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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (35 page)

Debo reconocer, Dora, que la perspectiva me encantó. Una clase entera de niños y niñas juntos... Me pareció tan natural y tan moderno que encajaba perfectamente con mis gustos. Bromeé con el pequeño Robert:

—¿Vendrás a verme para que te dé lecciones por la tarde, entonces? ¿Querrás, Robert, quizá? No enseño francés en cla­se porque no lo hablo, ¿sabes? Pero ahora puedes ocupar mi lu­gar y enseñárselo a los demás niños... y yo podré anunciar que ofrezco clases de francés. ¡Me haré rica!

—Antes de entusiasmarse demasiado —intervino la señora Burge-Jones—, me gustaría que tuviera presente que, aun si las madres de sus pupilas actuales acceden a tal arreglo, sigue co­rriendo el riesgo de que la comunidad, en general, la considere involucrada en un proyecto escandaloso. Debe meditar con de­tenimiento cuál sería su posición en semejante situación. Po­dría suceder incluso, y me pongo en el peor caso posible, que su casera se negara a tener tal escuela en sus salones. De suceder tal cosa, con gusto le ofreceré trasladar el aula a mi casa.

—¡Oh, sí, sí! ¡Eso sería maravilloso! —prorrumpió Emily.

—Vamos, hija, no nos corresponde a nosotras decidirlo —di­jo la madre—. Tenemos que ver cómo resultan las cosas.

Yo me sentía cada vez más inclinada a seguir mi primer im­pulso, actuar con valentía y arriesgarme al escándalo.

—No podría provocar más escándalo que con lo que me dis­pongo a hacer dentro de muy poco —murmuré, tratando de ima­ginar mi llegada al tribunal.

Ya no faltaba mucho para las cinco, pero estábamos camino de Cambridge y el tren avanzaba velozmente por la verde cam­piña. Consulté la hora por enésima vez.

—Quizá no sea demasiado tarde —añadí. —Depende de las exposiciones finales de los letrados —di­jo la señora Burge-Jones—. Si, como imagino, el señor Haversham alarga su parlamento hasta la hora límite señalada, el ju­rado no se retirará a deliberar hasta esa hora. Ya queda muy poco para las cinco y no podemos hacer otra cosa que tener pa­ciencia; tan pronto nos apeemos en Cambridge, tomaremos un coche de punto que la lleve al juzgado.

El tren entraba ya en la población. Borré de mis pensa­mientos la excitante perspectiva de convertirme en el nuevo escándalo de la ciudad por introducir un inaudito y moderno método educativo y me concentré en preparar lo que diría cuando me presentara en el tribunal y lo que haría para con­vencer al juez de que me escuchara, aunque no llegase en el plazo señalado e incluso si Arthur ya había sido condenado o, por lo mismo, incluso si lo habían colgado.

Abrí la valija y saqué el fajo de papeles que contenían la prueba inculpatoria que había conseguido reunir.

—Bien —dijo la señora Burge-Jones—, yo me ocuparé de llevar a casa su equipaje y... Tenga, puede quedarse este bolso de piel para los papeles... —Sacó sus cosas del bolso y las guar­dó en la cesta del picnic con unos gestos que, a pesar de su rapi­dez, nunca dejaban de ser encantadoramente precisos y señoria­les—. Y ahora, querida mía, deje que le eche un vistazo. Aquí, tal vez con un peine... No, no, déjeme hacerlo a mí, puesto que no tiene espejo...

Me quitó el sombrero, retirando con cuidado los alfileres que lo sostenían en su sitio, y me peinó con cuidado. Cuando terminó, después de volver a colocar un par de alfileres, retro­cedió un paso y me contempló con ojo crítico.

—Tome, querida, póngase el mío...

Y, antes de que pudiera decir palabra, se había despojado de su tocado y me lo colocaba delicadamente en la cabeza.

Era un sombrerillo de terciopelo negro realmente encanta­dor, de esos que son muy caros y muy sencillos y que sólo lle­van las damas que pueden permitirse tener muchos. Miré a la madre de Emily y comenté que, en realidad, era demasiado ele­gante para el vestido.

—En absoluto —dijo ella—. Todo lo contrario. Tiene usted una figura encantadora y su manera de andar, junto con el sombrero, dan prestancia a la sencillez del vestido. No puedo ayudarla mucho en este momento difícil y crucial, pero hay al­go que sí puedo hacer: asegurarme de que su apariencia contri­buye a impresionar favorablemente al juez. Bien, ya estamos en la estación. La ayudaré a encontrar un carruaje.

Nos apeamos rápidamente y, aunque todos los viajeros buscaban coche, el gesto simple y distinguido de la señora Burge-Jones fue el primero en ser atendido. El cochero, que lucía sombrero de copa, se detuvo delante de ella con visible respeto, se descubrió y abrió la puerta del cabriolé. La madre de Emily me instó a subir y entregó al hombre un billete y la dirección del juzgado.

—Gracias, muchísimas gracias —le dije al tiempo que el cochero azuzaba los caballos.

—Le deseo valor —respondió ella.

—Madre, por favor, ¿no podemos ir nosotras, también? —prorrumpió Emily cuando ya me alejaba.

—¡Desde luego que no! ¡No es lugar para niños! —replicó la madre, y se la llevó calle abajo, casi a rastras, mientras el ca­briolé doblaba la esquina.

—¿Tiene mucha prisa, señora? —me dijo el cochero con sim­patía.

—¡Oh, sí, no podría tener más urgencia! —respondí.

De pronto, toda la aprensión que había experimentado pa­reció desvanecerse. Sentí como si el tiempo se hubiera deteni­do y no fuese a proseguir su constante caminar hasta que yo llegara al tribunal. Avanzamos al trote con bastante rapidez y el cochero se ocupó de adelantar a otros vehículos, maldiciendo enérgicamente a sus conductores cuando lo hacía, hasta que por fin se detuvo frente a la imponente entrada, se apeó de un salto y abrió la portezuela para ayudarme a bajar. Acababan de dar las seis.

—Aquí estamos, señorita —dijo el hombre—. El servicio está pagado. Apresúrese, pues.

Añadí la caballerosidad del cochero y su amable disposición a ayudarme a los otros bellos gestos de generosidad que he en­contrado en mi larga aventura, todos los cuales guardaré en mi corazón como un tesoro y recordaré más adelante con emo­ción; salté del carruaje y, mientras volvía la cabeza para decir­le, «¡espero que volvamos a encontrarnos algún día!», subía la carrera la escalinata que conducía a la imponente entrada.

Empujé las puertas, accedí al vestíbulo y me dirigí de inme­diato al conserje.

—Por favor, ¿puede decirme dónde se celebra el juicio de la Corona contra el señor Weatherburn? ¿Ha concluido ya?

—No, señorita. El jurado ya está reunido, desde hace un cuarto de hora. ¡Vaya alegato tan terriblemente largo ha he­cho el abogado defensor! La mayoría de los asistentes se ha quedado dormido. No se espera que el jurado se demore mu­cho. El juez detuvo brevemente el juicio este mediodía, dicen que para dar tiempo a que se presentara otro testigo, pero al final ha ordenado proceder con la exposición de las conclusio­nes definitivas.

—Soy esa testigo que esperaba y acabo de llegar —dije—. ¿Podrá usted entregar un mensaje urgente al juez, inmediatamente, e indicarme por dónde se va a la tribuna del público?

—¡Oh! Señorita, puede que ya sea demasiado tarde... —respondió el hombre con una expresión muy dubitativa. Con todo, me ofreció papel y pluma e indicó con el pulgar la puerta que tenía a su espalda. Con toda la rapidez de que fui ca­paz, escribí unas palabras al juez, pasé el secante, entregué el papel al conserje y corrí a la tribuna del público.

Esperé allí unos angustiosos minutos. El jurado seguía reu­nido y la gente de la grada intercambiaba comentarios en voz baja. Al parecer, todas las opiniones coincidían en que el resul­tado del juicio era muy previsible y en que habría sentencia muy pronto. Contemplé a Arthur y una ternura agónica ate­nazó mi corazón. Parecía un hombre que hubiese abandonado apaciblemente el torbellino de la vida mundana; no me miró, ni levantó la vista una sola vez, ni notó mi mirada ardiente fi­ja en él, sino que permaneció absolutamente inmóvil, como quien ha aceptado serenamente la derrota y la muerte. Era evi­dente que, como el público de la grada, no tenía la menor duda de que seria declarado culpable. No conservaba el menor aso­mo de esperanza; Arthur no era hombre de carácter combativo y su reacción a los golpes del destino había sido la de recluirse en sí mismo y llevar en silencio su desesperación. Al verlo en aquellas condiciones, mi corazón pareció detenerse.

De repente, al fondo de la sala, se abrieron dos puertas si­multáneamente. Por la izquierda apareció un alguacil, quien procedió a sujetar la puerta para dar paso a los miembros del jurado. Uno tras otro, los doce hombres ocuparon sus asientos en el estrado. Por la otra puerta entró un ujier jovencísimo, pulcramente vestido, que traía mi mensaje. Lo presentó respe­tuosamente al juez y se lo entregó con una reverencia y unas palabras en voz baja.

Contuve la respiración. El juez leyó mi nota y levantó la vista. Miró al jurado, miró al público y adoptó un aire reflexi­vo. El portavoz del jurado esperó pacientemente la indicación de que procediera a la lectura del veredicto. Por fin, el magis­trado se volvió hacia él.

—Miembros del jurado —dijo—, ¿han alcanzado un vere­dicto?

—Sí, señoría —respondió el hombre.

Todos los presentes sabían cuál sería la siguiente frase del juez y cuál la respuesta del portavoz. Me faltaba el aliento. Contuve el impulso de incorporarme de un salto y ponerme a gritar y me concentré en el magistrado, rogando que dijera al­go diferente. Abrió la boca.

—Señores miembros del jurado —dijo—, han trabajado largamente y a conciencia en este caso. Ahora, por fin, han concluido su trabajo, pero voy a hacerles una petición muy in­habitual. Voy a pedirles que reserven la decisión que han to­mado y que escuchemos la declaración de un testigo de última hora, que acaba de llegar del extranjero. Como bien sabrán y todos han oído, este tribunal había decidido prescindir del tes­timonio de esta persona si no se presentaba antes de las cinco en punto de hoy, puesto que se ha tomado declaración a todos los demás testigos y la conclusión del juicio no puede retrasar­se indefinidamente. Sin embargo, ahora está aquí y parece que trae una prueba que puede ayudar a evitar un grave error de la justicia. Por ello propongo a los letrados de la acusación y de la de­fensa, así como a ustedes, miembros del jurado, que se escuche al testigo. Se trata de una mujer que ya ha sido llamada a de­clarar durante el proceso. Después de escuchar su testimonio completo, propondré un aplazamiento hasta mañana, si el Mi­nisterio Fiscal desea interrogar a la testigo; de lo contrario, las dos partes podrán exponer de nuevo sus conclusiones definiti­vas, con brevedad —al decir esto, miró fijamente al señor Haversham—, y ustedes, miembros del jurado, podrán deliberar de nuevo. Ahora, querría saber si se encuentra en la sala la se­ñorita Vanessa Duncan.

—Sí, yo soy —respondí con firmeza mientras me ponía en pie en mitad de la tribuna del público.

—Entonces, señorita, a pesar de su proceder sumamente heterodoxo, la invito a subir al estrado de los testigos —dijo el juez Penrose con voz benevolente.

Dejé la tribuna del público por la misma puerta por la que había entrado y pedí al ujier que me condujera al estrado. Así lo hizo y recorrí el pasillo de acceso y ocupé mi lugar en el es­trado con buen ánimo, consciente de la importancia de los documentos que guardaba en la cartera de piel y de la serena ele­gancia que me confería el sombrero de la señora Burge-Jones.

—Señorita Duncan —dijo entonces el magistrado—, ya ha sido llamada a declarar por las dos partes en este juicio. Sin embargo, en su nota dice que la información que trae es com­pletamente nueva. La situación en la que nos encontramos en este momento es de lo más inusual y, por tanto, voy a utilizar procedimientos inusuales. La invito a que, simplemente, ex­ponga con sus propias palabras lo que tenga que decir, some­tiéndose a las objeciones que formule el tribunal si en alguna parte de su testimonio recurre usted en exceso a suposiciones o a hechos conocidos de oídas.

—Gracias, señoría —respondí, tratando de dominar la voz, que me fallaba un poco a causa de mi súbito nerviosismo. A con­tinuación, inicié la exposición—. Querría relatar a los miem­bros del jurado y a todos los presentes en la sala una serie de hechos destacados acerca del asesinato de los tres profesores de matemáticas, los señores Akers, Beddoes y Crawford. Creo que he podido reconstruir toda la secuencia de acontecimien­tos que condujo a su muerte y he hecho cuanto era posible por sustanciar con pruebas concretas cada una de mis afirmacio­nes. Querría, si se me permite, efectuar una narración comple­ta de los hechos, aunque pueda llevar cierto tiempo.

—Adelante, por favor —asintió el juez.

—Empezaré, pues, por el rey Óscar II de Suecia y el anun­cio del Concurso del Aniversario. La convocatoria apareció en el volumen 7 de la publicación Acta Mathematíca, que corres­ponde a los años 1885-1886. Tengo aquí una traducción de es­te anuncio.

Abrí la cartera y extraje la traducción que hizo para mí el señor Morrison en esa feliz ocasión, que tan lejana parece ya, en que nos juntamos a tomar el té con Emily. Entregué el pa­pel al juez, que le echó un vistazo y lo pasó a los abogados, que lo hicieron llegar al jurado.

—Como verán, la fecha límite para la presentación de tra­bajos a concurso era el 1 de junio de 1888, hace apenas cuatro días, y el premio, consistente en una cantidad en metálico y una medalla de oro, por no hablar del gran honor que acarrea el galardón, es sustancioso. El objeto principal de la competi­ción es el que se conoce como problema de los
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cuerpos, don­de
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es cualquier número de cuerpos o partículas sometidas a las leyes de la física que se conocen como leyes de Newton. És­te resolvió el problema del comportamiento de tales cuerpos cuando sólo hay dos de ellos, pero hasta la fecha no se ha en­contrado solución cuando los cuerpos son tres o más.

»Pues bien, resulta que los expertos más destacados en éste y en los otros problemas propuestos en el anuncio del concurso no son matemáticos británicos, sino franceses y alemanes. He oído mencionar repetidamente el nombre de un tal Henri Poincaré como uno de los participantes de quien más se espera que presente nuevas soluciones geniales. No obstante, como se pue­de observar en el anuncio, el concurso estaba abierto a todos los matemáticos, de cualquier nacionalidad. Y aquí, en Cambridge, tres de ellos, especialistas en temas relacionados con tales pro­blemas, decidieron unir fuerzas y colaborar, manteniendo una total discreción, para ver si sumando sus respectivas capacida­des podían descubrir la solución. Estos tres matemáticos eran los señores Akers, Beddoes y Crawford.

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