Read La historia del amor Online

Authors: Nicole Krauss

Tags: #Romántico

La historia del amor (18 page)

5. ¿Quién más lo ha leído?

6. ¿Les gustó?

7. ¿El número de lectores es superior o inferior a…?

Me paré a reflexionar. ¿Podía haber un número que no me causara decepción?

Miré por la ventana. Al otro lado de la calle un árbol se agitaba al viento.

Era por la tarde, los niños gritaban. Me gusta escuchar sus canciones. «¡Éste es el juego! ¡De la concentración!», cantan las niñas dando palmadas. «¡No vale repetir! ¡Ni vacilar! Empezamos por…» Yo espero, con el oído atento.

«¡Animales!», gritan. ¡Animales!, pienso. «¡Caballo!», dice una. «¡Mono!», dice la otra. Se van turnando. «¡Vaca!», grita la primera. «¡Tigre!», responde la segunda, porque un segundo de vacilación rompe el ritmo y termina el juego.

«¡Pony! ¡Canguro! ¡Ratón! ¡León! ¡Jirafa!» Una de las niñas duda. «¡Yak!», grito yo.

Miré mi página de preguntas. ¿Cuántas cosas habían tenido que ocurrir para que un libro que yo escribí hace sesenta años llegara a mi buzón en otro idioma?

De pronto me asaltó un pensamiento. Me vino a la cabeza en yidis, y procuraré parafrasearlo, fue algo del estilo de: «¿Podría ser que yo fuera famoso sin saberlo?» Estaba aturdido. Bebí un vaso de agua fría y tomé una aspirina.

No seas idiota, me dije. Y sin embargo.

Agarré la gabardina. Las primeras gotas de lluvia golpeaban el cristal, así que me puse los chanclos. Bruno los llama «gomas». Muy propio de él. En la calle rugía un vendaval. Me peleaba con el paraguas. Tres veces se me volvió del revés. Yo no cedía. El viento me lanzó contra la pared una vez. Me levantó del suelo dos veces.

Llegué a la biblioteca con la cara azotada por la lluvia. El agua me chorreaba por la nariz. El paraguas traidor estaba destrozado y lo abandoné en el paragüero. Fui hacia el mostrador. Carrerita, parada, jadeo, subir pantalón, paso, tambaleo, paso, tambaleo, etcétera. La silla de la bibliotecaria estaba vacía.

Di una vuelta rápida —es un decir— por la sala de lectura. Por fin la encontré.

Devolvía libros a las estanterías. Me costaba trabajo dominarme.

—¡Quiero todo lo que tengan del escritor Leo Gursky! —grité.

La mujer se volvió a mirarme. Y los demás también.

—¿Disculpe?

—Todo lo que tengan del escritor Leo Gursky —repetí.

—Ahora estoy con esto. Tendrá que esperar un minuto.

Esperé un minuto.

—Leo Gursky —dije—. G-u-r…

Ella empujó el carrito unos pasos.

—Ya sé cómo se escribe.

La seguí hasta el ordenador. Ella introdujo mi nombre. El corazón me galopaba. Puedo ser viejo. Pero. El corazón aún puede acelerar.

—Hay un libro de un tal Leonard Gursky que trata de corridas de toros.

—Ése no —dije—. ¿No hay nada de Leopold?

—Leopold, Leopold. Aquí está —dijo.

Me agarré al objeto estable que tenía más cerca. Un redoble de tambor, por favor:


Las increíbles y fantásticas aventuras de Frankie la desdentada prodigiosa
—leyó ella con una amplia sonrisa.

Tuve que reprimir el impulso de darle con un chanclo en la cabeza. La mujer se alejó hacia la sección infantil. Y no hice nada por detenerla. Lo que hice fue morir un poco. Me sentó a una mesa con el libro.

—Que lo disfrute —dijo la mujer.

Bruno me dijo una vez que si un día yo compraba una paloma, al salir a la calle se me convertiría en tórtola; en el autobús, en loro, y al llegar a casa y sacarlo de la jaula, en un ave fénix. «Así eres tú», añadió barriendo de la mesa con la mano unas migas inexistentes. Pasaron unos minutos. «Yo no soy así», dije. Él se encogió de hombros y miró por la ventana. «¡Un ave fénix, habrase visto! —dije—. Un pavo real, tal vez. Pero un fénix, ni hablar». Él tenía la cara vuelta hacia otro lado, pero aun así me pareció ver en sus labios un esbozo de sonrisa.

Pero ahora yo nada podía hacer para convertir en algo la nada que había encontrado la bibliotecaria.

Durante los días que siguieron a mi ataque de corazón y antes de que empezara a escribir otra vez, no fui capaz de pensar en nada que no fuera la muerte. Una vez más, me había salvado, pero hasta que hubo pasado el peligro no me permití desenredar la madeja de mis pensamientos hasta llegar al invisible final. Imaginaba las distintas maneras de las que podía acabar.

Embolia cerebral. Infarto. Trombosis. Pulmonía. Obstrucción de la vena cava.

Me veía sacando espuma por la boca y retorciéndome en el suelo. Por la noche, me despertaba con las manos en la garganta. Y sin embargo. Por muchas veces que imaginara los posibles fallos de mis órganos, las consecuencias me parecían inconcebibles. Que eso pudiera sucederme a mí. Trataba de representarme los últimos momentos. El penúltimo aliento. El postrer suspiro. Y sin embargo.

Siempre había otro después.

Recuerdo la primera vez que comprendí lo que era morir. Tenía nueve años. Mi tío, hermano de mi padre, bendita sea su memoria, murió mientras dormía. Inexplicable. Un hombretón vigoroso que comía como un caballo, que salía de casa con un frío glacial y partía bloques de hielo con las manos. Muerto,
kaputt
. A mí me llamaba Leopo. A espaldas de mi tía, nos daba terrones de azúcar a mí y a mis primos. Hacía unas imitaciones de Stalin para partirse de risa.

Mi tía lo encontró por la mañana. Ya estaba rígido. Hicieron falta tres hombres para transportarlo a la
khevra kadisha
. Mi hermano y yo nos colamos en la sala para contemplar aquella mole. Su cuerpo nos parecía más imponente muerto que en vida: el bosque de vello de sus brazos, las uñas chatas y amarillentas, la gruesa piel de la planta de los pies. Parecía tan humano. Y sin embargo. Horriblemente deshumanizado. Entré a llevar un vaso de té a mi padre. Estaba velando el cuerpo, al que no se podía dejar solo ni un minuto.

«He de ir al baño —me dijo—. Espera aquí hasta que vuelva». Salió rápidamente a hacer sus, necesidades, sin darme tiempo a protestar y decirle que ni siquiera estaba confirmado. Los minutos que siguieron se me hicieron horas. Mi tío estaba tendido en una losa de color crudo con vetas blancas. Hubo un momento en que me pareció que hinchaba un poco el pecho y casi di un grito. Pero. No tenía miedo sólo de él. Había algo más. En aquella fría habitación sentí mi propia muerte. En un rincón, junto a una pared de baldosas agrietadas, había una pila. Por aquel desagüe se habían ido las uñas, los pelos y las partículas de tierra desprendidas durante el lavado. El grifo goteaba y me parecía que, con cada gota, se me escapaba la vida. Un día se agotaría. En aquel momento percibí la alegría de estar vivo con tanta intensidad que tuve deseos de gritar. Nunca fui un niño religioso. Pero. De pronto sentí la necesidad de pedir a Dios que me conservara la vida el mayor tiempo posible. Cuando volvió mi padre, encontró a su hijo arrodillado en el suelo, con los párpados apretados y los nudillos blancos.

Desde aquel día me angustiaba pensar que yo, mi madre o mi padre pudiéramos morir. Mi madre era la que más me preocupaba. Ella era la fuerza que movía nuestro mundo. A diferencia de mi padre, que se pasaba la vida en las nubes, mi madre era propulsada a través del universo por la potencia de la razón. Ella era juez de todas nuestras discusiones. Bastaba un reproche suyo para hacer que fuéramos a escondernos en un rincón, a llorar y fantasear sobre nuestra desgracia. Y sin embargo. Un solo beso podía devolvernos a la gloria.

Sin ella nuestras vidas se disolverían en el caos.

El miedo a la muerte me persiguió durante un año. Lloraba si dejaban caer un vaso o rompían un plato. Y luego me quedó un poso de tristeza que no acababa de disolverse. No era que hubiera ocurrido algo nuevo. Era peor: había descubierto algo que ya estaba en mí sin que yo lo supiera. Arrastraba esta nueva percepción como una piedra atada al tobillo. Me seguía a todas partes.

Mentalmente, solía componer canciones tristes. Cantaba a las hojas que caían de los árboles. Imaginaba mi muerte de cien maneras diferentes, pero el funeral era siempre el mismo: desde algún lugar de mi imaginación se extendía una alfombra roja. Porque, después de cada una de mis muertes secretas, siempre se descubría mi grandeza.

Las cosas hubieran podido seguir así.

Una mañana en que había remoloneado durante el desayuno y después me había parado a contemplar las gigantescas bragas de la señora Stanislawski tendidas a secar, llegué tarde al colegio. Ya habían tocado la campana, pero una niña de mi clase estaba de rodillas en el patio polvoriento. Llevaba el pelo recogido en una trenza en la espalda. Encerraba algo entre las manos. Le pregunté qué era. «He cazado una mariposa nocturna», dijo sin mirarme.

«¿Para qué quieres una mariposa nocturna?», pregunté. «¡Pues vaya una pregunta!», dijo ella. Yo recapacité. «Una mariposa diurna sería alguna cosa», dije. «No —dijo ella—, sería otra cosa». «Deberías soltarla», dije. «Es una mariposa muy especial», dijo ella. «¿Cómo lo sabes?», pregunté. «Tengo la impresión». Yo le dije que ya había sonado la campana. «Pues entra. Nadie te lo impide», dijo ella. «No entraré hasta que la sueltes». «Pues tienes para rato», dijo ella.

Separó los pulgares y miró el interior. «Déjame verla», dije. Ella no contestó. «¿Me dejas verla, por favor?» Me miró. Tenía unos ojos verdes y vivos.

«Está bien. Pero ten cuidado». Levantó las manos a la altura de mi cara y separó los pulgares un centímetro. Su piel olía a jabón. Sólo distinguí un trozo de ala marrón y tiré un poco de su pulgar, para ver mejor. Y sin embargo. Ella debió de pensar que yo trataba de liberar la mariposa, porque juntó las manos bruscamente. Nos miramos horrorizados. Cuando volvió a abrir las manos, la mariposa dio un débil salto en la palma. Se le había desprendido un ala. Ella ahogó una exclamación. «No he sido yo», dije. Cuando la miré a los ojos vi que tenía lágrimas. Un sentimiento que yo no sabía que era ternura me oprimía el estómago. «Lo siento», susurré. En aquel momento deseé abrazarla, ahuyentar con un beso el recuerdo de la mariposa y el ala rota. Ella no dijo nada. Nos mirábamos a los ojos sin parpadear.

Era como compartir una culpa secreta. Yo la veía todos los días en clase y nunca había sentido por ella algo especial. Hasta la encontraba mandona. Podía ser simpática. Pero. Era mala perdedora. Más de una vez, en las raras ocasiones en que yo conseguía contestar a una pregunta fácil de la maestra antes que ella, no me dirigía la palabra. «¡El rey de Inglaterra se llama Jorge!», gritaba yo, y durante el resto del día tenía que soportar su silencio glacial.

Pero ahora me pareció diferente. Descubrí sus poderes especiales. Cómo parecía atraer la luz y hacer que todo gravitara hacia ella. Por primera vez, vi que los dedos gordos de sus pies apuntaban un poco hacia dentro. Que tenía las rodillas sucias. Que el abrigo se ajustaba bien a sus hombros delgados. Como si mis ojos hubieran sido dotados de aumento, la veía ahora más cercana. El lunar que tenía en el labio, como una mancha de tinta. La valva rosada y translúcida de su oreja. La pelusa dorada de sus mejillas. Iba revelándose a mis ojos centímetro a centímetro. Casi me parecía que pronto podría distinguir las células de su piel como al microscopio, y me vino a la cabeza aquella idea que siempre me había preocupado, de que había heredado demasiadas cosas de mi padre. Pero fue sólo un momento porque, al mismo tiempo que reparaba en su cuerpo, empezaba a ser consciente del mío. La sensación casi me cortó la respiración. Un cosquilleo me recorría los nervios. Todo aquello no duró más de treinta segundos. Y sin embargo. Cuando terminó, yo había sido iniciado en el misterio que marca el principio del fin de la infancia. Tardaría años en agotar toda la alegría y el dolor que nacieron en mí en aquel medio minuto escaso.

Sin una palabra, ella dejó caer la mariposa rota y entró corriendo en la escuela. La pesada puerta de hierro se cerró con un golpe sordo.

«Alma».

Hacía mucho tiempo que no pronunciaba este nombre.

Decidí hacer que ella me quisiera a toda costa. Pero. Sabía que no debía atacar de inmediato. Durante un par de semanas observé sus movimientos. La paciencia siempre fue una de mis virtudes. Una vez estuve escondido cuatro horas debajo del retrete exterior de la casa del rabino, para averiguar si realmente el famoso
tzaddik
de Baranowicze que había venido de visita cagaba como todo el mundo. La respuesta fue que sí. Movido por el entusiasmo que despertaron en mí los ordinarios milagros de la vida, salí de debajo del retrete lanzando gritos afirmativos. Ello me costó cinco palmetazos en los nudillos y permanecer arrodillado sobre mazorcas de maíz hasta que me sangraron las rodillas. Pero. Valió la pena.

Yo me veía como un espía infiltrado en un mundo extraño: el mundo femenino. Con el pretexto de recabar información, robé del tendedero las enormes bragas de la señora Stanislawski. Me encerré en el retrete y las olí con fruición. Hundí la cara en la entrepierna. Me las puse en la cabeza. Las hice ondear al viento como la bandera de una nación nueva. Cuando mi madre abrió la puerta, me las estaba probando. Dentro hubieran cabido tres como yo.

Con una mirada letal —y el humillante castigo de tener que llamar a la puerta de los Stanislawski para devolver la prenda—, mi madre puso fin a la parte general de mi investigación. Y sin embargo. Seguí adelante con la parte específica. Aquí la investigación era minuciosa. Averigüé que Alma era la más pequeña de cuatro hermanos y la predilecta del padre. Descubrí que su cumpleaños era el 21 de febrero (lo que la hacía cinco meses y veintiocho días mayor que yo), que le gustaban las cerezas amargas en almíbar —traídas de Rusia de contrabando— y que un día se había comido medio tarro a escondidas, y cuando su madre lo descubrió la obligó a comer el otro medio, pensando que le sentarían mal y las aborrecería para siempre. Pero no fue así.

Se las comió todas y después dijo a una compañera de clase que hubiera comido más. Supe también que su padre quería que aprendiera a tocar el piano, pero que ella prefería el violín y que ninguno de los dos daba su brazo a torcer, y que el conflicto no se resolvió hasta que Alma consiguió un estuche de violín (que dijo haber encontrado tirado en la calle) con el que se paseaba por delante de su padre y a veces hasta fingía tocar un violín invisible, y que ésta fue la gota que colmó el vaso, su padre claudicó y dispuso que uno de sus hijos, que estudiaba en el instituto de Vilna, trajera el violín, el cual llegó en un estuche de reluciente cuero negro forrado de terciopelo morado, y que todas las piezas que Alma aprendió a tocar, por melancólicas que fueran, teman el inconfundible tono de la victoria. Yo lo sabía porque la oía tocar, pegado a su ventana, esperando que se me revelara el secreto de su corazón, con la misma perseverancia con que había esperado la cagada del gran
tzaddik
.

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