No sé durante cuánto tiempo lo utilizó (o, mejor dicho, durante cuánto tiempo la utilizó el gesto a ella) pero es seguro que hasta el día en que se dio cuenta de que su hermana menor levantaba el brazo en el aire al despedirse de una amiguita. Cuando vio ese gesto realizado por su hermana, que desde la más tierna infancia la admiraba y la imitaba en todo, sintió una especie de indisposición: un gesto adulto no era apropiado para una niña de once años. Pero sobre todo pensó que aquel gesto estaba a disposición de todos y que, por lo tanto, no le pertenecía: en realidad cuando levantaba el brazo cometía un robo o una falsificación. Desde entonces empezó a dejar de hacer aquel gesto (no es fácil desacostumbrarse de un gesto que se ha acostumbrado a nosotros) y a desconfiar de todos los gestos. Trataba de limitarlos al mínimo imprescindible (decir con la cabeza «sí» o «no», señalar un objeto que su acompañante no ve), a aquellos que no fingen ser una manifestación original suya. Y así fue como el gesto que le había encantado en la secretaria del padre (y que me había encantado a mí al ver a la señora del bañador despedirse del instructor) se durmió por completo en ella.
Hasta que una vez despertó. Fue cuando se quedó, antes de la muerte de la madre, dos semanas en la casa con el padre enfermo. Cuando se despidió de él el último día, sabía que no se verían durante mucho tiempo. La madre no estaba en casa y el padre quería acompañarla hasta el coche, que estaba en la calle. Le prohibió salir más allá de la puerta de la casa y fue sola hacia la puerta del jardín por la arena dorada entre las flores. Se le hacía un nudo en la garganta y tenía un enorme deseo de decirle al padre algo hermoso que no pudiera expresarse con palabras y así, de pronto, ni siquiera supo cómo ocurrió, volvió la cabeza y con una sonrisa levantó el brazo, suave, acompasadamente, como si le dijera que le quedaba aún una larga vida y que aún se verían muchas veces. Un segundo después se acordó de la señora de cuarenta años que hacía veinticinco se había despedido del padre desde el mismo sitio del mismo modo. Se quedó excitada y confusa. Era como si de pronto, en un único instante, se hubieran encontrado dos tiempos distintos y alejados y, en un solo gesto, dos mujeres. Le vino a la cabeza la idea de que aquellas dos mujeres habían sido posiblemente las únicas a las que él había amado.
Tras la cena, en el salón donde todos se habían instalado en los sillones, con una copa de coñac o un pocillo de café a medio beber, el primer invitado se levantó valientemente y le hizo una reverencia y una sonrisa a la dueña de casa. Los demás decidieron entender aquello como una orden y junto con Paul y Agnes saltaron de sus sillones y corrieron a sus coches. Paul conducía y Agnes observaba el interminable movimiento de los coches, el centelleo de las luces, la inutilidad de la constante agitación de la noche de la ciudad que no conoce el descanso. Y volvió a tener esa curiosa y fuerte sensación que se apoderaba de ella cada vez con mayor frecuencia: no tiene nada en común con esos seres de dos piernas, con una cabeza sobre el cuello y una boca en la cara. Hacía tiempo se había interesado por su política, por su ciencia, por sus descubrimientos, se consideraba una pequeña parte de su gran aventura, hasta que un buen día nació en ella la sensación de que no formaba parte de ellos. Era una sensación extraña, trataba de evitarla, sabía que era absurda y amoral, hasta que al final se dijo que no podía dar órdenes a sus sentimientos: es incapaz de sufrir pensando en sus guerras y de disfrutar de sus fiestas, porque tiene conciencia de que eso no es cosa suya.
¿Quiere decir eso que tiene un corazón de piedra? No, eso no tiene nada que ver con el corazón. Además quizá nadie les dé a los mendigos tanto dinero como ella. No es capaz de pasar a su lado sin fijarse en ellos y ellos, como si lo supiesen, se dirigen a ella, reconociéndola al instante y desde lejos entre otros cien caminantes como aquella que los ve y los oye. Sí, es verdad, sólo que debo añadir lo siguiente: incluso sus limosnas a los mendigos tienen un fondo
negativo
: no les da limosnas porque los mendigos forman parte de la humanidad, sino precisamente porque no forman parte de ella, porque están fuera de ella y probablemente son tan insolidarios con la humanidad como la propia Agnes.
Insolidaridad con la humanidad: ésta es su postura. Sólo hay una cosa que podría distraerla de ella: un amor concreto por una persona concreta. Si amase realmente a alguien, el destino del resto de la gente no podría serle indiferente, porque su amado dependería de ese destino, sería parte de él, y ella entonces no podría tener la sensación de que aquello que hace padecer a la gente, sus guerras y sus vacaciones, no son cosa suya.
Le dio miedo esa última idea. ¿Acaso es verdad que no quiere a nadie? ¿Y Paul?
Recordó cuando, hacía unas horas, antes de que salieran a cenar, se había acercado a ella y la había abrazado. Sí, algo le pasa: últimamente la persigue la idea de que detrás de su amor por Paul no hay más que pura voluntad: pura voluntad de quererlo; pura voluntad de tener un matrimonio feliz. Si por un momento disminuyera esa voluntad, el amor huiría como un pájaro al que le han abierto la jaula.
Es la una de la madrugada, Agnes y Paul se desnudan. Si tuvieran que decir cómo se desnuda el otro, cómo se mueve al hacerlo, se quedarían perplejos. Hace ya tiempo que no se miran. El aparato de la memoria está desconectado y no registra nada de los momentos nocturnos compartidos que preceden al de acostarse en la cama matrimonial.
La cama matrimonial: el altar del matrimonio; y quien dice altar dice con ello: sacrificio. Aquí se sacrifica uno por el otro: a los dos les cuesta dormirse y la respiración del otro los despierta; por eso se desplazan hacia el borde de la cama, dejando en medio un amplio espacio libre; fingen dormir porque creen facilitar así el sueño de su compañero, quién podrá dar vueltas a un lado y a otro sin temor a molestar. Desgraciadamente el compañero no lo aprovecha porque él también (y por el mismo motivo) fingirá dormir y temerá moverse.
No poder dormir y no poder moverse: cama de matrimonio.
Agnes yace de espaldas y por su cabeza pasan imágenes: ha ido otra vez a visitarlos aquel extraño hombre amable que lo sabe todo sobre ellos y no tiene idea de lo que es la Torre Eiffel. Daría cualquier cosa por poder hablar con él a solas, pero él ha elegido a propósito los momentos en que los dos están en casa. Agnes piensa infructuosamente con qué argucia podría conseguir que Paul saliera de casa. Los tres están sentados en sillones junto a una mesa baja y tres tazas de café, y Paul se esfuerza por entretener al invitado. Agnes sólo espera que el invitado empiece a hablar del motivo de su visita. Y es que ella lo sabe. Pero sólo ella, Paul no. Finalmente el invitado interrumpe la charla de Paul y comienza a hablar: «Supongo que intuyen de dónde vengo».
«Sí», dice Agnes. Sabe que el invitado viene de un planeta muy lejano que tiene en el universo una función muy importante. Y enseguida añade con voz tímida: «¿Es mejor allá?».
El invitado apenas se encoge de hombros: «Agnes, sabe usted muy bien dónde vive».
Agnes dice: «Puede que la muerte sea necesaria. ¿Pero no se podía haber inventado de otra manera? ¿Acaso es necesario dejar tras de sí un cuerpo que hay que meter bajo tierra o arrojar al fuego? ¡Todo esto es un horror!».
«En todas partes se sabe que la Tierra es un horror», dice el invitado.
«Y hay algo más», dice Agnes. «A usted esta pregunta le parecerá tonta. ¿Los que viven allá, en su planeta, tienen rostro?»
«No tienen. El rostro sólo existe aquí, en la Tierra.»
«¿Y entonces cómo se diferencian los que viven allá?»
«Allá todos son su propia obra. Allá, por así decirlo, cada uno se inventa a sí mismo. Pero es difícil hablar de esto. Esto no puede entenderlo. Lo entenderá algún día. Porque he venido a decirle que en su próxima vida ya no volverá a la Tierra.»
Agnes naturalmente ya sabía de antemano lo que el invitado iba a decirles, y por eso no podía estar sorprendida. En cambio Paul estaba asombrado. Miraba al invitado, miraba a Agnes y ésta no tuvo más remedio que decir: «¿Y Paul?».
«Paul tampoco se quedará aquí», dijo el invitado. «He venido a comunicárselo. Siempre se lo comunicamos a las personas a quienes hemos elegido. Sólo quería preguntarles: en la próxima vida ¿quieren estar juntos o prefieren no volver a encontrarse?»
Agnes sabía que esa pregunta iba a llegar. Ese era el motivo por el cual quería estar con el invitado a solas. Sabía que en presencia de Paul no sería capaz de decir: «Ya no quiero estar con él». No puede decirlo delante de él y él no puede decirlo delante de ella, aunque es probable que también diera prioridad a intentar su próxima vida de otro modo y sin Agnes. Sólo que decir en voz alta en presencia del otro: «Ya no queremos estar juntos en la próxima vida, ya no queremos encontrarnos», es lo mismo que si dijeran: «Entre nosotros no existe ni ha existido amor». Y eso precisamente no puede ser dicho en voz alta, porque toda su vida en común (veinte años ya de vida en común) está basada en la ilusión del amor, en una ilusión que ambos cuidadosamente alimentan y vigilan. Y por eso cada vez que se imagina esta escena y llega hasta la pregunta del invitado, sabe que capitulará y dirá contra su voluntad, contra su deseo:
«Sí. Por supuesto. Quiero que en la próxima vida estemos juntos».
Pero hoy es la primera vez que se siente segura de que en presencia de Paul encontrará el valor de decir lo que quiere, lo que de verdad en lo más profundo de su alma quiere; está segura de que tendrá el valor, aun al precio de que todo lo que había entre ellos se hunda. Oye a su lado una respiración profunda. Paul ya se ha dormido del todo. Como si hubiera puesto en el proyector el mismo rollo de película, proyecta de nuevo ante sus ojos toda la escena: habla con el visitante, Paul la mira con asombro y el visitante dice: «En la próxima vida ¿quieren estar juntos o prefieren no volver a encontrarse?».
(Es curioso: por mucha información que tenga sobre ellos, la psicología terrestre le es incomprensible, el concepto de amor desconocido, de modo que no intuye en qué difícil situación les coloca con semejante pregunta sincera, práctica y bien intencionada.)
Agnes hace acopio de toda su fuerza interior y responde con voz firme: «Preferimos no volver a encontrarnos».
Estas palabras son como un portazo a la ilusión del amor.
La inmortalidad
13 de setiembre de 1811. Hace ya tres semanas que la joven recién casada, Bettina, de soltera Brentano, está alojada con su marido, el poeta Von Arnim, en casa del matrimonio Goethe en Weimar. Bettina tiene veintiséis años, Arnim treinta, Christiane, la mujer de Goethe, cuarenta y nueve; Goethe sesenta y dos y no tiene un solo diente. Arnim ama a su joven esposa, Christiane ama a su anciano marido y Bettina ni siquiera después de la boda deja de flirtear con Goethe. Aquella tarde Goethe se queda en casa y Christiane acompaña al joven matrimonio a una exposición (la organiza un amigo de la familia, el consejero de la corte Mayer) en la que hay cuadros sobre los cuales Goethe se ha expresado elogiosamente. La señora Christiane no entiende los cuadros pero recuerda lo que sobre ellos dijo Goethe, de modo que ahora puede cómodamente hacer pasar las opiniones de él por suyas propias. Arnim oye la fuerte voz de Christiane y ve las gafas en la nariz de Bettina. Las gafas suben y bajan siempre que Bettina (como los conejos) encoge la nariz. Y Arnim sabe perfectamente lo que eso significa: Bettina está fuera de sí de rabia. Como si intuyera la tormenta que está en el aire, se aleja disimuladamente hacia la sala contigua.
En cuanto sale, Bettina interrumpe a Christiane: ¡no, no está de acuerdo con ella! ¡Esos cuadros son totalmente imposibles!
Christiane también está enfadada y tiene dos motivos: por una parte, esa joven patricia, a pesar de estar casada y embarazada, no se avergüenza de coquetear con su marido, y por otra parte se opone a sus opiniones. ¿Qué quiere? ¿Ser la primera entre quienes se proclaman fieles a Goethe y al mismo tiempo la primera entre quienes se rebelan contra él? A Christiane la saca de quicio cada uno de esos dos motivos por separado y también el que cada uno de ellos excluya lógicamente al otro. Por eso afirma en voz muy alta que es imposible afirmar que unos cuadros tan estupendos son imposibles.
A lo cual Bettina responde: «¡No sólo es posible afirmar que son imposibles, sino que hay que decir que dan risa!». Sí, dan risa y apoya su afirmación con más y más argumentos.
Chistiane presta atención y comprueba que no entiende en absoluto lo que le dice aquella joven. Cuanto más se enfada Bettina, más emplea palabras que ha aprendido de la gente de su generación que pasó por las aulas de la universidad, y Christiane sabe que las emplea precisamente porque ella no las entiende. Mira su nariz en la que las gafas suben y bajan y le parece que aquel idioma incomprensible y aquellas gafas tienen algo en común. ¡En realidad, es curioso que Bettina lleve gafas! ¡Todos saben que Goethe está en contra de que se lleven gafas en público y lo considera una muestra de mal gusto y una excentricidad! Si Bettina a pesar de eso las lleva en Weimar es porque quiere poner descarada y provocativamente de manifiesto que pertenece a la joven generación, precisamente a la que se caracteriza por el romanticismo y las gafas. Y nosotros sabemos lo que quiere decir una persona cuando manifiesta expresamente y con orgullo que pertenece a la joven generación: quiere decir que vivirá cuando los demás (en el caso de Bettina, Christiane y Goethe) lleven ya mucho tiempo yaciendo ridículamente bajo el musgo.
Bettina habla, está cada vez más excitada y de pronto la mano de Christiane sale volando en dirección a su rostro. En el último instante se da cuenta de que no es conveniente darle una bofetada a una invitada. Se detiene, de modo que su mano apenas se desliza por la frente de Bettina. Las gafas caen al suelo y se hacen añicos. La gente da vueltas a su alrededor, perpleja; de la habitación contigua llega corriendo el pobre Arnim y, como no se le ocurre nada más astuto, se agacha y recoge los trozos de cristal, como si quisiera pegarlos.
Todos esperan en tensión durante horas el veredicto de Goethe. ¿De qué parte se pondrá cuando se entere de todo?
Goethe defiende a Christiane y prohíbe para siempre a la pareja volver a entrar en su casa.