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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

La Maldición de Chalion (48 page)

De vuelta de un frugal desayuno en el salón de banquetes, Cazaril se cruzó con Nan de Vrit, que bajaba las escaleras sin aliento.

—Mi señora os ruega que acudáis ante ella de inmediato —le dijo Nan, y Cazaril asintió y emprendió el ascenso—. En su habitación no —añadió la fámula, cuando él llegaba a la segunda planta—. En los aposentos del róseo Teidez.

—Oh. —Cazaril arqueó las cejas y se giró para pasar junto a su habitación mientras cruzaba el pasillo camino de la de Teidez, con Nan pisándole los talones.

Al entrar en la antecámara del despacho, idéntica a la que ocupaba Iselle en la planta de arriba, oyó voces procedentes de las habitaciones abiertas al otro lado; el murmullo de Iselle, y de Teidez, airado:

—No quiero comer nada. ¡No quiero ver a nadie! ¡Largo!

La sala de estar se encontraba atestada de armas, ropa y regalos, todo diseminado al azar. Cazaril se abrió paso hasta el dormitorio.

Teidez estaba tumbado sobre sus almohadones, aún en pijama. El ambiente húmedo y cerrado de la habitación estaba impregnado del sudor del muchacho, y de algo más. El secretario tutor de Teidez observaba ansioso a un lado de la cama; al otro, Iselle, con los brazos en jarras.

—Quiero dormir —dijo Teidez—. Fuera. —Vio a Cazaril, hizo una mueca, y lo señaló con el dedo—. ¡Y sobre todo no quiero que él esté aquí!

Nan de Vrit, con voz sumamente hacendosa, recriminó:

—Bueno, ya está bien, señorito. A la vieja Nan no se le habla de esa manera.

Teidez, acobardado por alguna antigua costumbre, pasó de dar órdenes a lamentarse.

—Me duele la cabeza.

—Nan, trae algo de luz —dijo Iselle, con firmeza—. Cazaril, quiero que eches un vistazo a la pierna de Teidez. Me parece que tiene una pinta extraña.

Nan sostuvo un candelabro en alto para potenciar la temprana luz grisácea que entraba por la ventana. Al principio Teidez se aferró a las sábanas sujetándolas contra su pecho, pero no se atrevió a contradecir la torva mirada de su hermana mayor; Iselle se las quitó de las manos y las recogió a un lado.

Tres surcos encostrados discurrían en paralelo trazando un segmento de espiral en torno a la pierna derecha del joven. De por sí, no parecían profundos ni peligrosos, pero la carne alrededor estaba tan hinchada que la piel se veía untuosa y resplandeciente. Un pus rosáceo y amarillo, translúcido, rezumaba de los bordes. Cazaril se obligó a permanecer impertérrito mientras estudiaba las vetas al rojo vivo que trepaban por la rodilla del muchacho hasta la cara interior del muslo. Teidez tenía los ojos vidriosos. Apartó la cabeza de golpe cuando Cazaril extendió la mano.

—¡No me toques!

—¡Estate quieto! —ordenó Cazaril, en voz baja. La frente de Teidez, al contacto con la muñeca de Cazaril, ardía.

Miró de soslayo al demudado secretario y lo observó con el ceño fruncido.

—¿Cuándo ha comenzado la fiebre?

—Esta misma mañana, creo.

—¿Cuándo ha estado aquí el médico por última vez?

—Se negaba a que lo viera ningún médico, lord Cazaril. Me tiró una silla cuando quise ayudarlo y se vendó él solo.


¿Y tú se lo permitiste?
—La voz de Cazaril obligó al secretario a dar un respingo.

El hombre se encogió de hombros, incómodo.

—Así lo quería él.


Algunas
personas me obedecen —refunfuñó Teidez—. Sabré acordarme de ellas. —Miró a Cazaril con ojos encendidos tras los párpados entornados y dedicó una mueca a su hermana.

—Se le ha infectado. Me ocuparé de que el médico del Templo lo vea de inmediato.

Teidez, contrariado, volvió a arroparse.

—¿Puedo dormirme ya? Si no os importa. Y corred las cortinas, la luz me hace daño en los ojos.

—Sí, quédate en la cama —dijo Cazaril, antes de apartarse.

Iselle lo siguió hasta la antecámara; en voz baja, preguntó:

—No es normal, ¿verdad?

—No. No lo es. Buena observación, rósea. Habéis tomado la decisión acertada.

Iselle le dedicó un cabeceo satisfecho al que él respondió con una reverencia antes de encaminarse hacia las escaleras. A juzgar por el sombrío semblante de Nan de Vrit, al menos ella comprendía cuán poco normal era aquello. Lo único en lo que podía pensar Cazaril, mientras bajaba las escaleras a la carrera y volvía a cruzar las piedras del patio camino de la Torre de Ias, era en las pocas veces que había visto a un hombre, por joven o fuerte que fuera, sobrevivir a una amputación a esa altura del muslo. Alargó la zancada.

Quiso la suerte que Cazaril encontrara a de Jironal enseguida, en la cancillería. Acababa de sellar una alforja y estaba despidiendo al correo que iba a transportarla.

—¿Cómo están los caminos? —preguntó de Jironal al emisario, que era delgado y nervudo, según el canon de su profesión, y portaba el tabardo de la cancillería sobre un abigarrado conjunto de ropas de abrigo de lana propias del invierno.

—Embarrados, mi lord. Será peligroso cabalgar después del anochecer.

—Bien, haz cuanto puedas. —De Jironal suspiró y le dio una palmada en el hombro. El hombre saludó con aire marcial y emprendió el camino, pasando junto a Cazaril.

De Jironal arrugó el entrecejo al reparar en su visitante.

—Cazaril.

—Mi lord. —Cazaril ensayó la reverencia acostumbrada y entró en el edificio.

De Jironal se sentó al borde de su mesa y se cruzó de brazos.

—Vuestro intento por ocultaros tras el intento de la Orden de la Hija por desbancarme está condenado al fracaso, sabéis —dijo, con voz indiferente—. Pienso asegurarme de que ese fracaso sea estrepitoso.

Cazaril, impaciente, eludió la cuestión. Le hubiera sorprendido más que de Jironal
no
tuviera oídos en los consejos de la orden.

—Esta mañana tenéis problemas mucho más acuciantes que los que yo pueda plantearos, mi lord.

De Jironal abrió mucho los ojos, sorprendido; ladeó la cabeza en actitud de repentino interés.

—¿Oh?

—¿Qué os pareció la herida de Teidez cuando la visteis?

—¿Qué herida? No me enseñó ninguna herida.

—En la pierna derecha… al parecer, lo arañó el leopardo de Orico mientras mataba a la pobre bestia. Lo cierto es que las marcas no parecían profundas, pero se han infectado. Tiene la piel encendida. ¿Sabéis que a veces una herida infectada deja señales de fiebre en la piel?

—Sí —respondió de Jironal, preocupado.

—Las de Teidez van desde el tobillo hasta la ingle. Es como si tuviera fuego en las venas.

De Jironal profirió una maldición.

—Os aconsejo que apartéis esa tropa de médicos inútiles de Orico por un momento y los enviéis a los aposentos de Teidez, si no queréis quedaros sin dos marionetas reales en la misma semana.

El choque de la furibunda mirada de de Jironal contra la de Cazaril fue como el del pedernal contra el acero, pero tras una feroz aspiración asintió y se puso de pie. Cazaril lo siguió al exterior. Por corrompido por la codicia y el orgullo familiar que estuviera de Jironal, no era ningún incompetente. Cazaril comprendía por qué Orico había decidido soportar tantas cosas a cambio de eso.

Tras cerciorarse de que de Jironal subía a la habitación de Orico con la debida premura, Cazaril bajó las escaleras. No había tenido noticias del templo hospital desde la noche anterior; quería comprobar cómo se encontraba Umegat. Traspuso las puertas del Zangre y pasó junto al malogrado establo. Para su sorpresa, divisó al mozo de cuadra sin lengua de Umegat subiendo la colina en dirección a él. El hombre agitó una mano sin pulgar al ver a Cazaril y aceleró el paso.

Llegó sin aliento y sonriente. Tenía el rostro señalado por magulladuras amoratadas, púrpura y roja la que le rodeaba un ojo, recuerdo de la fútil pelea en el zoológico, y la nariz rota seguía hinchada, el borde lacerado aún ennegrecido y encostrado. Pero sus ojos resplandecían en aquel destrozado marco; casi bailaba cuando estuvo junto a Cazaril.

Éste arqueó las cejas.

—Pareces contento… ¿qué, hombre, se ha despertado Umegat?

El mozo asintió vigorosamente.

Cazaril le devolvió la sonrisa, ebrio de alivio.

El hombre farfulló un incoherente torrente de sonidos guturales, en medio del cual Cazaril distinguió quizá una de cada cuatro palabras, suficiente para inferir que el mozo tenía un recado urgente que atender. Indicó a Cazaril que esperara frente al silencioso y oscuro zoológico; regresó a los pocos minutos con una saca amarrada al cinturón y un libro entre las manos que blandía risueño. Esto indicó a Cazaril que Umegat no sólo estaba despierto sino lo bastante recuperado para solicitar su libro favorito… Ordol, observó divertido. Animado por la compañía del robusto hombrecillo, Cazaril bajó a la ciudad junto a él.

Reflexionó en los estigmas propios del martirio que exhibía el mozo de cuadra con tan aparente indiferencia. Era el mudo testimonio de un espantoso tormento soportado en el nombre de su dios. ¿Había durado su terror una hora, un día, meses? Resultaba difícil saber si la blanda redondez de su apariencia se debía a la castración o simplemente a la edad. Estaba claro que no podía pedirle que le relatara su historia. El mero hecho de escuchar sus frases más comunes, lamentablemente vocalizadas, ponía a prueba el oído y la atención. Ni siquiera sabía si el hombre era oriundo de Chalion o de Ibra, brajarano o roknari, ni cómo había recalado en Cardegoss, ni cuánto hacía que servía a Umegat. Desempeñando sus quehaceres diarios según se requería de él. Avanzaba renqueando ahora con el libro bajo el brazo, iluminados los ojos. De modo que ése era el aspecto con el que acababa un siervo leal de los dioses, heroico y estimado.

Llegaron a la cámara de Umegat para encontrarlo sentado en la cama, con la espalda apoyada en unos almohadones. Estaba pálido y demacrado, con el cuero cabelludo irritado en torno a los puntos, el cabello restante convertido en un destartalado nido de cigüeña, los labios encostrados, las mejillas sin afeitar. El mozo deslenguado rebuscó en su saca, extrajo algunos útiles de aseo y los ondeó triunfante. Umegat esbozó una débil sonrisa. Miró fijamente a Cazaril, sin levantar la cabeza de la almohada. Se frotó los ojos y entornó los párpados, dubitativo.

Cazaril tragó saliva.

—¿Cómo te encuentras?

—Me duele la cabeza —consiguió decir Umegat. Soltó un suave gruñido. Al cabo, preguntó—: ¿Han muerto
todas
mis preciosas criaturas? —Tenía la boca pastosa, hablaba con voz débil y ronca, pero parecía bastante coherente.

—Casi todas. Una avecilla amarilla y azul consiguió librarse. Ya está de nuevo a salvo en su jaula. No dejé que nadie convirtiera los animales en trofeos. Ayer vi cómo los incineraban igual que a soldados caídos. El archidivino Mendenal ha prometido buscar un lugar de honor para sus cenizas.

Umegat asintió; torció el gesto. Sus labios cubiertos de costras se tensaron.

Cazaril miró de reojo al mozo —sí, este hombre tenía que ser una de las personas que conocía la verdad— y luego de nuevo a Umegat.

—¿Sabes que has dejado de brillar? —dijo, dubitativo.

Umegat parpadeó rápidamente.

—Lo… sospechaba. Por lo menos así se hace menos perturbador mirarte.

—¿Has perdido tu segunda visión?

—Mm. De todos modos, la segunda visión es redundante si se tiene sentido común. Estás vivo, por tanto sé perfectamente que la mano de la Dama aún te sujeta. —Transcurrido un momento, añadió—: Siempre supe que me había sido prestada temporalmente. En fin, fue bonito mientras duró. —Su voz se redujo a un susurro—. Muy bonito. —Giró el rostro—. Podría haber soportado el tener que devolverla. Pero que me la hayan quitado de las manos… Debí haberlo visto venir.

Los dioses deberían haberte advertido…

El anciano mozo, cuyo semblante se había alicaído al percibir el dolor en la voz de Umegat, cogió el libro y se lo ofreció a modo de consuelo.

Umegat sonrió débilmente y lo aceptó con delicadeza.

—Al menos me queda una profesión a la que regresar, ¿eh? —Sus manos pasaron las páginas suavemente hasta llegar a una en particular y la miró. Su sonrisa se evaporó. Su voz se endureció—. ¿Es una broma?

—¿Qué es una broma, Umegat? Es tu libro, he visto cómo salía del zoológico con él.

Umegat se sentó recto con dificultad.

—¿Qué
idioma
es éste?

Cazaril se acercó y miró por encima de su hombro.

—Ibrano, claro.

Umegat hojeó el libro, con dedos trémulos, recorriendo las páginas con la mirada, respirando rápidamente entre los labios con creciente terror.

—Es… es
ilegible
. No son más que, que… borrones de
tinta. ¡Cazaril!

—Es ibrano, Umegat. Sólo ibrano.

—Son mis ojos. Tengo algo en los… —Se agarró la cara, se frotó los ojos y exclamó de repente—: ¡Oh, dioses! —Rompió a llorar. Las lágrimas se convirtieron en desgarradores sollozos al tercer aliento—. ¡Me han castigado!

—¡Busca a la médica, trae a la médica! —gritó Cazaril al atemorizado mozo de cuadra, y el hombre asintió y salió corriendo. Los dedos crispados de Umegat estaban desgarrando las páginas en su presa ciega. Con torpeza, Cazaril intentó consolarlo, dándole palmadas en el hombro, enderezando el libro y luego quitándoselo de las manos. La crisis nerviosa fríamente resistida, habiendo resquebrajado los muros de Umegat en este lugar desprotegido, se vertió a través de las grietas y el hombre lloró…
no
como un niño. El llanto de ningún niño había sido nunca tan aterrador.

Tras unos minutos agónicos, la médica de pelo blanco llegó y tranquilizó al desconsolado divino; éste se asió a ella esperanzado, sin soltarle casi las manos para que pudiera desempeñar su labor. La explicación de la mujer de que muchas personas víctimas de un ataque de perlesía mejoraban en cuestión de días, de gente que había llegado transportada por parientes ansiosos y que había terminado saliendo incluso por su propio pie a los pocos días, fue lo que más ayudó a Umegat a recuperar su destrozado autocontrol. Hubo de recurrir a toda su fortaleza mental, puesto que los análisis de la médica, practicados después de que un dedicado que pasaba por allí fuera y volviera corriendo de la biblioteca de la orden, demostraron que ya no podía leer tampoco roknari ni darthaco, y más aún, que sus manos habían perdido la facultad de sujetar una pluma para redactar cualquier tipo de carta.

La pluma se cayó de su torpe presa, ensuciando las sábanas de tinta, y Umegat enterró la cara entre las manos, lamentándose de nuevo.

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