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Authors: Máximo Gorki

La madre (16 page)

BOOK: La madre
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—Hay que decir a Nicolás que traiga leña: queda poca. ¿Has visto, madrecita, cómo está nuestro Paul? En lugar de castigar a los revoltosos, las autoridades los engordan.

La madre se echó a reír. Lleno el corazón de una dulce euforia, estaba ebria de gozo, pero ya un sentimiento de avara prudencia le hacía desear ver a su hijo tranquilo, como antes. Era demasiada felicidad para ella, y quería que aquella alegría, la primera gran alegría de su vida, se encerrase para siempre en su alma y permaneciese allí, viva y fuerte, como había venido. Y, temiendo ver empalidecerse aquella dicha, se apresuraba a ocultarla rápidamente, como un cazador de aves que hubiese capturado por azar un pájaro maravilloso.

—Vamos a la mesa, Paul, seguramente no has comido —propuso, afanosa.

—No. El celador me anunció ayer que se había decidido soltarme hoy, y hoy no tenía ni hambre ni sed.

«El primero que encontré aquí —seguía refiriendo Paul—, fue el viejo Sizov. En cuanto me vio, cruzó la calle para saludarme. Le dije: "Ahora hay que tener cuidado conmigo: soy un hombre peligroso bajo vigilancia policial." Me contestó: "Da lo mismo." Y, ¿sabéis qué me preguntó con respecto a su sobrino?: "Y Théo, ¿se porta bien en la cárcel?

—¿Qué entiende usted por portarse bien?

—Bueno…, si no se le ha ido la lengua hablando de sus camaradas." Cuando le dije que Théo es un muchacho inteligente y leal, se acarició la barba y me dijo con orgullo: «Entre nosotros los Sizov, no hay gente mala.»

—No es tonto el viejo —dijo Andrés, inclinando la cabeza—. Charlamos mucho los dos, es un buen hombre. ¿Soltarán pronto a Théo?

—Yo creo que soltarán a todos. No hay nada contra ellos, aparte las denuncias de Isaías, y, ¿qué puede decir éste?

La madre iba y venía, contemplando a su hijo. En pie junto a la ventana, las manos a la espalda, Andrés escuchaba el relato del joven, que paseaba por la habitación. Su barba había crecido, se rizaba en pequeños bucles negros sobre sus mejillas, dulcificando el atezado rostro.

—¡A la mesa! —llamó la madre, sirviendo la comida. Mientras almorzaban, Andrés hizo recaer la conversación sobre Rybine. Cuando acabó su historia, Paul dijo con pena:

—Si yo hubiera estado aquí, no lo hubiera dejado marchar. ¿Qué lleva consigo? Un gran sentimiento de revuelta e ideas embrolladas.

—Sí —dijo sonriendo el Pequeño Ruso—, pero cuando un hombre tiene cuarenta años y lleva mucho tiempo batiéndose contra sus propios fantasmas, es difícil transformarlo.

Entablaron una discusión en la que muchos términos eran incomprensibles para la madre, como de costumbre. Habían acabado el almuerzo y continuaban ametrallándose encarnizadamente con un diluvio de palabras difíciles. A veces, se expresaban más sencillamente.

—Debemos seguir nuestro camino sin desviarnos un punto —declaró Paul con firmeza.

—Y chocar en ese camino con decenas de millones de hombres que nos acogerán como enemigos…

La madre escuchaba. Comprendía que Paul no amaba a los campesinos, en tanto que Andrés tomaba su defensa y trataba de demostrar que también había que enseñarles el bien. Ella comprendía mejor a Andrés, y le parecía que tenía razón, pero cada vez que éste contestaba a Paul tendía el oído y retenía el aliento, esperando con impaciencia la respuesta de su hijo, ansiosa de saber si el Pequeño Ruso lo había ofendido. Pero, aunque discutían con ardor, ninguno se irritaba con el otro.

De cuando en cuando, la madre preguntaba al hijo:

—¿Eso es así, Paul?

Y él respondía sonriente:

—¡Claro que sí!

—Le ruego, caballero —decía Andrés amablemente sarcástico—, se ha comido usted toda su ración, pero no la ha masticado bien. Le ha quedado un trozo en la garganta. Gargarícese.

—No seas idiota —contestaba Paul.

—Estoy tan serio como en un entierro.

La madre movía la cabeza, riendo suavemente.

XXIII

La primavera se acercaba, y se fundía la nieve descubriendo el fango y el hollín que había disimulado bajo su blancura. Cada día, el lodo se hacía más agresivamente presente, y el barrio entero parecía vestido de harapos sucios. Durante la jornada, los tejados goteaban, los muros grises de las casas humeaban sudorosos y fatigados, hasta que el crepúsculo, las estalactitas de hielo de un blanco dudoso, se formaban de nuevo por doquier. El sol se mostraba cada vez con mayor frecuencia. E indecisos, los arroyos comenzaban a murmurar, corriendo hacia el pantano.

Se preparaba la fiesta del Primero de Mayo.

En la fábrica y por el barrio, las hojas circulaban, explicando la significación de esta fiesta, e, incluso, los jóvenes a quienes aún no había conmovido la propaganda, decían al leerlas:

—¡Hay que organizar esto!

Vessovchikov exclamaba, siempre gruñón:

—Va siendo hora. ¡Basta de jugar al escondite!

Théo Mazine se regocijaba. Había adelgazado mucho, y el nerviosismo de sus gestos y sus frases hacía pensar en una alondra enjaulada. Iba siempre acompañado de Jacob Somov, un muchacho taciturno, más serio de lo debido a su edad, que trabajaba ahora en la ciudad. Samoilov, que había salido de la cárcel aún más pelirrojo, Basil Goussev, Boukhine, Dragounov y algunos otros, demostraban la necesidad de proveerse de armas, pero Paul, el Pequeño Ruso, Somov y otros, no estaban de acuerdo.

Iégor llegó, fatigado, sudoroso, jadeante como siempre. Decía bromeando:

—El derrocamiento del orden existente es una gran obra, camaradas, pero para que progrese con más rapidez, es necesario que me compre unas botas nuevas. Y mostraba las suyas, rotas y empapadas—. Mis chanclos padecen la misma enfermedad incurable, y todo el día tengo mojados los pies. No quiero irme de este mundo antes de que hayamos abjurado del viejo, pública y claramente, por lo cual, declino la propuesta del camarada Samoilov sobre una demostración armada, y propongo que se me arme a mí de un par de sólidas botas, lo que estoy plenamente convencido que será más útil al triunfo del socialismo que el más hermoso rompimiento de cabezas…

En el mismo tono irónico, relató cómo el pueblo trataba, en diversos países, de mejorar su existencia. A la madre le gustaba oír sus discursos, que producían en ella una extraña impresión. Los más astutos enemigos del pueblo, los que le engañaban más cruelmente, eran hombrecillos barrigudos, de piel encarnada, sin escrúpulos, ávidos, falsos y despiadados. Cuando el poder de los zares les hacía difícil la vida, excitaban al bajo pueblo contra él, y cuando el pueblo se sublevaba y arrancaba el poder de las manos del emperador, estos hombrecillos se apoderaban hábilmente de él y devolvían al pueblo a sus perreras: si el proletariado quería discutir con ellos, masacraban a centenares y a millares.

Un día, se atrevió a contarles cómo era la imagen que ella se formaba de las cosas, y preguntó con sonrisa confusa:

—¿Es así, Iégor Ivanovitch?

Este rompió a reír, girando los ojos en las órbitas, recuperó el aliento y se frotó el pecho.

—En verdad que es así, mamá. ¡Ha cogido el toro de la Historia por los cuernos! Hay algunos adornos de fondo, algunos bordados, pero que no cambian nada. Justamente, estos hombrecillos grasientos son los mayores pecadores y los insectos más venenosos que pican al pueblo. Los franceses les llaman plácidamente «burgueses». Recuérdelo, mamá: bur-gue-ses… Nos devoran, nos chupan la sangre…

—¿Los ricos? —preguntó la madre.

—Exactamente. Mire, si poco a poco va poniéndose cobre en la comida de un niño, impedirá el desarrollo del esqueleto y el niño será enano, y si se intoxica a un hombre con oro, su alma se hace pequeña, lívida y gris, como una pelota de goma de cinco céntimos…

Paul dijo una vez hablando de Iégor:

—Sabes, Andrés, la gente que más bromea es la que más sufre…

El Pequeño Ruso permaneció silencioso un momento, y respondió:

—Si eso fuese cierto, Rusia entera moriría de risa.

Natacha reapareció. También había estado en la cárcel, pero en otra ciudad, y ello no la había cambiado. La madre observó que, en su presencia, el Pequeño Ruso era más alegre, bromeaba, dirigía a todos pequeñas chanzas con una malicia sin maldad, y la hacía reír. Pero, cuando ella se iba, se ponía a silbar tristemente sus interminables canciones, y durante largo rato iba y venía por el cuarto arrastrando los pies.

Sandrina venía con frecuencia, siempre sombría, siempre apresurada, y se tornaba cada vez más cortante, más brusca.

Una vez que Paul fue con ella hasta la puerta para acompañarla, y que no cerraron tras ellos, la madre oyó su rápida conversación: —¿Llevará usted la bandera? —preguntó la muchacha en voz muy baja.

—Sí.

—¿Está ya decidido?

—Sí, es mi derecho.

—Y la prisión otra vez. Paul guardó silencio.

—Usted no puede… —se detuvo ella.

—¿Qué?

—Dejar a otro…

—No —dijo él en alta voz.

—Reflexione. Aquí tiene mucha influencia, lo quieren. Usted y Nakhodka son los siguientes, ¡cuántas cosas pueden hacer estando en libertad! Reflexione. Lo desterrarán lejos, y por mucho tiempo.

La madre creyó distinguir en la voz de Sandrina dos sentimientos que ella conocía muy bien: la angustia y el miedo. Y las palabras de la muchacha cayeron sobre su corazón maternal, como gruesos goterones de agua helada.

—No, estoy decidido —dijo Paul—. Nada me hará renunciar.

—¿Ni siquiera si se lo suplico?

Paul respondió en seguida, rápidamente y con voz particularmente severa:

—No debe hablar así. ¿En qué está pensando? No debe…

—Soy un ser humano —dijo ella muy quedo.

—Sí, una buena muchacha —contestó dulcemente Paul, pero con tono extraño, como si le faltara la respiración—. Un ser que me es muy querido. Y precisamente por eso… no debe hablar así.

—Adiós —dijo la joven.

Por el ruido de sus tacones, la madre comprendió que se alejaba rápidamente, casi corriendo. Paul salió tras ella.

Un terror agobiante, asfixiante, le apretaba el pecho a Pelagia. No había comprendido bien la conversación, pero presintió una desgracia.

—¿Qué puede hacerse?

Paul volvía con Andrés, quien decía, moviendo la cabeza:

—¿Qué hacer con ese maldito Isaías?

—Aconsejarle que renuncie a sus empresas de chivato —dijo sombríamente Paul.

—Hijo, ¿qué quieres hacer? —preguntó la madre, la cabeza baja.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—El…, el Primero de Mayo.

—¡Ah!—exclamó Paul en tono más bajo—. Llevaré la bandera, me situaré con ella al frente de todos… Por lo cual, es probable que me lleven de nuevo a la cárcel.

Los ojos de la madre llamearon, una sequedad desagradable le llenó la boca. Paul le tomó la mano y la acarició.

—Compréndelo. Es necesario.

—Yo no digo nada —murmuró levantando la cabeza, y cuando sus ojos encontraron la mirada brillante y obstinada de Paul, inclinó nuevamente el cuello.

El abandonó su mano, suspiró y dijo en tono de reproche:

—No deberías entristecerte, sino alegrarte. ¿Cuándo habrá madres que envíen valerosamente a sus hijos incluso a la muerte…?

—¡Oh, oh! —gruñó el Pequeño Ruso—. He aquí a Monseñor partiendo a estandarte desplegado…

—¿He dicho yo algo? —repitió la madre—. No te lo impido. Y si tengo pena por ti, es cosa de mi corazón de madre.

El se separó, y ella escuchó estas palabras duras, cortantes:

—Hay cariños que matan…, o que no dejan vivir.

Estremecióse ella por miedo a que dijese algo que pudiese herirla, y gritó vivamente:

—¡No hables así, Paul! Comprendo que no puedes hacer otra cosa…, por los camaradas…

—¡No! Por mí mismo.

Andrés se detuvo en el umbral: era tan alto como la puerta, en la que aparecía como en un marco. Doblaba pintorescamente las rodillas, apoyando un hombro contra el montante y proyectando hacia adelante el cuello, la cabeza y el otro hombro.

—Harías mejor dejando de charlar, caballero —dijo con aire sombrío, mirando a Paul con sus ojos salientes.

Parecía un lagarto en la grieta de una piedra.

La madre sintió deseos de llorar, pero no quiso que su hijo se apercibiera, y masculló apresuradamente:

—Dios mío, había olvidado…

Entró en el vestíbulo y allí, la cabeza contra el ángulo de la pared, dio libre curso a sus lágrimas: lloraba dulcemente, sin gemido, desfalleciendo como si la sangre se escapara de su corazón, al mismo tiempo que su llanto. Por la puerta entreabierta llegaba hasta ella el sordo rumor de una discusión.

—Bueno, qué, ¿te diviertes en atormentarla? —decía el Pequeño Ruso.

—No tienes ningún derecho para hablar así —respondió Paul.

—No sería un buen camarada si me callase ante tus estúpidos alardes. ¿Por qué razón le has dicho eso? ¿Lo sabes?

—Hay que decir siempre firmemente lo que se tenga que decir, si es sí como si es no.

—¿A tu madre?

—¡A todos! No quiero amor ni amistad que se agarren a mis piernas para retenerme.

—¡Héroe! Suénate la nariz. Y ve a decir todo eso a Sandrina, que es quien debe oírlo.

—Ya se lo he dicho.

—Pero no así. Mientes. A ella le has hablado con dulzura, tiernamente; no te he oído pero lo sé. Pero ante tu madre, has desplegado el heroísmo. Comprende, animal, que tu heroísmo no vale un centavo.

Pelagia enjugó vivamente las lágrimas de sus mejillas. Temía que el Pequeño Ruso ofendiese a Paul; se apresuró a abrir la puerta y, entrando en la cocina, dijo, temblando de frío y de miedo:

—¡Qué frío hace! Sin embargo, estamos en primavera…

Revolviendo entre los cacharros sin saber qué hacía, continuó, alzando la voz para tratar de dominar el tono más bajo de ambos jóvenes:

—Todo cambia, las gentes se acaloran y el tiempo se enfría. Normalmente, en esta época hacía ya calor, el cielo era claro y lucía el sol…

Se hizo el silencio en la habitación. Se detuvo en la cocina, esperando no sabía qué.

—¿Has oído?—preguntó en voz baja el Pequeño Ruso—. ¡Hay que comprender, diablos! Tiene más corazón ella que tú…

—¿Tomaréis té? —preguntó la madre con voz insegura. Y sin esperar la respuesta, gritó para ocultar su temblor:

—No sé qué tengo, para estar tan helada.

Paul se acercó lentamente a ella. La miró a hurtadillas y una sonrisa culpable agitó sus labios.

—Perdóname, madre —dijo a media voz—. Sigo siendo un chiquillo, un bobo…

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