quedó
Père
Paquin.

—¿Por qué echaron a los clérigos?

—Porque, como me dijo una vez el cura, decidieron ayudar a la desheredada grey de la Guayana —así nos llamaban—, iniciando una cruzada internacional de oraciones para atraer la atención sobre la terrible situación de los convictos. El Gobierno francés se sintió hostilizado, hizo volver a los clérigos, se opuso a la actividad religiosa y únicamente permitió que se quedara un cura.

—¿El padre Paquin?

—Sí —dijo Lebrun—. Y tenía su cabaña eclesiástica en St. Jean. Puesto que su iglesia no estaba decorada ni amueblada, salvo por el altar y algunos bancos de madera, el cura Paquin un día decidió mejorarla. Quería poner vitrales emplomados y pinturas sagradas en los muros para hacer el santuario más espiritual y atractivo. Necesitaba de los servicios de un artista, y oyó decir que yo era el único que lo había sido de entre los ocho mil prisioneros que había en la colonia penal. Así que solicitó que se me transfiriera de la Isla St. Joseph a St. Jean, en el continente. Desde luego, yo no era artista ni lo había sido nunca, salvo por haber grabado retratos de La Belle France en billetes de Banco falsos. Pero el hecho de que se supiera que yo había falsificado una Biblia medieval iluminada, hizo que los oficiales me recomendaran. Mi cambio, de estar bajo la custodia de los brutales guardias de la isla al encargo de asistir a ese cura, fue tan estupendo que me pareció increíble.

—¿En qué sentido? —inquirió Randall.

—El padre Paquin, aparte de su fanatismo religioso, era un hombre razonable y bueno conmigo, y apreciaba mis talentos creativos. Yo ya no vivía aterrorizado. Fui tratado con amabilidad. Se me dio atención médica, uniformes limpios de prisión y alimentos un poco mejores. Toda vez que yo no era realmente un artista consumado, sugerí que los nuevos vitrales fueran decorados con citas en griego o latín del Nuevo Testamento, y que los muros de la cabaña fueran pintados con antiguos símbolos cristianos como el pescado y el cordero, y muchos más. El cura estaba entusiasmado y me consiguió una considerable biblioteca de libros de referencia; varias versiones de la Biblia, gramáticas latina, griega y aramea, historias ilustradas de la primera Iglesia, y volúmenes similares. Yo devoraba cada libro, absorbía cada palabra, no una ni dos veces, sino interminablemente. Me pasé un año decorando la iglesia, que fue muy elogiada por los visitantes. El padre Paquin estaba orgulloso de su cabaña y de mí. A lo largo de todo ese lapso, casi sin darme cuenta, estaba yo siendo convertido al cristianismo. Bajo la orientación del cura, aprendí que la paz y la esperanza para mí estaban en Dios, en Su Hijo, en la bondad y en el amor. Por primera vez en tres años de injusticia sufrida en el infierno, vislumbré la decencia sobre la Tierra y quise vivir de nuevo, regresar a mi patria y volver a ser humano otra vez. Pero estaba yo condenado a la colonia penal hasta la muerte… sin embargo, gracias a ese sacerdote, yo sentía el deseo de vivir. Entonces surgió la oportunidad.

—¿La oportunidad de qué?

—De ser perdonado. De quedar libre.

Lebrun hizo una pausa para apurar otro sorbo de su whisky
sour
y luego reanudó su relato.

—Era 1915, y toda Europa estaba trenzada en combate, en el temprano derramamiento de sangre de la Primera Guerra Mundial —estaba diciendo Lebrun—. El director de la Administración Penal congregó a los
condamnés
, los convictos con sentencias más cortas, y a algunos de los
relegués
, los de cadena perpetua, los incorregibles, pero los que habían mostrado buena conducta, y yo era uno de ellos, puesto que había estado bajo la tutela del sacerdote. Se nos dijo que si nos alistábamos como voluntarios en un batallón especial del Ejército francés, para servir como soldados de infantería en el frente occidental de Europa contra los húngaros, se nos tendría consideración y se nos otorgaría indulgencia al término de la guerra. Todo fue ambiguo, impreciso, y pocos accedieron a ofrecerse. Mi cura, el padre Paquin, no podía entender por qué yo no había aprovechado esa oportunidad, y le respondí que lo había discutido con mis compañeros y que ninguno de nosotros deseaba arriesgarse a que le volaran la cabeza sin una garantía de recompensa. Mi sacerdote amigo consultó con las autoridades y volvió a mí con una oferta positiva. Si yo me prestaba voluntariamente a combatir por Francia, y si lograba persuadir a otros convictos de que también lo hicieran, el Ministerio de la Guerra de Francia nos garantizaría la amnistía y la libertad la semana misma en que acabara la contienda. «De hecho —me prometió el padre Paquin—, como siervo de Nuestro Señor, en nombre de Jesús el Salvador, tienes mi compromiso personal de ver que se cumpla la promesa del Gobierno. Tienes mi palabra de que si te alistas como voluntario para combatir, serás perdonado y se te devolverá la ciudadanía y la libertad. Te doy mi palabra, no sólo en nombre del Gobierno francés, sino también en el de la Iglesia.» Eso fue suficiente para mí… y, en parte a través de mi persuasión, lo fue igualmente para los otros. El Gobierno era una cosa. Pero el cura y la Iglesia eran infalibles y dignos de fe. Así que, junto con otros convictos, me alisté como voluntario en el Ejército.

A Randall le pareció increíble.

—Monsieur Lebrun, ¿me está usted diciendo que la colonia penal de la Isla del Diablo formó una unidad especial que fue enviada a Francia para pelear contra los alemanes?

—Exactamente.

—Pero, ¿por qué nunca he leído nada acerca de eso en ningún libro de Historia?

—En un momento comprenderá usted por qué no se informó ampliamente de eso —dijo Lebrun. Se masajeó el muslo, donde el muñón encajaba en su pierna artificial, supuso Randall, y comenzó a hablar de nuevo—. Inspirados por nuestro cura, nos alistamos como soldados de infantería. Zarpamos de la Guayana francesa, y en julio de 1915 desembarcamos en Marsella y tocamos el suelo de nuestra amada Francia una vez más. Nuestro regimiento se integró. Los oficiales eran nuestros guardias de la Isla del Diablo. Teníamos todos los privilegios de los soldados, excepto uno. Nunca se nos concedió una licencia mientras estuvimos en el Ejército. Nos llamaban la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, al mando nada menos que del general Henri Pétain.

—¿Fueron enviados al frente?

—Directamente al combate en el frente, a la guerra de trincheras en Flandes, donde permanecimos, sin tregua, durante tres años. Fue más miserable y sangriento de lo que pueda imaginarse. Las bajas ascendían constantemente, pero eso era mejor que lo que habíamos dejado atrás, e inspirados por la libertad que mi confesor nos había garantizado, nos quedamos allí y luchamos como tigres. Puesto que nosotros estábamos en la vanguardia y nunca se nos enviaron relevos, dos terceras partes de nuestros mil ochocientos hombres murieron en el frente. Los que sobrevivimos continuamos luchando. Seis meses antes del fin de la guerra, el impacto de una granada de metralla de la artillería alemana me destrozó la pierna izquierda, que luego me fue amputada, aunque salvé la vida. Era muy alto el precio de la libertad, pero cuando me desperté en el hospital militar pensé que había valido la pena, pero cuando me había cicatrizado y había yo aprendido a caminar con una primitiva pierna artificial de madera, tuvo lugar el Armisticio y luego vino la paz, y la guerra había terminado. Yo era un hombre joven. Mi nueva vida estaba a punto de comenzar. Junto con otros seiscientos sobrevivientes de la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, yo celebré el retorno a París, donde íbamos a aguardar la proclamación de nuestra amnistía. A nuestro arribo, nos hicieron marchar a la Prisión Santé. La permanencia en la prisión era inesperada, y yo envié por mi cura (
Père
Paquin había fungido como capellán del Ejército en un puesto de mando tras las líneas) y le pregunté qué estaba sucediendo. Me bendijo y me agradeció mi sacrificio, y hasta me abrazó como a un hijo, asegurándome, en el nombre del Salvador, que la Prisión Santé representaba sólo un acuartelamiento temporal previo a nuestra liberación… que se nos concedería la libertad dentro de esa misma semana. Me sentí tan aliviado que lloré de alegría. Transcurrió una semana y, de repente, una mañana, nuestros viejos guardianes corsos de la Guayana Francesa, reforzados por incontables nuevos guardias, con rifles y bayonetas caladas, entraron a la Prisión Santé, nos rodearon, nos embutieron como manada en trenes y nos transportaron a Marsella. Allí, nos arrojaron uniformes de prisión y se nos informó que, por razones de seguridad nacional, debíamos ser devueltos a
le bagne
, la colonia de convictos en la Guayana, para purgar nuestras sentencias. Era imposible amotinarse. Había demasiados fusiles apuntando a nuestras cabezas. Alcancé a vislumbrar al padre Paquin. Le grité, pero él no me ofreció compasión alguna. Simplemente se encogió de hombros. Y recuerdo lo último que hice antes de que subiéramos a bordo del barco de convictos. Le mostré el puño y le grité: «
¡Fumier et ordure
(estiércol y basura) sobre la Iglesia! ¡A la
merde
con Cristo! ¡Ya me vengaré!»

Randall sacudió incrédulamente la cabeza.

—¿Realmente ocurrió eso?

—Ocurrió. Sí, ocurrió. Hoy día está registrado en los archivos del Ministerio de Justicia o del Ministerio de la Defensa Nacional en París. Y así pues, regresamos a los mosquitos, las garrapatas, las hormigas, el calor, las ciénagas, los trabajos forzados, los azotes, la brutalidad de la Isla del Diablo y de la Guayana. A esas alturas, yo ya tenía una mejor razón para vivir, para sobrevivir. No hay motivación más fuerte para un mortal que la venganza. Yo me vengaría. ¿Del frío y cruel Gobierno? ¿Del mentiroso y traidor clérigo? No; me vengaría de todo el engaño de la religión (el verdadero enemigo de la vida… la droga, el opio que oprime), con todas sus charlatanerías acerca de un amoroso Salvador. Mi fe estaba tan destrozada y mutilada como mi cuerpo. Y fue mientras todavía iba a bordo del buque de convictos que nos desembarcó en St. Laurent-du-Maroni que concebí mi golpe maestro… el golpe de gracia contra todos los promotores de Cristo… mi engaño que correspondería al engaño que la jerarquía eclesiástica cometió en mi contra. Concebí, en su forma rudimentaria, el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Desde 1918, año en que fui devuelto a la colonia penal de la Guayana, hasta 1953, cuando el penal fue clausurado y abandonado por el Comité Francés de Liquidación en virtud de la mala reputación que las condiciones de ese lugar le estaban ocasionando a Francia en todo el mundo, me la pasé haciendo los cuidadosos preparativos para mi golpe.

Horrorizado y con ánimo suspendido, aunque sus sentimientos eran de compasión y simpatía, Randall continuó escuchando al anciano.

Prisionero ejemplar, a Lebrun le había sido concedida mayor libertad de movimientos que a los otros. Mediante el tallado de cocos y chucherías de fantasía y la preparación de imitaciones de rollos de pergamino para regalo que vendía en Cayena, mediante algunos robos menores, mediante la falsificación de manuscritos medievales (que enviaba por correo a París a través de un guardia que se quedaba con el treinta por ciento de comisión), que eran vendidos a negociantes por conducto de sus amigos criminales, Lebrun se hizo de dinero para adquirir más libros de referencia acerca de la religión. Además, pudo comprar materiales para falsificar billetes de Banco, los mismos que vendía a precios de descuento y que le proporcionaban ingresos adicionales para adquirir libros aún más costosos para realizar investigaciones acerca de su proyecto.

Durante los treinta y cinco años de su segundo encarcelamiento, Lebrun se había convertido en un gran experto acerca de Jesús, del Nuevo Testamento, del arameo y el griego, y de los papiros y los pergaminos. En 1949, gracias a su buen historial, su condición cambió de
relégué
(condenado a cadena perpetua) a
libéré
(liberado); es decir, que ya no tenía que permanecer dentro de la propia prisión sino que podía andar por los alrededores de la colonia penal. Al cambiar su uniforme listado de prisionero por la tosca indumentaria azul oscura del
libéré
, Lebrun se mudó a una casucha a orillas del río Maroni, a corta distancia de St. Laurent, y continuó sosteniéndose con la confección de chucherías y la falsificación de manuscritos. En 1953, cuando la colonia penal de la Guayana fue clausurada, los
relégués
fueron enviados de regreso a Francia para seguir purgando sus sentencias en prisiones federales, y Lebrun, junto con otros
libérés
, fue devuelto a Marsella a bordo del barco
Athesli
y al fin puesto en libertad sobre suelo francés.

Fijando su hogar en París una vez más, Lebrun reanudó sus falsificaciones clandestinas de billetes de Banco y de pasaportes para obtener dinero con el cual sostenerse y adquirir los costosos materiales requeridos para perpetrar su largamente urdido fraude. Cuando estuvo preparado, le volvió la espalda a Francia para siempre. Luego de contrabandear a Italia un baúl repleto de materiales para falsificación, él mismo entró al país, buscó alojamiento en Roma y comenzó a crear su temible falsificación bíblica.

—Pero, ¿cómo pudo siquiera ocurrírsele la posibilidad de engañar a los estudiosos y a los teólogos? —quiso saber Randall—. Puedo comprender que usted llegara a aprender suficiente griego, pero me han dicho que el arameo es verdaderamente difícil, además de ser una lengua extinta…

—No del todo extinta —dijo Lebrun con una sonrisa—. Una cierta forma de arameo se habla aún hoy día entre musulmanes y cristianos en una zona fronteriza de Kurdistán. En cuanto a que el arameo sea, como usted dice, verdaderamente difícil… pues lo es, lo era, pero consagré cuatro décadas de mi vida a estudiarlo, mucho más tiempo del que jamás dediqué a aprender los refinamientos de mi natal francés. Estudiaba las publicaciones académicas de filología, etimología y lingüística, en las cuales aparecían artículos técnicos escritos por las principales autoridades, desde el abad Petropoulos, de Simopetra, hasta el doctor Jeffries, de Oxford. Estudié libros de texto, como el del alemán Franz Rosenthal,
Gramática del arameo bíblico
, que encontré en Wiesbaden. Y lo más importante de todo es que conseguí y estudié, en reproducciones (habiéndolas copiado a mano cientos de veces para que pudiera yo escribir el lenguaje con facilidad) los antiguos manuscritos arameos del Libro de Enoch, el Testamento de Levi y los Apócrifos del Génesis, todos los cuales existen hoy en día. Es una lengua difícil, en verdad, pero con aplicación la dominé.

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