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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Aventuras, #Fantástico

La Maldición de Chalion (15 page)

BOOK: La Maldición de Chalion
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—¡Pobre Cazaril! ¿Dónde te has vuelto tan sabio?

Cazaril se salvó de tener que intentar pensar en una respuesta gracias a la llegada de la dama de compañía de Ista, que emergió de nuevo de la puerta del torreón con una madeja de seda tintada en las manos. Cazaril se puso en pie de un salto y saludó a la royina con una reverencia.

—Vuestra dama regresa…

Se inclinó ligeramente al cruzarse con la fámula, que le susurró, apurada:

—¿Ha sido sensata, mi lord?

—Sí, perfectamente.
—A su manera…

—¿Nada de de Lutez?

—Nada… digno de mención. —Nada que
él
quisiera mencionar, sin duda.

La sirvienta suspiró aliviada y prosiguió su camino, plantando una sonrisa en su rostro. Ista la observó con aburrida tolerancia cuando empezó a parlotear de todos los objetos que había tenido que levantar y abrir hasta encontrar su errático ovillo. A Cazaril se le pasó por la cabeza que la hija de la provincara, la madre de Iselle, tenía que estar en sus cabales.

Si Ista hablaba a muchos de sus tordos contertulios con los crípticos saltos racionales que había exhibido ante él, no era de extrañar que circularan rumores sobre su locura, y aun así… su ocasional capacidad de discurso le parecía más cifrado que farfulla. Un cifrado de una consistencia interna esquiva, puesto que sólo una persona conocía la clave. Persona que, evidentemente, no era él. Tampoco es que eso difiriera en gran medida de los síntomas de algunos casos de locura que había presenciado…

Cazaril apretó con fuerza su libro y fue a buscar una sombra menos perturbadora.

El verano avanzaba lánguidamente, lo que aliviaba a Cazaril en cuerpo y mente. Sólo el pobre Teidez se sentía frustrado por la inactividad, restringida la caza por culpa del calor, la estación y su tutor. Disparaba contra los conejos del castillo con una ballesta, agazapado entre las brumas del amanecer, para regocijo y aprobación de los jardineros de la casa. El muchacho estaba tan fuera de temporada, poseído por la inquietud y la vitalidad… Si alguna vez había habido un dedicado nato al Hijo del Otoño, dios de la caza, la guerra y el clima más templado, Cazaril juzgó que sin duda ése era Teidez.

Le sorprendió un poco verse acosado camino del almuerzo un caluroso mediodía por Teidez y su tutor. A juzgar por los rostros congestionados de ambos, se encontraban inmersos en otra de sus desgarradoras discusiones.

—¡Lord Caz! —le dio el alto Teidez, sin aliento—. ¿A que el maestro de esgrima del antiguo provincar
también
llevaba a los pajes al matadero, para sacrificar a los terneros, para enseñarles coraje, en una lucha de verdad, y no en este, este, bailar dando vueltas por el anillo de duelo?

—Bueno, sí…

—¡Ves, lo que te había dicho! —gritó Teidez a de Sanda.

—También practicábamos en el anillo —añadió inmediatamente Cazaril, en nombre de la solidaridad, por si le hiciera falta a de Sanda.

El tutor ensayó un rictus.

—La matanza del toro es una práctica nacional antigua, róseo. No es algo que corresponda a los nobles. Estáis destinado a ser un caballero, ¡cuando menos!, y no un aprendiz de matarife.

La provincara no empleaba maestro de esgrima en su casa en la actualidad, por lo que se había asegurado de que el tutor del róseo fuera un hombre versado en el manejo de la espada. Cazaril, que había asistido ocasionalmente a sus sesiones de entrenamiento con Teidez, respetaba la precisión de de Sanda. La técnica de de Sanda era efectiva, si bien nada excepcional. Caballerosa. Honorable. Pero si de Sanda conocía también las desesperadas y brutales artimañas que mantenían con vida a los hombres en el campo de batalla, no las compartía con Teidez.

Cazaril sonrió con ironía.

—El maestro de esgrima no nos adiestraba para convertirnos en caballeros, sino para llegar a ser soldados. A su favor, os diré una cosa: todos los campos de batalla que he visto en mi vida parecían más el patio de matarife que un anillo de duelo. No era agradable, pero nos enseñó a defendernos. Y no se desperdiciaba nada. Creo que daba igual si, al final del día, los toros morían después de haber sido perseguidos durante una hora por un pazguato armado con una espada, o si se les ponía la cabeza sobre el tajo para aplastársela con un mazo. —Aunque Cazaril nunca prolongaba la situación, al contrario que algunos jóvenes, que se enfrentaban a un juego macabro y peligroso con los animales enloquecidos. Con un poco de práctica, había aprendido a despachar a su bestia de una estocada, casi con la misma rapidez que el carnicero—. Cierto es que en el campo de batalla no nos comíamos lo que matábamos, salvo los caballos, a veces.

De Sanda le reprobó la agudeza sorbiendo por la nariz. Se volvió hacia Teidez, conciliador.

—Podríamos salir con los halcones mañana por la mañana, mi lord, si el tiempo acompaña. Y si termináis vuestros deberes de cartografía.

—Eso es un juego de niñas, con halcones y palomas… ¡palomas! ¡Qué me importan a mí las palomas! —Con voz anhelante, Teidez añadió—: En la corte del roya en Cardegoss, en otoño, cazan jabalíes en los robledales. Ésa sí que es una caza digna de hombres. ¡Dicen que esos cochinos son peligrosos!

—Muy cierto —convino Cazaril—. Sus colmillos pueden destripar un perro… o un caballo. O un hombre. Son mucho más veloces de lo que se espera uno.

—¿Habéis cazado alguna vez en Cardegoss? —preguntó Teidez, ávido.

—Seguí a mi señor de Guarida unas cuantas veces.

—En Valenda no hay jabalíes —suspiró el róseo—. ¡Pero tenemos toros! Ya es
algo
. Mejor que las palomas… ¡o los conejos!

—Oh, cazar conejos sirve de entrenamiento para un soldado —ofreció Cazaril, a modo de consuelo—. Por si alguna vez os veis obligado a cazar ratas para comer. Se necesita casi la misma habilidad.

De Sanda le lanzó una mirada furibunda. Cazaril sonrió y abandonó la discusión con una reverencia, abandonando a Teidez a sus protestas.

Durante el almuerzo, Iselle entonó el contrapunto de una cantinela parecida, aunque el objeto de su asalto fue la autoridad de su abuela y no la de su tutor.

—Abuelita, mira que hace
calor
. ¿No podemos ir a bañarnos al río como hace Teidez?

Conforme arreciaba la fuerza del estío, los paseos a caballo vespertinos del róseo con su caballero tutor, sus fámulos y pajes, se habían cambiado por baños en una poza en el río, corriente arriba de Valenda; el mismo lugar que visitaban los sofocados pobladores del castillo en los tiempos de paje de Cazaril. Naturalmente, las damas quedaban excluidas de estas excursiones. Cazaril había declinado cortésmente las invitaciones de unirse a la partida, esgrimiendo sus responsabilidades para con Iselle. El verdadero motivo era que desnudarse para nadar exhibiría todos los viejos desastres que le señalaban la piel, una historia que no le apetecía airear. El recuerdo del equívoco que se había producido en la casa de baños todavía lo mortificaba.

—¡Claro que no! —dijo la provincara—. Eso sería absolutamente impúdico.

—Con
él
no —dijo Iselle—. Hagamos nuestra propia partida, una excursión de damas. —Se volvió hacia Cazaril—. ¡Dijiste que las damas del castillo iban a nadar cuando tú eras paje!

—Las criadas, Iselle —corrigió su abuela, cansada—. La gente humilde. No es pasatiempo apropiado para ti.

Iselle se hundió de hombros, acalorada, colorada y haciendo pucheros. Betriz, libre del desfavorable rubor, se encorvó en el sitio, pálida y marchita por contraposición a la sofocada rósea. Se sirvió la sopa. Todo el mundo se quedó mirando los cuencos humeantes con repugnancia. Guardando las formas —como siempre— la provincara cogió la cuchara y dio un sorbo empecinado.

Cazaril dijo de repente:

—Pero lady Iselle
sabe
nadar, ¿no es así, vuestra gracia? Quiero decir que aprendió, presumiblemente, de pequeña.

—Desde luego que no —respondió la provincara.

—Ah. Oh, vaya. —Cazaril miró en torno a la mesa. La royina Ista no los acompañaba a esta comida; aliviado de la preocupación de cierto tema obsesivo, se decidió a sacar el tema—. Eso me recuerda una tragedia espantosa.

La provincara entrecerró los ojos; no mordió el anzuelo. Betriz, en cambio, sí.

—Oh, ¿cuál?

—Ocurrió cuando cabalgaba para el provincar de Guarida, durante una escaramuza con el príncipe roknari Olus. Las tropas de Olus cruzaron la frontera al amparo de la noche, y de la tormenta. Me pidieron que evacuara a las damas de la casa de Guarida antes de que cercaran la ciudad. Rayando el alba, después de haber pasado media noche a caballo, cruzamos un arroyo crecido. Una de las fámulas de su provincara fue arrastrada por la corriente cuando se cayó su caballo, arrastrada muy lejos por la fuerza del agua, junto al paje que se lanzó tras ella. Para cuando hube conseguido que mi caballo diera la vuelta, se habían perdido de vista… Encontramos los cuerpos a la mañana siguiente, curso abajo. El río no era tan profundo, pero había sido presa del pánico, al no tener ni idea de nadar. Sólo habrían hecho falta unas lecciones básicas para convertir aquel accidente fatal en un simple susto, y se hubieran salvado tres vidas.

—¿Tres vidas? —inquirió Iselle—. La dama, el paje…

—La dama estaba embarazada.

—Oh.

Se cernió sobre la mesa un silencio ominoso.

La provincara se acarició la barbilla, mirando a Cazaril.

—¿Es cierta esa historia, castelar?

—Sí —suspiró Cazaril. La mujer tenía la carne tumefacta y magullada, fría, azulada, inerte como la arcilla cuando la tocó para sacarla del agua, pesadas las ropas empapadas de agua, pero mayor era el peso que sintió Cazaril en el corazón—. Tuve que informar a su marido.

—Huh —gruñó de Ferrej. Pese a ser el anecdotista más consumado a la mesa, no intentó superar este relato.

—No es una experiencia que desee revivir —añadió Cazaril.

La provincara bufó y apartó la mirada. Transcurrido un momento, dijo:

—Mi nieta no puede zambullirse en el río desnuda igual que una anguila.

Iselle se irguió en su asiento.

—Pero podríamos ponernos, eh, ropas de lino.

—Cierto, si alguien tiene que nadar en una emergencia, lo más probable es que ésta lo encuentre con la ropa puesta —contribuyó Cazaril.

Betriz aventuró, en un susurro:

—Y sería el doble de refrescante. La primera vez al bañarnos, y la segunda al tendernos para que se seque la ropa.

—¿No podría instruirlas alguna dama de la casa? —intentó sonsacar Cazaril.

—Ninguna sabe nadar —dijo la provincara, con firmeza.

Betriz asintió para confirmarlo.

—Sólo chapotean. —Alzó la mirada discretamente—. ¿No podríais enseñarnos
vos
a nadar, lord Caz?

Iselle dio una palmada.

—¡Oh, sí!

—He… uh… —tartamudeó Cazaril. Por otro lado… en
es
a
compañía, podría dejarse la camisa puesta sin necesidad de dar explicaciones—. Supongo… si a vosotras os parece bien. —Miró de reojo a la provincara—. Y si vuestra abuela me da su permiso.

Tras un prolongado silencio, la provincara rezongó:

—Procurad no coger todos un resfriado.

Iselle y Betriz, prudentemente, prescindieron de vítores triunfales, pero lanzaron a Cazaril sendas miradas radiantes de gratitud. Se preguntó si creerían que se había inventado la historia de la dama ahogada en el arroyo.

Las clases comenzaron aquella misma tarde, con Cazaril de pie en el centro del río intentando persuadir a dos jovencitas atenazadas por el pánico de que no se ahogarían en cuanto se les mojara el cabello. Su preocupación por haber infringido las estrictas normas de seguridad remitió gradualmente conforme ambas muchachas se relajaban y aprendían a dejar que el agua las mantuviera a flote. Flotaban mejor que Cazaril, aunque sus meses a la mesa de la provincara habían eliminado parte de la enjutez lobuna de su rostro barbado.

Su paciencia demostró estar justificada. Hacia el final del verano, chapoteaban y se zambullían como nutrias en la poza excavada por la corriente. Cazaril se limitaba a sentarse en la orilla con el agua hasta la cintura e impartir ocasionales consejos.

El lugar que había elegido para acomodarse estaba relacionado sólo en parte con el interés por refrescarse. La provincara estaba en lo cierto, tenía que admitirlo… nadar
era
obsceno. Las holgadas camisolas de lino, empapadas a conciencia y adheridas a aquellos cuerpos jóvenes y esbeltos, se burlaban con creces del pudor que intentaban preservar, asombroso efecto que se cuidó de no mencionar a sus alegres pupilas. Lo peor era que el agua era un arma de doble filo. Los calzones de lino mojado y pegado a su entrepierna revelaban una disposición mental… um, corporal… um, una
recuperación física
que esperaba encarecidamente que no percibieran. Por lo menos Iselle parecía ajena. No estaba tan convencido de que Betriz fuera igual de despistada. Su fámula Nan de Vrit, de mediana edad, que declinaba las lecciones pero vadeaba las aguas poco profundas vestida de pies a cabeza con las faldas recogidas sobre las pantorrillas, no perdía detalle, y era evidente que debía hacer un esfuerzo para no soltar la risa. Caritativamente, parecía confiar en la buena fe de Cazaril, y no se reía de él en voz alta, ni murmuraba sobre él con la provincara. Al menos… él creía que no.

Cazaril era incómodamente consciente de que, a cada día que pasaba, aumentaba su aprecio por Betriz. Aún no hasta el punto de colar nefastos poemas anónimos por debajo de su puerta, gracias a los dioses por este ápice de cordura. Tocar el laúd debajo de su ventana era, quizá para bien, algo que ya no entraba dentro de sus posibilidades. Y sin embargo… a lo largo del cálido y plácido verano de Valenda, había empezado a atreverse a pensar en una vida más allá del vuelco de un reloj de arena.

Betriz le sonreía… eso era cierto, no eran imaginaciones suyas. Y era muy amable. Pero también sonreía a su caballo y era amable con él. Su sincera cortesía fraternal distaba de ser lo bastante sólida para cimentar un castillo de ensueño sobre ella, y menos aún para empezar a pensar en amueblar el castillo e irse a vivir a él. Sin embargo… le
sonreía
.

Rechazaba la idea repetidamente, pero no dejaba de reaparecer con nuevas fuerzas… al igual que otras cosas, lamentablemente, sobre todo durante las clases de natación. Pero él había renegado de la ambición, no pensaba hacer el ridículo nunca más, maldita sea. Su embarazoso vigor quizá señalara la recuperación de sus fuerzas, pero ¿de qué le servía? Seguía estando en posesión de las mismas tierras y los mismos dineros que durante sus días de paje, pero con menos esperanzas aún. Era una locura albergar fantasías de lujuria o amor, y aun así… El padre de Betriz era un hombre sin tierras de buena sangre, dedicado a su vida de servicio. Sin duda no despreciaría a un alma afín.

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