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Authors: Irving Wallace

La Palabra (7 page)

—¿El divorcio? —Se sentía ebrio y colérico. Se levantó violentamente de la silla—. Olvídalo, no lo vas a obtener.

—Steven…

Él volvió a tomar su vaso y enfiló hacia el bar.

—No —dijo Steven Randall—. No voy a renunciar a mi hija porque su madre necesita a alguien en la cama.

—No seas estúpido. No puedo soportarte cuando te emborrachas y te vuelves un imbécil. No necesito a alguien en la cama, porque ya lo tengo; es Arthur, y pretendo legalizar la relación. Él quiere una esposa, un matrimonio, y merece una vida de familia, lo mismo que Judy. Si Judy es lo que verdaderamente te preocupa, cooperarás, estarás dispuesto a llegar a un acuerdo y nos facilitarás las cosas. Has tenido plena oportunidad de pedirnos que volviéramos a tu lado, pero jamás moviste un dedo. Ahora que queremos irnos, tratas de impedírnoslo. Por favor, déjanos ir.

Él se sirvió su copa.

—¿Estás diciéndome que Judy quiere a este superhombre tuyo como padre?

—Pregúntaselo a ella.

—Descuida, que sí lo haré. ¿Y tú andas ya acostándote con él? Vaya, vaya… ¿qué te parece?

De pie junto al mueble-bar, pasando con aire ausente el dedo por el borde de su vaso, Randall observó a Bárbara levantarse a buscar sus cigarrillos. Con los ojos la siguió, contemplando los movimientos de este cuerpo de mujer que él conocía tan bien. Ella le estaba dando ese cuerpo a otro hombre.

Incontables veces (¿o serían contadas?…, sí, debía estar borracho) se ponía a hurgar entre los restos del naufragio de su matrimonio para recoger aquel destrozado momento que sepultara en su memoria desde hacía tanto tiempo. Había sido durante el último viaje que hicieron juntos al extranjero, una noche, en París; una mala, muy mala noche, ya muy tarde. Se habían ido a la cama, una gran cama doble, cuya cabecera estaba adosada al muro de algún hotel de lujo de la Ciudad Luz. El «Plaza Athénée», el «George V», el «Bristol»…; no podía recordar cuál. Habían estado acostados pretendiendo dormir, mientras el resentimiento y la frialdad erigían una barrera entre ambos. Entonces, pasada la medianoche, a través de la delgada pared llegó hasta ellos el sonido de voces provenientes del cuarto vecino; una masculina, otra femenina, las palabras ininteligibles, y luego de un rato, el rechinar de una cama y los gritos entrecortados, los gemidos de la mujer, y los jadeos del hombre, continuos gemidos y jadeos y el rechinar de la cama…, los sonidos excitados, apasionados, rápidos.

Randall escuchaba acostado, y cada uno de aquellos sonidos se le enterraba como una daga. Había sangrado de envidia y de celos en función de aquellos sordos placeres; y había sangrado de ira y remordimiento a causa del cuerpo de Bárbara que yacía a su lado. No podía verla, pero sabía que también ella escuchaba en la oscuridad. No había retirada para ninguno de los dos. Los sonidos del cuarto vecino se mofaban del distanciamiento de sus propios cuerpos fríos y subrayaban sus años vacíos. Randall había odiado a la mujer que tenía al lado, había odiado a la pareja tras el muro, con su interminable copular y su entrega mutua, y sobre todo se había odiado a sí mismo por su incapacidad para amar a su consorte. Quería saltar de la cama, deshacerse del cuerpo de Bárbara, de ese horrible cuarto, de los tentadores sonidos carnales. Pero no podía. No le quedaba sino esperar. Y cuando se escucharon el último gemido y el último jadeo, las últimas exhalaciones de placer, sólo quedó el silencio de la satisfacción tras aquel muro, lo que le resultó aún más insoportable.

Después, esa misma noche, surgió en su mente el fragmento de un poema de George Meredith que lo dejó helado: «Entonces, mientras la medianoche hace, / A su corazón gigante de recuerdo y de lágrimas, / Beber la pálida droga del silencio, y así latir / La pesada medida del sueño, ellos de la cabeza a los pies / Inmóviles estaban, mirando a través de sus negros años muertos, / Su cuenta como inútil lamento garabateado en el blanco muro. / Como esculpidas efigies parecieran / Sobre su matrimonio-tumba, la espada de por medio; / Cada cual esperando el tajo que todo lo hiende sin remedio.»

Y en la negrura que siguió, pudo comprender que ellos también yacían en su matrimonio-tumba. Lo que dominaba su conciencia antes de rendirse al sueño era la total comprensión de lo hueco de su propio matrimonio, y la imposibilidad de sostener su vida juntos. No había futuro para ellos; lo supo esa noche. Nunca podría de nuevo penetrar y amar honestamente aquel cuerpo que estaba a su lado en el lecho. Podría quizá fingir. Podría tal vez imitar el amor. Pero no podría hacerle el amor espontáneamente, o siquiera desearla. Su relación no tenía esperanzas. Y ella también debía saberlo. Y aquella noche, antes de dormirse, había comprendido que eso debía terminar pronto (el tajo que todo lo hiende debía caer), y rogó que fuera ella quien marcara el fin. Varios meses después, ella se había mudado de su apartamento en Nueva York y, llevándose a Judy, se había ido a vivir a San Francisco.

Viéndola borrosamente a través del cuarto, Randall la estudió mientras ella fumaba, caminaba y eludía su mirada. Observó el contorno de sus muslos contra la falda. Mentalmente, la despojó de esa prenda para dejar expuesta aquella piel tan conocida, juntada a sus agudos huesos, y trató de imaginar cómo ese cuerpo de segunda mano, inflexible, indispuesto, podría estimular pasión en alguien llamado Arthur; cómo podría excitar jadeos y pasión desatada. Y aparentemente lo lograba. Qué extraño; pero qué extraño.

Se apartó del bar y enfiló hacia ella. Los ojos de Bárbara estaban fijos en él.

La mujer estaba suplicante.

—Steven, por última vez, no te opongas al divorcio. Por favor, concédemelo sin problemas. Tú no me quieres. Nunca optarás por volver a mí. ¿Por qué no dejarme ser libre, sin alborotos ni líos, como lo hace la gente civilizada? ¿Por qué pelear? Judy no puede ser tu única razón. Tú la verías tan a menudo como dispusieras de tiempo para ella. Eso se haría constar en el convenio. ¿Qué es lo que te está torturando? Debe ser alguna otra cosa. ¿Es la terminación? ¿Es que no puedes hacer frente a la idea de fracasar en algo? ¿Qué es?

—Es Judy. Nada más. No seas ridícula. Es sólo que no dejaré que otro hombre, algún extraño, eduque a mi hija. Ésa es mi decisión. Por lo menos hasta que ella cumpla los veintiún años. No hay divorcio ahora; eso es todo —Titubeó—. Quizá tú y yo… nosotros… tal vez podamos llegar a algún arreglo juntos, o idear algo.

—No, Steven. Yo ya no te quiero. Quiero el divorcio.

—Bueno, pues no te lo voy a dar.

Él comenzaba a volverle la espalda cuando ella lo tomó del brazo, para obligarlo a que le diera la cara.

—¡Muy bien, pues, muy bien! —exclamó ella con voz agitada—. Me estás forzando a hacer lo que nunca quise. Me estás obligando a interponer una demanda de divorcio.

—Si tú demandas, yo te haré frente en el juzgado —dijo él—. Lucharé contra ti y te haré un señor pleito. Tú me abandonaste. No pudiste controlar a nuestra hija. La dejaste caer en las drogas; dejaste que la echaran de la escuela. Te has andado acostando con otro hombre, teniendo a una hija quinceañera en casa… No me obligues a llevarte al juzgado, Bárbara.

Randall supuso que Bárbara explotaría; pero, para su sorpresa, los rasgos de su mujer estaban calmados, seguros de sí, y en sus ojos había algo inquietantemente parecido a la compasión.

—Perderás, Steven —dijo ella—. No tendré ni que esforzarme para apabullarte. Y no seré yo, sino mi abogado, quien te volteará al revés en la corte, en público, para el registro. Y la corte sabrá la verdad, un informe de tu comportamiento conmigo, con tu hija, tu papel de no-marido, no-padre. Tu conducta en el pasado y en el presente. Tu vida irregular. Tu afición a la bebida. Tus amoríos. La chica que tienes viviendo contigo en Nueva York. Perderás, Steven, y aun vas arriesgando no volver a ver a Judy. Espero que no estés tan iracundo ni seas tan terco para dejar que eso ocurra. Sería muy feo para todos nosotros; malo para Judy, algo horrendo, y a fin de cuentas la perderías a ella totalmente, no importa qué diga el tribunal.

En el transcurso de estos minutos él la aborreció; no por lo que estaba diciendo, sino por su seguridad, su confianza, posiblemente por su justa rectitud,

—Me estás chantajeando —dijo él—. Cuando yo demuestre en la corte que ese amante tuyo, ese tal Arthur como-se-llame, se valió de su relación profesional con Judy para insinuarse en tu vida y apoderarse de ti y de nuestra hija, el juez nunca te concederá la custodia.

Bárbara se encogió de hombros.

—Veremos —dijo ella—. Piénsalo, Steven, cuando estés… cuando estés completamente sobrio. Dímelo antes de que nos vayamos. Si no has cambiado de parecer, si estás decidido a pleitear, tendré que regresar e iniciar los trámites de divorcio en la corte. Rezaré porque no permitas que eso ocurra. También rezaré esta noche por… —De repente calló—. Vete a dormir un poco. Puede que tengas otro día difícil mañana.

Se dirigió hacia la puerta, pasando de largo por donde estaba él. Randall se rehusó a seguirla, y en tono beligerante dijo:

—¿Qué es lo que ibas a decir? ¿Por cuál otra cosa vas a rezar esta noche? Dime.

Ella le abrió la puerta y esperó. Él dejó el vaso y fue hacia ella.

—Dímelo —insistió.

—Rezaré… rezaré por tu padre, desde luego. Y por Judy, como lo hago siempre. Pero más que nada, Steven, rezaré… rezaré por ti.

Randall sintió desprecio por esa perra presumida y santurrona.

—Ahórrate tus plegarias para ti misma —le dijo con voz trémula—. Las necesitarás… en la corte.

Sin volver a mirarla, traspuso la puerta.

A la mañana siguiente, Randall despertó crudo, y de inmediato se dio cuenta de que había dormido más de la cuenta.

Al bañarse, secarse y vestirse, se percató de que la cruda no le había venido de lo que bebiera la noche anterior. Usualmente bebía mucho más, y sin embargo despertaba con la mente clara. No, esta cruda le venía de muy adentro, del residuo de vergüenza que pesaba en él; vergüenza por su comportamiento con Bárbara la noche anterior.

Visto con objetividad, Randall comprendía que la petición de Bárbara para llegar a un acuerdo y al divorcio había sido razonable. También podía justificar su propia resistencia. La única cuestión era que si ella volvía a casarse, él perdería a su única hija. Semejante pérdida le resultaba intolerable, especialmente cuando sus vínculos emotivos eran tan escasos. Sin embargo no le había ofrecido alternativa a Bárbara. Él suponía que de por medio había compromiso. Ella no tenía que casarse con ese Arthur y hacer de Judy su hijastra. Simplemente podía vivir con Arthur, como había estado haciéndolo… Y, ¿por qué no? Estamos en el siglo xx… Y Judy no tendría un nuevo padre, sino que sabría siempre que su padre, de hecho, era él mismo.

Bah, litigaría contra Bárbara en el juzgado; por supuesto que lo haría.

No obstante, lo que le pesaba y avergonzaba era su conducta inmadura, perfectamente pueril y mezquina. Había provocado una escena desagradable. Cualquier extraño que lo hubiera visto, lo habría tomado por un vil hijo de perra, y esto lo atormentaba, porque sabía que en realidad no era tan bajo. En el fondo lo sabía. Por ahí dentro, en alguna parte, él era mejor que eso; mejor de lo que le había permitido ver a la gente; mejor de lo que se había mostrado en la visita anterior a ésta que le hiciera a su padre; mejor de cómo había actuado ante su esposa y de cómo sería visto por el bueno de Jim McLoughlin, del Instituto Raker. Simultáneamente, la carrera de ratas era como una carrera de caballos: a uno se le califica por su actuación y no por sus sentimientos; y Randall estaba violando las reglas y atropellando a quienquiera que se interpusiera en su marcha hacia la meta.

Tampoco estaba cumpliendo a nivel social. En el trabajo, todo bien. Cumplía. Pero fuera de horas hábiles, en sus relaciones con las personas que importaban, no se comportaba responsablemente. Le había prometido a su hija (y, ¿qué podría ser más importante?) que desayunaría con ella esta mañana. Lo había olvidado la noche anterior al dejar aviso, en la administración del hotel, de que no se le molestara con ninguna llamada, salvo que fuera del doctor Oppenheimer y, como no había puesto su despertador, se había quedado dormido.

Antes de solicitar el servicio en su habitación, había telefoneado a Bárbara para averiguar si Judy todavía estaba allí. Nadie había respondido. Ahora, tristemente, se sentó frente a sus huevos con tocino y su café, y desayunó solo. En ese momento se dio cuenta de que bajo el diario matutino asomaban algunos mensajes. El muchacho que le trajera el desayuno debió haberlos encontrado bajo la puerta y los levantó.

Randall los abrió. El primero informaba que una señorita Darlene Nicholson le había telefoneado desde Nueva York. También había habido llamada de ella la noche anterior. Él no había estado de humor para llamarla inmediatamente después de la escena con Bárbara, y ahora llevaba demasiada prisa para reportarse a la segunda llamada. Se prometió a sí mismo que se pondría en contacto con Darlene más tarde. Había un mensaje del tío Herman. Que había venido en el auto de la familia a recogerlo para llevarlo al hospital, como lo habían convenido, pero que no se le había permitido llamar por teléfono al cuarto. De eso hacía ya tres horas. Maldita sea. Lo único que podía agradecer era que… no hubiera habido una llamada de emergencia de parte del doctor Oppenheimer.

Apresuradamente terminó su desayuno, se puso su chaqueta sport a cuadros y tomó el ascensor para bajar al vestíbulo. Sabía que encontraría a Judy en el hospital, pero, para asegurarse de que no volvería a quedarse sin verla, fue al mostrador de la administración y garabateó una nota, disculpándose por no haber desayunado con ella y pidiéndole que lo esperara para que almorzaran juntos. Pidió que la nota se depositara en el casillero de correspondencia del cuarto de Bárbara y salió apresuradamente, a la sofocante mañana de mayo. Con una señal solicitó un taxi y, un minuto después, iba ya en camino del «Hospital Good Samaritan» de Oak City.

Al llegar, subió los escalones del frente de dos en dos, tomó el ascensor al segundo piso, salió, dio vuelta a la derecha y siguió por el corredor. Sorpresivamente vio a su madre, a su hermana y al tío Herman apiñados en torno al doctor Oppenheimer, frente al cuarto de su padre. Ed Period Johnson y el reverendo Tom Carey estaban un poco aparte, parados a unos cuantos metros, conversando. Al aproximarse, Randall experimentó el escalofrío de la aprensión. Todos congregados en el corredor… esto era extraño; significaba emergencia o cambio. Algo había ocurrido.

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