¿En qué forma afectaría su vida este suceso? ¿Tenía aún razón de ser la decisión de Roma? ¿Debía renovarla después de este accidente o revisarla? ¿Era un accidente? ¿Cómo explicar científicamente lo de esta madrugada? En su alma —no, en su espíritu, la palabra alma estaba infectada de mugre religiosa—, a ocultas de su conciencia, se fueron almacenando en estos años los apetitos que creía desarraigados, las energías que suponía desviadas hacia fines mejores que el placer. Y esa acumulación secreta estalló esa mañana, inflamada por las circunstancias, es decir el nerviosismo, la tensión, el susto, la sorpresa del asalto, del robo, del tiroteo, de las muertes. ¿Era la explicación justa? Ah, si hubiera podido examinar todo esto como un problema ajeno, objetivamente, con alguien como el viejo Cubí. Y recordó esas conversaciones que el frenólogo llamaba socráticas, andando en el puerto de Barcelona y por el dédalo del barrio gótico y su corazón tuvo nostalgia. No, sería imprudente, torpe, estúpido, perseverar en la decisión romana, sería preparar en el futuro un suceso idéntico o más grave que el de este amanecer. Pensó o soñó, con amargo sarcasmo: «Tienes que resignarte a fornicar, Galileo».
Pensó en Jurema. ¿Era un ser pensante? Un animalito doméstico, más bien. Diligente, sumiso, capaz de creer que las imágenes de San Antonio escapan de las iglesias a las grutas donde fueron talladas, adiestrado como las otras siervas del Barón para cuidar gallinas y carneros, dar de comer al marido, lavarle la ropa y abrirle las piernas sólo a él. Pensó: «Ahora, tal vez, despertará de su letargo y descubrirá la injusticia». Pensó: «Yo soy tu injusticia». Pensó: «Tal vez le has hecho un bien».
Pensó en los hombres que lo asaltaron y se llevaron el carromato y en los dos que mató. ¿Eran gentes del Consejero? ¿Los capitaneaba el de la curtiembre de Queimadas, ese Pajeú? No dormía, no soñaba, pero seguía con los ojos cerrados e inmóvil. ¿No era natural que fuera él, Pajeú, quien, tomándolo por un espía del Ejército o un mercader ávido de trampear a su gente, lo hubiera hecho vigilar y, al descubrir armas en su poder, echara mano de ellas para abastecer a Canudos? Ojalá fuera así, ojalá en este momento esos fusiles cabalgaran a reforzar a los yagunzos para lo que se les avecinaba. ¿Por qué hubiera confiado en él, Pajeú? ¿Qué confianza podía inspirarle un forastero que pronunciaba mal su idioma y tenía ideas oscuras? «Has matado a dos compañeros, Gall», pensó. Estaba despierto: ese calor es el sol de la mañana, esos ruidos los cencerros de los carneros. ¿Y si estaban en manos de simples forajidos? Pudieron seguirlos a él y al encuerado la noche anterior, cuando las traían desde la hacienda donde Epaminondas se las entregó. ¿No decían que la región hervía de cangaceiros? ¿Había procedido con precipitación, sido imprudente? Pensó: «Debí descargar las armas, meterlas aquí». Pensó: «Entonces estarías muerto y se las hubieran llevado también». Se sintió comido por las dudas: ¿Regresaría a Bahía? ¿Iría siempre a Canudos? ¿Abriría los ojos? ¿Se levantaría de esta hamaca? ¿Enfrentaría por fin la realidad? Oía los cencerros, oía ladridos y ahora oyó, también, pisadas y una voz.
C
UANDO
las columnas de la Expedición del Mayor Febronio de Brito y el puñado de soldaderas que aún las seguían convergieron en la localidad de Mulungú, a dos leguas de Canudos, se quedaron sin cargadores ni guías. Los pisteros reclutados en Queimadas y Monte Santo para orientar a las patrullas de reconocimiento y que, desde que empezaron a cruzar caseríos humeantes, se habían mostrado huraños, desaparecieron simultáneamente en el anochecer, mientras los soldados, tumbados hombro contra hombro, reflexionaban sobre las heridas y acaso la muerte que los aguardaban detrás de esas cumbres, retratadas contra un cielo azul añil que se volvía negro.
Unas seis horas después, los prófugos llegaban a Canudos, acezantes, a pedir perdón al Consejero por haber servido al Can. Los llevaron al almacén de los Vilanova y allí João Abade los interrogó, con lujo de detalles, sobre los soldados que venían y los dejó luego en manos del Beatito, que recibía siempre a los recién llegados. Los rastreadores debieron jurar ante él que no eran republicanos, que no aceptaban la separación de la Iglesia y el Estado, ni el derrocamiento del Emperador Pedro II, ni el matrimonio civil, ni los cementerios laicos, ni el sistema métrico decimal, que no responderían las preguntas del censo y que nunca más robarían ni se embriagarían ni apostarían dinero. Luego, se hicieron una pequeña incisión con sus facas en prueba de su voluntad de derramar su sangre luchando contra el Anticristo. Sólo entonces fueron encaminados, por hombres con armas, entre seres recién salidos del sueño por la nueva de su venida y que los palmeaban y les estrechaban la mano, hasta el Santuario. En la puerta, apareció el Consejero. Cayeron de rodillas, se persignaban, querían tocar su túnica, besarle los pies. Varios, desbordados por la emoción, sollozaban. El Consejero, en vez de sólo bendecirlos, mirando a través de ellos, como hacía con los nuevos elegidos, se inclinó y los fue levantando y los miró uno a uno con sus ojos negros y ardientes que ninguno de ellos olvidaría más. Después pidió a María Quadrado y a las ocho beatas del Coro Sagrado —vestían túnicas azules ceñidas con cordones de lino —que encendieran los mecheros del Templo del Buen Jesús, como hacían cada tarde, cuando él subía a la torre a dar consejos.
Minutos más tarde estaba en el andamio, rodeado del Beatito, del León de Natuba, de la Madre de los Hombres y de las beatas, y a sus pies, apiñados y anhelantes en el amanecer que despuntaba, estaban los hombres y mujeres de Canudos, conscientes de que ésta sería una ocasión más extraordinaria que otras. El Consejero fue, como siempre, a lo esencial. Habló de la transubstanciación, del Padre y del Hijo que eran dos y uno, y tres y uno con el Divino Espíritu Santo y, para que lo oscuro fuera claro, explicó que Belo Monte podía ser, también, Jerusalén. Con su dedo índice mostró, en la dirección de la Favela, el Huerto de los Olivos, donde el Hijo habían pasado la noche atroz de la traición de Judas y, un poco más allá, en la Sierra de Cañabrava, el Monte Calvario, donde los impíos lo crucificaron entre dos ladrones. Añadió que el Santo Sepulcro se encontraba a un cuarto de legua, en Grajaú, entre roquedales cenicientos, donde fieles anónimos había plantado una cruz. Pormenorizó, luego, ante los elegidos silenciosos y maravillados, por qué callejuelas de Canudos pasaba el camino del Calvario, dónde había caído Cristo la primera vez, dónde había encontrado a su Madre, en qué lugar le había limpiado el rostro la pecadora redimida y de dónde a dónde lo había ayudado el Cireneo a arrastrar la cruz. Cuando explicaba que el Valle de Ipueira era el Valle de Josafat se escucharon disparos, al otro lado de las cumbres que apartaban a Canudos del mundo. Sin apresurarse, el Consejero pidió a la multitud —desgarrada entre el hechizo de su voz y los tiros — que cantara un Himno compuesto por el Beatito: «En loor del Querubín». Sólo después partieron con João Abade y Pajeú grupos de hombres a reforzar a los yagunzos que combatían ya con la vanguardia del Mayor Febronio de Brito en las faldas del monte Cambaio.
Cuando llegaron a la carrera a apostarse en las grietas, trincheras y lajas salientes de la montaña que soldados de uniformes rojiazules y verdiazules trataban de escalar, ya había muertos. Los yagunzos colocados por João Abade en ese paso obligatorio habían visto acercarse todavía a oscuras a las tropas, y, mientras el grueso de ellas descansaba en Rancho das Pedras —unas ocho cabañas desaparecidas por el fuego de los incendiarios — vieron que una compañía de infantes, mandada por un Teniente montado en un caballo pinto, se adelantaba hacia el Cambaio. La dejaron avanzar hasta tenerla muy cerca y, a una señal de José Venancio, la rociaron de tiros de carabina, de espingarda, de fusil, de pedradas, de dardos de ballesta y de insultos: «perros», «masones», «protestantes». Sólo entonces se percataron los soldados de su presencia. Dieron media vuelta y huyeron, menos tres heridos que fueron alcanzados y rematados por yagunzos saltarines y el caballo, que se encabritó y lanzó al suelo a su jinete y rodó entre los pedruscos, quebrándose las patas. El Teniente pudo refugiarse detrás de unas rocas y empezar a disparar en tanto que el animal seguía allí tendido, relinchando lúgubremente, después de varias horas de tiroteo.
Muchos yagunzos habían sido despedazados por los cañonazos de los Krupp, que, al poco rato de la primera escaramuza, comenzaron a bombardear la montaña provocando derrumbes y lluvia de esquirlas. João Grande, que estaba junto a José Venancio, comprendió que era suicida el amontonamiento y, brincando entre las lajas, sacudiendo los brazos como aspas, gritó que se dispersaran, que no ofrecieran ese blanco compacto. Le obedecieron, saltando de roca a roca o aplastándose contra el suelo, mientras, abajo, repartidos en secciones de combate al mando de tenientes, sargentos y cabos, los soldados, en medio de una polvareda y toques de corneta, trepaban al Cambaio. Cuando llegaron João Abade y Pajeú con los refuerzos, habían alcanzado la mitad de la montaña. Los yagunzos que trataban de rechazarlos, pese a estar diezmados, no habían retrocedido. Los que traían armas de fuego se pusieron a disparar en el acto, acompañando los disparos de vociferaciones. Los que sólo llevaban machetes y facas, o esas ballestas para lanzar dardos con las que los sertaneros cazaban patos y venados y que Antonio Vilanova había hecho fabricar por decenas a los carpinteros de Canudos, se conformaban con formar racimos en torno a aquéllos y alcanzarles la pólvora o baquetearles las carabinas, esperando que el Buen Jesús les hiciera heredar un arma o acercarse al enemigo lo bastante para atacarlo con las manos.
Los Krupp seguían lanzando obuses contra las alturas y los desprendimientos de rocas causaban tantas víctimas como las balas. Al comienzo del atardecer, cuando figuras rojiazules y verdiazules comenzaron a perforar las líneas de los elegidos, João Abade convenció a los otros que debían replegarse o se verían cercados. Varías decenas de yagunzos habían muerto y muchos más se encontraban heridos. Los que estuvieron en condiciones de escuchar la orden y retrocedieron y se deslizaron por la llanura conocida como el Tabolerinho hacia Belo Monte, fueron apenas algo más de la mitad de los que la víspera y esa mañana habían recorrido en dirección contraria ese camino. José Venancio, que se retiraba entre los últimos, apoyado en un palo, con la pierna encogida y sangrante, recibió un tiro por la espalda que lo mató sin darle tiempo a persignarse.
El Consejero permanecía desde esa madrugada en el Templo sin terminar, orando, rodeado de las beatas, de María Quadrado, del Beatito, del León de Natuba y de una multitud de fieles, que rezaban también a la vez que tenían los oídos pendientes del fragor que traía hasta Canudos, por momentos muy nítido, el viento del Norte. Pedrão, los hermanos Vilanova, Joaquim Macambira y los otros que se habían quedado allí, preparando a la ciudad para el asalto, estaban desplegados a lo largo del Vassa Barris. Habían llevado a sus orillas todas las armas, la pólvora y los proyectiles que encontraron. Cuando el anciano Macambira vio aparecer a los yagunzos que regresaban del Cambaio, murmuró que, por lo visto, el Buen Jesús quería que los perros entraran a Jerusalén. Ninguno de sus hijos advirtió que se había confundido de palabra.
Pero no entraron. El combate se decidió ese mismo día, antes de que fuera noche, en el Tabolerinho, donde en estos momentos se iban tirando al suelo, aturdidos de fatiga y de felicidad, los soldados de las tres columnas del Mayor Febronio de Brito, después de ver huir a los yagunzos de las últimas estribaciones del monte, y que presentían ahí, a menos de una legua, la promiscua geografía de techos y de paja y las dos altísimas torres de piedra de lo que consideraban ya el botín de su victoria. Mientras los yagunzos sobrevivientes entraban a Canudos —su llegada, provocaba desconcierto, conversaciones sobreexcitadas, llantos, gritos, rezos a voz en cuello—, los soldados se dejaban caer al suelo, se abrían las guerreras rojiazules, verdiazules, se sacaban las polainas, tan agotados que ni siquiera podían decirse unos a otros lo dichosos que estaban por la derrota del enemigo. Reunidos en Consejo de Guerra, el Mayor Febronio y sus catorce oficiales decidían acampar en ese tablazo pelado, junto a una inexistente laguna que los mapas llamaban de Cipo y que, a partir de ese día, llamarían de Sangre. A la mañana siguiente, con las primeras luces, darían el asalto al cubil de los fanáticos.
Pero, antes de una hora, cuando tenientes, sargentos y cabos todavía pasaban revista a las compañías entumecidas, establecían listas de muertos, heridos y desaparecidos y aún surgían entre las rocas soldados de la retaguardia, los asaltaron a ellos. Sanos o enfermos, hombres o mujeres, niños o viejos, todos los elegidos en condiciones de pelear les cayeron encima, como un alud. Los había convencido João Abade que debían atacar ahora mismo, ahí mismo, todos juntos, pues ya no habría después si no lo hacían. Habían salido tras él en tropel tumultuoso, cruzado como estampida de reses el tablazo. Venían armados de todas las imágenes del Buen Jesús, de la Virgen, del Divino que había en la ciudad, empuñaban todos los garrotes, varas, hoces, horquillas, facas y machetes de Canudos, además de los trabucos, las escopetas, las carabinas, las espingardas y los Mánnlichers conquistados en Uauá, y, a la vez que disparaban balas, trozos de metal, clavos, dardos, piedras, daban alaridos, poseídos de ese coraje temerario que era el aire que respiraban los sertañeros desde que nacían multiplicado ahora en ellos por el amor a Dios y el odio al Príncipe de las Tinieblas que el santo había sabido infundirles. No dieron tiempo a los soldados a salir del estupor de ver de pronto, en ese llano, la masa vociferante de hombres y mujeres que corrían hacia ellos como si no hubieran sido ya derrotados. Cuando el susto los despertó, los sacudió, los puso de pie y cogieron sus armas, era ya tarde. Ya los yagunzos estaban sobre ellos, entre ellos, detrás de ellos, delante de ellos, disparándoles, acuchillándolos, apredreándolos, clavándolos, mordiéndolos, arrancándoles los fusiles, las cartucheras, los pelos, los ojos, y, sobre todo, maldiciéndolos con las palabras más extrañas que habían oído jamás. Primero unos, después otros, atinaron a huir, confundidos, enloquecidos, espantados ante esa arremetida súbita, insensata, que no parecía humana. En las sombras que caían detrás de la bola de fuego que acababa de hundirse tras las cumbres, se dispersaban solos o en grupos por esas faldas del Cambaio que tan esforzadamente habían trepado a lo largo de toda la jornada, corriendo en todas direcciones, tropezando, incorporándose, desprendiéndose a jalones de sus uniformes con la esperanza de pasar desapercibidos y rogando que la noche llegara de una vez y fuera oscura.