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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (3 page)

Sancho no había tenido tanta fortuna aquella mañana, y las tripas vacías le rugían. No había perspectivas de echar nada en ellas hasta después de las clases. Cada día, los huérfanos que trabajaban en el exterior debían estar en el aula de la Hermandad a las cuatro en punto. Tres horas de lecciones hasta las siete, hora en que rezaban el rosario y tomaban la sopa aguada que servía de cena la mayoría de las noches. Después a dormir para poder encontrar un buen puesto en las plazas con las primeras luces del alba.

El lugar era importante. No era lo mismo estar en la modesta plaza de Medina que en la de San Francisco, donde los compradores eran adinerados y menos dispuestos a cargar ellos mismos con las vituallas para ahorrar. Llegar pronto era esencial para encontrar un buen sitio. Otros huérfanos se turnaban para hacerse con las mejores esquinas, pero Sancho, el último en llegar al hospicio, era siempre mirado con recelo por los demás.

Dobló la esportilla con cuidado, evitando que se partiesen las asas. Pertenecía al orfanato, y Sancho era responsable de ella. Un artesano empleaba una semana de trabajo en trenzarla, por lo que eran muy caras. Se la ató a la espalda con un par de cuerdas.

Cuando había comenzado en el oficio, meses atrás, casi no podía cargar con la cesta vacía. En ese tiempo había ensanchado los hombros con el duro trabajo, y ahora apenas notaba el peso del gran capazo de mimbre. A pesar del hambre, sonrió. La llegada de los barcos era un gran acontecimiento que él jamás había presenciado, y el resto de la jornada sería emocionante. Aún disponía de varias horas antes de tener que regresar al orfanato.

Las calles que conducían hacia la catedral estaban completamente taponadas por la marea de gente que se dirigía al puerto. En lugar de unirse a la procesión, Sancho atajó por el dédalo de callejuelas que quedaban al oeste de la plaza de San Francisco. Pocos transitaban por ellas en ese momento, pues los sevillanos intentaban cruzar las murallas por las puertas de Triana, del Arenal y del Carbón. Hacia donde Sancho se dirigía no había salida posible, pero la intención del muchacho era muy distinta a la de la multitud. Apretó el paso, impaciente por llegar.

—¡Mira por dónde vas, maldito seas! —le gritó una vieja que espulgaba una manta sentada sobre una piedra. Sancho estuvo a punto de arrollarla, y al evitarla derribó una cesta que derramó unas cuantas manzanas por el suelo. La vieja comenzó a chillar y le hizo el gesto del mal de ojo, intentando levantarse.

—¡Lo siento! —dijo Sancho, volviendo la cabeza, asustado. Iba a seguir corriendo, pero el aspecto de la frágil mujer despertó su compasión. Se apresuró a colocar las manzanas en la cesta de nuevo. La mirada reprobadora de la vieja se suavizó un tanto cuando Sancho se detuvo a ayudarla.

—Anda con más cuidado, rapaz.

El muchacho sonrió y reemprendió su carrera entre los edificios hasta casi darse de bruces con la muralla, que en aquella zona estaba casi pegada a las casas. Tan cerca se encontraban que Sancho podía trepar hasta lo alto de las defensas. Apoyó una mano en la pared de una casa y la otra en la muralla e hizo fuerza. Enseguida elevó sus pies descalzos, presionando también a cada lado, un poco por debajo de las manos, una y otra vez.

Al cabo de un par de minutos se agarraba al borde de las almenas. Se introdujo en el hueco entre dos de ellas, poniéndose de pie por fin sobre la muralla con un último esfuerzo jadeante.

El espectáculo era magnífico.

Ante él se extendía el Arenal, el más famoso lugar de comercio de la cristiandad. Aquella enorme explanada que se abría entre la muralla oeste de Sevilla y el caudaloso Betis maravillaba a todos los que visitaban la ciudad. El muchacho había caído también bajo su hechizo cuando puso en ella los pies por vez primera, el invierno anterior. Cada día, desde el alba hasta el ocaso, miles de personas bullían por aquel espacio abierto. Literalmente todas las mercancías del globo se daban cita en aquel lugar, en el que se comerciaba con pieles y grano, especias y acero, armas y municiones. En un caos tan sólo inteligible para quienes llevaban años inmersos en él, los bizcocheros y los curtidores se mezclaban con los plateros y los zapateros bajo cientos de toldos azules, blancos y parduzcos. El golpeo de los martillos y el burbujear de las ollas se fundía con el regateo apresurado en catalán, flamenco, árabe e inglés, por citar unos pocos. Que si algo se aprendía pronto en el Arenal era a timar en todas las lenguas posibles.

El Arenal era lo que había convertido Sevilla en la capital del mundo. Su puerto fluvial, al abrigo del ataque de los piratas por hallarse bien tierra adentro, era el paso obligado de todo el comercio con las Indias por expreso deseo de Felipe II. Nunca había menos de doscientas embarcaciones amarradas en sus muelles, y en las próximas semanas llegarían hasta trescientas. Cuando todos los barcos de la flota alcanzasen su destino, formarían un gigantesco bosque de mástiles y velas que taparían literalmente la vista de la orilla contraria, la de Triana.

Sancho aulló con júbilo cuando vio aparecer por el recodo sur del río la
Isabela
, la nave capitana de la flota, a la que le correspondía el honor de arribar a puerto en primer lugar. En ese momento la batería de cañones de la Torre del Oro lanzó una salva atronadora, y luego otra y otra hasta que el barco alcanzó el muelle entre los vítores del público. El humo de los cañones inundó con el olor de la pólvora la muralla en la que Sancho se encontraba, y el muchacho agradeció el picor acre en las fosas nasales; al menos serviría para camuflar el tufo que ascendía de la palpitante masa humana que ya abarrotaba la explanada. Hidalgos y plebeyos pugnaban a codazos por un lugar desde el que observar el desembarco.

A pesar de que ya llevaba más de un año en la ciudad, Sancho no había logrado acostumbrarse a la pestilencia de las calles. Su infancia había transcurrido en una venta solitaria, sin más compañía que la de su madre y la de los viajeros que paraban en ella camino de Écija o Sevilla; arrieros y buhoneros en su mayor parte, pero ocasionalmente gente de calidad. Todos ellos coincidían en una cosa: apestaban. Si cabe el olor de los plebeyos era más llevadero, porque no estaba enterrado bajo los aceites y perfumes que se echaban encima los nobles. Claro que en la venta bastaba con salir al patio para respirar aire fresco. En una ciudad de más de cien mil almas en la que la mejor forma de tratar los desperdicios era arrojarlos por la ventana, no había lugar donde escapar del hedor.

Sancho pasó el resto de la mañana encaramado en las almenas. Cada nuevo fardo desembarcado, cada nuevo cofre que subía a un carro era seguido por una ola que recorría la multitud, arrastrando el nombre del contenido. Especias, palo campeche, coral, barras de plata. El muchacho imaginaba el largo trayecto que había recorrido cada uno de esos barriles y fantaseaba con hacer algún día el camino inverso, siendo partícipe de esas aventuras. Tan inmerso estaba en sus ensoñaciones que cuando oyó las campanadas que anunciaban las tres y media comprendió que estaba en un buen lío.

«Fray Lorenzo me molerá a palos si no estoy en clase a tiempo», pensó mientras se apresuraba a descender de nuevo por el hueco entre muralla y edificios.

En cuanto sus pies tocaron el suelo trotó de vuelta hacia el barrio de La Feria. Pero no había recorrido media docena de calles cuando topó con una muralla de gente. Los curiosos se agolpaban al paso de una comitiva de carretas protegida por guardias armados. Con un escalofrío de emoción, Sancho dedujo que aquellos carros transportaban oro de las Indias, seguramente en dirección a la Casa de la Moneda.

Se escurrió entre las piernas de los espectadores hasta hallarse en primera fila. No podía esperar a que la comitiva pasase por completo, así que calculó el espacio que había entre una carreta y la siguiente y se lanzó a cruzar la calle. Los guardias le gritaron, pero ya era demasiado tarde.

Asustado por la repentina aparición del muchacho, uno de los caballos se encabritó, haciendo tambalearse el carro. Sancho, también asustado, intentó retroceder, cayendo de culo. Uno de los cajones que iban a bordo del carro se desplomó sobre él, y le hubiera aplastado si el muchacho no hubiera rodado justo a tiempo. La tapa del cajón se partió con la caída, y parte del contenido se desparramó sobre los adoquines. La multitud exhaló un grito cuando vio de qué se trataba. Un chorro de relucientes monedas de oro se extendió por el suelo.

Durante un instante, el mundo se detuvo. Sancho fue dolorosamente consciente de todo a su alrededor. El cajón de madera, marcado a fuego con las letras VARGAS entre dos escudos, uno el real y otro que no reconoció. El tintineo de las monedas dejando de rodar. Los rostros ávidos de la gente, dispuesta a arrojarse sobre el dinero.

«Me van a pisotear», pensó cerrando los ojos.

—¡Quietos! —gritó uno de los guardias, desenvainando su espada. El áspero ruido de la hoja saliendo de la vaina rompió el hechizo.

El conductor del carro saltó del pescante y comenzó a recoger las monedas. A su lado, el que había desenvainado la espada estaba plantado con las piernas abiertas. Su rostro de ojos hundidos y su barba recortada con forma puntiaguda retaban desafiantes al gentío.

—¡Ya está! —dijo el que estaba recogiendo las monedas. Con un enorme esfuerzo volvió a subir el pesado cajón al carro ayudado por otros tres hombres—. Podemos irnos.

—Aún no —repuso el de la barba recortada—. He visto que una moneda se hundía ahí —dijo señalando con el dedo al reguero del centro de la calle.

El conductor se quedó mirando el canal que hacía las veces de alcantarilla y desagüe, presente en muchas de las vías de Sevilla. De un palmo de profundidad por uno de anchura, estaba lleno a rebosar de un líquido pestilente, mezcla de heces, meados y desperdicios.

—Pues yo ahí no meto la mano —dijo el conductor.

—¡Metedla vos, soldadito! —gritó alguien entre la multitud.

El guardia de la barba recortada se volvió instantáneamente. Su mirada furiosa recorrió el rostro de los curiosos hasta reparar en uno que apretaba fuerte los labios, aterrorizado. Apartando a los que estaban delante de él, el guardia le golpeó en el estómago con crueldad. El inoportuno se derrumbó, boqueando en busca de aire, y el guardia aprovechó para patearle las costillas varias veces con sus pesadas botas de cuero. Los que les rodeaban se apartaron, espantados de la fría determinación con la que el guardia ejecutaba la paliza.

—Tú —dijo el de la barba recortada, volviendo junto a Sancho—, mete ahí la mano y recoge la moneda.

El muchacho se quedó mirando fijamente al guardia. Algo debió de ver este en sus ojos, ya que la espada pasó de apuntar al cielo a rozar en el pecho de Sancho. El huérfano bajó la cabeza muy despacio, mirando al reguero pestilente.

—Venga ya, no te lo pienses tanto. Al fin y al cabo tú sólo eres escoria —dijo el guardia, que se había fijado en los harapos que vestía Sancho y en sus pies descalzos—. Te sentirás como en casa.

Mucho tiempo después, Sancho reconocería este instante como uno de los momentos decisivos de su vida. Se preguntaría muchas veces si la locura que cometió estuvo movida por las risas nerviosas con que la multitud recibió el comentario del guardia, por el hambre, por la humillación o por una mezcla de todo ello. O quizá por la última mirada con la que se cruzó antes de bajar la cabeza. La de un niño pequeño, que no debía de contar más de cinco o seis años, que le contemplaba fascinado y boquiabierto, sin soltar el brazo de su madre, rascándose una pantorrilla llena de ronchas. De alguna extraña manera, el mocoso puso su propio futuro sobre los hombros de aquel muchacho desconocido obligado a rebuscar entre la mierda.

Pero en ese momento la mente de Sancho estaba ocupada por el asco. Arrugando el ceño, introdujo la mano en el canal. El guardia, satisfecho, apartó la espada de su pecho y la envainó.

—Palpa bien, mocoso, o te haré buscar con la boca. —Tenía un marcado acento extranjero que racaneaba las erres, como un telar que se ha quedado sin hilo.

Por un instante Sancho temió que el oro no apareciese, pero finalmente sus dedos rozaron algo metálico y se cerraron en torno a ello. Y entonces volvió a mirar a la cara al guardia.

El otro fue capaz de leer en Sancho lo que iba a ocurrir un momento antes de que éste actuara y volvió a requerir la espada, pero no sirvió de nada. El muchacho, sujetando con el pulgar la moneda en la palma, usó el resto de los dedos para catapultar un buen montón de mierda, directa a la cara del guardia.

La plasta repugnante y negruzca impactó en el rostro del capitán, que quedó paralizado durante un instante mientras la porquería resbalaba por su cuello y le empapaba el jubón.

Sancho no se paró a apreciarlo. Antes de que el guardia fuera capaz de reponerse saltó por encima del bocazas al que el guardia había golpeado, que aún se retorcía en el suelo. Aprovechando el hueco que su cuerpo había formado entre los curiosos, el muchacho echó a correr por el callejón con la moneda de oro firmemente apretada contra el pecho.

II

V
en aquí, bastardo!

Sobrecogido de miedo, Sancho dio un salto por encima de un montón de basura y cambió de dirección, enfilando una calle estrecha. No comprendía cómo su perseguidor podía correr tanto, cargado como estaba con sus armas y la pesada vestimenta de cuero grueso propia de soldados y matones. Volvió a cambiar de dirección en la siguiente esquina, esperando despistarle, pero cada vez lo tenía más cerca.

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