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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

La música del azar (13 page)

Esperaba una rápida escabechina, una masacre, pero durante las primeras horas Pozzi sólo se mantuvo, ganando aproximadamente un tercio de las manos y haciendo pocos progresos. No le acudían buenas cartas, y varias veces se vio obligado a retirarse después de apostar a las tres o cuatro primeras cartas de una mano. De vez en cuando utilizó su mala suerte para lograr una victoria de farol, pero estaba claro que no quería abusar de esa táctica. Afortunadamente, las apuestas eran bastante bajas al principio, pues nadie se atrevía a subir más de ciento cincuenta o doscientos en ninguna mano, cosa que contribuyó a reducir los daños al mínimo. Pozzi no mostraba señales de pánico. Eso tranquilizó a Nashe, y a medida que pasaba el tiempo pensó que la paciencia del chico les iba a salvar. No obstante, eso significaba renunciar a su sueño de una rápida aniquilación, lo cual era un poco decepcionante. Comprendió que iba a ser una partida intensa y muy reñida y esto demostraba que Flower y Stone ya no eran los mismos jugadores que Pozzi había visto en Atlantic City. Tal vez fueran las lecciones con Sid Zeno la causa del cambio. O tal vez siempre habían sido buenos y habían utilizado la otra partida para atraer a Pozzi a ésta. De las dos posibilidades, Nashe encontraba la segunda mucho más inquietante que la primera.

Luego las cosas dieron un giro para mejor. Justo antes de las once el muchacho se llevó tres mil dólares con ases y reinas y durante la hora siguiente entró en una buena racha, ganando tres de cada cuatro manos y jugando con tal aplomo y astucia que Nashe notó que los otros dos empezaban a hundirse, como si su voluntad vacilase, cediendo visiblemente ante el ataque. Flower adquirió fichas por otros diez mil dólares a medianoche y quince minutos después Stone se levantó para coger cinco mil más. La habitación se había llenado de humo, y cuando Flower finalmente entreabrió unos centímetros una de las ventanas, a Nashe le sobresaltó el estruendo de los grillos que cantaban en la hierba. En ese momento Pozzi tenía delante veintisiete mil dólares, y, por primera vez en toda la noche, Nashe dejó que su mente se apartara del juego, considerando que su concentración ya no era necesaria. Todo estaba bajo control ahora y no podía haber ningún mal en alejarse un poco, en entregarse a alguna fantasía sobre el futuro. Aunque más tarde le pareció incongruente, hasta empezó a pensar en instalarse en algún sitio, en marcharse a Minnesota y comprar allí una casa con el dinero que iba a ganar. Los precios eran bajos en esa parte del país y seguramente habría suficiente para pagar la entrada. Después hablaría con Donna para que Juliette volviese a vivir con él y luego quizá utilizase sus contactos en Boston para que le consiguiesen un puesto en el cuerpo de bomberos de Northfield. Se acordó de que allí los coches de bomberos eran verde pálido y le hizo gracia pensarlo. Se preguntó cuántas otras cosas serían distintas en el Medio Oeste y cuántas serían lo mismo.

Abrieron una baraja nueva a la una y Nashe aprovechó la interrupción para excusarse e ir al cuarto de baño. Tenía toda la intención de volver enseguida, pero una vez que hizo funcionar el wáter y salió al pasillo poco iluminado, notó lo agradable que resultaba estirar las piernas. Estaba cansado de estar sentado en una postura incómoda durante tantas horas y, puesto que ya estaba de pie, decidió darse una vueltecita por la casa para tomarse un respiro. A pesar de su agotamiento, estaba pletórico de felicidad y excitación y no tenía ganas de regresar aún. Durante los siguientes tres o cuatro minutos avanzó a tientas por las habitaciones que Flower les había enseñado antes de la cena, ahora a oscuras, tropezando con los marcos de las puertas y con los muebles, hasta que se encontró en el vestíbulo principal. Había una lámpara encendida en lo alto de la escalera y al levantar los ojos hacia ella se acordó de pronto del taller de Stone en el ala este. Dudó de si podía subir allí sin permiso, pero el deseo de volver a ver la maqueta era demasiado fuerte como para resistirse a él. Desechando sus escrúpulos, se cogió al pasamanos y empezó a subir los peldaños de dos en dos.

Pasó casi una hora contemplando la Ciudad del Mundo, examinándola como no había podido hacerlo antes, sin la distracción de tratar de ser cortés, sin los comentarios de Flower zumbando en sus oídos. Esta vez pudo sumergirse en los detalles, desplazándose lentamente de una parte a otra de la maqueta, estudiando los diminutos detalles arquitectónicos, la primorosa aplicación de los colores, la vívida, a veces asombrosa expresión en las caras de las minúsculas figuras de tres centímetros. Vio cosas que se le habían escapado por completo durante la primera visita, y muchos de estos descubrimientos se caracterizaban por mordaces rasgos de humor: un perro meando contra una boca de riego frente al Palacio de Justicia; un grupo de veinte hombres y mujeres que marchaban por la calle, todos con gafas; un ladrón enmascarado resbalando en una piel de plátano en un callejón. Pero estos aspectos jocosos sólo hacían que los otros elementos resultaran más ominosos, y al cabo de un rato Nashe se encontró concentrándose casi exclusivamente en la prisión. En una esquina del patio los internos charlaban en pequeños grupos, jugaban al baloncesto o leían libros; pero luego, con una especie de horror, vio a un prisionero con los ojos vendados de pie contra el muro, justo detrás de ellos, a punto de ser ejecutado por un pelotón de fusilamiento. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué crimen había cometido aquel hombre y por qué le castigaban de aquella manera tan horrible? A pesar de toda la cordialidad y sentimentalismo reflejados en la maqueta, la impresión predominante era de terror, de oscuros sueños paseando tranquilamente por las avenidas a plena luz del día. Una amenaza de castigo parecía flotar en el aire, como si aquélla fuera una ciudad en guerra consigo misma, luchando por corregirse antes de que llegaran los profetas anunciando la llegada de un Dios asesino y vengador.

Justo cuando estaba a punto de apagar la luz y salir de la habitación, Nashe se dio la vuelta y regresó junto a la maqueta. Plenamente consciente de lo que estaba a punto de hacer y no obstante sin ningún sentimiento de culpa, sin el menor remordimiento, buscó el lugar donde Flower y Stone estaban de pie delante de la pastelería (cada uno con un brazo sobre los hombros del otro, mirando el billete de lotería con la cabeza inclinada), bajó los dedos pulgar y corazón hasta el punto donde sus pies se unían al suelo y dio un tironcito. Las figuras estaban firmemente pegadas, así que lo intentó de nuevo, esta vez con una rápida e impulsiva sacudida. Se oyó un crujido sordo y un momento después tenía a los dos hombres de madera en la palma de la mano. Casi sin molestarse en mirarlos, se metió el recuerdo en el bolsillo. Era la primera vez que Nashe robaba algo desde que era pequeño. No estaba seguro de por qué lo había hecho, pero lo último que buscaba era una razón. Aunque él mismo no pudiera expresarlo con palabras, sabía que había sido absolutamente necesario. Lo sabía de la misma forma que sabía su propio nombre.

Cuando Nashe ocupó de nuevo su asiento detrás de Pozzi, Stone estaba barajando las cartas, preparándose para repartir la mano siguiente. Eran ya más de las dos, y una mirada a la mesa fue suficiente para que Nashe se percatara de que todo había cambiado, que en su ausencia se habían librado tremendas batallas. La montaña de fichas del muchacho había quedado reducida a un tercio de su tamaño anterior y, si los cálculos de Nashe eran correctos, eso significaba que estaban como al principio, quizá incluso mil o dos mil por debajo. No parecía posible. Pozzi había estado volando alto, al borde de rematar la operación, y ahora parecía que lo tenían acorralado, presionando con fuerza para quebrar su confianza, para aplastarle de una vez por todas. Nashe apenas podía imaginar qué había ocurrido.

—¿Dónde coño has estado? —le preguntó Pozzi en un susurro cargado de furia acumulada.

—Me dormí un rato en el sofá del cuarto de estar —mintió Nashe—. No pude evitarlo. Estaba agotado.

—Mierda. ¿No se te ocurre nada mejor que dejarme plantado? Eres mi amuleto, gilipollas. En cuanto te has ido, el maldito techo ha empezado a caérseme encima.

Flower les interrumpió en ese momento, demasiado contento como para no apresurarse a ofrecer su versión de lo ocurrido.

—Hemos tenido algunas manos fantásticas —dijo tratando de no mostrar su maligna satisfacción—. Su hermano apostó casi todo con un full, pero en la última carta Willie le derrotó con cuatro seises. Luego, pocas manos después, hubo una espectacular confrontación, un duelo a muerte. Al final, mis tres reyes prevalecieron sobre las tres jotas de su hermano. Se ha perdido grandes emociones, joven, se lo aseguro. Esto es póquer tal y como hay que jugarlo.

Curiosamente, Nashe no se sintió alarmado por estos drásticos reveses. Más bien al contrario, el retroceso de Pozzi tuvo un efecto galvanizante sobre él, y cuanto más frustrado y confuso estaba el muchacho, más parecía crecer la confianza de Nashe, como si fuera precisamente esta situación critica lo que hubiera ido buscando desde el comienzo.

—Tal vez sea hora de inyectar unas pocas vitaminas en la apuesta de mi hermano —dijo, sonriendo por el juego de palabras
[3]
. Metió la mano en los bolsillos interiores de su chaqueta y sacó los dos sobres con el dinero—. Aquí hay dos mil trescientos dólares. ¿Por qué no compramos más fichas, Jack? No es mucho, pero por lo menos te dará un poco más de margen para desenvolverte.

Pozzi sabía que ése era todo el dinero que Nashe tenía en el mundo, y vaciló antes de aceptarlo.

—Todavía me defiendo —dijo—. Vamos a esperar unas manos a ver qué pasa.

—No te preocupes, Jack —dijo Nashe—. Coge el dinero ahora. Cambiará la racha y te ayudará a ponerte en marcha otra vez. Has tenido un bajón, eso es todo, pero volverás a remontar. Eso pasa muchas veces.

Pero Pozzi no remontaba. A pesar de las nuevas fichas, las cosas seguían yendo en su contra. Ganó alguna que otra mano, pero esas victorias nunca eran lo bastante grandes como para frenar la erosión de sus fondos, y cada vez que sus cartas parecían prometedoras apostaba demasiado y acababa perdiendo, despilfarrando sus recursos en esfuerzos desesperados y sin fortuna. Al amanecer, tenía ochocientos dólares. Sus nervios estaban destrozados, y si Nashe conservaba alguna esperanza de ganar, le bastaba con mirar las manos temblorosas de Pozzi para saber que la hora de los milagros ya había pasado. Fuera, los pájaros empezaban a despertarse y cuando los primeros rayos de luz entraron en la habitación, la cara ojerosa y magullada de Pozzi tenía un aspecto terrible por su palidez. Se estaba convirtiendo en un cadáver ante los ojos de Nashe.

Sin embargo, el espectáculo no había terminado aún. En la mano siguiente a Pozzi le entraron dos reyes ocultos y el as de corazones descubierto, y cuando el cuarto naipe resultó ser otro rey —el rey de corazones— Nashe intuyó que la marea estaba a punto de cambiar de nuevo. Sin embargo las apuestas eran altas y antes de que se diera la quinta carta, al muchacho sólo le quedaban trescientos dólares. Flower y Stone le estaban echando de la partida: no iba a tener suficiente para llegar al final de esa mano. Sin pensarlo siquiera, Nashe se levantó y le dijo a Flower:

—Quiero hacer una proposición.

—¿Una proposición? —dijo Flower—. ¿A qué se refiere?

—Casi no nos quedan fichas.

—Bueno, pues compre mas.

—Eso quisiéramos, pero también nos hemos quedado sin dinero.

—Entonces supongo que la partida ha terminado. Si Jack no puede aguantar el resto de la mano, tendremos que darla por acabada. Esas son las reglas que acordamos al principio.

—Lo sé. Pero quiero proponer otra cosa, algo que no es dinero en efectivo.

—Por favor, señor Nashe, nada de pagarés. No le conozco a usted lo suficiente como para darle crédito.

—No le estoy pidiendo crédito. Le ofrezco mi coche como seguridad colateral.

—¿Su coche? ¿Y qué clase de coche es? ¿Un Chevrolet de segunda mano?

—No, es un buen coche. Un Saab de un año en perfecto estado.

—¿Y para qué lo quiero? Willie y yo tenemos ya tres coches en el garaje. No necesitamos otro más.

—Véndalo, entonces. Regálelo. ¿Qué más da? Es lo único que puedo ofrecer. De lo contrario, se acabó la partida. ¿Y por qué ponerle fin cuando no es preciso?

—¿Y cuánto cree usted que vale ese coche suyo?

—No sé. A mí me costó dieciséis mil dólares. Ahora probablemente valdrá por lo menos la mitad, puede que incluso diez.

—¿Diez mil dólares por un coche usado? Le daré tres.

—Eso es absurdo. ¿Por qué no sale a verlo antes de hacer una oferta?

—Porque ahora estoy en mitad de una mano. Y no quiero perder la concentración.

—Entonces déme ocho y asunto concluido.

—Cinco. Es mi última oferta. Cinco mil dólares.

—Siete.

—No, cinco. Lo toma o lo deja, señor Nashe.

—De acuerdo, lo tomo. Cinco mil por el coche. Pero no se preocupe, lo deduciremos de nuestras ganancias. No quisiera endosarle algo que no desea.

—Eso ya lo veremos. Mientras tanto, contemos las fichas y sigamos. No puedo soportar estas interrupciones. Estropean todo el placer.

Pozzi había recibido una transfusión de urgencia, pero eso no significaba que fuera a vivir. Saldría de la crisis actual, quizá, pero en el mejor de los casos las perspectivas a largo plazo seguían siendo dudosas. Nashe había hecho todo lo que podía, no obstante, y eso en sí mismo era un consuelo, incluso un motivo de orgullo. Pero también sabía que las reservas del banco de sangre estaban agotadas. Había ido mucho más allá de lo que había pensado, lo más lejos que le era posible, pero tal vez no fuese suficiente.

Pozzi tenía los dos reyes ocultos y el as y el rey de corazones a la vista. Las dos cartas que Flower tenía descubiertas eran un seis de diamantes y un siete de tréboles, una posible escalera, quizá, poca cosa comparada con los tres reyes que ya tenía el muchacho. Sin embargo, la mano de Stone era una amenaza potencial. Dos ochos estaban a la vista, y a juzgar por la forma en que había iniciado las apuestas al cuarto naipe (entrando fuerte, con subidas consecutivas de trescientos y cuatrocientos dólares), Nashe sospechaba que sus cartas ocultas escondían cosas buenas. Otra pareja, quizá, o incluso los otros dos ochos. Nashe puso sus esperanzas en que Pozzi sacara el cuarto rey, pero quería que saliera al final, boca abajo en el séptimo reparto. Mientras tanto, pensó, dale dos corazones más. Mejor aún, dale la reina y la jota de corazones. Que parezca que lo está arriesgando todo a una posible escalera de color y luego, al final, dejarlos atónitos con los cuatro reyes.

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