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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (103 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—¿Y por qué no le hacemos llegar el ejemplar que tenemos? Debemos enviar ese evangelio a la Sublime Puerta. El sultán es el llamado a darlo a conocer —arguyó don Pedro, como si fuera una necesidad apremiante.

Luna tranquilizó al noble:

—Transcurrirán años antes de que eso sea menester. De momento sigue guardándolo en lugar seguro, pero ahora que has terminado esta magnífica labor con los plomos, podrías dedicar tu tiempo a la transcripción del evangelio para que también podamos estudiarlo. Ardo en deseos de leerlo.

—No me parece sensato que nos desprendamos de ese documento todavía —argumentó Hernando tras las palabras de Luna—. Lo haremos sólo cuando tengamos noticias de que el sultán está dispuesto a apoyar nuestro plan. Hasta ahora, los turcos no se han distinguido precisamente por ayudar a nuestro pueblo.

Luego, mientras los otros tres especulaban acerca del cómo y dónde dar a conocer los plomos a la cristiandad, Hernando anunció que regresaba a Córdoba.

—Has estado todo el día meditabundo —apuntó Castillo—. No parece que participes de nuestras ilusiones. Todo esto —añadió el traductor, señalando los medallones de plomo que reposaban sobre una mesa— es el fruto de tu trabajo, Hernando, una labor de años. Una labor excepcional. ¿Qué te sucede?

Él no tenía preparada respuesta alguna. Vaciló. Se llevó la mano al mentón y miró de hito en hito a sus compañeros.

—Me asaltan las dudas. Necesito…, no sé. No sé lo que necesito. Pero quizá sea preferible que en este momento no interfiera en vuestro trabajo…

—¿Nuestro trabajo? —saltó don Pedro—. ¡Tú eres el artífice…!

Hernando le rogó que callase con un gesto calmo de su mano.

—Sí. Cierto. Y no reniego de él, por supuesto, pero tengo el presentimiento de que ahora no os sería de mucha ayuda.

—Vaciado —intervino entonces Miguel de Luna. Hernando clavó sus ojos azules en él—. Te has vaciado. Has trabajado muy duro y es normal que eso te suceda. Descansa. Te vendrá bien. Nosotros nos ocuparemos.

—Mi madre se dejó morir por culpa de este proyecto —les sorprendió entonces. Don Pedro, Miguel de Luna y Alonso del Castillo observaron cómo se contraían los rasgos de su rostro y cómo luchaba por contener el llanto en su presencia. El noble bajó los ojos, los otros dos se buscaron con la mirada—. Ella no pudo soportar la idea de que su hijo se hubiera entregado a los cristianos, y yo había jurado no desvelar nada de nuestro plan.

Respiró hondo y habló con voz trémula:

—De momento, amigos, eso es lo único que he conseguido de estos plomos.

Hernando chasqueó la lengua para azuzar a Estudiante en el camino de regreso a Córdoba. Había salido de Granada al amanecer, sin buscar compañía para el largo viaje. Al paso por la vega granadina se puso en pie sobre los estribos y, llevando la vista atrás, observó las blancas cumbres de Sierra Nevada que dejaba a su espalda. Hacía frío. Los pueblos más altos de las Alpujarras, en la otra vertiente, debían de estar también cubiertos de nieve. Juviles. Allí vivió su niñez, con su madre… y Hamid. Negó con la cabeza cuando una bandada de tordos que volaba muy bajo casi rozó su cabeza. Los vio remontar el vuelo, como si se dispusieran a alcanzar las cimas de la sierra, pero algo más allá giraron todos al tiempo y tornaron a los sembrados. Volvió a acomodarse en la montura y con las riendas sueltas sobre la cruz de Estudiante, se frotó las manos con vigor, las ahuecó y exhaló su aliento cálido en ellas. Casas y alquerías se diseminaban por las fértiles tierras de la vega, y aquí y allá se divisaban hombres que trabajaban los campos. Desde la distancia, alguno de ellos alzó la vista al paso del jinete. Hernando escrutó el horizonte y suspiró ante el largo y solitario camino que se abría frente a él. Resonando en sus oídos, el rítmico golpeteo de los cascos de Estudiante sobre la tierra endurecida por el frío se le presentó como su única compañía.

Con sólo verle, Miguel advirtió la pena y congoja de su señor. Esperaba su regreso con inquietud para poder hablarle de Rafaela, tal y como éste le había prometido que harían antes de partir, pero, al verle en ese estado, no se atrevió, y durante los siguientes días se limitó a tratar de interesarle en las nuevas acaecidas durante su ausencia, en la casa, en las tierras y en el cortijillo. ¡Había llegado a discutir con Toribio por la violenta doma a la que sometía a uno de los potros!, le explicó airado en una ocasión, alzando amenazadoramente una muleta.

—¡Lo maltrataba sin razón! —gritó—, le clavaba las espuelas y el potro era incapaz de entender lo que pretendía de él.

Pero ni siquiera esa disputa llegó a captar el interés de Hernando, que continuó destilando nostalgia, pese a sus salidas a caballo e incluso alguna que otra escapada nocturna a la mancebía.

—Señor —resopló un día Miguel, que avanzaba hacia él, a saltitos, a través de la galería que daba al patio—, ¿conoces la historia del gato que quería montar a caballo? —Hernando detuvo sus pasos. El repiqueteo de las muletas dejó de escucharse a sus espaldas—. Se trataba de un gato de color pardo…

—Conozco la historia —le interrumpió Hernando—. Te oí contársela a mi madre en la posada del Potro. Trata de un noble caballero al que unas brujas malévolas convierten en gato y que sólo se librará del hechizo si logra montar y conducir a un caballo de guerra. Pero no recuerdo el final, quizá me distraje.

—Si ya la sabes, quizá entonces debería contarte la del caballero que vivía encerrado en una torre, siempre solo… —Miguel dejó la frase en el aire, a propósito.

Hernando resopló. Pasaron unos instantes.

—Creo que no me gustará esa historia, Miguel.

—Quizá no, pero deberías oírla… El caballero…

Hernando le hizo callar con un gesto.

—¿Qué quieres decirme, Miguel? —preguntó con semblante serio.

—¡Que no es bueno que estés solo! —replicó éste, alzando la voz—. Ahora has terminado tu trabajo. ¿Qué piensas hacer? ¿Pasarte el día metido en esta estancia, rodeado de papeles? ¿No te gustaría volver a casarte? ¿Tener hijos?

Hernando no contestó. Miguel, con un gesto de fastidio, dio media vuelta y se alejó, cojeando con sus muletas.

Pero Hernando, una vez más, buscó refugio en la biblioteca. En la intimidad de la estancia contempló los casi treinta libros con los que se había hecho durante los siete años de trabajo en los plomos, todos cuidadosamente ordenados en estanterías. Intentó releer alguno, sin éxito; no transcurría mucho rato y ya estaba cansado. También trató de volcarse en la caligrafía, pero el cálamo se deslizaba con torpeza sobre el papel. Parecía como si hubiese perdido el vínculo espiritual que debía unirle con Dios en el momento de dibujar los caracteres llamados a ensalzarle. Hernando cogió con delicadeza el último cálamo que había preparado y comprobó su punta ligeramente curvada; estaba bien cortada… De repente, lo supo: ¡el vínculo con Dios! Golpeó el escritorio con el puño. ¡Eso era!

Así pues, a la mañana siguiente, Hernando se encaminó a la mezquita. Previamente, en su casa, había hecho las obligadas abluciones. ¿Podía haber llegado a olvidar a su Dios?, pensó durante el corto trayecto hasta la puerta del Perdón. Llevaba siete años escribiendo sobre la Virgen, el apóstol Santiago y un sinfín de santos y mártires que habían acudido a aquellos reinos. Su intención era buena, pero todo aquel trabajo…, ¿podría haber llegado a minar sus propias creencias, la pureza de sus convicciones? Sentía que necesitaba plantarse frente al
mihrab
, por más que los cristianos lo hubieran profanado, y rezar, aunque fuera en pie, en silencio. Si la
taqiya
les permitía ocultar su fe sin que por ello pudiera considerarse que pecaban o renegaban de ella, ¿por qué no rezar también a escondidas en la mezquita? Allí, tras el sarcófago del adelantado mayor de la frontera, don Alonso Fernández de Montemayor, se hallaba uno de los más espléndidos lugares de culto creados por los seguidores del Profeta a lo largo de toda la historia. Traspasó la puerta del Perdón y cruzó el huerto; las paredes de las galerías que lo rodeaban continuaban adornadas con infinidad de sambenitos de los penados por la Inquisición, con sus nombres y culpas escritos en ellos, y los retraídos haraganeaban y buscaban refugio del frío de aquella mañana plomiza. El bosque de maravillosos arcos de la mezquita le aportó un soplo de tranquilidad. Anduvo por el templo con despreocupación. Sacerdotes y fieles se movían por el interior y aquí y allá, en las capillas laterales, se celebraban misas y oficios. Las obras del crucero y el coro se hallaban interrumpidas desde hacía años y continuaban paradas, a la espera de que se construyera el cimborrio, su cúpula, el coro y la bóveda que debía cubrirlo. Los cristianos eran ruines con su Dios, pensó mientras paseaba por las obras inacabadas: obispos y reyes vivían en la opulencia, pero preferían malgastar los dineros en lujos antes que destinarlos a sus templos.

«¡Oh, los que creéis!», creyó leer al llegar al
mihrab
, a través del enlucido de yeso mediante el que los cristianos pretendían esconder la palabra revelada. Se trataba del inicio de las inscripciones cúficas de la quinta sura del Corán escritas en la cornisa que daba acceso al lugar sagrado. Luego, en silencio, continuó recitando: «Cuando os dispongáis a hacer la plegaria…».

Entonces, mientras rezaba, lo entendió, como si Dios premiase su devoción: ¡la verdad, la palabra revelada y cincelada en duro y precioso mármol, escondida tras un vulgar revoque de yeso llamado a caer con el más débil de los golpes! ¿Acaso no era aquélla la misma situación contra la que él pretendía luchar mediante los plomos? La verdad, la única, la primacía del islam oculta tras las palabras y manejos de papaces y sacerdotes; una ficción que con la revelación del Libro Mudo se desmoronaría, como en cualquier momento podía hacerlo el frágil revoque de yeso que ocultaba la palabra revelada en el
mihrab
de la mezquita cordobesa. Luego alzó la vista hacia los arcos dobles que se levantaban sobre otros simples para descansar en esbeltas columnas de mármol: el poderío de Dios caía a plomo sobre sus fieles, al contrario de lo que sucedía con los cristianos, que buscaban bases firmes. El peso de la voluntad divina sobre simples creyentes como él. Llenó sus pulmones de aquella fantástica certeza al tiempo que reprimía los gritos con los que deseaba continuar rezando al único Dios, y apretó los labios para que ni siquiera sus murmullos resultaran audibles.

Ese mismo día, en el monte de Valparaíso de Granada, dos buscadores de tesoros, de los muchos que recorrían las tierras granadinas en pos de las valiosas pertenencias dejadas tras de sí por los moriscos en su precipitada salida de la sierra, encontraron en una de las cuevas de una mina abandonada del cerro, justo por encima del Albaicín, una extraña e inútil lámina de plomo escrita en un latín casi indescifrable.

El hallazgo, ininteligible para los buscadores de tesoros, llegó a manos de la Iglesia y fue entregado a un jesuita que, en cuanto lo tradujo, llegó a la conclusión de que en verdad constituía un verdadero tesoro. Se trataba de una inscripción funeraria que anunciaba que las cenizas allí enterradas eran las de san Mesitón mártir, ejecutado bajo el mandato del emperador Nerón, uno de los siete varones apostólicos de los que hablaba la leyenda, y cuyos restos jamás habían sido encontrados. Inmediatamente, el arzobispo don Pedro de Castro ordenó que se recogiesen las cenizas que hubiese en la cueva, y que se procediese a excavar y limpiar las minas a fin de continuar buscando. Durante el mes de marzo de ese mismo año, se encontró otra lámina referente al entierro de san Hiscio, más cenizas y algunos huesos humanos calcinados. Antes de terminar el mes, apareció
El libro de los fundamentos de la Iglesia
y poco después
El libro de la esencia de Dios
. El 30 de abril, en pleno éxtasis religioso de Semana Santa, mientras los granadinos sentían en sus propias carnes y conciencias la pasión de Cristo, una niña de nombre Isabel encontró la lámina que certificaba el martirio de san Cecilio, patrón de Granada y primer obispo de Ilíberis. Junto a aquella lámina aparecieron las tan deseadas y buscadas reliquias del santo.

Granada entera estalló en fervor religioso.

Tras aquella visita a la mezquita, Miguel percibió en Hernando un favorable cambio de actitud. Sonreía de nuevo y sus ojos azules mostraban el brillo que les caracterizaba. Necesitaba hablar con él; la situación de Rafaela era ya insostenible puesto que su padre, el jurado don Martín, estaba a punto de alcanzar un pacto con uno de los muchos conventos de la ciudad. Una tarde, después de comer, ascendió trabajosamente las escaleras hasta la biblioteca del primer piso, donde encontró a su señor y amigo absorto en la caligrafía.

—Señor, hace tiempo que quiero hablarte de algo. —Lo dijo desde la puerta, respetando aquel espacio que casi consideraba sagrado. Esperó a que Hernando alzase la vista.

—Dime. ¿Te sucede algo?

Miguel carraspeó y entró cojeando en la estancia.

—¿Recuerdas a la muchacha de la que te hablé antes de que te fueras a Granada?

Hernando suspiró. Había olvidado por completo la promesa hecha a Miguel. Ignoraba qué podía querer Miguel de él, ni por qué le importaba tanto la chica, pero sin duda el rostro preocupado de su amigo, tan distinto de su alegre expresión habitual, indicaba que el asunto era de cierta gravedad.

—Entra y toma asiento —le dijo con una sonrisa—. Presiento que la historia va a ser larga… A ver, ¿qué le pasa a esa joven? —añadió, mientras veía cómo Miguel avanzaba sobre las muletas hasta dejarse caer en una silla.

—Se llama Rafaela —empezó Miguel—, y está desesperada, señor. Su padre, el jurado, pretende encerrarla en un convento.

Hernando abrió las manos.

—Muchas hijas de cristianos terminan tomando los hábitos de buen grado.

—Pero ella no lo desea —replicó Miguel enseguida. Las muletas yacían en el suelo, a ambos lados de la silla—. El jurado no quiere entregar cantidad alguna al convento, por lo que el futuro que le espera es el de ser una criada de las demás monjas.

Hernando no supo qué decir; su mirada se posó en el rostro consternado de su amigo.

—¿Y qué quieres que haga? No creo que esté en mi mano…

—¡Cásate con ella! —le interrumpió Miguel, sin atreverse a mirarlo.

—¿Qué? —El semblante de Hernando denotaba una incredulidad absoluta. No sabía si reír o enojarse. Al ver que Miguel levantaba los ojos, brillantes de las lágrimas que luchaba por contener, optó por no hacer ninguna de las dos cosas.

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