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Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

La historia del amor (5 page)

Estaba solo en aquella habitación llena de libros, con el libro de mi hijo en las manos. Era medianoche. Más de medianoche. Y pensé: Pobre Bruno. Ya debe de haber llamado al depósito para preguntar si les han llevado a un viejo que tenía en la cartera una tarjeta que decía: «ME LLAMO LEO GURSKY NO TENGO FAMILIA RUEGO LLAMEN AL CEMENTERIO PINELAWN ALLÍ TENGO UNA PARCELA EN LA SECCIÓN JUDÍA GRACIAS POR SU AMABILIDAD».

Volví el libro para mirar la foto de mi hijo. Nos vimos una vez. Por lo menos estuvimos frente a frente. Fue en una lectura que dio en la Asociación Cultural Judía de la calle Noventa y dos. Compré la entrada con cuatro meses de antelación. Muchas veces había imaginado nuestro encuentro. Yo como padre y él como hijo. Y sin embargo. Sabía que no podía ser, no como yo quería. Había aceptado que lo máximo a lo que podía aspirar era a un asiento entre el público. Pero durante la lectura no sé qué me entró, lo cierto es que, después, me encontré haciendo cola, sosteniendo con dedos temblorosos el trozo de papel en que había escrito mi nombre. Él lo miró y lo copió en un libro. Traté de decir algo, pero no me salía la voz. Él sonrió y me dio las gracias. Y sin embargo. No me moví. «¿Desea algo más?», me preguntó. Yo me puse a gesticular. La mujer que estaba detrás de mí me miró con impaciencia, me apartó y se adelantó para saludar al autor. Yo gesticulaba como un idiota. ¿Qué iba a hacer él? Firmó el libro de la mujer. Aquello era violento para todos. Mis manos no paraban de moverse. Los de la cola tenían que sortearme. De vez en cuando, él me miraba con extrañeza. Hubo un momento en que me sonrió como se sonríe a un idiota. Pero mis manos querían decírselo todo. Y se lo decían, hasta que un guardia de seguridad me asió firmemente del codo y me llevó a la puerta.

Era invierno. A la luz de las farolas se veían caer gruesos copos blancos. Me quedé esperando a que saliera mi hijo, pero no salió. Debía de haber una puerta trasera, no sé. Tomé el autobús para ir a casa. Bajé por mi calle nevada. Me volví a mirar mis pisadas, como hago siempre. Al llegar a la puerta busqué mi nombre en los timbres. Y, como sé que a veces veo visiones, después de cenar llamé a información para preguntar si yo estaba en la guía. Aquella noche, antes de acostarme, abrí el libro que había dejado en la mesita de noche. «A Leon Gursky», ponía.

Aún tenía el libro en las manos cuando el hombre al que había abierto la puerta se me acercó por la espalda.

—¿Lo conoce?

Yo solté el libro, que cayó a mis pies con un golpe sordo y quedó con la cara de mi hijo hacia arriba. Yo no sabía lo que hacía. Traté de explicar.

—Soy su padre —dije. O quizá—: Es mi hijo.

Dijera lo que dijese, me hice entender, porque el hombre me miró atónito, luego sorprendido y luego como si no me creyera. Lo cual me pareció normal, porque, al fin y al cabo, ¿qué iba a pensar de un individuo que llega en limusina, abre una cerradura y luego pretende ser el padre de un escritor famoso?

De repente, me sentí cansado, más cansado de lo que había estado en años.

Me agaché, recogí el libro y lo puse en el estante. El hombre me miraba, pero en aquel momento sonó en la calle el claxon del coche, y me alegré, porque me parecía que, para un día, ya me habían mirado lo suficiente.

—Bien —dije yendo hacia la puerta—. Vale más que me vaya.

El hombre sacó la billetera, extrajo un billete de cien dólares y me lo tendió.

—¿Su padre? —preguntó.

Yo me guardé el dinero en el bolsillo y le di un caramelo de menta, gentileza de la casa. Metí los pies en los zapatos empapados.

—En realidad, su padre no —dije. Y sin saber qué más decir, añadí—: Más bien un tío. —Me pareció que esto lo desconcertaba bastante, pero por si acaso dije—: Tampoco exactamente un tío.

Él alzó las cejas. Yo tomé la caja de las herramientas y salí a la lluvia. Él quiso darme las gracias otra vez, pero yo ya bajaba los escalones. Subí al coche.

Él seguía en la puerta, mirándome. Para acabar de convencerlo de que estaba pirado, agité la mano haciendo el saludo de la reina.

Eran las tres cuando llegué a casa. Me metí en la cama. Estaba reventado.

Pero no podía dormir. Echado de espaldas, escuchaba la lluvia y pensaba en mi libro. No le había puesto título, porque ¿qué falta le hace un título a un libro que nadie va a leer?

Me levanté y fui a la cocina. Guardo el manuscrito en una caja dentro del horno. Lo saqué, lo dejé en la mesa y puse un folio en la máquina de escribir.

Estuve mucho rato mirando el papel en blanco. Con dos dedos, tecleé un título:

RIENDO Y LLORANDO

Lo miré durante unos minutos. No estaba bien. Añadí otra palabra:

RIENDO Y LLORANDO Y ESCRIBIENDO

Después otra:

RIENDO Y LLORANDO Y ESCRIBIENDO Y ESPERANDO

Hice una bola con la hoja de papel y la tiré al suelo. Puse agua al fuego.

Había dejado de llover. Una paloma arrullaba en el alféizar. Ahuecó las plumas, se paseó de un lado al otro y levantó el vuelo. Libre como un pájaro, por así decir. Puse otra hoja en la máquina y escribí:

PALABRAS PARA TODAS LAS COSAS

Sin darme tiempo a cambiar de idea, saqué la hoja, la puse encima del montón y tapé la caja. Encontré papel de embalar e hice un paquete. Encima escribí la dirección de mi hijo, que me sé de memoria.

Me quedé esperando que ocurriera algo, pero no ocurrió nada. Ni un vendaval lo barrió todo. Ni tuve un ataque al corazón. Ni un ángel llamó a la puerta.

Eran las cinco de la madrugada. Faltaban horas para que abrieran la oficina de correos. Para matar el tiempo, saqué el proyector de diapositivas de debajo del sofá. Es algo que hago en días especiales, mi cumpleaños, por ejemplo. Lo pongo encima de una caja de zapatos, lo enchufo y pulso el interruptor. Un haz de luz polvorienta ilumina la pared. Guardo la diapositiva en un tarro, en el estante de la cocina. Le soplo el polvo, la inserto y avanzo. La foto se enfoca.

Una casa con la puerta amarilla, al borde de un campo. Al final del otoño. Entre las ramas negras, el cielo está de color naranja y luego se vuelve azul oscuro.

Por la chimenea sale humo de leña y por la ventana casi puedo ver a mi madre, inclinada sobre una mesa. Yo corro hacia la casa. Siento el viento frío en las mejillas. Extiendo la mano. Y, como estoy soñando, por un momento me parece que puedo abrir la puerta y entrar.

Se hacía de día. La casa de mi infancia se borraba ante mis ojos hasta casi desaparecer. Apagué el proyector, me comí una barrita de cereal con fibra y fui al lavabo. Cuando hube hecho todo lo que iba a hacer, me lavé con una esponja y me puse a buscar el traje en el armario. Encontré los chanclos que buscaba desde hacía tiempo y una radio vieja. Al fin, en el suelo, arrugado, el traje, un traje blanco de verano, aceptable si no te fijas en la mancha amarronada del pecho. Me vestí. Escupí en la palma de la mano y me aplasté el pelo.

Completamente vestido, me senté con el paquete marrón en el regazo.

Comprobaba y volvía a comprobar la dirección. A las 8.45 me puse la gabardina y agarré el paquete bajo el brazo. Me miré en el espejo del recibidor por última vez. Luego abrí la puerta y salí a la mañana.

La tristeza de mi madre

1. ME LLAMO ALMA SINGER

Cuando nací, mi madre me puso el nombre de todas las muchachas de un libro que le regaló mi padre,
La historia del amor
. A mi hermano le puso el nombre de Emanuel Chaim, por el historiador judío Emanuel Ringelblum, que en el gueto de Varsovia enterraba botes de leche llenos de testimonios, y por el violonchelista judío Emanuel Feuermann, uno de los grandes prodigios musicales del siglo XX, y también por el genial escritor judío Isaac Emmanuilovich Babel, y por su tío Chaim, que era muy gracioso, un gran humorista que hacía morir de risa a la gente y que fue abatido por los nazis.

Pero mi hermano se negaba a atender por ese nombre. Cada vez que alguien le preguntaba cómo se llamaba, él inventaba algo. Usaba quince o veinte nombres.

Durante un mes estuvo refiriéndose a sí mismo en tercera persona con el nombre de señor Fruto. El día en que cumplía seis años, tomó carrerilla y saltó por una ventana del primer piso, tratando de volar. Se rompió un brazo y le quedó una cicatriz en la frente, pero desde entonces no le llamamos por otro nombre que Bird, pájaro.

2. LO QUE NO SOY

Mi hermano y yo solíamos jugar a este juego: yo señalaba una silla.

—Eso no es una silla —decía.

Bird señalaba la mesa.

—Eso no es una mesa.

—Eso no es una pared —decía yo—. Eso no es un techo. —Etcétera—. No está lloviendo.

—¡No tengo el zapato desatado! —chillaba Bird.

Yo me señalaba el codo.

—Esto no es un rasguño.

Bird levantaba la rodilla.

—¡Esto tampoco es un rasguño!

—¡Esto no es una tetera!

—¡No es una taza!

—¡No es una cuchara!

—¡No son platos sucios!

Negábamos habitaciones enteras, años, fenómenos atmosféricos. Un día, en el apogeo de nuestros gritos, Bird aspiró y chilló a voz en cuello:

—¡Yo! ¡No he sido! ¡Desgraciado! ¡Toda la vida!

—Si no tienes más que siete años —le dije.

3. MI HERMANO CREE EN DIOS

Cuando mi hermano tenía nueve años y medio, encontró un librito rojo titulado
El libro de los pensamientos judíos
dedicado a mi padre en su
bar mitzvah
. En él se hallan recopilados pensamientos judíos bajo epígrafes tales como «Cada israelita tiene en sus manos el honor de todo su pueblo», «Bajo los Romanof» e «Inmortalidad». Al poco tiempo de haberlo encontrado, Bird empezó a usar una
kippah
de terciopelo negro, sin importarle que no se le ajustara bien y se le ahuecara por detrás de un modo ridículo. Y le dio por seguir a todas partes al señor Goldstein, el portero de la Escuela Hebrea, que refunfuñaba en tres lenguas y cuyas manos dejaban más polvo del que limpiaban. Corrían rumores de que el señor Goldstein sólo dormía una hora cada noche, en el sótano de la
shul
, que había estado en un campo de trabajo de Siberia, que tenía el corazón débil, que un ruido fuerte podía matarlo, que la nieve lo hacía llorar. Bird le había tomado cariño. Después de la clase de hebreo, lo seguía mientras el señor Goldstein pasaba el aspirador entre las filas de sillas, limpiaba los aseos y borraba palabrotas de la pizarra. Era tarea del señor Goldstein retirar de la circulación los viejos
siddurs
destrozados, y una tarde, mientras dos cuervos tan grandes como perros lo observaban desde los árboles, él sacó una carretilla cargada de ellos al campo detrás de la sinagoga, la empujó tropezando con piedras y raíces, cavó un agujero, rezó una oración y los enterró.

—No se pueden tirar de cualquier manera —dijo a Bird—. No se puede, porque llevan el nombre de Dios. Hay que enterrarlos como es debido.

A la semana siguiente, Bird empezó a escribir en las páginas de su libreta de deberes las cuatro letras hebreas del nombre que nadie debe pronunciar y nadie puede tirar de cualquier manera. Al cabo de unos días, al destapar la cesta de la ropa, lo vi escrito en lápiz indeleble en la etiqueta de su calzoncillo.

Lo escribió con tiza en la puerta de la calle, lo garabateó en la fotografía de su clase, en la pared del baño y, al fin, lo grabó con mi cuchillo del ejército suizo en el tronco del árbol que había delante de nuestra casa, tan arriba como pudo.

Quizá por eso, o por su costumbre de taparse los ojos con el antebrazo para hurgarse en la nariz, como si así la gente no pudiera verlo, o porque a veces le daba por hacer sonidos extraños, como de videojuego, aquel año los pocos amigos que había tenido dejaron de venir a jugar.

Todas las mañanas se levanta temprano y sale a rezar la oración de
daven
de cara a Jerusalén. Yo lo veo desde la ventana y me pesa haberle enseñado cómo se pronuncian las letras en hebreo cuando no tenía más que cinco años. Me entristece pensar que esto no puede durar.

4. MI PADRE MURIÓ CUANDO YO TENÍA SIETE AÑOS

Lo que recuerdo de él lo recuerdo a trozos. Las orejas. La piel arrugada de los codos. Las cosas que me contaba de su niñez en Israel. Cómo se sentaba en su sillón favorito a escuchar música, y cómo le gustaba cantar. Él me hablaba en hebreo y yo le llamaba
abba
. Lo he olvidado casi todo, pero a veces me vienen a la memoria algunas palabras,
kum-kum
,
shemesh
,
col
,
yam
,
etz
,
neshika
,
motek
, con el sentido tan borroso como las caras de las monedas viejas. Mi madre es inglesa y lo conoció cuando trabajaba en un
kibbutz
, cerca de Ashdod, el año antes de ir a Oxford. Él tenía diez años más. Había estado en el ejército y después había viajado por América del Sur. Luego estudió para ingeniero. Le gustaba acampar al aire libre y siempre llevaba en el maletero un saco de dormir y ocho litros de agua, y si era necesario podía encender fuego con un pedernal. Iba a buscar a mi madre los viernes por la noche, mientras los otros
kibbutzniks
tumbados en mantas sobre la hierba bajo una pantalla de cine gigante, acariciaban a los perros y se colocaban. Él la llevaba al mar Muerto, donde flotaban de un modo extraño.

5. EL MAR MUERTO ES EL LUGAR MÁS BAJO DE LA TIERRA

6. NO HABÍA EN EL MUNDO DOS PERSONAS QUE SE PARECIERAN MENOS QUE MI MADRE Y MI PADRE

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