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Authors: Catherine Shaw

La incógnita Newton (13 page)

¿Qué pueden tener en contra de Arthur? Es inocente y ce­nar con las víctimas de asesinato, aunque desafortunadamente haya ocurrido dos veces seguidas, no es una base real para acu­sarlo. Bueno, supongo que tienen que hacerlo y que a mí debería tranquilizarme pensar que la justicia británica llevará a cabo un proceso equilibrado y justo en el que se corrijan las prisas y los errores estúpidos.

El agente me acompañó a una habitación que se hallaba de­trás del escritorio donde recibía al público y yo me senté y es­peré. Al cabo de un rato, otro agente trajo a Arthur, el cual no pareció alegrarse mucho de verme.

—No... no tendría que haberse molestado, no tendría que haber venido —dijo—. Éste no es lugar para una...

Lo interrumpí al momento con firmeza. He de reconocer que esperaba esta suerte de comentarios y había ensayado de antemano mi réplica. Como consecuencia, ésta sonó un tanto envarada.

—Arthur —dije (era la primera vez, creo, que me dirigía a él por su nombre de pila)—, por favor, por favor... Tiene que comprender que ninguna molestia ocasionada por circunstan­cias externas, por terribles que sean, puede ni remotamente compararse con el sufrimiento de verse obligado a permanecer a la espera, pasivamente y en la ignorancia, mientras otra per­sona corre peligro. Si quiere protegerme de algo, que sea por lo menos de lo que me está causando un insoportable tormento, y no de las meras circunstancias externas que, a buen seguro, no pueden influirme.

Arthur entendió lo que quería decirle. Su actitud cambió, tomó una silla, se sentó y se inclinó hacia mí, mirándome a los ojos con la expresión muy seria y ajeno a la discreta pero opre­siva presencia del agente, apostado cerca de la puerta.

—¡No se atormente! —dijo en voz baja—. Es... estoy se­guro de que no hay ninguna necesidad de ello. Ha sido un gran error y pronto será enmendado. Ni siquiera puedo culpar a la policía de cometer un desliz; al fin y al cabo, he tenido la des­gracia de encontrarme en el lugar inoportuno. Pero supongo que no me juzgarán por eso. El verdadero asesino no podrá es­conderse mucho tiempo.

—¿Lo ha interrogado ya la policía? —quise saber.

—¡Oh, sí! Horas y horas.

—¿Y qué le han preguntado?

—Las mismas cosas cientos de veces: qué relación tenía con Akers y con Beddoes, por qué cené con ellos y así sin parar. Y si los había golpeado con instrumentos pesados. Me he hartado de res... responder, siempre de la misma manera, a las cincuenta versiones distintas de esas mismas preguntas, repe­tidas hasta la saciedad. Yo he respondido que cené con el señor Akers, que lo acompañé de regreso a sus habitaciones del Saint John's, que le di las buenas noches en la puerta, lo vi subir las escaleras y me marché. Cené con el señor Beddoes, lo acompa­ñé de regreso a su casa, me despedí en la verja de su jardín y me marché. Comprendo que ha de antojárseles extraño hasta el punto de parecer sospechoso, pero la verdad es que yo no oí nada en ninguna de las dos ocasiones.

—¿Y le han preguntado de qué habían hablado en las res­pectivas cenas?

—Me han presionado para que reconociera que nos había­mos peleado.

—¿Y se habían peleado?

—Por su... supuesto que no. Akers me comentó que había tenido una idea brillante para la solución del problema de los
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cuerpos; apenas podía contener la felicidad por la elegancia y la belleza de esa idea. Pero casi no volvió a referirse a ella y, tras escribir una fórmula en un trozo de papel, se lo guardó en el bolsillo del chaleco y cambió de tema. Durante el resto de la velada, hablamos de otras cosas.

—Recuerdo que usted declaró que parecía preocupado por la reacción del señor Crawford —comenté.

—Oh, ahora que me lo re... recuerda... Sí, es cierto. Habló de Crawford y dijo que su nuevo descubrimiento lo dejaría atónito, pero también me pidió que no le mencionara nada de aquello. Creo que deseba completar su trabajo antes de comu­nicárselo al otro único experto de Cambridge en ese campo.

—¿El señor Crawford es un experto en el mismo proble­ma? ¿ El de los
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cuerpos?

—Supongo que sí, o al menos eso es lo que creen los profe­sores de esta universidad —respondió—. A diferencia de Fran­cia y Alemania, aquí, en Inglaterra, no tenemos expertos en la materia. En cualquier caso, la policía ha expresado sus sospe­chas ante el hecho de que lo acompañara a casa, ya que no me venía de camino. He explicado que los colegios universitarios me parecen de una extraordinaria belleza, que era una clara noche de luna, que no quedaba tan lejos de mi casa y que, des­pués de una cena tan copiosa, sentí la necesidad de caminar. Siempre lo hago.

—¿Y a qué se debió que cenaran juntos, Arthur? Todo el mundo parece considerarlo un individuo de lo más desagra­dable.

—Sí, Akers no era apreciado. Se preocupaba demasiado de sí mismo y de su reputación y tenía una lengua muy mordaz. A mí, sin embargo, nunca me enojó. A veces, incluso lo encon­traba divertido. Conmigo no se llevaba mal y fue él quien me invitó a cenar, ese mismo día. Me lo encontré en la biblioteca de matemáticas y pareció alegrarse mucho de verme; hasta me abrazó y dijo algo así como: «Oh, Weatherburn, hace un día muy hermoso, ¿verdad?». Y yo le respondí: «Parece que está de muy buen humor», y dijo que sí, que tenía un buen motivo pa­ra ello y que cenáramos juntos aquella noche. «¿Quiere que nos encontremos a las ocho en la taberna irlandesa?» Y yo con­testé: «¿Por qué no?», y eso fue todo. Es un lugar agradable, con reservados de asientos de cuero, donde se puede hablar de matemáticas e incluso sacar un papel y escribir algo sin que la gente de las mesas vecinas crea que te has vuelto loco. ¡La po­licía incluso quiso saber qué habíamos comido! Tuve que de­cirles que tomamos whisky, de entrada, y que luego pedimos vino. Akers también pidió agua ya que tenía que tomar una medicina. Luego, nos sirvieron un estofado irlandés que estaba de lo más suculento. La verdad es que no entiendo por qué me preguntaron todo eso... ¿Tal vez querían demostrar que yo es­taba borracho ?

—Cielo santo —susurré—. Todo suena tan agradable y normal que cuesta hacerse a la idea de que el pobre señor Akers murió justo después de esa cena.

—¡Ya lo sé! ¡Yo tam... tampoco me hago a la idea! ¿Y por qué he tenido que cenar con ellos antes de que los asesinaran? ¿Qué significa eso?

—Bueno, ¿y cómo fue que cenó con el señor Beddoes?—in­quirí.

—Oh, la policía se entretuvo mucho en ese detalle, caram­ba. ¡Pero si ni siquiera fue Beddoes quien me dijo que fuéra­mos a cenar! Fue Crawford el que propuso que cenáramos los tres al día siguiente.

—¿De veras?—exclamé. Aquella información me dejó ató­nita—. Y, luego, ¿él no se presentó?

—No, a última hora de la tarde me dejó un mensaje dicien­do que no se encontraba bien y que tal vez no vendría a la ce­na, pero que fuéramos nosotros dos y que disfrutásemos.

—Así que por eso fue a cenar con Beddoes y se encontró en una situación terriblemente comprometida... —dije. Los pen­samientos se me agolpaban en la cabeza—. Ahora recuerdo que en el té en el jardín que siguió a la conferencia del profe­sor Cayley, el señor Crawford le dijo al señor Beddoes que que­ría cenar con él.

—Sí, a la policía le interesó mucho, no se por qué, que Crawford estuviera implicado. Me preguntaron una y otra vez dónde estábamos cuando Crawford habló y quién pudo haber­lo oído. Quizá se trate de una indicación de mi inocencia aun­que, en realidad, apenas puedo seguir ese razonamiento. Se me antoja todo tan absurdo... A fin de cuentas, supongo que yo podría haber decidido matar a mi compañero de cena, inde­pendientemente de quién hubiese propuesto que cenáramos juntos.

—¡No! —exclamé de repente—. Quizás eso signifique que no sospechan de usted, sino del señor Crawford. ¿Es ello posi­ble? ¿Pudo el señor Crawford haberlo hecho a propósito?

—Po... pobre Crawford. Estaría bien que él pudiera susti­tuirme como sospechoso —sonrió—, pero me parece igual de ridículo.

—Bueno, puede que se lo parezca, pero eso debe de ser lo que piensa la policía. Espero que vayan a verlo y, si ellos no lo hacen, ¡lo haré yo misma! Me gustaría saber qué pretendía con eso de implicarlo a usted en una situación tan extrema. —Oh, vamos. Seguro que no lo hizo a propósito —dijo. —El tiempo de visita ha terminado —interrumpió de pron­to el agente que estaba en el umbral—. Ha llegado el transpor­te. Vamos, caballero.

—No pueden retenerme más de dos días sin enviarme an­te el juez —me explicó Arthur—. Eso ocurrirá pasado mañana y el fiscal deberá presentar entonces sus pruebas. No creo que pueda reunir muchas, por lo que no estoy excesivamente preo­cupado. A uno sólo pueden juzgarlo si existe presunción de culpabilidad.

—¡Vamos! —repitió el agente.

En su actitud había una dureza casi militar; supongo que debe de ser bastante incómodo tener que dar órdenes desagra­dables a detenidos que tal vez son por completo inocentes. Al fin y al cabo, nuestra ley se rige por la presunción de inocencia, una persona es inocente hasta que no se demuestra que es cul­pable (y esa palabra, «demuestra», es incluso dudosa; ¡ningún matemático se daría nunca por satisfecho con eso de «una prueba más allá de toda duda razonable»!).

Arthur se puso en pie y me dijo adiós con un leve brillo en sus ojos castaños.

—No puedo tomármelo en serio, de veras —dijo—. Una experiencia peculiar en la vida: noches en camastros carcelarios para mí, visitas a celdas de la prisión para usted... Esperemos que no se prolongue tanto que el encanto de la novedad se des­vanezca.

—¡Oh, Arthur! —exclamé, sin saber qué decir. Sus pala­bras me habían provocado una repentina punzada de temor. Seguramente, todo terminaría pronto y, sin embargo, la propia palabra «seguramente» implicaba que cabía alguna duda. ¿Y si el magistrado lo enviaba a juicio? ¿Qué sucedería entonces?

¡No! ¡No puede ocurrir!

Y, sin embargo, creo que es mi obligación hablar con el se­ñor Crawford y preguntarle qué pretendía; debería enterarse de todos los problemas que ha causado. Y, en cuanto a eso, bien podría ser el siguiente en padecerlos.

En fin, espero que en mi próxima carta pueda enviarte no­ticias mejores.

Hasta entonces, tu hermana que te quiere,

Vanesa

16

Cambridge, jueves, 3 de mayo de 1888

Mi querida Dora:

Esta mañana ha tenido lugar el funeral del pobre señor Beddoes; lo vi anunciado en el diario vespertino de ayer y de­cidí asistir. Llegué al cementerio con un modesto ramo de flo­res cuyos mismísimos colores, al estar dedicados a la ceremo­niosa celebración de la muerte, se veían deplorables.

El señor Beddoes era, ciertamente, un hombre de muchos amigos, pues el gentío, que se arracimaba alrededor de la tum­ba recién cavada mientras introducían en ella el ataúd, era den­so y compacto. Reconocí a casi todos los miembros de su círcu­lo con los que me he familiarizado durante este último mes acompañando a la señora Beddoes, cuyo bonito rostro quedaba oculto bajo un velo negro.

La ceremonia terminó y la multitud empezó a dispersarse despacio y en silencio. Me acerqué a la señora Beddoes, que se volvía sin poder contener un sollozo.

—Mi querida señora Beddoes —dijo el hombre más cerca­no a ella, que era el mordaz señor Withers del té en el jardín—, la pérdida de su esposo significa un gran golpe para todos no­sotros y tiene que ser mucho mayor para usted. Me gustaría encontrar palabras para consolarla.

Aunque su tono de voz era amable, había algo en su mane­ra de hablar que no lo era: destilaba cierta hipocresía y parecía esforzarse por causar impresión. Acompañó a la señora Bed­does a su carruaje como si hubiera decidido demostrar que él, al menos, estaba lleno de sentimientos nobles. Es posible que la señora Beddoes notase algo de aquello porque, por toda respuesta, le dedicó un murmullo indistinguible. El señor Withers se volvió y se acercó al señor Wentworth, que se disponía a marcharse.

—¡Qué historia tan terrible! —dijo con el mismo énfasis peculiar con que se había dirigido a la viuda.

—Pues sí, efectivamente —replicó el señor Wentworth en un desagradable tono de voz. Pero el señor Withers no iba a ca­llar tan fácilmente.

—Por suerte, enseguida han descubierto al asesino —pro­siguió.

—Bien —murmuró el señor Wentworth—. No sé si...

—Me han dicho que han aparecido nuevas pruebas —con­tinuó el señor Withers—. Me gustaría saber qué pruebas son ésas. Bien..., todo saldrá a la luz en el juicio.

Caminé más deprisa para huir de aquella conversación ho­rrible, en la que capté cierto placer perverso. Vi al señor Morrison y apresuré el paso para alcanzarlo. Me saludó con afecto y me tomó del brazo, por lo que salimos juntos del cementerio en dirección a la ciudad.

—Así que usted también ha venido —comentó—. Para mí, Beddoes era un mentor, pero no sabía que usted se contase en­tre sus amigos, señorita Duncan.

—Lo vi dos veces —repliqué—. Me pareció un caballero muy amable y su esposa es una mujer muy cordial.

La pequeña multitud comenzaba a dispersarse por el cami­no; algunos andaban deprisa, otros más despacio y algunos re­gresaban en carruaje. Apresuré un poco el paso para poder ha­blar a solas con él.

—Señor Morrison —dije en voz baja y con apremio—. He oído que el señor Withers decía que han aparecido pruebas nuevas contra Arthur. ¿Es eso posible?

Me miró un tanto sorprendido y respondió con frialdad:

—La verdad es que no lo sé pero, en cualquier caso, espero que la policía conduzca el asunto de la manera adecuada.

Su respuesta fue un golpe tan inesperado que lo único que pude hacer fue mirarlo consternada. Mis mejillas se llenaron de rubor y él se avergonzó terriblemente. Luego se produjo un horrible e incómodo silencio y lo miré de hito en hito. Por unos instantes pareció que hacía un esfuerzo por expresarse.

—Comprendo lo que piensa, señorita Duncan —dijo al ca­bo— pero ¿cree que mi postura es sencilla? Heme aquí, repen­tinamente informado de que uno de mis amigos íntimos es un asesino. ¿Qué espera que haga? ¿Que lo perdone?

—No, pero Arthur no es... ¿De veras cree que es culpable, entonces? —farfullé, sintiendo que mi protesta inicial se me apagaba en los labios.

—Supongo que creo que la policía sabe lo que se hace —res­pondió con un suspiro—. ¿Usted no? ¿No estará dejándose ce­gar por los sentimientos?

Me quedé sin palabras, sin saber qué replicar. Murmuré un «no» y lo dejé, sin corresponder a sus palabras de despedida, encaminándome a casa con unos pies que me pesaban como si fueran de plomo. Me sentía sumamente cansada y la perspec­tiva de una tarde de clases me abrumaba. Me esforcé cuanto pude pero mi cabeza estaba distraída y a las alumnas debí parecerles un autómata. Apenas recuerdo lo que hice. La velada transcurrió entre angustiosas reflexiones y, no bien oscureció, me tumbé en la cama esperando que el descanso me aportara nuevas esperanzas. No recuerdo haberme dormido y, sin em­bargo, me encontré en medio de un curioso sueño. Caminaba por unos espléndidos jardines y a mi alrededor había personas a las que yo consideraba amigas. No las conocía pero las esti­maba y mi corazón rebosaba afecto y confianza. Entonces, una a una, empezaban a posar los ojos en mí y a traspasarme con extrañas miradas, hasta que toda la multitud me contemplaba con hostilidad. Mi alegría se convirtió en un miedo paralizador y comencé a retroceder despacio, pero ellos siguieron avanzan­do hacia mí, paso a paso, hasta que me encontré de espaldas al tronco de un árbol cuyas frondosas ramas se extendían sobre mí. Entonces, el que iba delante, sacó una cuerda con un lazo corredizo y la echó por encima de una rama. El lazo quedó col­gando y se balanceó despacio hacia delante y hacia atrás. El hombre empezó a hablar y los demás se unieron a él, diciendo: «Colgadla por el cuello, colgadla por el cuello, colgadla por el cuello». El hombre se aproximó a mí, extendió la mano y me agarró por la garganta. Yo quise chillar pero no pude, pues me estaba estrangulando. Entonces desperté en tal estado de terror que los ojos se me salían de las órbitas. Me quedé temblando en la cama un buen rato, con la frente empapada en sudor. Oí un ruido en la habitación y me senté de repente. En aquel mo­mento me asaltó, con más fuerza que nunca, la certidumbre de que en algún lugar se ocultaba un asesino que había asestado dos golpes mortales. Y creí que se encontraba allí, en mi habi­tación, dispuesto a terminar conmigo. Permanecí erguida unos instantes inmóvil y tensa, pero todo estaba en silencio. Tras unos minutos interminables, me atreví a mover la mano, palpé la mesilla de noche, agarré la caja de cerillas y encendí una. Aquella luz diminuta me dio coraje. Encendí otra y prendí las velas. Luego, con piernas temblorosas, me obligué a registrar las tres habitaciones. No había nadie. Cerré el pasador de la puerta y todas las ventanas, que estaban abiertas para que en­trara el aire, y después me lavé la cara con agua fría. Demasia­do asustada para volver a la cama, he encendido la lámpara y me he sentado ante el escritorio con pluma y papel para escri­bir esta carta. La luz del alba empieza a teñir el cielo y me sien­to mejor. Tal vez me he portado como una tonta. Volveré a la cama.

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