Súbitamente la puerta se abre. La pequeña cantante entra con aires de huracán con faldas. Sus escarpines amarillos salen disparados. Llueven horquillas de pelo. Se sienta delante de su tocador. Mantengo la respiración y no muevo ni una pestaña de modo que un muerto haría más ruido que yo.
Empieza a desmaquillarse, tan delicadamente como una serpiente rosa se libraría de su muda, y luego se pone un par de anteojos.
—¿Qué hace usted ahí? —dice al percibirme en el reflejo del espejo.
—Disculpe la intromisión. Desde que la escuché cantar hace ya algunos años, no he tenido más que un sueño, volver a encontrarla. He cruzado la mitad de Europa para conseguirlo. Me han aplastado huevos en la cabeza, y a punto estuve de hacerme destripar por un especialista del amor. Es cierto, soy una especie de discapacitado del gran amor, y se supone que mi corazón postizo no es capaz de aguantar el terremoto emocional que siento cuando la veo, pero, qué le voy a hacer, late por usted.
He aquí todo lo que soy capaz de decir, atropellado y confuso, pero cierto. Ahora permanezco tan callado como una orquesta de lápidas.
—¿Cómo ha podido entrar?
Está enfadada, pero la sorpresa parece atenuar su cólera. Hay un fondo de curiosidad en el modo en que vuelve a sacarse las gafas.
Méliès me lo había advertido: «Atención, es cantante, es hermosa, no debes de ser el primero al que le pasa por la cabeza… El colmo de la seducción consiste en hacerle creer que no estás intentando seducirla».
—Me he apoyado en su puerta, que estaba mal cerrada, y he aterrizado sobre su canapé.
—¿Y le pasa a menudo eso de aterrizar así en el camerino de una muchacha que se dispone a cambiarse?
—¡No, no, a menudo no!
Tengo la sensación de que cada una de las palabras que pronuncie será de gran importancia.
—¿Y dónde suele caer normalmente? ¿Directamente en la cama o bajo la ducha?
—Normalmente no me caigo.
Intento recordar el curso de brujería rosa de Méliès. «Muéstrate tal como eres, hazla reír o llorar, pero fingiendo que quieres ser su amigo. Interésate por ella, y no solamente por su trasero. Deberías lograrlo, ya que no te preocupas por su trasero, ¿no es cierto?»
Sí que es cierto, pero ahora que lo he visto en movimiento, estoy hipnotizado, cosa que complica singularmente la situación.
—¿No sería usted el que hacía sonar un tic-tac de mil demonios durante el concierto? Ese ruido me resulta familiar, me parece que le reconozco…
—¿Me reconoce?
—Bueno, ¿qué quiere?
Tomo impulso y cojo todo el aire que me queda en el pecho.
—Quisiera regalarle una cosa. No se trata de flores, ni tampoco de chocolate…
—¿Y qué es, entonces?
Saco el puñado de gafas de mi bolsa, se lo ofrezco concentrándome en no temblar. Tiemblo de todos modos, el ramillete tintinea.
Ella adquiere la expresión de una muñeca enfurruñada. En ese gesto pueden esconderse igual de bien la sonrisa y la cólera; no sé a qué atenerme. El montón de gafas pesa, y me siento muy ridículo.
—¿Qué es esto?
—Un ramillete de gafas.
—No son mis flores preferidas.
De repente, entre su mentón y la comisura de sus labios, se dibuja una microscópica sonrisa.
—Gracias, pero ahora quisiera cambiarme tranquila.
Me abre la puerta, la luz de la farola la deslumbra. Interpongo mi mano entre la farola y sus ojos, su frente se crispa dulcemente. Es un instante de maravillosa turbación.
—No me pongo mis gafas. Tengo la cabeza demasiado pequeña y no me favorecen, parezco una mosca.
—Yo creo que le quedan muy bien.
La muchacha acababa de liberar cierta tensión; creo que mi comentario le ha gustado y le ha dado seguridad. El breve silencio que le sigue es dulce como una tormenta de margaritas.
—¿Podríamos volver a vernos, con o sin gafas?
—Sí.
Pronuncia un sí minúsculo, apenas dicho entre sus labios como la punta del pico de un polluelo, pero resuena en mi interior como mil tambores. Los escalofríos ponen en marcha el ruido de mi tic-tac, que parece un collar de perlas que se desliza entre sus dedos. Me siento invenciblemente feliz.
—¿Ha aceptado tu ramillete de gafas torcidas? —me pregunta Méliès—. ¡Le gustas! ¡No se acepta un regalo tan patético si no se siente algo! —añade divertido.
Después de haberle contado a Méliès todos los detalles de nuestro primer encuentro improvisado, y una vez que la euforia se aplaca de nuevo, le pido que revise un poco mi reloj, porque jamás antes había sentido emociones tan intensas. Oh, Madeleine, te vas a enfurecer… Méliès recupera su gran sonrisa de bigote, y enseguida se pone a manipular suavemente mis engranajes.
—¿Te duele algo?
—No, creo que no.
—Tienes los engranajes un poco calientes, pero nada anormal, todo funciona muy bien. Venga, ahora nos vamos. Necesitamos un buen baño y un lugar donde dormir.
Tras explorar el Extraordinarium, elegimos un campamento de barracas abandonadas para pasar la noche. Y a pesar de la decrepitud de esos lugares y el hambre que nos atenaza, dormimos como bebés.
Se acerca el alba y ya he tomado una decisión: tengo que arreglármelas para conseguir trabajo en los alrededores.
En el Extraordinarium todos los puestos están ocupados. Todos salvo uno, en el tren fantasma, donde hace falta alguien para asustar a los pasajeros durante el trayecto. A fuerza de tenacidad he terminado consiguiendo una entrevista con la dueña del lugar al día siguiente por la tarde.
En espera de que las cosas mejoren, Méliès practica unos cuantos juegos de manos en la entrada con su vieja baraja de cartas trucadas. Tiene mucho éxito, sobre todo con las mujeres. Las «bellezas», como él las llama, se amontonan alrededor de su mesa de juego y se maravillan con cada uno de sus gestos. Él les explica que está a punto de inventar una historia en movimiento, una especie de libro fotográfico que se animará. Él sí sabe cómo fascinar a las «bellezas».
Esta mañana le he visto recoger cartones y recortar siluetas de cohetes. Creo que aún piensa en recuperar a su novia; vuelve a hablar de viajar a la luna. Su máquina de los sueños se pone de nuevo en marcha, lentamente.
Son las seis de la tarde cuando me presento ante la gran barraca de piedra del tren fantasma. Me recibe la dueña, una anciana arrugada que responde al nombre de Brigitte Heim.
Los rasgos de su rostro transmiten cierta crispación, parece que muerde un cuchillo entre los dientes. Lleva unos zapatos grandes y viejos; son sandalias de monja, ideales para aplastar sueños.
—Entonces dime, ¿cómo es que quieres trabajar en el tren fantasma, enano?
Su voz recuerda a los gritos que pudiera dar una avestruz, una avestruz de bastante mal humor. Tiene el don de provocar angustia inmediata.
—¿Qué sabes hacer para asustar?
La última frase de Jack el Destripador regresa a mis oídos como un eco: «Muy pronto aprenderás a asustar para existir».
Me desabrocho la camisa y doy una vuelta con la llave para hacer sonar el cuco. La dueña me observa con el mismo desdén que el relojero parisino.
—¡No nos vamos a hacer millonarios con eso! Pero no tengo a nadie, así que me parece bien que trabajes aquí.
Me trago mi orgullo, pues me gustaría enviarla a paseo pero necesito ese maldito trabajo.
La patrona me arrastra y me enseña el recorrido del tren.
—Tengo un acuerdo con el cementerio, recupero los cráneos y los huesos de los muertos cuyas familias no pueden pagar la concesión —dice, mientras me obliga a visitar orgullosa su siniestra atracción—. Buena decoración para un tren fantasma, ¿no te parece? ¡De todos modos, si yo no me los quedara, terminarían en la basura! ¡Ja, ja, ja! —afirma con una voz a la vez seca e histérica.
Los cráneos y las telas de araña están metódicamente dispuestos para filtrar la luz de unos candelabros. En el resto del recorrido, no hay ni una sola mota de polvo, nada fuera de lugar. Me pregunto en qué vacío intersideral debe habitar esta vieja para que se pase la vida haciendo limpieza en estas catacumbas.
Me vuelvo hacia ella:
—¿Tiene usted hijos?
—¡Vaya pregunta! No, tengo un perro; estoy la mar de bien con mi perro.
Si un día llego a viejo con la suerte de tener hijos y, por qué no, también con nietos, creo que lo que me apetecerá será construir casas que se llenen de correteos, de risas y chillidos. Pero si al final no tengo nada de eso, las casas vacías y llenas de silencio no serán una opción.
—Está prohibido tocar el decorado. Si pisas un cráneo y se rompe, ¡lo pagas!
«Pagar», su palabra favorita.
Ella quiere saber el porqué de mi viaje a Granada. Le cuento rápidamente mi historia. Digamos más bien que lo intento, pues no deja de interrumpirme.
—No me creo ni tu historia del corazón mecánico ni tu historia del corazón a secas. Me pregunto quién te habrá hecho tragar tales tonterías. ¿Acaso crees que puedes hacer milagros con ese desatino? ¡Vas a caer desde muy alto tú, a pesar de ser pequeño! A la gente no le gustan las cosas demasiado diferentes, y menos aún la gente que se cree diferente. Aunque las aprecien como espectáculo, se trata solo del placer del mirón. Para ellos, ir a ver a la mujer con dos cabezas viene a ser lo mismo que asistir a un accidente. He visto a muchos hombres aplaudiéndola, pero a ninguno que se enamore de ella. Lo mismo te pasará a ti. Disfrutarán, tal vez, contemplando tus males cardíacos, pero jamás te querrán por lo que eres. ¿De verdad crees que una muchacha hermosa como la que me has descrito querrá galantear con un tipo que tiene una prótesis en lugar de corazón? Yo misma lo habría encontrado repulsivo… En fin, mientras consigas asustar a mis clientes, ¡todo el mundo contento!
La espantosa Brigitte Heim se une al pelotón de mis odiados. Pero no sabe cuán grueso es el caparazón de sueños que yo mismo me he fabricado desde pequeño. ¡Soy la tortuga más firme del mundo! Me marcho a devorar la luna como un crep fosforescente mientras pienso en Miss Acacia. Puedes pasearte cuanto quieras a mi alrededor con tu rictus de muerta viviente, pues no me arrebatarás nada.
Son las diez y da comienzo mi primera noche de trabajo. El tren está prácticamente lleno. En una media hora, entro en escena. Es el momento de ponerse a ensayar los sustos. Estoy un poco nervioso, porque me es absolutamente necesario conservar este trabajo si quiero seguir siendo el vecino oficial de la pequeña cantante.
Preparo mi corazón de modo que se transforme en un instrumento horripilante. En lo alto de la colina me entretenía metiendo todo tipo de cosas en el interior de mi reloj: piedras, papeles de periódico, pelotas, etc. Los engranajes rechinaban, el tic-tac se volvía caótico y el cuco daba la misma impresión que un bulldozer en miniatura paseándose por mis pulmones. Madeleine le tenía horror a eso…
Son las diez y media. Estoy colgado de la pared del último vagón, tal como un indio preparado para atacar una diligencia. Brigitte Heim me observa por el rabillo de sus ojos torvos. ¡Qué grande es mi sorpresa cuando percibo a Miss Acacia tranquilamente instalada en una vagoneta del tren fantasma! La angustia, que aumenta en una ola repentina, hace crepitar mi tic-tac.
El tren arranca, salto de vagón en vagón; he aquí mi conquista del Oeste amoroso. No puedo sino quedar bien. ¡Estoy jugándome mi destino! Rasgo mi cuerpo contra la pared de los coches, el cuco restalla como una máquina de palomitas. Pego la superficie helada de mi aguja de las horas en la espalda de los clientes, entono «Oh When the Saints» pensando en Arthur. Logro arrancar algunos gritos.
¿Qué sabes hacer para asustar?
Pero yo quiero salir de mi envoltorio corporal, proyectar el sol sobre los muros y que ella lo vea, que eso la haga entrar en calor y tenga ganas de abrazarme. En lugar de eso, a modo de
fínale
, aparezco unos pocos segundos bajo la luz blanca bombeando exageradamente el torso. Me abro la camisa, se pueden ver entonces los movimientos de los engranajes bajo mi piel a cada latido. Mi actuación es saludada por el grito de cabra de una anciana y tres sucedáneos de aplausos tapados por las risas.
Observo a Miss Acacia esperando que, de un modo o de otro, le haya gustado.
Sonríe la malicia propia de una ladrona de bombones.
—¿Eso es todo?
—¿?
—Ah, muy bien, no he visto nada de nada, pero parecía divertido de veras, ¡felicidades! No sabía que eras tú, pero ¡bravo!
—Gracias… Y las gafas, ¿te las has probado?
—Sí, pero están todas o torcidas o rotas…
—¡Claro, las elegí así para que te las pusieras sin miedo a estropearlas!
—¿Crees que no llevo gafas por miedo a estropearlas?
—No…
Ella tiene una risa diminuta, ligera y hermosa que ilumina su rostro.
—¡Final de trayecto, todo el mundo abajo! —grita mi siniestra jefa.
La pequeña cantante se levanta y me hace una leve seña con la mano. Sobre su sombra perfilada se alza una ondulada cabellera. Aunque me hubiera encantado hacerle ni que fuera un poquito de miedo, no me disgusto en absoluto que no haya visto a qué se parece mi corazón. Por mucho que haya soñado ser el sol de la noche, la vieja Brigitte despierta mis viejos demonios. El caparazón más firme del mundo se reblandece a veces en pleno insomnio.
A lo lejos, sus escarpines retintinean al compás. Me refugio en ese sonido hasta que mi pequeña cantante se tropieza violentamente contra la puerta de salida. Todo el mundo se ríe, nadie la ayuda. Se tambalea como una borracha bien vestida, luego desaparece.
Durante todo ese tiempo, Brigitte Heim se enzarza en un informe-valoración de mi número que me pasa a años luz por encima de la cabeza, pero creo que en cierto momento, ha pronunciado la palabra «pagar».
Me apresuro a reencontrarme con Méliès para contárselo todo. Por el camino, al hundir las manos en mis bolsillos, encuentro un pedazo de papel hecho una bola.
No necesito gafas para ver que tu número funciona a la perfección. Supongo que tu agenda de citas debe de ser un mamotreto de doce volúmenes. ¿Encontrarás la página en la que escribiste mi nombre?
Le hago leer el mensaje a mi relojero-prestidigitador, mientras él practica dos números de cartomancia.
—Mmm… Ya veo… Tu Miss Acacia no funciona como las cantantes a las que yo he conocido, no es orgullosa. No se da del todo cuenta de su poder de seducción, cosa que forma parte, evidentemente, de su encanto. Por el contrario, se ha fijado en tu número. Ahora no tienes más que jugarte el todo por el todo. Y no olvides que no se cree tan deseable como en realidad es. ¡Sírvete de eso!