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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (31 page)

BOOK: La krakatita
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Carraspeó ante la caseta del jefe y de vez en cuando decía unas palabras a media voz para atraer su atención. Por fin, Prokop salió con los labios apretados y una mirada extraña en los ojos. Krafft lo guió por la nueva fortaleza, le mostró todo, le demostró incluso lo lejos que lanzaba las piedras a los enemigos, aunque al hacerlo por poco cayó volando al agua. Prokop no dijo nada, pero le pasó el brazo por los hombros y lo besó en la mejilla; y el doctor Krafft, todo rojo de alegría, habría hecho de buena gana diez veces más de lo que había hecho hasta ese momento.

Se sentaron en un banco junto al agua, en el que solía tomar el sol la princesa trigueña. Al oeste se habían levantado las nubes y asomaba un firmamento infinitamente lejano, de un dorado algo enfermizo; el estanque entero se encendió, resplandeció, se enterneció con un brillo pálido y conmovedor. El doctor Krafft empezó a desarrollar una flamante teoría sobre la guerra eterna, la prevalencia de la fuerza, la salvación del mundo a través del heroísmo; estaba en total discordancia con la torturante melancolía de aquel atardecer otoñal, pero por suerte el doctor Krafft era corto de vista y, aparte de eso, idealista, y como consecuencia de ello sencillamente ajeno a las circunstancias que lo rodeaban. Independientemente de la belleza cósmica de aquel instante, ambos sentían frío y hambre.

Pero allí, en tierra firme, con pasitos cortos y apresurados, se aproximaba el señor Paul con una cesta al brazo, oteaba a derecha e izquierda y de vez en cuando gritaba con su vocecilla de anciano: «¡Cucú! ¡Cucú!». Prokop se acercó a él en su acorazado; quería saber por todos los medios quién lo había enviado con la cesta.

—Nadie, señor —aseguró el anciano—; pero mi hija, Alžbeta, es el ama de llaves. —Por poco se pone a contar la vida y milagros de su hija Alžbeta, pero Prokop le acarició el pelo canoso y le dio el recado, para alguien innominado, de que no le faltaban ni salud ni fuerzas.

Aquel día el doctor Krafft bebió prácticamente solo, parloteó, filosofó y de nuevo mandó al diablo toda la Filosofía: los actos, decía, los actos lo son todo. Prokop temblaba en el banco de la princesa y miraba continuamente una estrella (dios sabe por qué eligió precisamente aquélla), la anaranjada Betelgeuse, en la constelación de Orión. No era cierto que no le faltara salud: sentía unos pinchazos extraños en los mismos lugares en los que se oían ruidos y rumores antaño en Týnice, le daba vueltas la cabeza y tiritaba derrotado por la fiebre. Cuando después intentó decir algo, se le trabó la lengua y tartamudeó de tal modo que al doctor Krafft se le pasó la borrachera y se inquietó sobremanera. Rápidamente acostó a Prokop en el sillón de la caseta, lo tapó con todo lo posible, incluso con el albornoz plisado de la princesa, y le puso en la frente una servilleta humedecida que cambiaba periódicamente. Prokop aseguraba que era un catarro; hacia medianoche concilio el sueño y empezó a farfullar, perseguido por sueños aterradores.

XLI

A la mañana siguiente Krafft se despertó con el «cucú» de Paul; estuvo a punto de pegar un brinco, pero estaba completamente agarrotado, porque había pasado toda la noche helado y había dormido retorcido como un perro. Cuando finalmente consiguió reunir fuerzas, vio que Prokop había desaparecido y que una barquichuela de su flotilla se mecía junto a la orilla. Sintió una gran preocupación por su líder; habría partido en su busca, pero temía abandonar la fortaleza que tan perfectamente había construido. Así que mejoró en ella lo que aún era posible y oteó con sus ojos miopes en busca de Prokop.

Mientras tanto Prokop, que se había despertado como roto y con un regusto fangoso en la boca, friolero y algo aturdido, estaba ya desde hacía rato en el parque, en lo alto de la copa de un viejo roble desde donde se podía ver el frontal de palacio. La cabeza le daba vueltas, estaba firmemente agarrado a una rama, no podía mirar directamente hacia abajo porque se habría desplomado por el vértigo.

Parecía que aquella parte del parque ya se consideraba segura. Incluso los familiares de más edad se atrevían a salir al menos a la escalinata de palacio: los caballeros se paseaban en grupos de dos o tres. Una cabalgata de caballeros trotaba por el camino principal. Por su parte, en la entrada revoloteaba el anciano guarda. Después de las diez salió la mismísima princesa acompañada del heredero al trono y se dirigió hacia el pabellón japonés. A Prokop le dio un vuelco el corazón, le pareció que iba a caer de cabeza; crispado, se abrazó a una rama y empezó a temblar como una hoja. Nadie los seguía; muy al contrario, todos desalojaron el parque inmediatamente y se mantuvieron en la zona que estaba delante de palacio. Seguramente se trataba de algo así como la conversación definitiva. Prokop se mordió los labios para no dar un grito. La conversación duró largo rato, no sabía si una o cinco horas. Y entonces salió corriendo de allí el heredero, solo, rojo y con los puños apretados. Los notables que se encontraban frente a palacio se dispersaron y empezaron a retroceder como si le hicieran sitio. El heredero, sin mirar a izquierda ni a derecha, corrió escaleras arriba; allí le salió al paso
oncle
Rohn, sin sombrero, y hablaron durante un instante.
Le bon prince
se pasó la mano por la frente y ambos se alejaron. La nobleza frente a palacio se fue reagrupando, juntando las cabezas entre sí y marchándose a hurtadillas en grupos. Por delante del castillo pasaron cinco automóviles.

Prokop, agarrándose a una rama, descendió de la corona del roble y cayó pesadamente sobre el suelo. Intentó correr raudo hacia el pabellón japonés, pero le resultaba incluso cómico el hecho de no poder controlar las piernas. Avanzaba dando traspiés, como si caminara a través de una masa nebulosa, incapaz de encontrar aquel pabellón; los objetos se mezclaban y confundían ante sus ojos. Finalmente lo encontró: allí estaba la princesa, sentada, susurrando algo para sí misma con labios severos y agitando en el aire una varilla. Hizo acopio de todas sus fuerzas para llegar hasta ella entero. Ella se levantó y marchó a su encuentro:

—Te estaba esperando.

Prokop se acercó y por poco chocó contra ella, dado que la veía como si estuviera a una gran distancia. Le puso una mano sobre el hombro, erguido de un modo extraño y algo tambaleante, y empezó a mover los labios: creía que estaba hablando. Ella también empezó a hablar, pero no la entendía. Todo se desarrollaba como bajo el agua. Entonces se oyeron las sirenas y las bocinas de los coches que partían.

La princesa se estremeció como si se le hubieran doblado las rodillas. Prokop veía un rostro pálido y borroso en el que flotaban dos orificios oscuros.

—Es el fin —escuchó Prokop con total claridad cerca de él—, es el final. Amor mío, amor mío, ¡lo he echado de aquí!

Si hubiera estado en plena posesión de sus sentidos, habría visto que la princesa era como una talla de marfil, rígida y hermosa como una mártir en el momento álgido de su sacrificio. Prokop parpadeó sobreponiéndose al temblor sincopal de sus propias pestañas y le pareció que el suelo bajo sus pies se elevaba para darse la vuelta. La princesa se sujetó la frente con las manos y empezó a bambolearse. Quería caer rendida en sus brazos para que la sostuviera, para que la sujetara, agotada como estaba por una heroicidad excesiva, pero él se le adelantó y cayó sin emitir ningún sonido junto a los pies de la princesa; se desplomó, informe, como si fuera sólo un montón de trapos y cuerdas.

No perdió el sentido; sus ojos deambulaban sin comprender en modo alguno dónde estaba y qué estaba ocurriendo. Le pareció que alguien lo incorporaba en medio de alaridos de terror; quiso contribuir en algo, pero le resultó imposible.

—Es sólo… la entropía —dijo; le parecía que con esa frase expresaba perfectamente la naturaleza de la situación, y la repitió varias veces. Después algo se desparramó en el interior de su cabeza con un zumbido como el de un azud. Su cabeza se escurrió pesada de entre los dedos temblorosos de la princesa y se golpeó contra el suelo. La princesa se levantó de un salto, como loca, y corrió por ayuda.

Se daba cuenta vagamente de lo que estaba ocurriendo: sintió que tres personas lo levantaban y lo remolcaban despacio, como si fuera de plomo; escuchó sus pesados pasos arrastrándose y su respiración agitada; y le extrañó que no pudieran llevárselo tal cual, en las manos, como un muñeco de trapo. Durante todo ese tiempo alguien le cogía la mano; se giró y reconoció a la princesa.

—Es usted muy bueno, Paul —le dijo a la princesa agradecido. Después se produjo un tumulto confuso, jadeante: lo subían por las escaleras, pero a Prokop le parecía que caían con él girando en espiral por un abismo—. No se agolpen de esta forma —murmuró justo antes de que la cabeza empezara a darle vueltas de tal modo que dejó de percibir lo que ocurría a su alrededor.

Cuando abrió los ojos, vio que estaba de nuevo tumbado en la habitación para caballeros y que Paul lo desvestía con manos temblorosas. Junto al cabecero de la cama estaba la princesa, con los ojos abiertos de par en par, como dos ruedas. Prokop estaba totalmente confuso.

—Me he caído del caballo, ¿verdad? —balbució con dificultad— Usted… usted estaba… usted estaba presente, ¿verdad? Bum, ex-explosión. Litrogli… nitrogri… micro… Ce hache dos o ene o dos. Frac-tura múl-ti-ple. De tomo y lomo, como un caballo. —Calló cuando sintió en la frente una mano delgada y fría. Después vio a aquel doctor carnicero y clavó las uñas en los dedos gélidos de un desconocido—. No quiero —gimió, temiendo que le empezara a doler; pero el carnicero tan sólo colocó la cabeza en su pecho, asfixiándolo, asfixiándolo como si pesara un quintal. En medio de la angustia avistó por encima de él dos ojos oscuros y acongojados que lo fascinaron.

El carnicero se incorporó y le dijo a alguien que se encontraba detrás:

—Neumonía y gripe. Llévense a Su Alteza, es contagiosa. —Alguien respondió como debajo del agua, y el doctor contestó—: Si llega a producirse la supuración pleuropulmonar, entonces… entonces… —Prokop comprendió que estaba perdido y que iba a morir; pero le era totalmente indiferente: nunca se había imaginado que fuera tan sencillo—. Cuarenta con siete —dijo el doctor.

Prokop tenía un único deseo: que lo dejaran dormir hasta que muriera. Pero en vez de eso lo envolvieron en algo frío, ¡oh, oh! Al final empezaron a susurrar. Prokop cerró los ojos y no quiso saber nada más.

Cuando se despertó había ante él dos hombres ancianos vestidos de negro. Se sentía increíblemente ligero.

—Buenos días —dijo mientras intentaba levantarse.

—No debe usted moverse —dijo uno de los caballeros mientras lo empujaba suavemente contra las almohadas. Prokop, obediente, se quedó tumbado.

—Pero ya estoy mejor, ¿verdad? —preguntó contento.

—Está claro —murmuró el otro señor con escepticismo—, pero tiene que estarse quieto. Tranquilo, ¿entiende?

—¿Dónde está Holz? —se le ocurrió a Prokop de repente.

—Aquí —llegó una voz desde un rincón, y a los pies de la cama apareció el señor Holz con un horrible rasguño y un hematoma en la cara, pero por lo demás seco y enjuto como siempre. Y tras él, por dios, estaba Krafft, Krafft, al que había olvidado en la piscina; tenía los ojos hinchados y rojos, como si hubiera estado llorando tres días. ¿Qué le habría pasado? Prokop le sonrió para confortarlo. El señor Paul caminó de puntillas hasta la cama sosteniendo una servilleta sobre los labios. Prokop estaba contento de que todos se encontraran allí; sus ojos revolotearon por la habitación, y tras la espalda de los dos hombres de negro encontraron a la princesa. Estaba pálida como la muerte y miraba a Prokop con ojos penetrantes y sombríos que lo aterraron de un modo incomprensible.

—Ya no me pasa nada —susurró Prokop como si se disculpara.

La princesa preguntó con la mirada a uno de los hombres, que, resignado, asintió. Se acercó entonces a la cama.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó en voz baja—. Amor mío, amor mío, ¿de verdad te encuentras mejor?

—Sí —dijo con cierta inseguridad, algo angustiado por la conducta sobrecogida de todo el mundo—. Casi totalmente bien, sólo… sólo… —La mirada fija de la princesa lo llenó de confusión y casi de desazón; le sobrevino cierto malestar y opresión.

—¿Quieres algo? —preguntó la princesa inclinándose sobre él.

Prokop sintió un terror desenfrenado en su mirada.

—Dormir —susurró para evitar esa mirada.

Ella miró inquisitiva a los dos hombres. Uno de ellos asintió levemente y la observó con una gravedad tan… tan extraña. Comprendió y su lividez se hizo aún mayor.

—Entonces duerme —consiguió decir la princesa con un nudo en la garganta, y se giró hacia la pared. Prokop echó un vistazo a su alrededor con extrañeza. El señor Paul tenía la servilleta metida en la boca, Holz estaba tieso como un soldado y parpadeaba, y Krafft simplemente lloraba, apoyando la frente en el armario y moqueando como un niño con un berrinche.

—¡Pero qué…! —exclamó Prokop, e intentó incorporarse; sin embargo, uno de los hombres le puso en la frente una mano tan blanda y bondadosa, tan reconfortante e incluso sagrada al tacto, que en seguida se tranquilizó y suspiró beatíficamente. Se durmió de forma casi inmediata.

Se despertó con un fino hilillo de semiconsciencia. Lucía sólo la lámpara que había sobre la mesilla de noche, y al lado de la cama estaba sentada la princesa, con un vestido negro, que lo observaba con ojos brillantes, maléficos. Prokop cerró rápidamente los párpados para no verlos, tal era la angustia que le provocaban.

—Querido, ¿cómo te encuentras?

—¿Qué hora es? —preguntó somnoliento.

—Las dos.

—¿Del mediodía?

—De la noche.

—Ya —se sorprendió sin saber bien por qué, y continuó urdiendo el quebradizo hilo del sueño. De vez en cuando entreabría el ojo en una rendija y echaba un vistazo a la princesa para dormirse de nuevo. ¿Por qué no dejaba de mirarlo de ese modo? En una ocasión ella le humedeció los labios con una cucharada de vino; Prokop se lo tragó y farfulló algo. Finalmente cayó en un sueño embotado e inconsciente.

Volvió en sí cuando uno de los hombres de negro pegó la oreja a su pecho para escuchar cuidadosamente. Otros cinco estaban de pie a su alrededor.

—Increíble —murmuró el hombre de negro—. Tiene un corazón de hierro.

—¿Voy a morirme? —preguntó Prokop a bocajarro. El hombre de negro por poco pegó un respingo por la sorpresa.

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