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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (33 page)

—Mandarán otro de los aeróstatos a rescatarnos —dijo—; pero tardarán varias horas en llegar hasta aquí. Mientras tanto intentaremos mantenernos en el aire todo el tiempo posible. El puente ya no sirve para nada; nos desharemos de él, y también de la bodega. Eso aligerará nuestro peso lo suficiente como para poder volar algunas millas más. Afortunadamente, tenemos el viento a favor. Recemos para que éste no cambie.

Todo el mundo se trasladó a la sentina, y empezamos a trabajar cortando los cables y las viguetas de metal para desprender la sección inferior del aeróstato. Usamos cualquier cosa para hacerlo: espadas, cuchillos o tenazas. No era difícil porque el metal de las viguetas era tan delgado que podía doblarse con la mano; la nave mantenía su rigidez gracias a la estudiada tensión que los cables de hierro ejercían sobre la estructura de viguetas. Poco después, la mitad inferior de la
Salaminia
se desprendió y chocó contra el suelo, que ya estaba desagradablemente cerca.

Mientras tanto, Frixo y Melampo cortaron cuidadosamente los cables del timón, y los tensaron para que la posición de los alerones favoreciera el planeo de la nave.

Le pedí a Vadinio su catalejo, y con él observé cómo los jinetes llegaban hasta el amasijo de hierros, y lo rodeaban sin detenerse.

—Esos perros saben cuál es la presa que buscan —comenté devolviéndole el instrumento óptico al genovés.

Llamé a dos almogávares, les repetí cuidadosamente las mismas indicaciones que les había dado a Sausi y Ricard sobre cómo tratar a Ibn-Abdalá, y les ordené que fueran a revelarlos. Uno de ellos era Guillem, que había envuelto la herida de su costado con un sucio vendaje y se había olvidado de ella.

Poco después, Sausi y Ricard se sentaron junto a mí sobre los restos de la pasarela.

El suelo, árido y lleno de matojos, corría bajos nuestros pies, cada vez más cerca.

—Escuchad —les dije a los dos guerreros—, ambos me habéis demostrado ser valientes y dignos de confianza, por eso quiero pediros algo.

—Lo que quieras, Ramón —dijo Ricard.

—Espera hasta que escuches lo que quiero pedirte —le corté; y señalé hacia los jinetes gog—. Esos lobos nos van a alcanzar muy pronto, y quiero que me juréis que no vais a permitir que me cojan con vida. No quiero pasar otra vez por el mismo horror.

Ricard y el búlgaro me miraron aterrorizados.

—No podemos hacer eso —protestó Ricard—. Juramos a Roger, antes de separarnos de él, que protegeríamos tu vida con la nuestra. No puedes pedirnos eso.

—Lo haremos —dijo Sausi Crisanislao.

Ricard levantó la cabeza hacia el enorme búlgaro y dijo:

—¡Maldito seas! ¿Por qué dices eso?

—Porque es verdad. Y tú harás lo mismo por mí… Y yo por ti.

—Pero Roger nos ordenó…

—Roger no está aquí —concluyó Sausi que era hombre de pocas palabras.

Ricard rezongó un poco, pero acabó por aceptar mi juramento.

—Dime una cosa —me preguntó, al cabo de un rato—, ¿por qué no nos dejaste acabar con las vidas de esos perros traidores de sarracenos?

—Fueron engañados por Ibn-Abdalá.

—¿Y eso qué importa? —protestó Ricard—. ¡Pretendían traicionarnos!

—Es posible, pero si los matamos, y si por ventura conseguimos regresar a la ciudad, sus compañeros nunca creerán la verdad de lo sucedido.

—¿Y qué? —Ricard se encogió de hombros—; los liquidamos a todos y en paz.

Yo sonreí y dije:

—No creo que las gentes de Apeiron te permitieran hacer eso.

—Puede que sí y puede que no…

Ricard se detuvo en mitad de su frase. Un nuevo estallido había hecho crujir horriblemente la estructura de metal haciendo saltar trozos de vigueta por todos lados.

¿Qué había sucedido? Nuestra altura era ya tan escasa que nos habíamos estrellado contra las ramas más altas de un árbol reseco y solitario.

La estructura gimió, y lo que quedaba de la nave dio un violento bandazo.

Yo perdí mi punto de apoyo, y caí al vacío.

Sausi intentó cogerme, estirando su enorme cuerpo cuanto pudo, pero no le fue posible.

Rodé por el suelo, que era bastante plano y lleno de matorrales que amortiguaron el impacto. Pero mis huesos eran ya tan débiles como el cristal, y mientras rodaba noté claramente cómo mi antebrazo se partía con un chasquido.

Vi lucecitas bailando frente a mis ojos, y apenas logré ponerme en pie con dificultad, sujetándome con la mano mi brazo herido y apretando los dientes para soportar el dolor, notando las aristas de hueso arañándome la carne desde dentro.

A lo lejos, la nube de polvo indicaba dónde estaban los jinetes, y pude distinguir ya sus negras siluetas.

Una mano se posó en mi hombro. Me volví, para encontrarme enfrentado al enorme torso del búlgaro.

—¡Sausi! —exclamé.

Por encima del hombro del gigante, los lastimosos restos de la
Salaminia
se alejaban arrastrados por el viento, y vi a Ricard en el mismo borde de la pasarela mirarnos indeciso.

Finalmente saltó, y tras él saltaron varias figuras con armadura roja. Liberada del peso de aquellos valientes, los restos de la nave se elevaron un poco y siguieron alejándose de nosotros.

Ricard llegó el primero, sonriente, cortando los matorrales con su espada. Tras él iban Mirina y diez de los
dragones
rojos de la ciudad.

—Ellos son un centenar o más —dije con expresión abatida. El dolor del brazo estaba a punto de hacerme perder el sentido—. No habéis actuado con inteligencia dividiendo vuestras tropas, capitán.

Mirina se encogió de hombros y dijo:

—Cualquier sitio es bueno para morir.

Dos de los
dragones
les ofrecieron a Ricard y Sausi sus
pyreions
; pero éstos las rechazaron.

Me llevaron junto al tronco reseco del árbol contra el que habíamos chocado, donde podría protegerme de las flechas de los gog. Los
dragones
formaron un semicírculo defensivo a mi alrededor, mientras Ricard y Sausi se situaban a mis flancos, con sus espadas desenvainadas y trazando amenazadoras líneas en el aire.

Agotado, me dejé caer de rodillas. Alcé la vista y sentí como si las retorcidas ramas del árbol, las nubes, y el cielo giraran locamente en torno a mí. ¿Era ése el lugar elegido por el Señor para mi final?

A través de las piernas sentí ascender la vibración creciente del centenar de jinetes diabólicos que se nos venían encima. Luego escuché claramente sus aullidos de guerra.

—Ahí los tenemos —dijo Mirina con asombrosa tranquilidad.

Junto a mí, Ricard, gritó con fuerza:


¡Desperta ferro!
¡Aragón, Aragón!

Con su habitual flema, Sausi no dijo nada, pero su cuerpo se tensó como el de un león dispuesto para la lucha.

A lo lejos se distinguía ya una primera línea de jinetes gog; erguidos sobre sus pequeñas monturas, sus retorcidos arcos listos para ser disparados.

Siguieron avanzando, durante un interminable instante, antes de que una lengua de fuego surgiera de las armas de los
dragones y
se estrellara como una ola flamígera contra los jinetes.

Escuché el horrible aullido agónico de los gog y sus bestias mezclarse; y vi cómo aquella primera fila de jinetes gog continuaba su carrera envuelta en llamas, con el pelo de los caballos y el que cubría sus cuerpos ardiendo salvajemente. Las flechas que estaban preparadas para ser disparadas antes de que la llamarada les alcanzase, salieron erráticas de los arcos llameantes, como flechas de fuego, dejando tras de sí un rastro de humo negro. Algunas se clavaron en el tronco del árbol, y allí siguieron consumiéndose.

La carrera de los jinetes envueltos en llamas no se detenía, y me pregunté por qué. Los pobres animales siguieron trotando hacia nosotros, movidos por la loca inercia de su larga carrera, mientras los tendones de sus patas se carbonizaban. Finalmente, la mayoría se derrumbó a un par de varas frente a la fila de
dragones, y
allí formaron grandes montones llameantes que soltaban un humo negro y aceitoso, con un repulsivo olor a carne quemada que llegó rápidamente hasta mis narices.

La segunda fila de jinetes, aprendida la lección del tipo de enemigo que tenían delante, hizo un quiebro, y mantuvo las distancias con el semicírculo de
dragones
.

Empezaron a cabalgar alrededor del árbol reseco, dirigiendo sus monturas sólo con las piernas, y con las manos libres tensaban sus arcos y disparaban.

Los
dragones
extendieron su fila hasta convertir el semicírculo defensivo en un círculo completo en torno al árbol y proteger así a los tres que no llevábamos armadura.

Una flecha rebotó inútil contra la coraza roja de uno de los
dragones
. Como respuesta, otro de los
dragones
apuntó con su
pyreion
e hizo fuego. Un gog cayó entonces de su montura, y rebotó aparatosamente contra el suelo.

El tanteo concluyó así. Los gog habían aprendido que desde aquella distancia no podían atravesar las armaduras de los
dragones
, y que ellos, en cambio, sí que podían alcanzarles con sus armas de pólvora. Si realizaban otra carga, se expondrían a morir achicharrados por el
fuego griego
, igual que sus compañeros.

¿Qué iban a hacer a continuación?

Tuve la respuesta al instante; con un aullido bestial, todos los jinetes gog se lanzaron a la vez, ciegamente, al ataque.

Chorros de líquido ardiente volvieron a surgir de la fila de
dragones
para ir a estrellarse contra la vanguardia de los gog, que rodó por el suelo envuelta en llamas. Pero la segunda fila de jinetes saltó sobre los cadáveres llameantes de sus compañeros y recibió su propia ración de
fuego griego
.

Pero ya estaban muy cerca de los
dragones
. Contemplé horrorizado cómo un gog y su caballo, convertidos en una bola de fuego, se estrellaron contra el centro de la fila de
dragones
, derribando y envolviendo en llamas a varios de éstos. Los
dragones
alcanzados se pusieron de pie aturdidos, convertidos en antorchas humanas.

Aunque sus armaduras les protegían del fuego, braceaban incapaces de librarse de las llamas.

Entonces la reserva de pólvora de uno de los
dragones
estalló violentamente.

La explosión casi partió al hombre en dos y destrozó los dos cilindros que llevaba a la espalda. Una segunda explosión sucedió casi instantáneamente a la primera, esparció una lluvia de líquido llameante y trozos de armadura roja a más de cincuenta varas de distancia. Los almogávares y yo nos vimos rodeados por una cortina de fuego, aislados visualmente de los
dragones
supervivientes.

El árbol reseco a nuestra espalda nos había protegido de recibir de lleno el chorro de fuego, pero ahora se había convertido en una gigantesca antorcha. Ricard y Sausi me arrastraron lejos de él. A nuestro alrededor llovían sin cesar fragmentos ardientes, y nos protegíamos como podíamos el pelo de la cabeza con los brazos.

El velo llameante que se alzaba ante nosotros fue entonces atravesado por tres jinetes gog. Su aspecto era horroroso; sus pobres monturas relinchaban de dolor con los extremos de sus patas abrasadas y el pelo de sus abdómenes chamuscado. Ellos, envueltos en humo y rodeados de llamas, parecían más que nunca criaturas recién salidas del infierno. Cargaron a la vez lanzando aullidos demenciales y blandiendo sus lanzas con aspecto de tridente. Sausi y Ricard les salieron al paso.

Ricard esquivó las puntas del tridente de uno de los gog, y rodó por el suelo pasando por entre las patas de su montura, desgarrando con su espada las entrañas del animal. Al derrumbarse el caballo atrapó una de las piernas de su jinete bajo él.

Sausi fue atacado por los otros dos demonios. El búlgaro apenas logró esquivar el tridente del primero, que le arañó el pecho marcándole tres profundos surcos rojos y le arrancó la gonela de piel, y se vio enfrentado a la carga del segundo gog. Esta vez, Sausi fue más rápido de reflejos y atrapó el tridente con sus enormes manos. Sin esfuerzo, arrancó al gog de su cabalgadura y lo mandó rodando por el suelo, hacia la cortina de llamas. Mientras intentaba levantarse, con sus ropas y su pelo prendido, el búlgaro se plantó frente a él y lo clavó al suelo con su espada.

Ricard había saltado por encima del caballo agonizante, partiendo de un machetazo el cráneo del gog mientras éste intentaba liberarse del peso del animal. El almogávar giró rápidamente buscando otra presa, y vio con horror que el único gog que seguía sobre su montura se había lanzado contra mi indefensa persona.

Ricard gritó impotente; yo estaba demasiado lejos y no parecía capaz de hacer nada para evitar que el gog me ensartara con su tridente. Sonó un estampido, y el gog cayó hacia atrás como si hubiera chocado contra una rama invisible.

Mirina arrojó a un lado su
pyreion
recién disparado y caminó hacia nosotros acompañada por tres
dragones
.

—¿Habéis acabado con todos? —le preguntó Ricard.

—Reagrupémonos —dijo Mirina con expresión cansada, sin hablar a nadie en particular—, preparémonos para su próxima carga.

A nuestro alrededor, las llamas empezaban a extinguirse, mostrando las filas de todavía numerosos demonios oscuros avanzando hacia nosotros.

Los cuatro
dragones
y los dos almogávares formaron un apretado círculo en torno a mí. Sausi deslizó su cuchillo hasta tocar mi nuca.

Le miré con los ojos turbios a causa del dolor del brazo.

—No te preocupes —me dijo Sausi.

Pero los gog no atacaron. En vez de eso, vimos asombrados cómo sus monturas reculaban poco a poco, mientras los ojos de los jinetes parecían fijos en algo situado a nuestra espalda. Algo enorme y de gran altura.

Me volví y vi un aeróstato llenando todo mi campo visual. Flotando a unas quince varas del suelo. Las hélices girando muy lentamente.

Aturdidos por las explosiones y el fragor de la batalla, ninguno de nosotros había detectado el característico sonido de las hélices mientras el aeróstato se acercaba.

Los
dragones
alzaron sus puños mientras gritaban triunfantes. Un par de bolas de fuego surgieron de la proa del leviatán, cruzaron por encima de nuestras cabezas y fueron a estrellarse en mitad de las filas gog; esparciendo llamas y muerte entre los oscuros jinetes que, sorprendidos y aterrorizados por la repentina aparición del aeróstato, se dispersaron rápidamente.

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