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Authors: Jerry Pournelle & Larry Niven

Tags: #Ciencia Ficción

La paja en el ojo de Dios (2 page)

Por fin le retiraron las vendas y le aplicaron numbitol en el brazo. Los camareros le ayudaron a ponerse un uniforme de un azul polvoriento, faja roja, cordón dorado y charreteras; estaba todo arrugado, pero era mejor que los monos de monofibra. La rígida chaqueta le hacía daño en el brazo pese a la anestesia, pero descubrió que podía apoyar el antebrazo en la culata de la pistola.

Una vez vestido subió al trasbordador de desembarco de la bodega hangar de la
MacArthur,
y el piloto condujo el vehículo a través de las grandes puertas del ascensor volante sin eliminar el giro de la nave. Era una maniobra peligrosa, pero ahorraba tiempo. Se encendieron los retros, y el pequeño planeador alado se hundió en la atmósfera.

NUEVA CHICAGO: Mundo habitado, Sector Trans-Saco de Carbón, aproximadamente a veinte parsecs de la Capital Sectorial. El primario es una estrella amarilla F9 llamada comúnmente Beta Hortensis.

La atmósfera es muy parecida a la normal de la Tierra y respirable sin ayudas o filtros. La gravedad media es de 1,08. El radio planetario es de 1,15, y la masa de 1,12 según medida terrestre, lo que indica que se trata de un planeta de densidad superior a la normal. Nueva Chicago tiene una inclinación de cuarenta y un grados con un eje semimayor de 1,06 UA, moderadamente excéntrico. Las variaciones resultantes de las temperaturas estacionales han confinado las áreas habitadas a una faja relativamente estrecha en la zona sur templada.

Hay una luna a distancia normal, llamada comúnmente Evanston. El origen del nombre es oscuro.

Nueva Chicago tiene un setenta por ciento de mar. La tierra firme es predominantemente montañosa, con continua actividad volcánica. Las grandes industrias metalúrgicas del período del Primer Imperio fueron casi todas destruidas en las Guerras Separatistas; la reconstrucción de una base industrial ha ido desarrollándose satisfactoriamente desde que Nueva Chicago fue admitida en el Segundo Imperio en el 2940 d. de C.

La mayoría de los habitantes residen en una sola ciudad, que lleva el mismo nombre del planeta. Los otros centros de población están muy esparcidos, y ninguno de ellos tiene más de cuarenta y cinco mil habitantes. La población total del planeta era, según el censo del año 2990, de 6,7 millones de habitantes. Hay explotaciones mineras de hierro y ciudades metalúrgicas en las montañas, y extensos asentamientos agrícolas. El planeta es autosuficiente en la producción de alimentos.

Nueva Chicago posee una creciente flota mercante, y está localizado en un punto que resulta muy conveniente como centro de comercio interestelar del Sector Trans-Saco de Carbón. Está gobernado por un general gobernador y un consejo nombrado por el Virrey del Sector Saco de Carbón; hay también una asamblea elegida y han sido admitidos dos delegados en el Parlamento Imperial.

Rod Blaine miraba ceñudo las palabras que fluían a través de la pantalla de su computadora de bolsillo. Los datos físicos eran actuales, pero todo lo demás estaba anticuado. Los rebeldes habían cambiado incluso el nombre de su mundo, de Nueva Chicago había pasado a ser Señora Libertad. Su gobierno se reorganizaría por completo. Desde luego perdería sus delegados; podía perder incluso el derecho a una asamblea elegida.

Apartó el instrumento y miró hacia abajo. Estaba sobre una zona montañosa, y no vio signo alguno de guerra. Gracias a Dios, no se habían producido bombardeos en la zona.

Sucedía a veces: una fortaleza urbana se resistía con el auxilio de defensas planetarias basadas en satélites. La Marina Espacial no tenía tiempo para asedios prolongados. La política imperial era acabar con las rebeliones con el menor coste posible de vidas... pero acabar con ellas. Un planeta rebelde podía verse reducido a resplandecientes campos de lava, con la supervivencia de sólo unas cuantas ciudades rodeadas de las negras cúpulas de los Campos Langston; y luego ¿qué? No había naves suficientes para transportar alimentos a través de las distancias interestelares. Después vendrían las plagas y el hambre.

Sin embargo, pensaba Rod, era el único medio posible. Él había jurado fidelidad al ingresar en el servicio imperial. La humanidad debía agruparse en un solo gobierno, por la persuasión o por la fuerza, para que no volviesen a repetirse los centenares de años de Guerras Separatistas. Todos los oficiales imperiales habían podido ver los horrores que acarreaban tales guerras; por eso las academias estaban localizadas en la Tierra y no en la Capital.

Al aproximarse a la ciudad vio los primeros indicios del combate. Un anillo de tierras devastadas, fortalezas destruidas, cintas de hormigón del sistema de transporte rotas; luego la ciudad casi intacta, pues había permanecido al abrigo del círculo perfecto de su Campo Langston. La ciudad había padecido daños menores, porque, una vez retirado el Campo, había cesado toda resistencia efectiva. Sólo los fanáticos siguieron luchando contra la Infantería de Marina Imperial.

Pasaron sobre las ruinas de un alto edificio descabezado por la caída de una nave de aterrizaje. Alguien debía de haber disparado sobre los infantes de marina y el piloto no había querido que su muerte resultase inútil...

Rodearon la ciudad, aminorando para poder aproximarse a los muelles de aterrizaje sin destrozar todas las ventanas. Los edificios eran viejos, la mayoría construidos con tecnología hidrocarbónica, supuso Rod, con fajas arrancadas y sustituidas por estructuras más modernas. De la ciudad del Primer Imperio que se había alzado allí no quedaba nada.

Cuando descendieron al puerto situado sobre la Casa del Gobierno, Rod vio que no era preciso aminorar la velocidad. La mayoría de las ventanas de la ciudad estaban ya rotas. Había multitudes por las calles, y los únicos vehículos que se movían eran los transportes militares. Algunos ciudadanos permanecían ociosos, otros entraban y salían corriendo de las tiendas. Infantes de la Marina Imperial con su uniforme gris montaban guardia tras las alambradas electrificadas antidisturbios que rodeaban la Casa del Gobierno. El vehículo de Rod tomó tierra.

Blaine fue conducido rápidamente a la planta del general gobernador. No había una sola mujer en el edificio, aunque las oficinas del gobierno imperial estaban normalmente llenas de ellas, y Rod echó de menos a las chicas. Llevaba demasiado tiempo en el espacio. Dio su nombre al tieso infante de marina que hacía de recepcionista y esperó.

No se dedicó a pensar en la inmediata entrevista, y pasó el rato contemplando las paredes blancas. Todos los cuadros decorativos, el mapa estelar en tres dimensiones con banderas imperiales flotando sobre las provincias, todo el equipamiento normal de una oficina de general gobernador de un planeta de primera clase, habían desaparecido, dejando feas huellas en la pared.

Por fin el guardia le introdujo en la oficina. El almirante Vladimir Richard George Plejanov, vicealmirante del Negro, Caballero de San Miguel y San Jorge, se sentaba a la mesa del general gobernador. No había señal alguna de Su Excelencia el señor Haruna, y Rod pensó por un instante que el almirante estaba solo. Advirtió luego la presencia, junto a la ventana, del capitán Cziller, su superior inmediato en la
MacArthur.
Todos los elementos transparentes estaban rotos, y había profundas señales en las paredes revestidas. Muebles y adornos habían desaparecido. Hasta el Gran Sello (corona y nave espacial, águila, hoz y martillo) faltaba de la mesa cubierta con duraplast. Rod no recordaba haber visto nunca una mesa de duraplast en la oficina de un general gobernador.

—Se presenta el teniente Blaine, cumpliendo sus órdenes, señor.

Plejanov devolvió el saludo con aire ausente. Cziller siguió mirando por la ventana. Rod mantuvo un aire de rígida atención mientras el almirante le contemplaba con la misma expresión. Por último dijo:

—Buenos días, teniente.

—Buenos días, señor.

—No lo son en realidad. Creo que no he vuelto a verle a usted desde la última vez que visité Crucis Court. ¿Cómo está el marqués?

—Bien la última vez que estuve en casa, señor.

El almirante cabeceó y continuó contemplando a Blaine con aire crítico. No ha cambiado, pensó Rod. Un hombre de gran competencia, que combatía su tendencia a engordar haciendo ejercicio en alta gravedad. La Marina Espacial enviaba a Plejanov cuando se suponía que el combate iba a ser duro. Nunca se dio el caso de que excusara a un oficial incompetente, y corría el rumor de que había tumbado en una mesa al príncipe coronado (ahora emperador) y le había dado una zurra cuando Su Alteza servía como brigadier en la nave
Platea.


Tengo aquí su informe, Blaine. Tuvo usted que abrirse paso hasta el generador del campo rebelde. Perdió usted una compañía de infantes de la Marina Imperial.

—Así es, señor. —Los fanáticos rebeldes habían defendido la estación del generador, y la batalla había sido feroz.

—¿Y qué demonios hacía usted combatiendo en tierra? —preguntó el almirante—. Cziller le dio a usted un crucero capturado para escoltar a nuestros vehículos de asalto. ¿Tenía usted órdenes de descender a tierra?

—No las tenía, señor.

—¿Acaso supone que la aristocracia no está sometida a la disciplina de la Marina Espacial?

—Por supuesto que no, señor.

Plejanov ignoró la respuesta.

—Y luego tenemos ese trato que hizo usted con un jefe rebelde. ¿Cómo se llamaba? —Plejanov miró sus papeles—. Stone. Jonas Stone. Inmunidad frente a cualquier posible proceso. Reintegro de propiedades. Pero qué demonios, ¿acaso se imagina que cualquier oficial tiene autoridad para hacer tratos con rebeldes? ¿O acaso tenía encomendada usted alguna misión diplomática que yo desconozca, teniente?

—No, señor. —Rod apretó con fuerza los labios contra los dientes. Deseó gritar, pero no lo hizo. Al diablo con la tradición de la Marina Espacial, pensó. Gané la maldita guerra.

—Veamos, ¿tiene usted una explicación? —exigió el almirante.

—Sí, señor.

—Bien, hable.

Rod habló con voz tensa y forzada.

—Verá, señor. Mientras mandaba la nave
Defiant,
recibí una señal de la ciudad rebelde. Por supuesto el Campo Langston de la ciudad estaba intacto, el capitán Cziller, a bordo de la
MacArthur,
estaba totalmente ocupado con las defensas planetarias del satélite, y el cuerpo principal de la flota se hallaba enzarzado en una lucha general con las fuerzas insurrectas. El mensaje estaba firmado por un caudillo rebelde. El señor Stone prometió admitir en la ciudad fuerzas imperiales a condición de obtener inmunidad completa frente a cualquier juicio y restauración de sus propiedades personales. Daba un tiempo límite de una hora, e insistía en que un miembro de la aristocracia sirviese como fiador. Si se atendía a su oferta, la guerra terminaría en cuanto los infantes de marina entrasen en las instalaciones del generador del campo de la ciudad. Al no haber posibilidad de consulta con una autoridad superior, bajé yo mismo con las fuerzas de desembarco y di al señor Stone mi palabra de honor personal.

—Su palabra —dijo Plejanov, frunciendo el ceño—. Como Lord Blaine. No como oficial de la marina.

—No había otro medio, almirante.

—Comprendo. —Plejanov parecía ahora pensativo.

Si no cumplía la palabra dada por Blaine, Rod acudiría a todos los medios, a la Marina Espacial, al gobierno... Por otra parte, el almirante Plejanov tendría que explicarse ante la Cámara de los Pares.

—¿Qué le hizo pensar que la oferta era sincera?

—Señor, estaba en código imperial y suscrita por un oficial del servicio secreto de la marina.

—Así que arriesgó usted su nave...

—Ante la posibilidad de acabar con la guerra sin destruir el planeta. Sí, señor. He de señalar que el mensaje del señor Stone describía el campo prisión de la ciudad donde mantenían encerrados a los oficiales imperiales y a diversos ciudadanos.

—Comprendo —las manos de Plejanov se movieron en un súbito gesto de cólera—. Muy bien. Yo no quiero saber nada con los traidores, ni siquiera con uno que nos ayude. Pero respetaré su pacto, y eso significa que tengo que dar aprobación oficial a su desembarco.
No tiene
por qué gustarme lo que ha hecho, Blaine, y no me gusta. Fue una estupidez.

Pero resultó, pensó Rod. Continuaba tenso, pero sintió que el nudo de su estómago se aflojaba.

—Su padre corrió riesgos estúpidos —gruñó el almirante—. Estuvo a punto de conseguir que nos mataran a todos en Taniz. Es asombroso que su familia haya sobrevivido a través de once marqueses, y lo será aún más si llega hasta doce. Está bien, siéntese.

—Gracias, señor. —Rod se sentó rígido y tenso, su voz fríamente cortés. La cara del almirante se relajó un poco.

—¿Nunca le dije que su padre fue mi oficial al mando en Taniz? —preguntó en tono más cordial Plejanov.

—No, señor. Me lo dijo él. —Aún no había cordialidad alguna en la voz de Rod.

—Fue además el mejor amigo que tuve en la Marina Espacial, teniente. Su influencia me situó donde estoy, y él solicitó que usted estuviese bajo mi mando.

—Sí, señor. —Lo sabía. Pero en aquel momento se preguntaba por qué.

—Le gustaría a usted preguntarme qué espero que usted haga, ¿no es así, teniente?

—Sí, señor —Rod se estremeció de sorpresa.

—¿Qué habría sucedido si la oferta del rebelde no
hubiese
sido sincera? Si hubiese sido una trampa...

—Los rebeldes podrían haber destruido mi comando.

—Sí —la voz de Plejanov era aceradamente tranquila—. Pero consideró usted que valía la pena correr el riesgo porque tenía la posibilidad de poner fin a la guerra con pocas bajas por ambos bandos. ¿No es así?

—Así es, señor.

—Y si morían los infantes de marina, ¿qué habría podido hacer mi flota? —el almirante aporreó con sus puños la mesa—. ¡No habría tenido ninguna elección posible! —bramó—. ¡Cada semana que mantengo esta flota aquí es una oportunidad más para que los exteriores ataquen a uno de nuestros planetas! No habría tiempo para enviar a por otro transportador de fuerzas de asalto y a por más infantes de marina. Si hubiese perdido usted su comando, yo habría barrido este planeta reduciéndolo de nuevo a la edad de piedra, Blaine. ¡Aristócrata o no, no vuelva a colocar a nadie
jamás
en una situación así! ¿Ha comprendido?

—Sí, señor, he comprendido... —Tenía razón. Pero... ¿Qué habrían podido hacer los infantes de marina con el campo de la ciudad intacto? Rod bajó los ojos. Algo. Habrían hecho algo. Pero ¿qué?

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