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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (44 page)

Capítulo 27

De rodillas en su celda, fray Román no oyó el trueno que anunciaba la tormenta. Con la espalda encorvada, no vio los relámpagos que agrietaban el cielo negro y permaneció sordo al viento cuyo soplo se colaba entre las tablas de la cabaña, mientras que en el exterior doblaba los árboles y las viñas orgullosas. Con la mirada fija, sudando pese al frío de la noche, no se fijó en las gruesas gotas de lluvia que se estrellaban contra la tierra fértil de Vézelay y formaban arroyos que bajaban hacia el valle.

Ajeno al mundo, el monje, sin embargo, no rezaba. Sus largas manos lívidas estaban armadas de un buril y un escoplo que arrancaban un fragmento de carne a un objeto de roble apoyado en la tierra batida de la cabaña. Sus dedos llevaban los estigmas de cortes recientes, sus palmas estaban manchadas de sangre seca. El viejo camastro estaba en posición vertical contra la pared y el suelo de la habitación estaba cubierto de útiles, de virutas, de esbozos trazados en tablillas de cera y de leños que representaban un rostro esparcido: en uno de ellos había aparecido una nariz; en otro, una boca, el esbozo de un cuello, la onda imprecisa de un mechón de pelo. Un tronco de nogal presentaba varios pares de ojos, cuyas pupilas de trazo torpe, estriadas por las vetas de la madera, escrutaban a su creador, tenso y concentrado.

Con la oscura cogulla manchada de serrín y hollín, y los ojos irritados a causa del polvo y del cansancio, Román esculpía.

Dos días antes, había enviado un mensajero a Cluny a fin de tranquilizar a Odilón. No podía ausentarse tanto tiempo sin informar a su abad de que seguía con vida y de que urgentes asuntos lo retenían en Vézelay. ¿Qué le diría cuando volviese? Esa pregunta lo había atormentado, y Godofredo también. Dividido entre su amistad por el antiguo copista del Monte y sus deberes para con su abad, había pasado noches interminables preguntándose a cuál de los dos habría de traicionar primero. Había tranquilizado su conciencia diciéndose que, por el momento, no tenía más remedio que someterse al plan de Godofredo tallando una escultura de María Magdalena en cuyo interior estarían escondidos el hueso con las palabras enigmáticas de Jesús y el pergamino de María de Betania. De hecho, por una parte Jesucristo no había querido que su palabra fuera desvelada, y por otra, el abad de Vézelay parecía tan decidido, tan resuelto a poner en marcha en su iglesia una peregrinación a la santa que fray Román había temido que destruyera el tesoro sagrado si consideraba que la costilla y el manuscrito constituían un obstáculo para sus designios. Había decidido, en consecuencia, plegarse a sus deseos y tallar la escultura, para preservar los objetos santos y permitir que un día fueran descubiertos de nuevo. Tal vez entonces el Señor consideraría llegado el momento y su palabra secreta se manifestaría a plena luz…

Pero ¿qué iba a decirle a Odilón? El monje había fracasado desde el principio en su misión: reincorporar Vézelay a Cluny. Lo que había pasado era más bien lo contrario: Godofredo había logrado que el fraile de Cluny apoyara su causa, su ambición y sus trapacerías. Sin duda alguna, Román tendría que justificarse ante su abad y este último no se contentaría con una confesión de debilidad frente a una vieja amistad. Román tendría que informar de lo que había visto, oído y hecho durante varias semanas. ¿Le mentiría a Odilón sobre Godofredo, cuando catorce años antes no le había ocultado nada de sí mismo? La peregrinación… Román no podría callar en lo referente a esa cuestión, contrariamente a lo que le había prometido al abad de Vézelay. En los días siguientes, Godofredo difundiría el rumor, antes de hacer el anuncio oficial de la invención de las reliquias cíe la Magdalena, en Pascua. Odilón jamás creería que Godofredo no le hubiera hablado de ese importante acontecimiento a su amigo. ¿Hasta dónde tendría que llegar Román en sus confidencias al abad de Cluny, sin perjudicar al de Vézelay? ¿Cómo iba a silenciar su prodigioso descubrimiento en una antigua escultura carbonizada?

La oración no conseguía mitigar su dilema. Los únicos instantes en los que no pensaba en ese asunto eran aquellos en los que, recluido en su celda, a resguardo de los ojos y los oídos de los otros monjes, daba forma a la materia.

Desacostumbrados de los trabajos manuales, sus dedos magullados habían tardado varios días y otras tantas noches en comprender que la madera tenía un significado, una naturaleza y una textura diferentes según la especie, la composición de la tierra en la que había crecido, la edad, la tala y el grado de secado. El antiguo maestro de obras no ignoraba eso, pero lo que su mente sabía, sus manos lo ignoraban: si bien había supervisado los trabajos de los carpinteros de armar y los de interiores en Mont-Saint-Michel, nunca había abatido ni descortezado él mismo un árbol, y todavía menos esculpido un tronco o un bloque de piedra. Pensaba con afecto en maese Roger, que estaba al frente de los carpinteros de armar, y sobre todo en maese Jehan, responsable de los talladores de piedra, que había encontrado la muerte durante las obras de construcción, aplastado por un bloque de granito. Entonces, con las manos ensangrentadas, suplicaba a maese Jehan que lo ayudara desde el Paraíso, donde Román no ponía en duda que estaba, inspirándole los gestos capaces de transformar aquellos leños duros y estériles en imagen viva de la pecadora de los Evangelios.

El día anterior, después del oficio de sexta, cuando el sol estaba en su cénit, extenuado de cansancio y de aflicción ante sus lamentables habilidades, se había impuesto un paseo por los terrenos de la abadía confiando en que caminar propiciara la inspiración. Había llegado así hasta las reservas de leña del monasterio, que servían, no para la calefacción —inexistente salvo en la celda del abad—, sino de combustible para la cocina. Godofredo había sacado de allí las grandes piezas con las que él trabajaba. Entró en el vasto recinto cubierto por un tejadillo y se puso a buscar un pedazo de madera tierna. Durante una hora removió ramas y troncos diversos, y de repente se detuvo: bajo un impresionante montón de leña había unos elementos arquitectónicos medio quemados, sin duda los vestigios del incendio que había dañado la iglesia hacía más de un siglo. Emocionado, el antiguo maestro de obras se agachó y examinó con ojo experto los restos de columnas y de viguería hechos en el siglo IX por los primeros monjes que ocuparon la colina de Vézelay. Reconoció sin esfuerzo la mano tosca y los motivos característicos de la época carolingia que había desechado en Mont-Saint-Michael, en provecho de un estilo nuevo que le había enseñado su maestro Pedro de Nevers y que siglos más tarde sería bautizado con el nombre de «arte románico».

Cogió un grueso capitel ennegrecido por el fuego; todavía conservaba un trozo de pilar, liso y sin acanaladuras, escindido en el astrágalo. Sin duda alguna, las llamas del siglo X, elevándose desde el suelo, habían lamido la parte superior del capitel y dañado la columna, que se había partido, lo cual había exigido la sustitución de todo el elemento. En la iglesia, los pilares nuevos erigidos apresuradamente eran de piedra caliza de la región, desprovistos de ornamentos, y su alternancia aleatoria con las columnas originales, de madera, producía una sensación de incoherencia y de desolación. En ese instante, fray Román rezó para que la peregrinación inventada por Godofredo atrajera a las masas. Así, su amigo y sus sucesores podrían, gracias a los donativos de los fieles, construir una nueva iglesia que ya no sería un decorado penoso, sino que encarnaría la sustancia de la fe mediante representaciones simbólicas concebidas y construidas para guiar al hombre hacia la armonía sagrada.

Momentáneamente asaltado por su antigua pasión por las piedras, el ex maestro de obras pasó los dedos por los motivos negros y mutilados del capitel de madera: en medio de las hojas y las ramas había esculpidos extraños pájaros de ojos saltones, con las alas plegadas, probablemente búhos o aves de presa. De pronto, una idea tan descabellada como deslumbrante lo iluminó: dándole vueltas al objeto, fray Román se dio cuenta de que el ábaco del capitel sería una peana apropiada para una imagen y que su grosor permitía excavar facilmente un escondrijo; en el pedazo de columna escapado de las llamas, imaginó un rostro; vio dibujarse unos hombros y la parte superior de una túnica en la ménsula esculpida. Las aves del antiguo pilar, cabeza abajo, tenían las garras afiladas de los animales fantásticos.

Convencido de que había encontrado el soporte ideal para la imagen de María Magdalena, Román cogió el capitel y lo llevó a su celda.

No solo el abad Godofredo aprobó la elección de su escultor, sino que el capitel del siglo IX le inspiró otra idea.

—Oye, Román, supón que, nuevamente elegido y deseoso de conocer todos los secretos de mi abadía, decido abrir el misterioso sarcófago de la cripta, que es de factura carolingia pero en el que no hay ninguna inscripción, y cuya historia, según fray Herlembaldo, se ha perdido en las tinieblas de este monasterio. En el interior, descubro unos huesos, cabellos de mujer y un diploma que certifica que esas reliquias son las de la Magdalena.

—Sí, es la versión oficial que ya me expusiste, aunque con algunos detalles inéditos.

—Eso no es todo —dijo Godofredo, rojo de excitación—. Concluyo de todo ello que las reliquias descansan en la cripta desde hace mucho tiempo, como mínimo desde que los primeros monjes subieron al monte Escorpión en 887 para protegerse de los normandos, ¡puedo incluso deducir que antes, cuando vivían en el valle de la Cure, ya veneraban a la santa y tenían sus huesos!

—¿Basas esa «deducción» en la sepultura, que presenta el estilo característico de los escultores de Carlomagno?

—¡Exacto! ¡Y, por consiguiente, demuestro que el santuario magdaleniano de Vézelay es anterior a Verdun, Bayeux, Reims y Besançon, que es el primero, luego el único, y de esta forma elimino a mis potenciales rivales!

—Está bien pensado, Godofredo. Sin embargo, ¿cómo vas a explicar que el cuerpo de la santa haya venido de Judea a Borgoña?

El abad sonrió.

—Todo es posible para Dios, que hace lo que le place, querido Román. Nada le es difícil cuando ha decidido hacerlo por la salvación de los hombres. Eso, no solo voy a enunciarlo oralmente, sino a hacerlo escribir, pues cuento con que fray Herlembaldo, si el Altísimo le concede vida, redacte el relato del milagro del descubrimiento de la Magdalena en Vézelay y de todos los milagros que no van a dejar de producirse aquí.

El semblante del monje de Cluny se tornó sombrío.

—¿Cómo vas a justificar que tus predecesores «olvidaran» que poseían tales reliquias? ¿Y qué haces de la escultura que me dispongo a crear? —preguntó, sin poner en duda que el retorcido abad ya había inventado respuestas para ambas preguntas.

—Nada más fácil, Román. El terror frente al invasor no solo llevó al abad Eudes y sus monjes a subir a refugiarse en el monte Escorpión, sino sobre todo a esconder los huesos santos… Así, apenas llegaron a este promontorio, las preciosas reliquias fueron transferidas a una tumba anónima. En cuanto a tu escultura de la Magdalena…, al mismo tiempo que construían la primera iglesia de la colina, la tallaron en un capitel, a guisa de símbolo, y la colocaron en el coro, donde era venerada en lugar de los huesos que debían permanecer ocultos. Luego, la incuria y la negligencia de los sucesores de Eudes hicieron el resto: la escultura se quemó parcialmente en el incendio de los años 900—930 y la arrojaron donde tú la has encontrado… En fin, donde yo mismo la habría descubierto, exhumando los oscuros vestigios del siniestro. En la época del incendio, ya no tenía significado para nadie, los ociosos monjes de Vézelay ignoraban que era, no solo un objeto de culto ancestral, sino, sobre todo, la declaración del tesoro que encerraba el vientre de su abadía.

Fray Román hizo una mueca.

—Francamente, Godofredo, nadie va a creerse ese cuento. Tus deseos de grandeza te hacen desdeñar la sensatez y tu imaginación es un río desbordado que amenaza con ahogar tus proyectos.

—¡Al contrario, Román! —exclamó el abad, levantando los brazos hacia el cielo—. Mi leyenda está perfectamente dosificada: me remito a Dios para explicar la presencia de las reliquias, pero construyo una historia imaginaria en torno a unos hechos que todo el mundo sabe que son auténticos: el primer monasterio en el valle, la invasión de los vikingos, el refugio en el monte Escorpión, la construcción de la primera iglesia, la decadencia de la abadía, el incendio…

—Y, finalmente, en el año 1037, la oportuna llegada de un abad providencial —añadió Román con ironía.

Godofredo guardaba silencio, demasiado ocupado en controlar todos los puntos, en anticiparse a las futuras oposiciones a su ficción, para preocuparse de los sarcasmos del monje de Cluny.

—No obstante, hermano —prosiguió en un tono sosegado—, no hay que olvidar un detalle: la escultura de la Magdalena, que debe atestiguar la antigüedad del culto de la santa en Vézelay y barrer las dudas de los incrédulos, oficialmente fue tallada por los monjes de los años 887—890… Debe presentar, pues, la factura de ese período…

—El estilo carolingio.

—¡El estilo carolingio! —repitió el abad—. Por consiguiente, debes estar atento para no dejarte arrastrar por la técnica que te transmitió tu maestro Pedro de Nevers, e imitar cuidadosamente la manera de los antiguos…

Román se sentó en su cama y se cogió la cabeza entre las manos. Un largo suspiro escapó de su boca fina y seca.

—Me exiges una tarea que no puedo realizar —dijo—. ¡Ese trabajo requiere el arte y el corazón de un escultor experimentado! Mira a tu alrededor, observa estos miserables esbozos… Yo estoy desprovisto de esa capacidad, Godofredo. No poseo, de hecho, ninguna capacidad, como no sea la de ser débil, cobarde y propenso a la melancolía. Mi corazón está seco y mis manos no me obedecen… Veo la imagen de la santa en mi mente, pero mis manos, mis brazos, este miserable cuerpo…

El abad se acercó y puso sus sólidas manos sobre los frágiles hombros del antiguo maestro de obras.

—Entonces, esculpe con tu alma, Román. Olvida tu cuerpo descarnado y tu corazón despoblado. Pon tu alma en ese trozo de madera. Porque tu alma es una casa habitada.

Esa noche, fray Román no tocó la comida servida después de vísperas. Terminada la cena, se encerró en su cabaña y esperó completas mirando, sin moverse, el capitel carolingio puesto sobre el suelo de tierra batida. Todo su ser estaba inmóvil en una postura de espera fecunda: era como si, en lo más profundo de sí mismo, se operara una invisible fusión de fuerzas, una misteriosa síntesis de sentimientos y de impulsos relegados hasta entonces a una zona oscura de su memoria. Notó un ligero hormigueo en el vientre, un zumbido en los oídos. Su cuerpo, ese fardo insoportable, ya no era un peso, sino un estuche. Su mente se alejó poco a poco del círculo sin fin del remordimiento, de la indecisión y de la culpabilidad para concentrarse en un solo punto: el capitel de madera, la futura escultura, la imagen animada que llevaba dentro de él y que debía transcribir en el viejo roble.

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