Mabel quería escribir a su hermana, pero no podía admitir que había cometido un error. Todo el mundo le había advertido que el territorio de Alaska era para perdedores y mujeres de mala vida, que en ese paraje agreste no había sitio para una dama. Ella se aferró al anuncio que prometía un nuevo hogar y no escribió carta alguna.
Cuando por fin Jack la llevó a la finca, quiso creer. Así era Alaska: cruda, austera. Una cabaña hecha a base de troncos talados de la tierra, un patio que no era más que una extensión de suciedad y tocones, montañas que arañaban el cielo. Todos los días le preguntaba si podía acompañarlo a los campos, pero él siempre le decía que no, que se quedara en casa. Regresaba al atardecer, con la espalda doblada y lleno de moretones y picaduras de mosquito. Ella limpiaba y cocinaba, limpiaba y cocinaba, y poco a poco fue consumiéndose en el gris, hasta que incluso su visión pareció empequeñecerse y el mundo a su alrededor se vació de color.
Mabel extendió las manos sobre su regazo, planchando las arrugas de la falda, una y otra vez, hasta que sus oídos volvieron a captar las palabras que se decían a su alrededor. Algo sobre la mina del norte.
—Te lo repito, Jack. Ni lo pienses —decía George—. Es la manera más rápida de irte al otro barrio.
Mabel conservó la calma.
—¿Habláis de la mina de carbón? —intervino.
—Sé que corren tiempos duros, Mabel, pero no hay por qué avergonzarse de ello —dijo George, al tiempo que le guiñaba el ojo—. Procura que tu marido se quede en casa. Todo se arreglará.
Mientras George y sus hijos se enfrascaban en una charla sobre la cantidad de maneras terribles en que uno puede morir bajo tierra, Mabel se volvió hacia Jack y le susurró, hecha una furia:
—¿Pensabas dejarme sola para irte a la mina?
—Ya hablaremos de eso luego —replicó él.
—Lo único que tenéis que hacer es meter a un alce en el establo, chicos, y ahorrar dinero para la primavera —dijo George.
Mabel frunció el ceño, sin entenderlo.
—¿Un alce? —exclamó—. ¿En el establo?
Esther se echó a reír.
—No un ejemplar vivo, querida —le explicó—. Carne. Para alimentaros. Nosotros lo hemos hecho durante años. Acabas harta de puré de patatas y patatas fritas, de carne hervida o asada, pero no te mueres de hambre.
—Es ya muy tarde para cazar un alce —rezongó el hijo menor desde la cocina. Estaba de pie, con las manos metidas en los bolsillos—. Habría tenido que pillar a uno antes del celo.
—Siguen ahí, Garrett —repuso George—. Solo tendrá que esforzarse un poco más para encontrar uno.
El chico se encogió de hombros, con expresión de duda.
—No le hagáis caso —dijo Esther, haciendo un gesto de fastidio—. Se cree el próximo Daniel Boone.
Uno de los hijos mayores se rió y le dio un puñetazo a Garrett en el brazo. El más joven apretó los puños, y propinó a su hermano un empujón tal que el chico cayó sobre la mesa de cocina. Se enzarzaron en una ruidosa refriega que alarmó a Mabel hasta que vio que ni George ni Esther tomaban partido alguno. Por fin, cuando el jaleo se hizo insoportable incluso para los Benson, Esther gritó «ya basta, chicos», y ellos se calmaron.
—Puede que Garrett sea un creído, pero te aseguro que es un as con el rifle, Jack. —George señaló con orgullo al benjamín de la familia—. Cazó a su primer alce a los diez años. Trae a casa más caza que todos los demás juntos.
—Incluidas esas benditas perdices —dijo Esther, dirigiéndose a Mabel.
Mabel se esforzó por sonreír, pero sus pensamientos se lo impedían. Jack pensaba irse. Dejarla sola en aquella cabaña pequeña y oscura.
Los hombres se habían puesto a hablar de la caza del alce, y de nuevo la asaltó la sensación de que era un tema del que ya habían hablado todos y de que, una vez más, ella no era más que una forastera ignorante.
—Tiene que llevar el rifle siempre consigo, incluso cuando va a trabajar a los campos —oyó que el hijo menor le decía a Jack—. Ir a los pies de las montañas. La mayoría de las veces la nieve ya los ha hecho descender hacia el río, pero este año tarda, así que siguen ahí arriba, comiendo abedules y álamos.
El chico apenas lograba disimular su desdén hacia Jack.
—Es una pena que no matara uno en otoño —le dijo—. Ahora le va a costar. Los alces solo se agrupan durante el celo. En esa época son distintos. Los machos se vuelven locos en el bosque. Estampan sus malditas astas en los árboles. Se revuelcan en su propia orina. Balan para atraer a las hembras.
—Oí algo, hará un mes o así —intervino Jack—. Estaba cortando leña y algo empezó a gruñir desde el bosque. Y luego oí un «chas, chas», como si alguien más estuviera cortando leña.
—Un alce macho. Llamándole, golpeando la cornamenta contra un árbol. Quería luchar con usted. Lo tomó por otro alce. —Y el chico casi sonrió, como si Jack estuviera lejos de tener la estatura de un alce.
Esther notó que Mabel estaba incómoda, pero malinterpretó el motivo.
—No te preocupes, querida. Te acostumbrarás a la carne de alce. En esta época del año puede resultar un poco dura, gomosa, pero os mantendrá alimentados.
Mabel le brindó una débil sonrisa.
Cuando llegó la hora de irse, los Benson insistieron en que Jack y Mabel se quedaran a pasar la noche. Jack repuso que tenían que volver a casa para ocuparse de los animales y Mabel les agradeció la invitación, pero afirmó que dormía mejor en su cama.
—Hace mucho frío de noche —dijo Esther mientras ayudaba a Mabel a ponerse el abrigo.
—No nos pasará nada. Muchas gracias, de todos modos.
Esther metió un tarro dentro del abrigo de Mabel, luego se lo abrochó como si fuera una niña y le levantó el cuello.
—Mantén esa masa fermentada caliente de camino a casa o se te estropeará. Y recuerda lo que te he dicho de añadirle una pizca de harina de vez en cuando.
Mabel abrazó el tarro fresco contra su cuerpo y volvió a darle las gracias.
No había nubes, pero sí viento. La luna alumbraba los surcos del camino y ensombrecía la tierra y los árboles. Mientras se alejaban, Mabel volvió la vista hacia las ventanas iluminadas de la casa de los Benson; luego se ciñó la bufanda sobre la cara. Jack carraspeó. Mabel esperaba que dijera algo sobre sus planes de irse a la mina. Estaba preparada para ser justa en su enfado.
—Forman toda una familia, ¿no crees? —dijo él.
Ella tardó en responder.
—Sí —dijo por fin—. Desde luego.
—A Esther le has caído bien. ¿De qué hablasteis?
—Oh… de todo, supongo.
Mabel se quedó callada, y añadió:
—Me ha preguntado por qué no tenemos hijos.
—¿Y?
—Me ha dicho que nos presta a los suyos cuando queramos.
Jack se echó a reír, y a pesar de todo, también Mabel esbozó una sonrisa, oculta por la bufanda.
El crepúsculo del día siguiente trajo consigo la nieve. Los primeros copos se agruparon mientras caían, revoloteando, hacia el suelo. Primero fueron solo unos cuantos copos dispersos, pero luego el aire se llenó de ellos: la luz de la casa los convertía en volutas de ensueño. Mabel evocó su infancia, esos días de invierno en que, acurrucada en un butacón, veía cómo las luces de la calle alumbraban los primeros copos.
Cuando regresó a la ventana de la cocina, un rato después, vio que Jack salía del bosque y avanzaba a través de la nieve. La caza había resultado infructuosa; lo supo por su andar cabizbajo y vacilante.
Mabel fue a preparar la cena. Apartó la cortina de percal que tapaba la alacena y sacó dos platos. Puso el mantel. Pensó en la desordenada cabaña de los Benson y sonrió para sus adentros. Esther, vestida con aquel mono masculino, rebosante de confianza, moviéndose por la cocina con el pavo muerto. Mabel no había conocido en su vida a una mujer como ella. No era de las que salían discretamente, ni fingían estar indefensas, ni disimulaban sus opiniones con buenas palabras.
La noche anterior George les había estado contando que, varios veranos atrás, Esther había matado a un oso grizzly de casi tres metros en el patio de casa. Estaba sola cuando oyó una fuerte pisada. Cuando miró por la ventana, vio a un oso intentando entrar en el establo. El animal se sostenía sobre los cuartos traseros y descargaba las pezuñas delanteras una y otra vez contra la puerta de madera. Luego se puso a cuatro patas, se calmó, acercó el morro a los troncos y los olisqueó. Mabel se habría sentido aterrada, pero Esther no. Estaba furiosa. No iba a dejar que un oso atacara a sus vacas. Con calma, fue a por el rifle, salió al patio y abatió al animal. Mabel la imaginaba perfectamente: Esther de pie, con los pies ligeramente separados, el brazo firme. Sin vacilaciones ni preocupaciones por temas de decoro.
Mabel se hallaba de nuevo en la ventana. La nieve caía con más abundancia, más deprisa. Mientras veía a Jack, que salía del establo con un candil en la mano, la nieve se arremolinó a su alrededor en un círculo de luz. Él volvió la cabeza, como si hubiera notado su mirada, y ambos se observaron a distancia, cada uno envuelto en su propia luz, mientras la nieve caía como un velo entre ellos. Mabel no recordaba cuándo se habían mirado así por última vez y ese instante fue como la nevada: lento e intenso.
Cuando se enamoró de Jack, soñó con que podía volar, que una noche, cálida y negra como la tinta, se elevaría desde el suelo, descalza y en camisón, y flotaría entre las copas de los árboles hasta tocar las estrellas. Era la misma sensación que la embargaba esa noche.
Desde la ventana la noche parecía densa, cada copo dibujaba una lenta y espaciada caída sobre el fondo negro. Era la clase de nieve que hacía que los niños salieran corriendo de las casas, se rieran, volvieran la cara hacia el cielo y giraran en círculos con los brazos extendidos.
Permaneció hechizada, con el delantal puesto y un trapo en la mano. Quizá fuera el recuerdo de ese sueño, o la naturaleza hipnótica de la nieve al caer. Tal vez fuera Esther, con los pantalones de trabajo y la blusa floreada, capaz de matar osos y reírse a carcajadas.
Mabel se quitó el delantal y dejó el trapo en la mesa. Deslizó los pies en las botas, se echó encima uno de los abrigos de lana de Jack y se puso un gorro y unos mitones.
Al salir notó el aire limpio y fresco contra la cara, y olió el humo de la leña en el horno. Dejó que la nieve flotara a su alrededor, y luego hizo lo que habría hecho de niña: levantó la cara hacia el cielo y chasqueó la lengua. El torbellino blanco se espesaba y ella empezó a girar despacio. Los copos cayeron en sus mejillas y párpados, mojándole la piel. Se paró y observó cómo la nieve se posaba en las mangas del abrigo. Por un momento contempló la forma de un solo copo antes de que se fundiera en la lana. Desapareció enseguida.
La nieve crecía a sus pies. Ella le propinó un puntapié suave, y la notó húmeda y pesada. Nieve para hacer bolas. Cogió un puñado con la mano desnuda. Era compacta y se ajustaba a la palma de su mano. Se puso los guantes y la amasó hasta darle forma.
Oyó los pasos de Jack, acercándose, y levantó la mirada a tiempo de verlo dirigirse a la cabaña. Él la observaba sorprendido. Mabel apenas salía, y nunca de noche. La reacción de Jack despertó en ella un impulso infantil e imprevisible. Acarició la bola de nieve, observó a Jack y le esperó. Cuando lo tuvo cerca, se la lanzó; desde el momento en que la bola abandonó su mano, supo que era un gesto descabellado y se preguntó qué pasaría a continuación. La bola de nieve le dio en la pierna, justo encima del borde de la bota.