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Authors: Anjali Banerjee

Tags: #Narrativa

La librería de las nuevas oportunidades (6 page)

—Vamos, no pongas esa cara. No debes dejar de creer en el amor, ¿recuerdas? —Mi tía echa un vistazo a su reloj de pulsera—. Tengo que irme arriba a acabar de hacer las maletas antes de abrir la librería.

—La puerta de delante ya está abierta.

—Sí, para los madrugadores a los que les gusta entrar y tomarse un té o un café antes de irse a trabajar.

Se dirige a la escalera.

—Entonces, ¿podría decirse que ya hemos abierto?

—Supongo que sí, pero en realidad no. No tardaré en terminar, y en cuanto lo haga me vengo derecha para abajo.

—¿Pero no tenías que explicarme...?

—Ahora mismo vuelvo. Ponte cómoda.

La tía Ruma se desvanece, dejándome sola. Genial.

Me encamino al salón para recoger mis cachivaches tecnológicos y casi me doy de bruces con... Connor Hunt.

Me ruborizo en el acto. Bajo la mirada y me encuentro con los pantalones bombachos de color violeta, las zapatillas gigantes de conejito. ¿Cómo habrá entrado? Por la puerta, claro. Pero no lo he visto entrar. No debería estar aquí. ¿Se pone algo que no sean esos pantalones de explorador, esa cazadora y esas botas de montaña? ¿Tiene un trabajo o se pasa la vida en viejas librerías polvorientas?

—¿Qué hace usted aquí, señor Hunt?

—Investigo.

Vuelve a colocar un libro en el estante catalogado como «Últimos hallazgos». Se titula Ciento una aplicaciones para un viejo tractor agrícola.

—¿Tiene usted un viejo tractor agrícola?

Ojalá pudiera esconderme detrás de una estantería. Espero que no se dé cuenta de que no llevo bragas.

—No exactamente. —Se queda mirando mis pantalones, las zapatillas de conejitos, y sonríe—. Pero el título sonaba... enigmático.

—Absurdo, diría yo. Igual que este. —Saco de la estantería un volumen titulado Visitar Europa con un panda—. ¿Quién demonios recorrería Europa acompañado de un oso?

—¿Alguien con espíritu aventurero? —dice, sonriente. Hoy sus ojos parecen más oscuros, más intensos—. Pero esta familia en concreto cruzó Europa en un coche llamado así.

—Pues el título llama a engaño. —Un libro se desploma en la estantería con un ruido sordo y lo recojo: Atrévete con los plátanos, Ediciones de la Media Luna—. Fíjese en esta foto. Solo de verla, se me quitan las ganas de volver a comer un plátano en la vida. ¿Están cortados a rodajas o glaseados? ¿Y qué son esas cosas rojas? ¿Quién compra esta clase de libros?

Connor observa de cerca la ilustración de la cubierta.

—¿Alguien impulsivo? ¿Que huye de lo vulgar?

Vuelvo a dejar el libro en su sitio.

—Una librería es un negocio. Mi tía debería esforzarse más en sacarle provecho y menos en evitar la vulgaridad.

—¿Pero no es ese el fundamento de la lectura, apartarse de lo vulgar?

Vuelve a mirarme de esa manera, clavando sus ojos en los míos.

—Claro, si te sobra el tiempo...

—¿Lo dice en serio? ¿No le interesan en absoluto los libros de títulos poco comunes? Precisamente estoy investigando sobre ese tema.

—No me cabe duda de que mi tía tiene muchos más libros como el que busca. Ha venido usted muy pronto para... investigar.

Connor mira su reloj, un antiguo cronógrafo plateado con correa de piel.

—¿Acaso es delito presentarse en un comercio a la hora en que abre sus puertas?

—No estoy segura de que la librería esté abierta... oficialmente.

—Me gusta llegar antes que las hordas.

¿Qué hordas?

—Bueno —concluyo con un suspiro—. Voy a buscar a mi tía.

—Espere, no tan deprisa. Qué poco le cuesta dejarme plantado.

Me toca el brazo, y una extraña sacudida eléctrica me recorre todo el cuerpo.

Me aparto bruscamente, sobresaltada.

—Tengo cosas que hacer, y no sé nada de usted.

—Soy médico. Solía vivir en la isla, hace muchos años. He viajado bastante y ahora he vuelto de visita. Estoy pensando en instalarme de nuevo aquí. ¿Qué más quiere saber?

Su mirada recorre mi cuerpo, desde las zapatillas de conejitos hasta el jersey negro de cuello alto, pasando por los pantalones de color violeta, y tengo la sensación de que, como por arte de magia, me ha quitado una a una todas las prendas.

—Así que es usted médico —replico, irritada—. ¿Qué clase de médico?

—Medicina interna. ¿Y usted, a qué se dedica?

Mis dedos vuelven a la vida, poco a poco. Tengo que comprarme unos guantes.

—Soy analista de inversiones.

No alcanzo a descifrar la expresión de sus ojos. ¿Ponderativa, curiosa, crítica?

—No lo hubiese dicho.

—Usted tampoco parece médico.

—No suelo vestir así.

—Ni yo. He tenido un encontronazo con una ola de camino aquí.

—Me alegro de que haya sobrevivido.

Miro fugazmente los calcetines naranja de la tía Ruma, las orejas de conejo.

—No sabía que mi tía tuviera estas zapatillas. Son mejores que los zapatos de tacón, supongo. Más cómodas.

—Por eso me gusta tanto este sitio —comenta Connor—. No se ven zapatos de tacón. Ni un solo par en toda la isla. Creo que la escasez de zapaterías es lo que hace que esto siga siendo tan tranquilo y bucólico. Impide que la gente se venga a vivir aquí. Esa es mi teoría.

—A mi ex marido desde luego lo mantendría lejos.

Connor Hunt arquea una ceja. Esa mirada penetrante de nuevo, una mirada de médico. Me pregunto si sabría tomarme el pulso con solo observarme la carótida.

—¿A su ex le gustan los zapatos?

—Podría decirse que los colecciona. Armani, Rockport, Ferragamo. Es un obseso del calzado.

Me estoy yendo de la lengua.

—Así que vuelve usted a estar soltera, y se ha librado de todos esos zapatos. La invito a tomar café.

—¿Otra vez con esas? Tengo una librería que atender.

—Y no puede salir con nadie porque el desgraciado de su ex le ha arruinado la vida y nunca más podrá enamorarse.

—Debe de ser usted adivino. —Me concentro en el libro de los plátanos—. De todos modos, da igual. De ahora en adelante pienso seguir sola.

—Pero se nota que en el fondo es una optimista.

—Sé que no tiene usted mala intención, doctor Hunt...

—Llámame Connor.

—Verás, Connor, lo he pasado muy mal, y lo que necesito ahora es paz y tranquilidad —concluyo con un hilo de voz.

No quiero salir con nadie. No estoy lista para hacerlo.

—Dudo que vayas a estar muy tranquila en la librería —me advierte.

—Hasta ahora lo he estado.

—Llegaste al anochecer. Seguro que las cosas se calman a esa hora, cuando la gente se va a su casa a cenar.

Contengo la respiración.

—Tony y yo sabremos arreglárnoslas.

—Podrías tomarte un descanso...

—No te rindes nunca, ¿verdad?

Sonríe con gesto burlón.

—No me gusta darme por vencido.

—Ha sido un placer volver a verte —digo en tono neutro—. Pero, sintiéndolo mucho, ahora mismo no puedo salir con nadie. Espero que lo entiendas.

Cruzo la estancia y me dispongo a salir cuando los libros empiezan a caer uno tras otro.

8

El libro de los plátanos se desploma otra vez, desencadenando la caída en cascada de varios volúmenes, como si fueran piezas de un polvoriento dominó. Un libro de tapas duras cae a mis pies. Es un poemario de Emily Dickinson, abierto por una página de lo más inquietante: «Corazón mío, ¡lo olvidaremos! / ¡Tú y yo, esta noche!».

Cierro el libro y lo devuelvo a su sitio con gesto brusco.

—Espero que mi tía tenga un seguro contra terremotos.

Connor se frota la ceja, como si hacerlo lo ayudara a pensar.

—No ha sido un terremoto. El suelo no ha temblado.

—En ese caso, tendrá que asegurar mejor las baldas.

Otro libro cae a la alfombra, esta vez una cuidada edición de poemas de Neruda, abierto por una página de aspecto satinado con letra miniada: «... luchando y esperando, / junto al mar, / esperando...». Me estremezco. Recoloco los libros en la balda y los enderezo.

—Jamás entenderé por qué se empeña en destacar títulos tan tontos. ¿Quién compra estos libros?

—Gente como yo.

—Tú eres raro.

Avanzo a grandes zancadas hacia la puerta, pero se cierra de golpe en mis narices. Doy un paso atrás, tragando en seco.

«Tienes que vivir», susurra una voz a mi espalda. Me vuelvo bruscamente.

—Deja ya de murmurar.

—Yo no he dicho nada.

Connor levanta las manos en el aire.

—¿Quién ha sido, si no?

Un escalofrío me eriza la piel.

«Y vivía esta doncella sin otro pensamiento / que amarme y ser amada por mí.»

—¿Por qué citas a Edgar Allan Poe? —le pregunto. ¿Cómo sé que es una cita de Poe?—. No estoy aquí para amar a nadie.

—Ni yo he dicho que lo estés —replica Connor, arqueando las cejas.

Meneo la cabeza, confusa.

—Es de Allan Poe, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

Me estoy volviendo loca.

—Tengo que salir de aquí.

Connor está a mi lado.

—¿Te encuentras bien?

—Perfectamente. —Tiro del pomo, pero la puerta no se abre—. Estamos encerrados.

—Déjame intentarlo.

Connor gira el pomo y tira de él, en vano.

—Vuelve a intentarlo.

Connor y yo intentamos abrir la puerta por todos los medios, pero es inútil.

—Creo que tendremos que salir por la ventana —apunta.

—Me temo que las ventanas de esta habitación no se abren, están selladas por la pintura.

—En ese caso, nos quedaremos aquí atrapados para siempre.

Connor sonríe con picardía, como si la idea no le desagradara del todo.

—No tiene gracia.

Mira mis pantalones, las zapatillas, la puerta, y rompe a reír.

—Lo siento, pero sí que la tiene. ¿Por qué no lo comentamos mientras nos tomamos un café?

—Ni hablar.

Giro el pomo frenéticamente y tiro de él con todas mis fuerzas, pero la puerta no cede.

«Solo es un café», susurra.

—Vale, de acuerdo —le digo.

—¿De acuerdo, qué?

—Que sí, que me tomaré un café contigo. Pero no es una cita. No estoy para citas.

Connor me mira con la mejor de sus sonrisas.

—Me parece perfecto. ¿Viernes por la noche? ¿A eso de las ocho?

—Sí, sí, lo que sea.

Vuelvo a asir el pomo y, como por arte de magia, la puerta se abre de par en par, liberándonos.

9

Subo las escaleras a toda prisa y me doy de bruces con la tía Ruma, que deja caer una pila de libros. Varios ejemplares ruedan escaleras abajo con gran estrépito.

—¡Bippy, qué pálida estás!

—El viento ha hecho que se atrancara la puerta del salón. He aceptado una cita con ese hombre, Connor Hunt...

—¿Qué hombre, dónde? ¿Qué puerta?

—Ven, te lo enseñaré. —Recojo los libros, guío a mi tía hasta el salón de la planta baja. La puerta está abierta. Connor ha vuelto a desvanecerse.

—¿Había un hombre aquí? —pregunta la tía Ruma—. ¡Estupendo, tienes una cita!

—No es una cita. No quería usar esa palabra. Connor Hunt no paraba de insistir.

—Me suena ese nombre, pero no sé de qué. No te preocupes y pásatelo bien. —Gira el pomo de la puerta—. Ves, esta puerta no se cierra. Ni siquiera tiene cerradura.

—Pero...

—Mira. —Me enseña el pomo, liso y suave, abre y cierra la puerta varias veces.

—Te aseguro que no podía abrirla.

La tía Ruma frunce el entrecejo. Me conduce de vuelta al salón de té.

—Siéntate, respira hondo. Te voy a preparar una taza de té.

Una taza de té, así lo arregla ella todo.

—La próxima vez que venga, le diré que no puedo quedar para tomar café con él —digo, frotándome las sienes—. No sé qué me ha pasado. Ha sido un error. Connor Hunt ha dicho que estaba investigando sobre tractores o plátanos. O quizá canguros. Es médico, por cierto. ¿Cómo puede pasarse la vida en la librería, de dónde saca tiempo? No puedo salir con él.

La tía Ruma se sienta delante de mí, toma mis manos entre las suyas.

—Bippy, estás divorciada, no muerta.

Suspiro.

—A veces me siento como si..., bueno, como si lo estuviera.

—¿Te atrae ese hombre?

—Es un pesado. He coincidido con él dos veces desde que he llegado, y en ambas ocasiones me ha pedido que salga con él.

Sus ojos centellean.

—¿Y por qué no te dejas llevar, por qué no te sueltas la melena, como suele decirse?

Me vuelvo a masajear las sienes. Noto el cansancio en los huesos, y el día no ha hecho más que empezar.

—De acuerdo, me rindo.

—No tenemos mucho tiempo. Ven, te voy a enseñar la tienda.

A continuación, me explica someramente cómo funcionan el sistema informático y la caja registradora. Trato de memorizar las combinaciones de teclas, pero estoy un poco distraída.

—Te quedas aquí esta noche, ¿verdad? —pregunta la tía Ruma—. Pero no te has traído el equipaje.

—No podía arrastrarlo por la playa —me apresuro a excusarme—. Esta mañana me apetecía recrearme en el paisaje. Luego vendrán mis padres con las maletas.

Me siento fatal por mentirle.

—Entiendo. Acha. —Su rostro se relaja—. De lo contrario, sabe Dios qué pasaría.

—Ya, ya..., la casa se pone quisquillosa.

Razón de más para quedarme con mis padres.

Al cabo de media hora, con mi ropa de nuevo, ayudo a la tía Ruma a arrastrar sus dos maletas gigantes escaleras abajo y por la puerta principal. Mi familia ha llegado. Se apean todos del coche, Gita con una trinchera de marca y tacones, mis padres vestidos de un modo más ortodoxo. Papá coge ambas maletas de la tía Ruma y las coloca en el maletero.

Mamá frunce los labios, que es su modo de expresar lo mal que le parece la aventura india de su hermana mayor. ¡Si supiera la verdadera razón del viaje! Qué distintas son. Mamá es metódica y contenida, mientras que la tía es intuitiva e imprevisible. Solo la mirada luminosa y la barbilla redondeada delatan el parentesco que las une. La tía Ruma da el primer paso, rodeando a mamá con los brazos. Esta se deja abrazar, pero enseguida se aparta.

—Pórtate bien —le dice—. Nada de locuras.

—Haré más locuras que nunca —replica mi tía, guiñando un ojo.

—No pierdas de vista el pasaporte, y ten cuidado con los terroristas suicidas —añade mamá. Así que no soy el único blanco de sus advertencias. Las reparte generosamente sin hacer distingos de ningún tipo.

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