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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

La Maestra de la Laguna (3 page)

Por fortuna, el río continuaba en bajante y los metros barrosos que los separaban de la orilla pudieron salvarse sin lidiar con el agua que, en ocasiones, solía llegar hasta el pecho de los caballos de tiro. Jim Morris, acostumbrado a las inclemencias y adversidades en su propia tierra, observó interesado que los conductores de los carros y carretas mostraban una habilidad increíble para sortear las toscas de barro petrificado que anunciaban la costa cercana. Admiró también, con ojo de conocedor, la figura de dos caballos criollos que le recordaron a los Mustang de las praderas norteamericanas. El resto de los animales de tiro daba lástima.

El viaje resultaba engorroso, puesto que las aguas lamían los costados de los carros y los animales, con sus movimientos nerviosos, completaban el desastre salpicando en todas direcciones.

—Agárrese de su esposo, señora —volvió a gritar el carretero cuando Elizabeth se incorporó—. Y cuidado con los granujas del muelle —agregó, en medio de risotadas.

Nuevo rubor de la joven y luego alivio, al tocar tierra firme con sus pies.

Una miríada de chiquillo correteaba de lado a lado, saltando en medio de los vecinos que buscaban caras conocidas entre los ocupantes de los carros. Un pequeño disturbio atrajo la atención de Elizabeth y pudo entender la advertencia del hombre de la carreta: los tablones que formaban el muelle estaban bastante separados entre sí, y unos sinvergüenzas se ocultaban para atisbar desde abajo las prendas interiores de las damas. Elizabeth vio a un hombre que perseguía a un muchacho, seguido de los aullidos y las risas de los demás, en tanto que la mujer chillaba y alborotaba. Se llevó una mano a la boca para ocultar una sonrisa y se volvió para contemplar la nave que habían dejado atrás. El
Lincoln
no se veía, se adivinaba por el humo de sus chimeneas, que oscurecía el cielo matinal. En cierto momento, el humo se confundió con el gris de los nubarrones que iban cubriendo el amanecer rosado.

—Parece que tendremos tormenta —opinó distraído Jim Morris.

Elizabeth, que en su afán por ver alguna cara conocida ni se había percatado del cambio de clima, susurró para sí:

—¿Dónde estoy?

La misma angustia que la había asaltado a bordo al divisar la costa se adueñó de ella en ese momento. Sola en un país extranjero enorme y convulsionado, sin más armas que las cartas de recomendación de la señora Mann, sus propias credenciales y la compañía de un inquietante desconocido, sintió el impulso de volver sus pasos hacia la orilla y chapotear en el agua hasta alcanzar la barca que acababa de dejarlos allí.

El hombre a su lado la miró con interés.

—¿No esperaba encontrarse sola en el muelle?

Elizabeth hizo sombra innecesaria sobre sus ojos como si pudiese avistar la figura del capitán. De esa manera, ese hombre atrevido vería que todavía tenía quién la protegiera. Jim Morris no era fácil de inhibir, sin embargo. Con soltura la tomó del brazo y recogió el baúl más grande, haciendo señas a un muchachito descalzo que merodeaba cerca.

—Eh, chico... —le dijo, en un español forzado—. Lleva los baúles de la señorita hasta... ¿Adónde se dirige usted, señorita O'Connor?

Elizabeth rebuscó en el bolsillo de su capa y sacó un trozo de papel. Estaba a punto de decir a Morris el nombre de la calle cuando una mujer de aspecto sereno se acercó a ellos. Era algo mayor que Elizabeth y bastante más pequeña de estatura, aunque esa diferencia se disimulaba bajo su apariencia decidida.

—¿La señorita Elizabeth O'Connor?

Por segunda vez, alguien que no conocía la abordaba. Ese viaje estaba convirtiéndose en un enigma.

—Sí, lo soy.

—Me llamo Aurelia Vélez y he venido a recibirla.

La joven mujer extendió una mano fina sin guante y sonrió con alivio al descubrir la identidad de Elizabeth. Había deambulado entre los recién desembarcados buscando la imagen de alguien parecida al daguerrotipo que el presidente Sarmiento le había entregado el día anterior.

"Ésta es la nueva maestra, Aurelia", le había dicho, esperanzado. "Ocúpate de recibirla en tu casa con la hospitalidad que acostumbras, pero antes quiero verla, formarme una idea de su carácter. Dios sabe que hemos fracasado con las otras. Si no enfermaban, partían de regreso antes de que se secara la tinta de sus contratos. Si bien Mary me asegura que la muchacha es distinta y confío en su criterio, quiero verla yo mismo."

Así pues, Aurelia, hija del ministro de Gobierno de Sarmiento, el prestigioso jurista Dalmacio Vélez Sarsfield, había dedicado la mañana a esperar la llegada de otra de las maestras norteamericanas que el Presidente estaba empeñado en traer al país para elevar la educación popular. Ella compartía en un todo las ansias de Sarmiento por educar al pueblo. Su inquietud intelectual la colocaba a la par de cualquier hombre, aunque su discreción femenina hacía que aquello no se notase. Sarmiento, que la había conocido de niña y la amaba como mujer, valoraba su mente tanto como su corazón. Y no era fácil conformar a un hombre como él.

Elizabeth sintió una corriente de simpatía al estrechar la mano de aquella mujercita. Vestía con severidad, sin que hubiese en ello mojigatería sino desinterés por lo frívolo. Aurelia Vélez se imponía como una mujer de ideas, que ya había advertido la presencia del hombre apuesto junto a la señorita O'Connor.

Fijó en él sus ojos desafiantes.

—¿Y el señor?

—Me llamo Jim Morris, soy compañero de viaje de la señorita. Juzgué conveniente acompañarla hasta que encontrase a sus parientes.

Los ojos de Aurelia indagaron en las profundidades de los del hombre y algo vio en ellos que le hizo entender la situación. Después de todo, no en vano había vivido tiempos de conmoción y de luchas.

—En ese caso puede quedarse tranquilo, señor Morris. La señorita está en buenas manos. Le ruego me acompañe, Miss O'Connor. El Presidente de la República desea conocerla en persona y no es un hombre paciente en absoluto.

Al decir esto, Aurelia sonrió con simpatía a Elizabeth, quitándole seriedad a la afirmación. En cuanto a Jim Morris, entendió que lo estaban despidiendo sin mucha sutileza, de modo que juzgó prudente no insistir. Inclinó su cabeza en deferencia a ambas damas y lanzó su último dardo:

—Me despido entonces, señoras. Si tiene la amabilidad, Miss O'Connor, de decirme adonde llevar sus baúles, me encargaré con gusto. Aquí le dejo mi tarjeta, para que pueda ubicarme si necesita cualquier cosa. Y de paso comprobar que mis intenciones son honestas.

Dijo esto último en beneficio de Aurelia, que lo miraba de un modo que lo sobresaltaba. Elizabeth tomó la tarjeta y leyó el nombre del caballero en letras de gran floritura sobre papel manteca. "James Morris, asuntos legales", decía el encabezado, y más abajo, la dirección en Tennessee. Jim observó que Elizabeth dudaba y decidió tomar el toro por las astas.

—No confía usted en mí.

El tono profundo con que lo dijo obligó a Elizabeth a levantar su mirada y encontrarse con la de él, oscura e intensa. Acababa de conocer a ese hombre y no estaba segura de sus intenciones, aunque su intuición le dijo que no era un ladrón. Si había algo oculto o peligroso en él, no era tan simple como la codicia. Ante el estupor de Aurelia, la muchacha de Boston aceptó la oferta.

—Ha sido muy amable, Mr. Morris, no tengo por qué dudar. Le agradeceré que lleve mis baúles a esta dirección —y le extendió el papel que arrugaba entre sus dedos desde hacía rato—. Si no lo distrae demasiado de sus asuntos, desde luego.

—En absoluto. ¿Por quién tengo que preguntar?

—La familia se apellida Dickson y el nombre de pila de mi tía es Florence. Sólo dígales de mi parte que seré recibida por el Presidente —miró de refilón a Aurelia, que asintió— y que en breve pasaré por allá. Por si les resulta extraño —agregó—, dígales que se debe a mi posible trabajo como maestra.

Jim Morris sonrió satisfecho. Ya tenía los detalles que buscaba.

Aurelia tomó del brazo a Elizabeth y la guió a través de una abigarrada multitud para salir del muelle. El caballero de Tennessee se quedó unos segundos mirándolas marchar, deteniendo sus ojos en las curvas generosas de Elizabeth.

—Hasta pronto, Pequeña Brasa —murmuró, y sus palabras sonaron como una promesa.

Luego se inclinó sobre el muchachito que aguardaba, sentado sobre un tocón.

—Vamos a buscar esos bultos, chico, y te ganarás un premio. ¿Conoces esta moneda? —y le mostró al encandilado muchacho un reluciente dólar de plata en su palma callosa.

Aurelia condujo a Elizabeth por una calle empedrada. Por fortuna, las de tierra estaban secas, pues no había llovido. De lo contrario, el ruedo de sus vestidos se habría convertido en un peso difícil de arrastrar. Esquivaron dos o tres rejas voladizas tan ventrudas que obligaban al transeúnte a bajar del cordón de la vereda, y saltaron sobre algunos charcos, vestigios de un temporal pasado. A Elizabeth le impresionaron la estrechez de las calles y la sencillez de las viviendas. Con excepción de ciertas casas solariegas que ostentaban una planta alta y a veces un altillo con azotea, el resto se veía chato y macizo, sin pretensiones. Casi todas estaban blanqueadas y denotaban la influencia española en sus techos de tejas rojas. La joven se sorprendió al ver pequeños puestos de venta en el umbral de algunas casas, donde sonrientes mujeres negras con pañoletas en sus cabezas ofrecían natillas o pasteles de membrillo a los paseantes.

—¿Hay esclavas aquí? —preguntó a Aurelia.

—Ya no. Pero muchos hijos de esclavos han elegido quedarse con los patrones de sus padres. Y estas mujeres —añadió mientras señalaba a una anciana mulata que extendía un mantelito sobre un cajón de madera— están ayudando a sus amas, señoras que han quedado viudas y en mala posición. Vendiendo estas manufacturas caseras sostienen la casa y sus pequeños gastos personales.

—Interesante —murmuró Elizabeth.

—Tengo entendido que no hace mucho seguía vigente la esclavitud en su país —comentó Aurelia mirando de reojo a la joven extranjera.

—Así es. Nos ha costado una gran guerra y estamos saliendo de eso, con mucho esfuerzo. Allá también hay esclavos que se mantienen fieles a sus patrones, sobre todo porque la vida de los libertos no es fácil. Muchos deambulan por las calles, sin trabajo, y se emplean en el ejército por necesidad.

—Pues aquí también han sido soldados en gran medida —dijo pensativa Aurelia—. A veces, fue ésa la prenda de libertad. Sin embargo, en casi todas las casas se conservan criados de raza que hasta son educados junto a los niños de la familia.

—Eso sí que es notable —se admiró Elizabeth—. Allá en el sur de mi país se está haciendo un enorme trabajo, educando a los libertos, la mayoría analfabetos. Es que ellos sólo vivían día a día en los campos de algodón o en los cañaverales de azúcar, y ahora hasta gozan del derecho a votar.

Esa vez le tocó el turno a Aurelia de admirarse.

—¿Votan los analfabetos? Sarmiento lo considera peligroso —comentó.

A Elizabeth le resultó curioso que su anfitriona se refiriese al Presidente de la República con tanta familiaridad. La señora Mann ya le había advertido que algunas costumbres del país eran incomprensibles incluso para ella, que mantenía correspondencia de larga data con el hombre que gobernaba la Argentina.

Los caballeros las seguían con la mirada, pues eran dos mujeres jóvenes sin acompañante masculino, si bien ninguno osó molestarlas en su corto trayecto hasta la calle Belgrano, donde Aurelia se detuvo frente a un portón de madera pintado de verde.

—¿Este es el despacho de gobierno? —preguntó Elizabeth.

—Oh, no. Es la casa del señor Sarmiento. El prefirió recibirla aquí, antes de ir a su trabajo.

El portón se abrió al segundo toque de aldaba y un muchacho desmañado, de tez pálida y revuelto cabello rojizo, las recibió en el zaguán embaldosado. Iba vestido con corrección, como si estuviera desempeñando un trabajo en aquella casa de bajos atravesada por dos patios. Al llegar al primero, el joven las condujo hacia la habitación de la izquierda, que se abría sobre el frente. Allí se detuvo, volviéndose hacia las recién llegadas. Era evidente que conocía a Aurelia por la familiaridad con que ésta lo había saludado, y asimismo que estaba embobado por Elizabeth. Se tropezó con las palabras al decirle, en un fervoroso impulso, que él también descendía de irlandeses por parte de madre. Con un ademán invitó a las damas a entrar al sacrosanto estudio del Presidente de la República.

Lo primero que vislumbró Elizabeth fue un perfil corpulento que se recortaba sobre la luz tormentosa del ventanal que miraba al río. El hombre que aguardaba, con las manos unidas tras la espalda, era la imagen misma de la impaciencia aunque no moviese un músculo. Antes de que se volviese hacia ella, la joven pudo apreciar que Domingo Faustino Sarmiento era impresionante, incluso de espaldas. Sin duda, lo afectaba una temprana calvicie, pues la robustez de los hombros denunciaba a un hombre en la plenitud de sus fuerzas. No estaba preparada para enfrentarlo. Cuando el Presidente giró hacia la puerta, Elizabeth se sintió tentada de retroceder: unos ojos penetrantes bajo el peso de las cejas fieramente pobladas la calibraron de arriba abajo, sin dulcificar el gesto en absoluto. Una mole hecha para resistir cualquier vendaval, ése era el Presidente, el amigo de Mary Mann al que la buena mujer prodigaba toda clase de consejos maternales, como si ese señor de talante desapacible pudiese conmoverse ante una sugerencia femenina. Elizabeth oprimió el paquete que había llevado para entregar en persona al señor Sarmiento. ¿Qué prodigio podría haber metido allí adentro la señora Mann que interesase al titán que se alzaba ante ella en ese momento?

Sarmiento avanzó hacia el escritorio de caoba y extendió su mano, grande y callosa, hacia la recién llegada.

—Miss O'Connor, espero —sonó su vozarrón, áspero y cálido. Elizabeth se compuso de inmediato y extendió a su vez su mano, que desapareció bajo la otra en un firme apretón. Sarmiento apreció en silencio ese gesto sin remilgos que decía mucho acerca del carácter de aquella jovencita, casi una niña, que se aventuraba en un país salvaje para enfrentar los demonios de la ignorancia.

—He querido recibirla directamente —soltó el Presidente sin aguardar respuesta— pues desde hace un tiempo no confío en las personas que se están ocupando de las cosas —y dirigió una mirada intencionada a Aurelia, que disimuló una sonrisa.

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