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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (14 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Me ha convencido por completo de lo mucho que está comprometida.

—En todo —parecía enfadada.

—Creo que, entonces, podremos hacer negocios. Sobre esas bases, y no otras. Day, ¿qué es lo que nunca tenemos que hacer? —Morveer sonreía de contento.

—Las cosas a medias —dijo con un murmullo su ayudante, mientras le echaba el ojo al pastelillo que quedaba en la bandeja.

—Correcto. ¿A cuántos hay que matar?

—A seis —dijo Murcatto—, Orso incluido.

—Entonces mis emolumentos serán de diez mil escamas por cada secundario, pagaderos tras las pruebas de su fallecimiento, y cincuenta mil por el mismísimo duque de Talins.

—Qué maneras tan pobres, negociar mientras el cliente no puede moverse —Monza torció ligeramente el rostro.

—Las maneras resultan ridículas en una conversación que tiene que ver con el asesinato. En cualquier caso, yo nunca regateo.

—Entonces tenemos un trato.

—Lo celebro. El antídoto, por favor.

Day quitó el corcho de un tarro de cristal, hundió el extremo de la punta de un cuchillo en la reducción almibarada que se encontraba en el fondo y luego tendió el arma, con la brillante empuñadura por delante, a Morveer. Éste hizo una pausa y miró fijamente los ojos azules de Murcatto.

La precaución primero, y siempre. Aquella mujer, a la que llamaban la Serpiente de Talins, era peligrosa en extremo. Aunque Morveer no hubiera conocido su reputación ni hubiese mantenido con ella aquella conversación ni, mucho menos, se hubiera comprometido a trabajar para ella, lo habría descubierto sólo con mirarla. Consideró muy seriamente la posibilidad de asestarle una cuchillada mortal, de arrojar su amigo norteño al río y de olvidar todo el asunto.

Pero, ¿matar al gran duque Orso, el hombre más poderoso de Styria? ¿Dar forma al curso de la historia con un toque diestro de su arte? ¿Alcanzar la celebridad a lo largo de las eras más por su hazaña que por su nombre? ¿Qué mejor manera de acabar una carrera que consiguiendo lo imposible? Sólo con pensarlo, su sonrisa se hizo mayor.

Suspiró hondamente y dijo:

—Espero no lamentarlo —e hirió el dorso de la mano de Murcatto con la punta del cuchillo, observando que una perla de sangre negra se formaba lentamente encima de su piel.

A los pocos momentos comenzó a hacerle efecto. Murcatto frunció los labios mientras volvía lentamente la cabeza a uno y otro lado y movía los músculos del rostro.

—Estoy sorprendida —dijo.

—¿De veras? ¿Cómo así?

—Esperaba encontrarme con un maestro envenenador —se frotó la pequeña herida del dorso de la mano—. ¿Quién habría pensado que me encontraría con un pequeño capullo?

Morveer sintió que su sonrisa se desvanecía. Pero sólo le llevó un momento recobrar la compostura, desde que había acallado la risita de Day al mirarla enfadado.

—Espero que su incapacidad temporal no la haya incomodado en demasía. Y que me haya perdonado, ¿verdad? Espero que ambos cooperemos, porque me molestaría muchísimo trabajar a la sombra.

—Por supuesto —acababa de recobrar el movimiento de los hombros, y un asomo de sonrisa afloraba en una de las comisuras de su boca—. Yo necesito lo que usted tiene, y usted necesita lo que yo tengo. El negocio es el negocio.

—Excelente. Magnífico. Sin… par —y Morveer la obsequió con su sonrisa más encantadora.

Pero no se lo creyó ni por un momento. Era el trabajo más peligroso al mando de la patrona más peligrosa. Monzcarro Murcatto, la Carnicera de Caprile, no era una de esas personas que olvidan. Él tampoco era de los que olvidan. Ni siquiera estando cerca. A partir de aquel momento, la precaución sería lo primero, lo segundo y lo tercero.

Ciencia y magia

Escalofríos detuvo su caballo en lo más alto de la elevación del terreno. La región se extendía más abajo, una mezcolanza de campos oscuros con alguna que otra granja o aldea por aquí y por allá y un pequeño grupo de árboles pelados. A unos dieciocho kilómetros escasos, el contorno del negro mar, la curva de una ancha bahía y, a lo largo de ella, la pálida corteza de una ciudad. Unas torres menudas, arracimadas en las tres colinas que dominaban el frío piélago bajo un cielo de gris acero.

—Westport —dijo Amistoso, chasqueando después la lengua y haciendo avanzar a su caballo.

A medida que se acercaban a aquel maldito lugar, Escalofríos comenzó a preocuparse. Y se sintió aún más resentido, helado e incómodo. Miró ceñudo a Murcatto y la adelantó, aún encapuchada, una figura negra en un negro paisaje. Las ruedas del carro traquetearon en el camino. Los caballos patalearon y relincharon. Unos cuantos cuervos graznaron por los desnudos campos. Pero nadie dijo nada.

Formaban un grupo siniestro que albergaba un propósito igual de siniestro. Ni más ni menos que el asesinato. Escalofríos se preguntó qué habría podido decir su padre de todo aquello. Cuello Rechinante, que se apegaba a las costumbres antiguas tanto como los cirrópodos a los barcos, y que siempre había intentado hacer lo correcto. Matar por dinero a un hombre al que no se conoce, era hacer todo lo contrario, por mucho que él quisiera justificarse.

Una risotada le sacó de sus cavilaciones. Era Day, encaramada en la carreta que seguía a la de Morveer, con una manzana mordisqueada en la mano. Como Escalofríos no había oído muchas risas en los últimos tiempos, aquélla le atrajo como la llama a la polilla.

—¿Qué te parece tan divertido? —preguntó, intentando seguirle la gracia.

Ella se inclinó hacia él, siguiendo con su cuerpo el movimiento de la carreta, y respondió:

—Sólo me preguntaba si, cuando saliste de la silla como una tortuga panza arriba, te ensuciaste encima.

—Estoy por asegurar que así debió de ser —dijo Morveer—, aunque dudo que oliéramos la diferencia.

Escalofríos seguía sonriendo. Se recordaba en aquel huerto, sentado y mirando ceñudo por encima de la mesa, intentando parecer peligroso. Luego se sintió mareado y aturdido. Intentó llevarse una mano a la cabeza y no lo consiguió. Intentó decir algo al respecto y no pudo. Entonces el universo se puso patas arriba. Y ya no recordaba mucho más.

—¿Qué me hiciste? —hablaba en voz baja—, ¿brujería?

—Oh, esto se está poniendo bien —Day lanzaba por la boca trocitos de manzana mientras reía.

—Ya dije yo que como compañero de viaje sería una fuente inagotable de inspiración —apuntó Morveer, guaseándose—. Brujería. Qué espanto. Es como una de esas historias.

—¡De esos libros grandes y de muchas páginas que sólo cuentan estupideces! ¡De magos, demonios y todo lo demás! —Day no comprendía que sólo era una broma—. ¡Historias tontas para niños!

—Ya está bien —dijo Escalofríos—. Creo que lo he entendido. Soy tan lento como una maldita trucha que se ha caído en la melaza. Si no es brujería, entonces, ¿qué es?

—Ciencia —Day sonreía, burlona.

—¿Y qué es eso? ¿Otro tipo de magia? —a Escalofríos no le sonaba mucho aquella palabra.

—No, puedo asegurarte que no lo es —dijo Morveer, rezongando—. La ciencia es un sistema de pensamiento racional concebido para investigar el mundo y determinar las leyes con las que opera. Los científicos emplean esas leyes para establecer un efecto. Y con frecuencia, éste parece algo mágico a los ojos de los primitivos —Escalofríos luchaba contra todas aquellas palabras styrias tan largas. Para un hombre que se decía inteligente, Morveer tenía una manera de hablar muy tonta, como si quisiera convertir lo sencillo en complicado—. La magia, al contrario, es un sistema de mentiras y despropósitos ideado para los necios e idiotas.

—Tienes razón. Debo de ser el bastardo más estúpido del Círculo del Mundo. Es una maravilla que pueda retener la mierda dentro sin tener que estarle pidiendo permiso a mi culo todo el tiempo.

—Ese pensamiento ya se me había ocurrido.

—La magia existe —Escalofríos rezongaba—. Yo he visto a una mujer invocar a la bruma.

—¿De verdad? Y, ¿en qué se distinguía de la bruma corriente? ¿Tenía el color de la magia? ¿Era verde? ¿Naranja?

—Era como la bruma corriente —Escalofríos frunció el ceño.

—Así que una mujer dijo algo y apareció la bruma —Morveer enarcó una ceja y miró a su aprendiza—. Menuda maravilla.

Day hizo una mueca y hundió los dientes en la manzana.

—Vi a un hombre al que le habían escrito unas letras encima del cuerpo, y por eso la mitad de él era a prueba de armas. Yo mismo le clavé una lanza. Aunque fuese un golpe mortal, no le dejó ni una marca.

—¡Ooooooh! —Morveer levantó las manos y retorció los dedos como si fuese un niño jugando a ser un fantasma—. ¡Letras mágicas! Al principio no había ninguna herida y después… ¿seguía sin haber ninguna herida ? ¡Me retracto! El mundo está lleno de milagros —más risitas de Day.

—Sé lo que vi.

—No, mi mistificado amigo, tú crees que lo ves. No existe la magia. Al menos no en Styria.

—Sólo la traición —canturreó Day—, y la guerra, y la peste, y ganar dinero.

—Dime, ¿por qué favoreces a Styria con tu presencia? —preguntó Morveer—. ¿Por qué no quedarse en el Norte, bien arrebujado entre brumas mágicas?

Escalofríos se rascó ligeramente el cuello. Después de todo lo sucedido, lo cierto era que sus motivos le parecían extraños; por eso se sintió como un idiota cuando dijo:

—Vine hasta aquí para ser mejor persona.

—Pues, dadas la circunstancias, me atrevería a decir que eso te va a resultar bastante difícil.

A Escalofríos aún le quedaba algo de orgullo, y aquel capullo sonriente comenzaba a socavarlo. Le hubiera gustado darle un hachazo y arrojarlo fuera de su carro. Pero, como intentaba ser mejor persona, en vez de hacer lo que quería se inclinó hacia fuera y dijo en norteño, lenta y solemnemente:

—Creo que tienes la cabeza llena de mierda, lo cual no es de extrañar porque también tienes cara de culo. Suele sucederle a los hombrecillos como tú. Siempre intentan demostrar lo agudos que son para tener algo de lo que sentirse orgullosos. No me importa cuánto te rías de mí, porque ya te he ganado. Jamás serás alto —y se le rió en la cara—. Observar lo que hay en una habitación llena de gente siempre será para ti un sueño.

—Y, ¿qué se supone que quieres decir con toda esa farfolla? —Morveer ponía cara de pocos amigos.

—Tú eres el jodido científico. Averígualo.

Day lanzó una risotada que Morveer interrumpió al fulminarla con la mirada. Aún sonreía mientras sólo dejaba de la manzana las pipas del corazón, para escupirlas acto seguido. Escalofríos se repantigó para ver cómo quedaban atrás los campos pelados y la tierra, que aparecía medio congelada a causa de la escarcha. Le recordaba a su hogar. Suspiró y vio que el aliento humeaba al recortarse contra el cielo gris. Todos sus amigos habían sido guerreros. Caris y Hombres Afamados, camaradas en la línea de batalla, que para entonces, de una u otra manera, habían regresado a la tierra. Como le parecía que Amistoso era la cosa más parecida a él en aquella Styria, dio un ligero codazo a uno de los flancos de su caballo para que se acercara al presidiario.

—¡Eh! —Amistoso no dijo ni palabra. Ni siquiera movió la cabeza para dar a entender que le había oído. El silencio se hizo más tenso. El hecho de mirar aquella cara de ladrillo y comprender que el presidiario nunca sería un compañero divertido, le quitó las ganas de hacer bromas. Pero, como uno jamás pierde la esperanza, preguntó—: ¿Así que fuiste soldado?

Amistoso meneó la cabeza.

—¿Y participaste en alguna batalla?

Otra vez lo mismo.

Escalofríos pensó que había dicho que sí. Para entonces no le quedaba más remedio que seguir hablando.

—Pues yo combatí en algunas. Cargué entre la bruma con los caris de Bethor, al norte de Cumnur. En Dunbrec aguanté la posición al lado de Rudd Tresárboles. Luché siete días en las montañas con el Sabueso. Fueron siete días llenos de desesperación.

—¿Siete? —preguntó Amistoso, enarcando una ceja como si aquello le resultase interesante.

—Sí —dijo Escalofríos—. Siete —los nombres de aquellos hombres y lugares no significaban nada para la gente que le acompañaba. Observó que un grupo de carretas cubiertas seguían el sentido opuesto, ocupadas por hombres que se tapaban la cabeza con gorros de metal y empuñaban ballestas, quienes le miraron con mala cara al pasar cerca de ellos—. Entonces, ¿dónde aprendiste a luchar? —preguntó, mientras la esperanza de mantener una conversación decente desaparecía rápidamente.

—En Seguridad.

—¿Eh?

—Es donde te encierran cuando cometes un delito.

—Y, ¿por qué mantenerte seguro después de cometerlo?

—No lo llaman Seguridad porque tú estés seguro dentro, sino porque los de fuera están seguros de que no vas a hacerles nada. Cuentan los días, los meses y los años que te tienen dentro. Te meten allí, muy adentro, donde no llega la luz, hasta que los días, los meses y los años han pasado y ha terminado la cuenta atrás. Entonces tú dices «gracias» y ellos te dejan libre.

A Escalofríos le parecía una manera un tanto bárbara de hacer las cosas.

—Si en el Norte cometes un delito, pagas una compensación en dinero y asunto arreglado. Eso si el jefe no decide que hay que ahorcarte. Quizá te marquen con la maldita cruz si has cometido un asesinato. ¿Meter a alguien en un agujero? Eso sí que es un delito.

—Tienen reglas que le dan algo de sentido —Amistoso se encogió de hombros—. Cada cosa tiene su momento. El número que le corresponde en el gran reloj. No como fuera.

—Sí, claro. Los números y todo eso —Escalofríos deseó no haberle hecho ninguna pregunta.

—Aquí fuera —no parecía que Amistoso le hubiera escuchado— el cielo está muy alto, y todos hacen lo que quieren cuando quieren, pero nada tiene el número que le corresponde —mientras seguía mirando hacia Westport con cara de pocos amigos, un amasijo de edificios que se confundían entre sí apareció en la fría bahía—. Maldito caos.

A eso del mediodía llegaban ante los muros de la ciudad, donde les aguardaba una delgada fila de gente. Los soldados se mantenían delante de la puerta, haciendo preguntas, examinando paquetes y baúles, escarbando con desgana en una carreta con los cantos de sus lanzas.

—Los Aldermen han estado nerviosos desde que cayó Borletta —dijo Morveer desde su asiento—. Registran a todos los que entran. Yo hablaré. —Tanto le agradó aquella sugerencia a Escalofríos que no se opuso, porque a aquel capullo le gustaba muchísimo escucharse.

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