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Authors: Anne Rice

La Momia (4 page)

Y allí estaba Samir, el irritante asistente que intentaba comportarse como si perteneciera a la misma clase que Lawrence, intentando calmar a la turba de insolentes periodistas. ¿Podía ser aquélla realmente la tumba de Ramsés II? ¿Iba a dar Lawrence una rueda de prensa?

A Henry le importaba un comino. Se abrió paso a empujones entre los hombres que aguardaban ante la entrada de la tumba.

—Señor Stratford, por favor —gritó Samir a sus espaldas. Una periodista iba pisándole los talones—. Deje a su tío ahora —rogó Samir acercándose—. Déjelo saborear su hallazgo.

—Una mierda.

Henry fulminó con la mirada al guardián, y el hombre se apartó. Samir se volvió para contener a los periodistas. ¿Quién era el que iba a entrar en la tumba? Querían saberlo todo.

—Es un asunto de familia —dijo él fríamente a la mujer que lo seguía. El guardia no la dejó pasar.

Quedaba muy poco tiempo. Lawrence dejó de escribir y se enjugó la frente con cuidado, dobló el pañuelo e hizo una breve anotación más:

«Brillante idea, esconder el elixir entre cientos de venenos. ¿Qué lugar más seguro para una poción que confiere la inmortalidad que entre pociones que traen la muerte? Y pensar que son los venenos que Cleopatra probó antes de decidirse por el áspid para quitarse la vida...»

Se detuvo y volvió a secarse la frente. Ya hacía mucho calor. En pocas horas se le echarían encima, exigiéndole que dejara paso libre a los funcionarios del museo. Si al menos hubiera hecho el descubrimiento sin el museo... Dios sabía que no lo habían ayudado en nada. Y se lo arrebatarían todo.

El sol se filtraba a través de los resquicios de la puerta e iluminaba las redomas de alabastro que tenía delante. Creyó oír algo, como un débil susurro o una respiración apagada.

Se volvió y miró a la momia, a los rasgos claramente moldeados bajo las tensas vendas.

Aquel hombre que decía ser Ramsés II había sido alto y quizá robusto.

Desde luego no era un viejo, como el cadáver expuesto en el museo de El Cairo. Pero este Ramsés pretendía no haber envejecido. Era inmortal, y simplemente dormía bajo aquellos vendajes. Nada podía matarlo, ni siquiera los venenos que contenía aquella sala, que había probado en grandes cantidades cuando la añoranza de Cleopatra lo había vuelto medio loco.

Siguiendo sus órdenes, sus servidores habían vendado su cuerpo, lo habían enterrado vivo en el sarcófago que él mismo había preparado, supervisando hasta el menor detalle, y después habían sellado la tumba con la losa que él mismo había grabado.

¿Pero qué era lo que lo había hecho dormir? Ahí radicaba el misterio. ¡Ah, qué historia tan deliciosa! ¿Y si...?

Se quedó mirando a la sombría criatura envuelta en lino amarillento. ¿Creía de verdad que aquel ser estaba vivo? ¿Que podía moverse y hablar?

Lawrence no pudo reprimir una sonrisa.

Se volvió hacia los pomos de alabastro que descansaban sobre la mesa. El sol estaba convirtiendo la pequeña sala en un infierno. Envolviéndose la mano en el pañuelo, abrió con cuidado la tapa de la primera redoma. Olía a almendras amargas. Podía ser algo tan mortal como el cianuro.

Y el inmortal Ramsés decía haber ingerido la mitad del contenido de cada pomo para acabar con su vida.

«¿Y si realmente
hay
un ser inmortal bajo aquella envoltura?»

De nuevo escuchó aquel sonido. ¿Qué podía ser? No era un roce, sino más bien como una suave inspiración.

Volvió a mirar a la momia. El sol la iluminaba con hermosos y polvorientos rayos, el mismo sol que atravesaba las vidrieras de una iglesia, o las frondosas ramas de los robles en un bosque.

Le pareció ver el polvo que se alzaba de la antigua figura; una pálida neblina dorada formada por partículas móviles. Ah, estaba demasiado cansado.

Pensó de repente que la momia no parecía tan marchita como antes. Era como si estuviese tomando las formas de un hombre.

—¿Pero quién eras realmente, mi viejo amigo? —preguntó Lawrence en voz baja—. ¿Un loco? ¿O quizá quien dices ser, Ramsés el Grande?

Sus propias palabras le produjeron un escalofrío. Se levantó y se aproximó a la momia. Los rayos del sol bañaban la imponente figura. Por primera vez se fijó en el contorno de las cejas bajo los vendajes: parecía tener una expresión de dureza y determinación.

Lawrence sonrió y habló en latín, componiendo con cuidado las frases.

—¿Sabes cuánto tiempo has dormido, oh faraón inmortal, tú que dices haber vivido mil años?

¿Estaría asesinando la antigua lengua romana? Había pasado tantos años traduciendo jeroglíficos que ya no hablaba la lengua de César con la fluidez de otros tiempos.

—Ha pasado el doble de tiempo desde que te encerraste en esta cámara, Ramsés, desde que Cleopatra acercó la mortal serpiente a su seno.

Miró un momento en silencio a la figura. ¿Habría una sola momia que no provocase en quien la veía un profundo e indefinido terror a la muerte? Parecía que todavía quedase algo de vida en su interior; que su alma estuviera atrapada entre los vendajes y no pudiese quedar en libertad hasta que su prisión fuera destruida.

Sin pensar volvió a hablar, esta vez en inglés.

—Si al menos fueras inmortal... Si pudieras abrir los ojos a este mundo moderno, y si yo no tuviera que esperar un permiso para retirar esos miserables andrajos y contemplar tu rostro...

El rostro. ¿Había cambiado algo en él? No, sólo era la luz del sol. ¿O no? Sin embargo parecía más relleno. Con gesto reverente, Lawrence extendió la mano para tocarlo, pero la detuvo en el aire. De nuevo habló en latín.

—Estamos en el año 1914, gran rey. Y el nombre de Ramsés el Grande sigue siendo conocido en todo el mundo, como el de tu última reina.

De repente oyó un ruido a sus espaldas: era Henry.

—¿Hablando con Ramsés el Grande en latín, tío? Quizá la maldición ya está actuando en tu cerebro.

—No. Entiende el latín —respondió Lawrence sin dejar de mirar a la momia—. ¿No es así, Ramsés? Y también el griego. Y el persa, y el etrusco, y otras lenguas que el mundo ha olvidado. ¿Quién sabe? Puede que incluso conociera las antiguas lenguas bárbaras que hace siglos se convirtieron en nuestro inglés. —Una vez más cambió al latín—. Pero hay muchas maravillas en el mundo de hoy, oh, gran faraón. Hay tantas cosas que podría enseñarte..

—No creo que te oiga, tío —dijo Henry con frialdad. Se escuchó un suave tintineo de cristal—. O al menos esperemos que no.

Lawrence se volvió bruscamente. Henry, con un maletín debajo del brazo, sostenía el tapón de una de las redomas en la mano derecha.

—¡No toques eso! —lo detuvo Lawrence—. Es veneno, imbécil. Todas contienen venenos.

Un poco de cualquiera de esos frascos, y estarías tan muerto como él. Es decir, si él está realmente muerto.

La simple visión de su sobrino lo enfurecía. Y precisamente tenía que aparecer en aquel momento...

Lawrence se volvió hacia la momia. Incluso sus manos parecían más llenas. Y uno de los anillos casi había perforado la envoltura de lino. Pero hacía unas horas...

—¿Venenos? —preguntó Henry a sus espaldas.

—Es un verdadero laboratorio de venenos —respondió Lawrence—. Los mismos que Cleopatra probó en sus indefensos esclavos antes de suicidarse.

¿Pero qué sentido tenía desperdiciar aquella valiosa información con Henry?

—Qué increíblemente original —comentó su sobrino con cinismo—. Creí que la había mordido un áspid.

—Eres un cretino, Henry. Sabes menos historia que un camellero egipcio. Cleopatra probó cientos de venenos antes de decidirse por la serpiente.

Se volvió y contempló con frialdad a su sobrino, que tocaba el busto de mármol de Cleopatra con dedos torpes.

—Bueno, supongo que al menos esto vale una pequeña fortuna, igual que esas monedas.

No irás a entregárselas también a los del museo, ¿verdad?

Lawrence se dejó caer en la silla de campaña y mojó la pluma en el tintero. ¿Dónde había dejado la traducción? Era imposible concentrarse con tantas distracciones.

—¿No puedes pensar en nada más que el dinero? —preguntó con desdén—. ¿Qué has hecho nunca con él además de perderlo jugando? —Miró a su sobrino. ¿Cuándo se había apagado el fuego de la juventud en aquel rostro? ¿Y cuándo lo había endurecido y avejentado la arrogancia, dándole aquella mirada de mortal hastío?—. Cuanto más te doy, más pierdes en las mesas de juego. Vuelve a Londres, por el amor del cielo. Vuelve a tu amante y tus calaveradas. Pero lárgate.

Se oyó ruido procedente del exterior. Era el tubo de escape de otro coche que ascendía con dificultad por la carretera arenosa. Un sirviente de rostro curtido y aspecto polvoriento entró en la sala con un desayuno en una bandeja. Tras él iba Samir.

—No voy a poder contenerlos mucho más, Lawrence —le informó Samir. Con un leve gesto indicó al criado que depositara la bandeja en la mesa portátil—. También han venido los de la embajada británica, y todos los periodistas de Alejandría a El Cairo. Me temo que hay un buen circo ahí afuera.

Lawrence miró los recipientes de plata y las tazas de porcelana. Lo único que quería era que lo dejaran a solas con sus tesoros.

—Por favor, mantenlos ahí fuera todo el tiempo que puedas, Samir. Dame unas horas más a solas con estos papiros. Su historia es tan triste, tan patética...

—Haré lo que pueda —respondió Samir—. Pero tómate el desayuno, Lawrence. Estás exhausto. Necesitas alimento y descanso.

—Samir, nunca me he encontrado mejor. Mantenlos a raya hasta mediodía. Ah, y llévate a Henry. Henry, acompaña a Samir. Él se encargará de que te den algo para desayunar.

—Sí, venga conmigo, señor, por favor —se apresuró a decir Samir.

—Tengo que hablar con mi tío a solas.

Lawrence volvió a mirar su cuaderno. El papiro abierto estaba junto a él. Sí, el rey estaba hablando de su inmenso dolor. Se había retirado a aquel estudio secreto, lejos del mausoleo de Cleopatra en Alejandría, lejos del Valle de los Reyes.

—Tío —dijo Henry con voz gélida—. Nada me gustaría más que volver a Londres. Si puedes dedicarme un momento para firmar...

Lawrence se negó a levantar la vista del papiro. Quizá contuviera alguna pista sobre la localización del mausoleo de Cleopatra.

—¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —murmuró con indiferencia—. No. No voy a firmar más papeles. Y ahora coge tu maletín y desaparece de mi vista.

—Tío, el duque quiere una contestación con respecto a Julie y Alex. No va a seguir esperando toda la vida. Y en cuanto a esos documentos, se trata sólo de unas cuantas acciones.

El duque..., Alex y Julie. Era monstruoso.

—¡Dios santo, en este preciso momento!

—Tío, el mundo no ha dejado de girar por tu descubrimiento. —De nuevo aquel tono ácido—. Y hay que liquidar las acciones.

Lawrence dejó la pluma sobre la mesa.

—Sé que el mundo sigue girando —contestó mirando a Henry—. En cuanto a ese matrimonio, puede esperar toda la vida. O hasta que Julie decida por sí misma. ¡Vuelve a casa y díselo a mi buen amigo el duque de Rutherford! Y dile a tu padre que no voy a liquidar más acciones familiares. Y ahora déjame en paz.

Henry no se movió. Sus manos aferraron el maletín y su rostro se endureció mientras miraba a su tío.

—Tío no te das cuenta...

—Te voy a decir de qué me doy cuenta —le cortó Lawrence—. De que tú has perdido en el juego una fortuna, y de que tu padre hará cualquier cosa por cubrir tus deudas. Ni Cleopatra y el borracho de Marco Antonio hubieran podido dilapidar la fortuna que se ha escurrido entre tus manos. ¿Y para qué necesita Julie el título de los Rutherford? Alex sí que necesita los millones de los Stratford, ésa es la verdad. Alex es un mendigo con título, igual que Elliott. Que Dios me perdone, pero es la verdad.

—Tío, Alex podría comprar a cualquier heredera de Londres con ese título.

—¿Entonces por qué no lo hace?

—Una palabra tuya y Julie se decidirá...

—Y entonces Elliott te mostraría a ti su gratitud por echar una mano, ¿no es verdad?

Supongo que con el dinero de mi hija sería muy generoso.

Henry estaba blanco de ira.

—¿Qué tienes tú que ver con ese matrimonio? —continuó Lawrence con amargura—. Te humillas porque necesitas el dinero...

Creyó leer una maldición en los labios de su sobrino.

Se volvió hacia la momia, intentando abstraerse de todo. De nuevo lo rodeaban los tentáculos de todo lo que había dejado en Londres.

¡Pero de repente todo el cuerpo de la momia parecía más sólido! Y el anillo... Ahora era completamente visible, como si el dedo hubiera crecido hasta rasgar las vendas. Lawrence creyó distinguir el color de la carne sana.

«Te estás volviendo loco», dijo para sí. Y de nuevo volvía a sonar aquel ruido. Intentó escucharlo, pero el bullicio procedente del exterior era excesivo. Se acercó más al cuerpo que reposaba en el ataúd. Dios, ¿era pelo lo que veía bajo la envoltura de la cabeza?

—De verdad lo siento por ti, Henry —dijo de repente—. Siento que seas incapaz de saborear un descubrimiento como éste, este rey de la antigüedad, este misterio.

¿Quién había dicho que no podía tocar aquellos restos?

Quizá bastara con retirar unos centímetros de aquellas vendas, podridas.

Cogió su estilete y lo sostuvo en el aire. Veinte años atrás hubiera cortado las vendas sin dudar. Entonces no hubiera tenido que dar explicaciones a ningún funcionario. Hubiera visto con sus propios ojos si debajo de todo aquel polvo...

—Yo no haría eso si fuera tú, tío —intervino Henry—. Los del museo de Londres van a poner el grito en el cielo.

—Te he dicho que te largues.

Oyó a Henry servir una taza de café como si tuviera todo el tiempo del mundo. Su aroma llenó la cámara.

Lawrence se dejó caer de nuevo en la silla de campaña y volvió a enjugarse la frente.

Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Quizá debía descansar.

—Tómate el café, tío Lawrence —le dijo Henry—. Te lo he servido. —Y allí estaba la taza humeante—. Te están esperando ahí fuera. Estás agotado.

—Maldito idiota —murmuró Lawrence—. Déjame en paz.

Henry dejó la taza delante de él, junto al cuaderno.

—¡Ten cuidado! Ese papiro no tiene precio.

El café tenía un aspecto tentador, aunque fuera Henry quien se lo ofrecía. Tomó la taza, dio un sorbo prolongado y cerró los ojos.

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