Read La llamada de lo salvaje Online
Authors: Jack London
Por fin, al anochecer del cuarto día, logró abatir al gran alce. Un día y una noche enteros permaneció al lado del animal muerto, comiendo y durmiendo. Después, sintiéndose descansado, fresco y fuerte, giró la cabeza en dirección al campamento y a John Thornton. Comenzó a trotar y anduvo por aquel territorio desconocido hora tras hora, sin que lo desorientase la maraña de sendas, siguiendo el rumbo con una certeza que no habría superado el hombre con su aguja magnética.
Según avanzaba iba notando cada vez más las señales de una vida nueva. Señales foráneas de seres distintos de los que la habían habitado a lo largo del verano. Ya no se trataba de un hecho del que se percatase de forma sutil, misteriosa. Lo transmitían los pájaros, las ardillas lo comentaban, hasta la misma brisa lo comunicaba susurrando. Varias veces se detuvo a aspirar grandes bocanadas del aire fresco de la mañana, y en él leyó un mensaje que lo indujo a avanzar a grandes saltos. Lo oprimía el presentimiento de una inminente calamidad, de un desastre ya consumado; y cuando atravesó la última divisoria de aguas e inició el descenso para internarse en el valle en dirección al campamento, empezó a andar con mayores precauciones.
A cinco kilómetros del campamento tropezó con un rastro que le hizo erizar los pelos. El rastro llevaba directamente al campamento y a John Thornton. Buck apretó el paso, moviéndose rápida y sigilosamente, con los nervios crispados y en tensión, atento a los múltiples detalles que le revelaban una historia... aunque no su final. El olfato le explicó la diversidad de elementos relacionados con los seres tras los que corría. Notó el preñado silencio de la selva. Las aves habían huido. Las ardillas estaban escondidas. Sólo vio una, un lustroso ejemplar gris aplastado contra una rama seca como si fuera una protuberancia leñosa de la madera.
Mientras se deslizaba silencioso como una sombra, su hocico giró bruscamente a un lado, como si una fuerza se lo hubiera agarrado y hubiese tirado de él. Siguiendo el inesperado olor hasta el interior de unos matorrales, Buck encontró a Nig. Yacía de costado, muerto en el lugar donde se había arrastrado, con la flecha que lo había atravesado saliendo por el cuerpo.
Cien metros más allá, Buck se encontró con uno de los perros de trineo que Thornton había comprado en Dawson. Se revolcaba en lucha con la muerte, en mitad del camino, y Buck pasó bordeándolo sin detenerse. Del campamento llegaban débilmente numerosas voces, en una cantinela cuyo sonido aumentaba y decrecía de forma monótona. Al aproximarse, pegado al suelo, al borde del claro, encontró a Hans boca abajo, emplumado de flechas como un puerco espín. En el mismo instante miró hacia donde había estado la choza de ramas y lo que vio hizo que se le erizase el pelo del cuello y del lomo. Una ráfaga de rabia insuperable lo recorrió. Sin ser consciente de ello, emitió un terrible bramido de furia. Por última vez en su vida permitió que la pasión usurpara el lugar de la astucia y la razón; y si esa vez perdió la cabeza fue por el gran amor que profesaba a John Thornton.
Los yeehat estaban bailando en torno a los restos de la choza de ramas cuando oyeron el espantoso rugido y vieron venírseles encima a un animal como nunca habían visto otro igual. Era Buck, furioso ciclón viviente, que se lanzaba contra ellos poseído de frenesí destructivo. Saltó sobre el que más destacaba (era el jefe de los yeehat) y le hizo un amplio desgarrón en la garganta, hasta que la yugular destrozada se convirtió en una fuente de sangre. No se entretuvo en acosar a la víctima, sino que prosiguió mordiendo indiscriminadamente, y al siguiente brinco le desgarró la garganta a un segundo hombre. No había forma de detenerlo. Metido entre ellos, mordía, rasgaba, destrozaba, en un aterrador movimiento continuo que desafiaba las flechas que le arrojaban. De hecho, tan increíblemente rápidos eran sus movimientos y tan amontonados estaban los indios, que eran ellos los que se herían con las flechas unos a otros. Y un cazador joven que lanzó un venablo a Buck en pleno salto, se lo clavó a otro cazador con tanta fuerza, que se le quedó clavado en la espalda. Entonces el pánico se apoderó de los yeehat que escaparon despavoridos al bosque proclamando en la huida el advenimiento del Espíritu del Mal.
Y verdaderamente Buck era la encarnación del mal rugiendo tras ellos para seguir matándolos entre los árboles. Fue un día aciago para los yeehat. Se desperdigaron por todo el territorio y hasta una semana más tarde no lograron reunirse los últimos para contar las bajas que habían tenido. Por su parte, Buck, cansado de la persecución, regresó al campamento desolado. Halló a Pete acostado entre las mantas donde le habían sorprendido y dado muerte en el primer momento. La lucha desesperada de Thornton estaba escrita en la tierra, y Buck siguió su rastro paso a paso hasta la orilla de una laguna profunda. Allí, con la cabeza y las patas delanteras en el agua, yacía Skeet, fiel hasta el final. La misma charca, fangosa y amarillenta, ocultaba lo que contenía. Y lo que contenía era John Thornton, ya que el rastro que Buck había seguido se internaba en el agua y no volvía a aparecer.
El día entero estuvo Buck rumiando junto a la charca o recorriendo el campamento sin descanso. Conocía la muerte, el cese del movimiento, la su presión y extinción de la vida de los seres vivientes, y Buck supo que Thornton estaba muerto. Aquello le produjo un gran vacío, una sensación semejante al hambre, aunque era un vacío que dolía y dolía y que la comida no podía paliar. A veces, cuando se detenía a contemplar los cadáveres de los yeehat, olvidaba el dolor, y entonces sentía un gran orgullo, el mayor orgullo que había sentido jamás. Había matado hombres, la presa de mayor rango, y lo había hecho con la ley del garrote y el colmillo. Olfateó con curiosidad los cadáveres. Habían muerto con suma facilidad. Era más difícil matar a un husky que a uno de ellos. Si no tuvieran flechas, venablos y garrotes, los hombres no podrían considerarse rivales. A partir de ahora no los temería, excepto cuando llevaran en las manos sus flechas, sus venablos y sus garrotes.
Se hizo la noche y una luna llena se elevó por encima de los árboles hasta lo alto del cielo, iluminando la tierra, que quedó bañada de una claridad fantasmal. Y, con la llegada de la noche, Buck, pensativo y afligido junto a la laguna, sintió el despertar de una vida nueva en la selva, una vida distinta de la que habían vivido los yeehat. Se puso de pie, escuchando y husmeando. Desde muy lejos le llegó débilmente, empujado por el viento, un penetrante aullido, al que respondió un coro de aullidos semejantes. Poco a poco los aullidos se fueron haciendo más claros y cercanos. De nuevo, Buck supo que los había oído en aquel otro mundo que vivía en su memoria. Se dirigió al centro del claro del bosque y escuchó. Era la llamada, la llamada tantas veces oída, que sonaba más atractiva e imperiosa que nunca. Y más que nunca estuvo dispuesto a obedecer. John Thornton había muerto. El último vínculo se había roto. Ni el hombre ni sus lazos lo retenían ya.
Cazando sus presas en los flancos del grupo migratorio de alces, como lo hacían los yeehat, la manada de lobos finalmente había dejado atrás los bosques y las corrientes para invadir el valle de Buck. Llegaron al claro del bosque como una avalancha de sombras plateadas por la luna; y en el centro del claro estaba Buck, inmóvil como una estatua, esperándolos. Sobrecogidos ante su quietud y su corpulencia, se detuvieron, hasta que el más audaz se abalanzó sobre él. Buck reaccionó como un rayo y le quebró el pescuezo. A continuación se quedó, como antes, inmóvil, con el lobo herido agonizando a sus pies. Otros tres lo intentaron y uno tras otro se retiraron, chorreando sangre por la garganta y con el lomo desgarrado.
Eso bastó para que la manada entera atacase, precipitándose y obstruyéndose el camino en su ansia por derribar a la presa. La rapidez y agilidad pasmosas de Buck le fueron de gran provecho. Girando sobre las patas traseras, dando mordiscos y dentelladas, estaba en todas partes al mismo tiempo, presentando un frente inquebrantable por la rapidez con que giraba y se cubría los flancos. Pero, para evitar que se colocasen detrás, se vio obligado a retroceder más allá de la laguna y por el cauce del riachuelo hasta dar contra un elevado talud de grava. Se fue desplazando gradualmente hasta llegar a un entrante del talud que los mineros habían excavado en ángulo recto, y allí se guareció, protegido por tres lados y teniendo que ocuparse únicamente del frente.
Y tan bien lo hizo que al cabo de media hora los lobos se retiraron, frustrados. Estaban todos con la lengua fuera y los colmillos blancos de luz de luna. Unos yacían en el suelo con la cabeza levantada y las orejas tiesas, otros estaban de pie mirando a Buck; y otros bebían agua en la laguna. Un lobo largo, flaco y gris se adelantó cautelosamente en actitud amistosa, y Buck lo reconoció como el hermano salvaje con el que había corrido durante un día y una noche. Gruñía suavemente, y cuando Buck hizo otro tanto, se frotaron los hocicos.
Entonces se acercó un lobo viejo, descarnado y cubierto de cicatrices de mil batallas. Buck contrajo los labios anticipando un gruñido, pero se olisquearon el hocico el uno al otro. Después, el lobo viejo se sentó y, mirando a la luna, soltó el prolongado aullido. Los demás se sentaron y aullaron a su vez. Y entonces la llamada le llegó a Buck con acentos inconfundibles. También él se sentó y aulló. Pasado lo cual, abandonó su posición y la manada se aglomeró a su alrededor olisqueando de un modo entre amistoso y salvaje. Los jefes emitieron el ladrido de marcha de la manada y partieron velozmente hacia el bosque. Los demás partieron detrás, ladrando a coro. Y Buck se puso a correr con ellos, al lado del hermano salvaje, ladrando él también.
Y aquí podría acabar la historia de Buck. No transcurrieron muchos años antes de que los yeehat notasen un cambio en la raza de los lobos grises, porque comenzaron a verse algunos con manchas pardas en la cabeza y el hocico, o con una franja blanca dividiéndoles el pecho. Pero más extraordinario aún es que recuerden un Perro Fantasma corriendo al frente de la manada. Los yeehat le temen porque es más astuto que ellos, se mete en sus campamentos a robar cuando el invierno es crudo, les desbarata las trampas, les mata los perros y desafía a sus cazadores más valientes.
Eso no es todo, hay historias peores. Historias de cazadores que no volvieron al campamento y de otros que fueron encontrados por miembros de su tribu con la garganta desgarrada y a su alrededor unas huellas en la nieve más grandes que la de un lobo. Cada otoño, cuando los yeehat siguen el movimiento migratorio de los alces, hay un valle en el que nunca se adentran. Y hay mujeres que se entristecen cuando alrededor del fuego se cuenta cómo fue que el Espíritu del Mal escogió como morada ese valle.
Sin embargo, el valle recibe todos los veranos una visita de la que los yeehat no llegan a enterarse. La de un gran lobo de espléndido pelaje, parecido, y sin embargo distinto, a todos los demás lobos. Atraviesa solitario la venturosa región de los bosques hasta alcanzar un claro entre los árboles. Allí fluye una corriente de aguas amarillas por sacos podridos de piel de alce que se hunde en la tierra, entre altas hierbas que protegen del sol ese amarillo, y allí permanece un rato y aúlla una vez de un modo prolongado y lastimero antes de partir.
Pero no siempre está solo. Cuando llegan las largas noches de invierno y los lobos siguen a sus presas en los valles más bajos, se lo puede ver corriendo a la cabeza de la manada bajo la pálida luz de la luna o el leve resplandor de la aurora boreal, destacando con saltos de gigante sobre sus compañeros, con la garganta henchida cuando entona el canto salvaje del mundo primitivo, el canto de la manada.
[1]
Asociación de Cultivadores de Pasas.
[2]
El que va más cerca de la parte delantera del trineo.
[3]
Conejo o liebre de Norteamérica septentrional, con anchas patas traseras y cuya coloración cambia del marrón en verano al blanco en invierno.