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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (20 page)

Mosiah dejó caer la mano, y durante un buen rato siguió a Joram con la mirada; luego, con un suspiro, fue a colocarse junto a su padre.

—Muy bien, catalista —dijo el mago, una vez que la figura de Joram hubo desaparecido en los bosques cercanos—. Abrid el Corredor y haced venir a los Ejecutores. Y Padre —añadió mientras el catalista se volvía, encogido, para regresar a su cabaña—, recordad cómo ha ido todo, ¿queréis? Los
Duuk-tsarith
estarán aquí tan sólo unos minutos. Vos os quedaréis aquí durante mucho, mucho tiempo...

Con la cabeza inclinada en señal de asentimiento, el Padre Tolban lanzó a los magos una última y temerosa mirada. Y luego se alejó a toda prisa.

Una de las mujeres se arrodilló junto a Anja y, moviendo las manos por encima de aquel cuerpo quemado, creó un ataúd de cristal alrededor del cadáver mientras los otros magos hacían elevarse el cuerpo del capataz y lo enviaban hacia el poblado.

—Si el chico está realmente Muerto, no le habéis hecho ningún favor enviándolo ahí fuera —observó una mujer, con la mirada clavada en la oscuridad del bosque—. No tendrá la menor posibilidad si se ha de enfrentar a esas cosas que vagan por el País del Destierro.

—Al menos tendrá una oportunidad de luchar por su vida —respondió Mosiah con vehemencia, pero sorprendiendo la mirada de su padre, se atragantó y se quedó silencioso.

La misma pregunta apareció en la mente de todos.

¿Qué vida?

12. La huida

Joram corrió, aunque no lo perseguía nada. Nada que él pudiera ver, claro está. Nada real. Nada tangible. Los Ejecutores no podían haber llegado tan deprisa, y los otros lo protegerían, le darían tiempo. Por lo tanto no estaba en peligro.

Sin embargo, corrió.

Únicamente cuando los espasmos le agarrotaron las doloridas piernas, se dejó caer al suelo y supo entonces que nunca podría dejar atrás a aquel ser oscuro y atormentado que lo perseguía. Nunca podría huir de sí mismo.

Joram nunca supo el tiempo que permaneció tendido en el suelo del bosque. No tenía ni idea de dónde estaba, tan sólo una confusa impresión de árboles y una enmarañada vida vegetal. Le pareció oír en algún lugar el suave murmullo del agua, pero lo único que era real para él, era el suelo que notaba bajo su mejilla, el dolor que le atenazaba las piernas y el horror que sentía en su alma.

Mientras permanecía sobre el lodo, esperando a que se le aliviase el dolor, la parte fría y racional de su mente le dijo que debía incorporarse y seguir adelante; pero bajo la fría y racional superficie de la mente de Joram acechaba un ser, una criatura siniestra que, la mayor parte del tiempo, conseguía mantener encadenada y custodiada. Pero en esta ocasión se soltó de sus ataduras y se apoderó de él, dominándolo completamente.

El manto de la noche cubrió al joven, que yacía exhausto y atemorizado en aquel lugar desolado, y la llegada de la noche liberó la oscuridad que habitaba en el interior de Joram. Libre de nuevo, saltó de su escondite, le hincó los dientes y se llevó a rastras su alma, para roerla y destrozarla.

Joram no se levantó. Una sensación de entumecimiento y parálisis se adueñó de su cuerpo, como la que se siente en un primer instante al despertar de un profundo sueño. Era una sensación agradable. Las piernas dejaron de dolerle, y pronto todo su cuerpo dejó de sentir. Ya no notaba el sabor de la tierra en la boca, allí donde su mejilla se aplastaba contra el enlodado sendero, tampoco tenía conciencia de que estaba tendido en el suelo, ni de que el aire del atardecer era frío, ni de si tenía hambre o sed. Su cuerpo dormía, pero su mente permanecía ensoñadoramente despierta.

Volvía a ser de nuevo un niño pequeño, acurrucado a los pies del mago de piedra que era su padre, sintiendo cómo aquella lágrima abrasadora y amarga lo salpicaba. Luego la lágrima se convirtió en su cabellera, que le caía desordenada, ensortijándose alrededor del rostro y bajándole por la espalda, con los dedos de su madre enredados entre su pelo, tirando de él para deshacer los nudos. Y de repente los dedos de su madre se habían convertido en garras de animales que desgarraban y arrastraban al capataz arrancándole la vida.

Después, la piedra que era su padre se transformó en una piedra que estaba en la mano de Joram. Fría y cortante, la piedra se encogió de repente convirtiéndose en un juguete que bailaba entre sus dedos, apareciendo y desapareciendo en el aire. Pero la piedra había permanecido todo el tiempo en la palma de su mano, en realidad, oculta, escondida. Escondida hasta hoy, en que había crecido tanto en su mano que ya no la había podido ocultar por más tiempo y la había arrojado lejos...

Sólo que seguía regresando y, una vez más, era un niño...

Era de noche, y era de día. Quizá se hizo de noche otra vez y volvió a hacerse de día.

Períodos negros, los llamaba Anja a aquellos períodos en que a Joram lo vencían las tinieblas de su alma. Había empezado a padecerlos alrededor de los doce años y no podía controlarlos. No podía luchar contra ellos, sino que, por el contrario, se pasaba días enteros tumbado sobre su duro camastro, mirando al vacío, negándose incluso a contestar a los frenéticos intentos de su madre para obligarlo a comer, beber o moverse en el mundo real.

Anja no pudo nunca decir qué era lo que lo sacaba de aquellas postraciones. De pronto, Joram se sentaba en la cama, lanzando una amarga mirada alrededor del cuchitril y también a ella, como si la culpara de su regreso. Luego, con un suspiro, volvía a la vida, con el mismo aspecto que si hubiera estado peleando con demonios.

Pero aquella vez se había hundido a tal profundidad que parecía como si nada pudiera despertarlo. La parte fría y racional de su mente parecía dispuesta a dejarse ganar la batalla cuando repentinamente consiguió un aliado muy importante: el peligro.

El primer pensamiento consciente de Joram fue uno de irritación al ser molestado, pero su siguiente sensación fue una de dolor insoportable que le estallaba en la rodilla, extendiéndose por todo su cuerpo y dejándolo sin aliento. Jadeando y gimiendo rodó sobre sí mismo, víctima de un dolor atroz.

—Estar vivo.

Joram levantó la mirada, nublada por el dolor y por los restos de la oscuridad que lo había envuelto, hacia el lugar de donde procedía aquella voz ronca. Recibió una confusa impresión de unos cabellos grasientos y enmarañados que cubrían un rostro que alguna vez habría sido humano, pero que ahora había degenerado en algo cruel y bestial. El pelo cubría unos brazos y un pecho que eran humanos, pero no había sido un pie humano el que le había dado una patada a Joram. Había sido la pezuña de un animal.

El dolor hizo que su mente, cuerpo y sangre fría volvieran bruscamente a la realidad. Una vez más podía ver y sentir, y su primer sentimiento fue de terror. Vio unos afilados cascos junto a su cabeza y, al levantar los ojos, el poderoso cuerpo de la criatura que era medio hombre y medio caballo que se cernía sobre él. Una repentina visión de aquel casco golpeándole la cabeza hizo que el miedo actuara como segundo estimulante del organismo de Joram, pero no pudo hacer más que eso. Sus músculos estaban agarrotados a causa del largo abandono; su cuerpo, débil por la falta de agua y comida. Apretando los dientes, Joram consiguió ponerse a gatas, para recibir a cambio una patada en las costillas, que lo derribó lanzándolo de cabeza contra un matorral.

Sintió una punzada de dolor. Incapaz de respirar, intentó conseguir aire mientras los cascos chacoloteaban contra el suelo acercándose. Una mano enorme lo agarró por el cuello de la camisa y tiró de él poniéndolo en pie. Tambaleándose sobre unas piernas por las que volvía a circular la sangre, Joram hubiera caído, si no hubiera sido porque otras manos lo sujetaron, atándole los brazos a la espalda rápida y hábilmente.

—Anda, humano —sonó un gruñido.

Joram dio un paso, tropezó y cayó mientras la sangre le hormigueaba por las entumecidas piernas.

Las manos volvieron a ponerlo en pie con una sacudida y lo empujaron hacia adelante. El dolor que sentía en el costado era como un fuego lento, el suelo parecía bambolearse bajo sus vacilantes pasos y los árboles se inclinaban para apalearlo. Tropezó, dio un traspié y se cayó sobre el barro, pesadamente. Al llevar los brazos atados, no pudo asirse a nada y rodó por el lodo.

Los centauros rieron.

—Diversión —dijo uno de ellos.

Lo pusieron en pie de nuevo.

—Agua —jadeó Joram con los labios agrietados y la lengua inflamada.

Los centauros gruñeron. En sus rostros peludos aparecieron unos dientes amarillentos.

—¿Agua? —repitió uno de ellos. Levantando un grueso brazo, señaló en una dirección. Joram, a quien las piernas le temblaban tanto que apenas podía tenerse en pie, volvió la cabeza—. Corre —dijo el centauro.

—¡Corre! ¡Humano! ¡Corre! —le gritó otro centauro, entre carcajadas.

Desesperado, Joram echó a correr tambaleante, oyendo el golpeteo de cascos contra el suelo, sintiendo a su espalda el calor de su aliento, y medio sofocado por un olor fétido y bestial. El río estaba cada vez más cerca, pero Joram sintió que se le acababan las fuerzas. También sabía, con esa certeza hija de la desesperación, que los centauros no tenían la menor intención de dejarlo alcanzar el río.

En otro tiempo seres humanos, aquellas criaturas habían sido mutadas en centauros por los
Dkarn-Duuk
, Señores de la Guerra, y enviadas a luchar en las Guerras de Hierro. Las guerras resultaron ser muy costosas y devastadoras. Los Señores de la Guerra que quedaron vivos habían agotado todo su poder mágico y sus catalistas estaban exhaustos, sin fuerzas para recurrir a las fuentes de la Vida. Incapaces de utilizar la magia para devolver su forma original a sus creaciones, los
Dkarn-Duuk
abandonaron a sus mutados soldados, enviándolos al País del Destierro. Allí los centauros vivieron como pudieron, procreando con otros animales o con seres humanos que capturaban, creando una raza cuyos sentimientos y emociones humanos se habían perdido casi por completo en la lucha por sobrevivir. Casi perdidos, pero no del todo. Un sentimiento continuaba vivo y floreciente entre ellos, alimentado y mimado a través de los siglos: el odio.

Aunque la razón de aquel odio hacía mucho tiempo que había desaparecido de las mentes de aquellas criaturas, que no conservaban ningún recuerdo de su pasado, los centauros sabían una cosa: torturar y matar seres humanos les producía una profunda satisfacción interior.

Deteniéndose vacilante, Joram se volvió con la idea de luchar. Inmediatamente, una mano le golpeó el rostro haciéndole caer al suelo. Mientras permanecía en el suelo, sintiendo unos dolores atroces en todo el cuerpo, la parte objetiva de su mente le decía: «Muere ahora. Haz que acabe rápido. De todas formas, ya no importa».

Oyó los cascos golpeando el barro a su alrededor. Uno de ellos lo golpeó en el cuerpo. No sintió el golpe, a pesar de que oyó huesos que se quebraban. Lentamente, con determinación, se puso en pie tambaleante, pero los centauros lo derribaron de nuevo. Nuevos golpes de los afilados cascos le rompieron los huesos y atravesaron su cuerpo.

Notó el sabor de la sangre en la boca...

Una voz fría e impersonal hizo que Joram recobrara el conocimiento con un sobresalto, al tiempo que la frialdad del agua le hería los labios.

—¿Podemos hacer algo por él?

—No lo sé. Está bastante mal.

—Está consciente, al menos. Eso es algo —continuó la voz inexpresiva—. ¿Alguna señal de herida en la cabeza?

Joram sintió manos que le tocaban la cabeza; dedos ásperos e indiferentes corriendo por su cráneo, abriéndole los ojos.

—No. Imagino que querían divertirse con él tanto como fuera posible. —Hubo una pausa, luego la misma voz continuó diciendo—: Bueno, ¿se lo llevamos a Blachloch o no?

Otra pausa.

—Cógelo —dijo finalmente la voz inexpresiva—. Es joven y fuerte. Valdrá la pena arrastrarlo hasta el campamento. Entablíllale los huesos, como te enseñó el anciano.

—¿Crees que es el que ha matado al capataz? —una voz retumbó muy cerca del oído de Joram, mientras unas manos rudas atenazaban sus piernas, provocándole un agudo dolor que le hizo sentir náuseas.

—Desde luego —dijo aquella voz fría, sin demostrar emoción—. ¿Por qué otro motivo estaría aquí fuera? Eso lo hace más valioso. Si crea problemas, Blachloch siempre puede devolverlo. Aún conserva sus antiguos contactos entre los
Duuk-tsarith
.

Crujió un hueso, y la oscuridad teñida ligeramente con un rojo intenso envolvió a Joram. Se aferró a aquella voz fría, concentrándose en ella para evitar que la oscuridad lo arrastrase por completo.

—Ve rápido —dijo aquella voz, de mal talante—. Ponlo en el caballo de carga. Y haz que deje de aullar de esa manera. Puede haber otros centauros de cacería por la frontera.

—No creo que vayas a tener que preocuparte por sus alaridos. Míralo. Se ha desmayado.

Las palabras se convirtieron en sonidos confusos, que se desvanecían a lo lejos.

Tuvo la sensación de que lo levantaban...

La sensación de que caía...

Los días y las noches se seguían unos a otros mezclándose con el ruido de aguas tumultuosas. Días y noches con una vaga conciencia, como en sueños, de viajar por el agua. Días y noches de lucha por recuperar el sentido, para conseguir únicamente ser atacado de nuevo por el dolor y el amargo convencimiento de estar solo y abandonado. Días y noches recayendo en la inconsciencia y deseando no volver a despertar jamás.

Luego, tuvo la vaga intuición de que el viaje había terminado y volvía a estar en tierra firme de nuevo. Estaba en una extraña vivienda, y Anja se le acercó, arrodillándose junto a él y desenredándole la enmarañada cabellera negra mientras le susurraba historias de Merilon, Merilon la Hermosa, Merilon la Maravillosa. Y podía ver Merilon en su mente. Podía ver las agujas de cristal y los botes de velas hechas de seda, tirados por animales fabulosos que se deslizaban utilizando las corrientes de aire. Se sintió feliz mientras duraron aquellos sueños y se mitigó el dolor que sentía. Pero cuando regresó el dolor, los sueños se distorsionaron volviéndose terribles, haciendo que Anja se convirtiera en una criatura con colmillos y zarpas, que intentaba desgarrar su pecho y arrancarle el corazón.

Por encima de estos sueños y mezclado con el dolor, percibía constantemente unos extraños ruidos, parecidos a la respiración de un gigante, y un golpeteo, como de una campana desafinada, que iba unido a un siseo, como si hubiera una horda de serpientes a su alrededor. Veía hogueras, que ardían ante sus ojos, consumiendo las hermosas y distorsionadas imágenes de Merilon.

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