Irritado, el Señor de la Guerra dejó caer la mano.
Sintiéndose como si acabara de despertar de un sueño agitado e irregular, Joram parpadeó y miró alrededor de la fragua con rapidez. Estaba solo.
—El Patriarca Vanya se ha retirado a sus aposentos privados para pasar la tarde —era el mensaje que el Diácono que actuaba como su secretario daba a todos aquellos que deseaban ver a Su Divinidad.
Éstos no eran demasiados; todos los habitantes de El Manantial, y una gran mayoría de los forasteros, estaban muy familiarizados con las costumbres del Patriarca. Se retiraba siempre a sus aposentos para cenar en privado, o con aquellos pocos que eran lo bastante afortunados como para ser invitados; y cuando estaba en sus aposentos, no se lo podía molestar por ningún motivo excepto el asesinato de alguno de los Emperadores. (Si la muerte de los Emperadores se debía a causas naturales, entonces podía esperar hasta la mañana siguiente.)
Duuk-tsarith
montaban guardia frente a los aposentos del Patriarca, con la única misión de asegurarse de que no se molestara a Su Divinidad.
Existían varias razones para aquella, tan celosamente guardada, intimidad, tanto públicas como privadas. Públicamente, se sabía en todo Thimhallan que el Patriarca Vanya era un buen gastrónomo que se negaba a permitir que ningún tipo de molestia interrumpiera su cena. Los invitados a su mesa eran seleccionados cuidadosamente para proporcionar una conversación interesante y nada polémica a la hora de la cena, lo cual se consideraba muy importante para una buena digestión.
También era de dominio público que el Patriarca Vanya trabajaba de forma agotadora durante el día, dedicándose totalmente a los asuntos de la Iglesia (y del estado). Levantándose antes de que saliera el sol, raramente abandonaba su despacho hasta después de su puesta. Tras un día tan intenso, era importante para su salud el disfrutar de aquellas horas de ininterrumpido descanso y distracción durante el anochecer.
Se sabía también que el Patriarca empleaba aquellas horas de tranquilidad para meditar y entrar en contacto con Almin.
Aquéllas eran las razones que se daban a conocer públicamente. La auténtica razón, claro está, era un secreto, que sólo conocía el Patriarca. Vanya utilizaba aquellas horas de tranquilidad para tratar asuntos, pero no con Almin. Aquellos con quienes hablaba eran más de este mundo...
Aquella noche de otoño había habido invitados a cenar, pero se habían retirado temprano, al indicar el Patriarca que se hallaba extraordinariamente cansado aquella tarde. Sin embargo, una vez que se hubieron marchado los invitados, Vanya no se dirigió a su alcoba como hubiera podido esperarse. En su lugar, moviéndose con una velocidad y una presteza que mal encajaban con su pretendido agotamiento, el Patriarca retiró el encantamiento que sellaba una pequeña capilla privada, y abrió la puerta.
La capilla, un lugar bello y tranquilo, estaba construida siguiendo las antiguas tradiciones. Su oscuro interior estaba iluminado por vidrieras creadas mágicamente muchos siglos atrás por los mejores artesanos especializados en el modelado del cristal. Unos bancos de madera de palisandro estaban situados frente a un altar de cristal, que también tenía siglos de antigüedad, decorado con los símbolos de los Nueve Misterios.
En este lugar Vanya celebraba la Ceremonia del Alba, los Rezos Vespertinos, y buscaba también la guía y el consejo de Almin, algo que hacía con muy poca frecuencia, si es que lo hacía, ya que era la opinión personal del Patriarca que era Almin quien debiera utilizar la guía y el consejo de su ministro, y no al contrario.
Vanya penetró en la capilla, que estaba iluminada por un rayo de luz perpetuo que brillaba desde el altar, tan pálido y sereno como los rayos de la luna, prestándole al aposento una atmósfera de paz y tranquilidad.
Sin embargo, no parecía haber paz ni tranquilidad en el Patriarca mientras atravesaba la capilla. Moviéndose con rapidez, sin dedicarle una sola mirada al altar, Vanya cruzó la habitación y fue a detenerse ante uno de los elegantemente decorados paneles de madera que formaban el revestimiento interior de la pequeña capilla. Posando las manos sobre el panel, el Patriarca murmuró unas palabras secretas y arcanas, y el panel se disolvió bajo sus dedos. Ante él se abrió un enorme hueco, vacío y tenebroso: un Corredor; pero no era un Corredor común, no formaba parte de la vasta red de túneles tiempo-dimensionales creados tiempo atrás por los Adivinos, que cruzaban y entrecruzaban Thimhallan. Aquel Corredor también había sido creado por los Adivinos, pero no conectaba con ningún otro Corredor. Sólo un hombre conocía su existencia —el Patriarca del Reino— y conducía a un solo sitio.
Fue a este lugar adonde se dirigió el Patriarca Vanya, llegando allí en un ensalmo. Al salir del Corredor, el Patriarca se encontró en una cavidad hecha del mismo material que los Corredores, una cavidad que existía únicamente en la distorsionada estructura del tiempo y del espacio. Cada vez que penetraba en ese lugar, a Vanya le parecía como si penetrase en alguna oscura y secreta región de su propia mente.
No había nada que ver allí dentro, ni tampoco podía tocar paredes o sentir un suelo bajo sus pies, aunque tenía la sensación de que andaba sobre él. Tenía la impresión de que aquel hueco en el espacio y el tiempo era redondo. En el centro había una silla donde podía sentarse, si lo que venía a hacer allí le tomaba demasiado tiempo. Pero la silla podía muy bien ser un producto de su imaginación, puesto que parecía tener brazos cuando los quería y carecer de ellos cuando no le eran necesarios. A veces era blanda, otras veces dura, y algunas veces, cuando estaba enojado o escaso de tiempo o tenía ganas de andar, la silla simplemente no estaba allí.
Aquella tarde, la silla estaba y, aquella tarde, resultaba blanda y cómoda. Sentándose, Vanya se relajó. Aquélla no era una reunión que exigiera la aplicación de sutiles presiones, amenazas o coacciones. No se trataba de una negociación delicada. Era una reunión de índole informativa, para clarificar y reconfirmar que todo se desarrollaba de acuerdo con el plan.
Recostándose, Vanya se permitió un momento de respiro antes de absorber y activar la magia de la habitación que permitía que tuviera lugar la comunicación. Luego se dirigió en voz alta a la oscuridad.
—Amigo mío, deseo hablarte.
La magia palpitó a su alrededor. Podía sentirla cuchichear junto a su oído y agitarse entre los dedos de su mano.
—Estoy a vuestro servicio.
Era la oscuridad la que hablaba a Vanya, aunque eran unos labios humanos los que formaban las palabras a cientos de kilómetros de distancia. Debido a la magia de la habitación, el Patriarca oía las palabras tal y como su propia mente las formaba, y no necesariamente como la persona que estaba al otro extremo de su pensamiento consciente las pronunciaba. Por eso se conocía a la habitación como la Cámara de la Discreción, ya que dos personas podían conversar entre sí sin que ninguna de las dos conociera la identidad de la otra, a menos que le fuera revelada, sin que ninguna pudiera reconocer a la otra por el aspecto o la voz. En la antigüedad, según contaban las leyendas, había habido varias de estas cámaras; cada una de las Casas Reales, por ejemplo, tenía una, al igual que los diferentes Gremios. Sin embargo, después de la Segunda Enmienda, los catalistas se habían ocupado rápidamente de que los demás huecos de los Corredores fueran sellados, dando como pretexto el argumento de que en un mundo de paz nadie necesitaba tener secretos para con los demás.
Se dio por supuesto que, cuando los catalistas cerraron las otras Cámaras de la Discreción, cerraron también la que ellos poseían en El Manantial. Lo cual no hace más que demostrar la razón del viejo adagio que dice que las suposiciones no son más que mentiras que creen los ciegos.
—¿Estás solo? —interrogó la mente de Vanya a su invisible valido.
—Por el momento. Pero estoy ocupado. Nos ponemos en marcha esta misma semana.
—Ya lo sé. ¿Ha llegado el catalista?
—Sí.
—¿Sin problemas?
—Según como se mire. Está mejor ahora, si es eso lo que queréis decir. Al menos no siente el menor deseo de aventurarse solo por el País del Destierro.
—Bien. ¿Servirá?
—No veo ningún problema para ello.
Parece
ser, tal como vos lo describisteis, ingenuo y dócil, fácilmente intimidable, pero...
—¡Bah! Ese hombre es una masa de temblorosa gelatina. Puede que cause problemas una vez, pero imagino que eso se tratará adecuadamente. Una vez que haya aprendido la lección, no creo que presente más problemas.
—Espero que no.
La voz que sonaba en la mente de Vanya parecía escéptica, lo cual hizo que el Patriarca frunciera el entrecejo.
—¿Hasta dónde han llegado los Tecnólogos en lo referente a la forja de las armas? —continuó Vanya.
—Con la ayuda del catalista, la producción debería acelerarse rápidamente.
—¿Qué progresos se están haciendo en Sharakan? ¿Os habéis puesto en contacto ya con Su Majestad?
—Probablemente vos sabéis más de eso que yo, Divinidad. Yo debo ser cauteloso, claro está. No puedo permitirme revelar mi juego. A Su Majestad se le ha informado discretamente de la adquisición de un catalista y de cómo nos afectará eso. Eso es todo lo que pude hacer.
—Suficiente. Su Majestad debe estar muy seguro de vosotros. Su comportamiento es cada vez más belicoso. Nosotros estamos intentando, desde luego, reprimir esa tempestad. —Vanya hizo un movimiento con la mano como intentando calmar unas aguas embravecidas—, y cuando llegue el momento tendremos que admitir con pesar que hemos fracasado. Las cosas se están moviendo aquí. El hermano de la Emperatriz se está convirtiendo en una molestia, pero nos ocuparemos de él con facilidad. Cuando se declare la guerra, estaremos listos para actuar. ¿Hay algo más?
—Sí. ¿Qué hay de Joram? ¿Qué pretende hacer con él ese catalista?
—¿Qué te importa a ti eso? El muchacho no es más que un instrumento. La única cosa que te debe preocupar es mantenerlo con vida.
—¿Cuáles son las instrucciones del catalista? ¿Qué hará?
—¿Hacer? Dudo que tenga agallas para hacer nada. Le he recomendado precaución. Deberá informarme dentro de un mes o así. Le rogaré que lleve el asunto con calma. Pero haz tus preparativos. Cuando yo dé la orden, tendrás que moverte con rapidez. Tienes tus órdenes. ¿Necesito recordártelas? —Vanya frunció aún más el entrecejo—. Percibo descontento en ti, amigo mío. No estoy acostumbrado a estos interrogatorios. ¿Qué pasa? ¿Han descubierto tu disfraz?
—Claro que no, Patriarca. —La voz se volvió fría y cortante—. Ambos conocemos mi gran talento. Por eso es por lo que me escogisteis a mí. Pero han surgido ciertas cuestiones inesperadas. Alguien se está tomando en todo esto un interés mayor del que a mí me gustaría.
—¿Quién? —exigió Vanya.
—Creo que lo sabéis. —La voz que sonaba dentro de Vanya era suave—. De hecho, me parece que me habéis dado cartas marcadas.
—¡Cómo te atreves...!
—Me atrevo porque soy quien soy. Y ahora, debo irme. Alguien se acerca. Recordad, Divinidad, en mi mano está el rey.
El lazo mágico que los unía se rompió, dejando a Vanya allí sentado, contemplando la oscuridad con labios apretados, sus dedos moviéndose como las patas de una araña por el brazo de la silla.
—¿El rey? Sí, amigo mío. Pero en la mía están las espadas.
Somos muchos, pero no estamos unidos
Si los Tecnólogos se hubieran alzado en grupo y rebelado contra Blachloch, el Señor de la Guerra y sus secuaces hubieran caído. Sin un catalista para facilitarle Vida, los poderes mágicos del Ejecutor hubieran sido limitados, y sus hombres, pocos en número, no hubieran podido resistir el ataque de cientos de personas. Sin embargo, aquellos cientos no se alzaron. De hecho, la mayoría de los Hechiceros estaban totalmente de acuerdo con los planes de Blachloch de aliarse con los habitantes de Sharakan y declarar la guerra. Ya era hora de que los Hechiceros recuperaran para el mundo el poder del Noveno Misterio, volviendo a ocupar el lugar que les correspondía entre los habitantes de Thimhallan. Y si, para conseguirlo, tenían que volver a traer al mundo la muerte y la destrucción, ¿no quedaría esto atenuado por las maravillas que introducirían, maravillas que mejorarían el sistema de vida?
Había algunos Tecnólogos, no obstante, que eran lo bastante inteligentes como para darse cuenta de que en aquel tipo de sueño, los Hechiceros no hacían más que repetir los trágicos errores del pasado; pero éstos estaban en minoría. A Andon, que era un anciano, le iba muy bien hablar de tener paciencia y vivir en paz. Eran los jóvenes los que estaban hartos de tener que andar agazapándose por los bosques, llevando una triste y dura existencia cuando todas las riquezas del mundo podían ser suyas,
debieran
ser suyas.
Así que siguieron a Blachloch incondicionalmente, abandonando sus granjas, trabajando de buena gana en las minas y en la fragua para forjar las armas que iban a labrarles un porvenir.
Aquel porvenir terminó encarnándose para ellos en el monumento que ocupaba el centro del pueblo: la Gran Rueda. Más vieja que el mismo pueblo, la Rueda había sido rescatada de la destrucción de los Templos de los Hechiceros por los perseguidos Tecnólogos, después de las Guerras de Hierro. La trajeron con ellos cuando huyeron al País del Destierro para salvar sus vidas, y ahora está colgada del centro de un arco hecho de piedra negra. La enorme Rueda con sus nueve radios se ha convertido en el centro de un ritual conocido en el pueblo con el nombre de la Ceremonia del Scianc.
¿Quién sabe cómo empezó aquel ritual? Sus raíces están enterradas entre el barro y la sangre del pasado. Es posible que, tiempo atrás, cuando los Hechiceros se dieron cuenta de que los conocimientos que tanto les había costado adquirir empezaban a desaparecer en las tinieblas de su dura existencia, utilizarán este método para intentar transmitir lo que ellos habían aprendido a la siguiente generación. Por desgracia, la siguiente generación únicamente recordó las palabras; la sabiduría y los conocimientos se fueron reduciendo hasta extinguirse como la llama de una vela que se consume.
La séptima noche de cada semana, todos los habitantes del pueblo se reúnen alrededor de la Rueda y entonan el cántico que cada uno aprende de niño. Con el acompañamiento de instrumentos hechos de hierro, de madera torturada y de pieles tensadas de animales, el cántico empieza rindiendo homenaje a las tres fuerzas principales en la vida de los Hechiceros: el Fuego, el Viento y el Agua. Con voces que se elevan más y más fuertes a medida que la música de los instrumentos se vuelve más frenética, la gente cuenta en sus canciones la creación, la construcción y el desarrollo de cosas prodigiosas que nadie recuerda ni comprende ya.