Después de observarlo unos segundos, sin pestañear, el Consejero asintió y una sonrisa cruzó brevemente su cara que, diría cientos de veces el Beatito en los años venideros, fue su consagración. El Consejero señaló un pequeño espacio de tierra libre, a su lado, que parecía reservado para él entre el amontonamiento de cuerpos. El muchacho se acurrucó allí, entendiendo, sin que hicieran falta las palabras, que el Consejero lo consideraba digno de partir con él por los caminos del mundo, a combatir contra el Demonio. Los perros trasnochadores, los vecinos madrugadores de Pombal oyeron mucho rato todavía el llanto del Beatito sin sospechar que sus sollozos eran de felicidad.
S
U VERDADERO
nombre no era Galileo Gall, pero era, sí, un combatiente de la libertad, o, como él decía, revolucionario y frenólogo. Dos sentencias de muerte lo acompañaban por el mundo y había pasado en la cárcel cinco de sus cuarenta y seis años. Había nacido a mediados de siglo, en un poblado del sur de Escocia donde su padre ejercía la medicina y había tratado infructuosamente de fundar un cenáculo libertario para propagar las ideas de Proudhon y Bakunin. Como otros niños entre cuentos de hadas, él había crecido oyendo que la propiedad es el origen de todos los males sociales y que el pobre sólo romperá las cadenas de la explotación y el oscurantismo mediante la violencia.
Su padre fue discípulo de un hombre al que consideraba uno de los sabios augustos de su tiempo: Franz Joseph Gall, anatomista, físico y fundador de la ciencia frenológica. En tanto que para otros adeptos de Gall, esta ciencia consistía apenas en creer que el intelecto, el instinto y los sentimientos son órganos situados en la corteza cerebral, y que pueden ser medidos y tocados, para el padre de Galileo esta disciplina significaba la muerte de la religión, el fundamento empírico del materialismo, la prueba de que el espíritu no era lo que sostenía la hechicería filosófica, imponderable e impalpable, sino una dimensión del cuerpo, como los sentidos, e igual que éstos capaz de ser estudiado y tratado clínicamente. El escocés inculcó a su hijo, desde que tuvo uso de razón, este precepto simple: la revolución libertará a la sociedad de sus flagelos y la ciencia al individuo de los suyos. A luchar por ambas metas había dedicado Galileo su existencia.
Como sus ideas disolventes le hacían la vida difícil en Escocia, el padre se instaló en el sur de Francia, donde fue capturado en 1868 por ayudar a los obreros de las hilanderías de Burdeos durante una huelga, y enviado a Cayena. Allí murió. Al año siguiente Galileo fue a prisión, acusado de complicidad en el incendio de una iglesia —el cura era lo que más odiaba, después del militar y el banquero—, pero a los pocos meses escapó y estuvo trabajando con un facultativo parisino, antiguo amigo de su padre. En esa época adoptó el nombre de Galileo Gall, a cambio del suyo, demasiado conocido por la policía, y empezó a publicar pequeñas notas políticas y de divulgación científica en un periódico de Lyon:
l'Etincelle de la révolte.
Uno de sus orgullos era haber combatido de marzo a mayo de 1871 con los comuneros de París por la libertad del género humano y haber sido testigo del genocidio de treinta mil hombres, mujeres y niños perpetrado por las fuerzas de Thiers. También fue condenado a muerte, pero logró escapar del cuartel antes de la ejecución, con el uniforme de un sargento-carcelero, a quien mató. Fue a Barcelona y allí estuvo algunos años estudiando medicina y practicando la frenología junto a Mariano Cubí, un sabio que se preciaba de detectar las inclinaciones y rasgos más secretos de cualquier hombre con sólo pasar sus yemas una vez por su cráneo. Parecía que se iba a recibir de médico cuando su amor a la libertad y el progreso o su vocación aventurera pusieron otra vez en movimiento su vida. Con un puñado de adictos a la Idea asaltó una noche el cuartel de Montjuich, para desencadenar la tempestad que, creían, conmovería los cimientos de España. Pero alguien los delató y los soldados los recibieron a balazos. Vio caer a sus compañeros peleando, uno a uno; cuando lo capturaron tenía varias heridas. Lo condenaron a muerte, pero, como según la ley española no se da garrote vil a un herido, decidieron curarlo antes de matarlo. Personas amigas e influyentes lo hicieron huir del hospital y lo embarcaron, con papeles falsos, en un barco de carga.
Había recorrido países, continentes, siempre fiel a las ideas de su infancia. Había palpado cráneos amarillos, negros y blancos y alternado, al azar de las circunstancias, la acción política y la práctica científica, borroneando a lo largo de esa vida de aventuras, cárceles, golpes de mano, reuniones clandestinas, fugas, reveses, cuadernos que corroboraban, enriqueciéndolas de ejemplos, las enseñanzas de sus maestros: su padre, Proudhon, Gall, Bakunin, Spurzheim, Cubí. Había estado preso en Turquía, en Egipto, en Estados Unidos, por atacar el orden social y las ideas religiosas, pero gracias a su buena estrella y a su desprecio del peligro nunca permaneció mucho tiempo entre rejas.
En 1894 era médico del barco alemán que naufragó en las costas de Bahía y cuyos restos quedarían varados para siempre frente al Fuerte de San Pedro. Hacía apenas seis años que el Brasil había abolido la esclavitud y cinco que había pasado de Imperio a República. Lo fascinó su mezcla de razas y culturas, su efervescencia social y política, al ser una sociedad en la que se codeaban Europa y África y algo más que hasta ahora no conocía. Decidió quedarse. No pudo abrir un consultorio, pues carecía de títulos, de manera que, como lo había hecho en otras partes, se ganó la vida dando clases de idiomas y en quehaceres efímeros. Aunque vagabundeaba por el país, volvía siempre a Salvador, donde solía encontrársele en la Librería Catilina, a la sombra de las palmeras del Mirador de los Afligidos o en las tabernas de marineros de la ciudad baja, explicando a interlocutores de paso que todas las virtudes son compatibles si la razón y no la fe es el eje de la vida, que no Dios sino Satán —el primer rebelde — es el verdadero príncipe de la libertad y que una vez destruido el viejo orden gracias a la acción revolucionaria, la nueva sociedad florecerá espontáneamente, libre y justa. Aunque había quienes lo escuchaban, las gentes no parecían hacerle mucho caso.
C
UANDO
la sequía de 1877, en los meses de hambruna y epidemias que mataron a la mitad de hombres y animales de la región, el Consejero ya no peregrinaba solo sino acompañado, o mejor dicho seguido (él parecía apenas darse cuenta de la estela humana que prolongaba sus huellas) por hombres y mujeres que, algunos tocados en el alma por sus consejos, otros por curiosidad o simple inercia, abandonaban lo que tenían para ir tras él. Unos lo escoltaban un trecho de camino, algunos pocos parecían estar a su lado para siempre. Pese a la sequía, él seguía andando, aunque los campos estuvieran ahora sembrados de osamentas de res que picoteaban los buitres y lo recibieran poblados semivacíos.
Que a lo largo de 1877 dejara de llover, se secaran los ríos y aparecieran en las caatingas innumerables caravanas de retirantes que, llevando en carromatos o sobre los hombros las miserables pertenencias, deambulaban en busca de agua y de sustento, no fue tal vez lo más terrible de ese año terrible. Si no, tal vez, los bandoleros y las cobras que erupcionaron los sertones del Norte. Siempre había habido gente que entraban a las haciendas a robar ganado, se tiroteaban con los capangas de los terratenientes y saqueaban aldeas apartadas y a las que periódicamente venían a perseguir las volantes de la policía. Pero con el hambre las cuadrillas de bandoleros se multiplicaron como los panes y pescados bíblicos. Caían, voraces y homicidas, en los pueblos ya diezmados por la catástrofe para apoderarse de los últimos comestibles, de enseres y vestimentas y reventar a tiros a los moradores que se atrevían a enfrentárseles.
Pero al Consejero nunca lo ofendieron de palabra u obra. Se cruzaban con él, en las veredas del desierto, entre los cactos y las piedras, bajo un cielo de plomo, o en la intrincada caatinga donde se habían marchitado los matorrales y los troncos comenzaban a cuartearse. Los cangaceiros, diez, veinte hombres armados con todos los instrumentos capaces de cortar, punzar, perforar, arrancar, veían al hombre flaco de hábito morado, que paseaba por ellos un segundo, con su acostumbrada indiferencia, sus ojos helados y obsesivos, y proseguía haciendo las cosas que solía hacer: orar, meditar, andar, aconsejar. Los peregrinos palidecían al ver a los hombres del cangaco y se apiñaban alrededor del Consejero como pollos en torno a la gallina. Los bandoleros, comprobando su extrema pobreza, seguían de largo, pero, a veces, se detenían al reconocer al santo cuyas profecías habían llegado a sus oídos. No lo interrumpían si estaba orando; esperaban que se dignara verlos. Él les hablaba al fin, con esa voz cavernosa que sabía encontrar los atajos del corazón. Les decía cosas que podían entender, verdades en las que podían creer. Que esta calamidad era sin duda el primero de los anuncios de la llegada del Anticristo y de los daños que precederían la resurrección de los muertos y el Juicio Final. Que si querían salvar el alma debían prepararse para las contiendas que se librarían cuando los demonios del Anticristo —que sería el Perro mismo venido a la tierra a reclutar prosélitos — invadieran como mancha de fuego los sertones. Igual que los vaqueros, los peones, los libertos y los esclavos, los cangaceiros reflexionaban. Y algunos de ellos —el cortado Pajeú, el enorme Pedrão y hasta el más sanguinario de todos: João Satán — se arrepentían de sus crímenes, se convertían al bien y lo seguían.
Y, como los bandoleros, lo respetaron las serpientes de cascabel que asombrosamente y por millares brotaron en los campos a raíz de la sequía. Largas, resbaladizas, triangulares, contorsionantes, abandonaban sus guaridas y ellas también se retiraban, como los hombres, y en su fuga mataban niños, terneros, cabras y no vacilaban en ingresar a pleno día a los poblados en pos de sustento. Eran tan numerosas que no había acuanes bastantes para acabar con ellas y no fue raro ver, en esa época trastornada, serpientes que se comían a esa ave de rapiña en vez de, como antaño, ver al acuán levantando el vuelo con su presa en el pico. Los sertaneros debieron andar día y noche con palos y machetes y hubo retirantes que llegaron a matar cien crótalos en un solo día. Pero el Consejero no dejó de dormir en el suelo, donde lo sorprendiera la noche. Una tarde, que oyó a sus acompañantes hablando de serpientes, les explicó que no era la primera vez que sucedía. Cuando los hijos de Israel regresaban de Egipto a su país, y se quejaban de las penalidades del desierto, el Padre les envió en castigo una plaga de ofidios. Intercedió Moisés y el Padre le ordenó fabricar una serpiente de bronce a la que bastaba mirar para curarse de la mordedura. ¿Debían hacer ellos lo mismo? No, pues los milagros no se repetían. Pero seguramente el Padre vería con buenos ojos que llevaran, como detente, la cara de Su Hijo. Una mujer de Monte Santo, María Quadrado, cargó desde entonces en una urna un pedazo de tela con la imagen del Buen Jesús pintada por un muchacho de Pombal que por piadoso se había ganado el nombre de Beatito. El gesto debió complacer al Padre pues ninguno de los peregrinos fue mordido.
Y también respetaron al Consejero las epidemias que, a consecuencia de la sequía y el hambre, se encarnizaron en los meses y años siguientes contra los que habían conseguido sobrevivir. Las mujeres abortaban a poco de ser embarazadas, los niños perdían los dientes y el pelo, y los adultos, de pronto, comenzaban a escupir y a defecar sangre, se hinchaban de tumores o llagaban con sarpullidos que los hacían revolcarse contra los cascajos como perros sarnosos. El hombre filiforme seguía peregrinando entre la pestilencia y mortandad, imperturbable, invulnerable, como un bajel de avezado piloto que navega hacia buen puerto sorteando tempestades.
¿A qué puerto se dirigía el Consejero tras ese peregrinar incesante? Nadie se lo preguntaba ni él lo decía ni probablemente lo sabía. Iba ahora rodeado por decenas de seguidores que lo habían abandonado todo para consagrarse al espíritu. Durante los meses de la sequía el Consejero y sus discípulos trabajaron sin tregua dando sepultura a los muertos de inanición, peste o angustia que encontraban a la vera de los caminos, cadáveres corruptos y comidos por las bestias y aun por humanos. Fabricaban cajones y cavaban fosas para esos hermanos y hermanas. Eran una variopinta colectividad donde se mezclaban razas, lugares, oficios. Había entre ellos encuerados que habían vivido arreando el ganado de los coroneles hacendados; caboclos de pieles rojizas cuyos tatarabuelos indios vivían semidesnudos, comiéndose los corazones de sus enemigos; mamelucos que fueron capataces, hojalateros, herreros, zapateros o carpinteros y mulatos y negros cimarrones huidos de los cañaverales del litoral y del potro, los cepos, los vergazos con salmuera y demás castigos inventados en los ingenios para los esclavos. Y había las mujeres, viejas y jóvenes, sanas o tullidas, que eran siempre las primeras en conmoverse cuando el Consejero, durante el alto nocturno, les hablaba del pecado, de las vilezas del Can o de la bondad de la Virgen. Eran ellas las que zurcían el hábito morado convirtiendo en agujas las espinas de los cardos y en hilo las fibras de las palmeras y las que se ingeniaban para hacerle uno nuevo cuando el viejo se desgarraba en los arbustos, y las que le renovaban las sandalias y se disputaban las viejas para conservar, corno reliquias, esas prendas que habían tocado su cuerpo. Eran ellas las que, cada tarde, cuando los hombres habían prendido las fogatas, preparaban el angú de harina de arroz o de maíz o de mandioca dulce con agua y las buchadas de zapallo que sustentaban a los peregrinos. Éstos nunca tuvieron que preocuparse por el alimento, pues eran frugales y recibían dádivas por donde pasaban. De los humildes, que corrían a llevarle al Consejero una gallina o una talega de maíz o quesos recién hechos, y también de los propietarios que, cuando la corte harapienta pernoctaba en las alquerías y, por iniciativa propia y sin cobrar un centavo, limpiaba y barría las capillas de las haciendas, les mandaban con sus sirvientes leche fresca, víveres y, a veces, una cabrita o un chivo.
Había dado ya tantas vueltas, andado y desandado tantas veces por los sertones, subido y bajado tantas chapadas, que todo el mundo lo conocía. También los curas. No había muchos y los que había estaban como perdidos en la inmensidad del sertón y eran, en todo caso, insuficientes para mantener vivas a las abundantes iglesias que eran visitadas por pastores sólo el día del santo del pueblo. Los vicarios de algunos lugares, como Tucano y Cumbe, le permitían hablar a los fieles desde el pulpito y se llevaban bien con él; otros, como los de Entre Ríos e Itapicurú se lo prohibían y lo combatían. En los demás, para retribuirle lo que hacía por las iglesias y los cementerios, o porque su fuerza entre las almas sertaneras era tan grande que no querían indisponerse con sus parroquianos, los vicarios consentían a regañadientes a que, luego de la misa, rezara letanías y predicara en el atrio.