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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (80 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Si queréis hipnotizar una gallina, ponedla sobre una mesa cubierta con un tapete negro y forzadla el pico contra el tapete. Poned un trozo de tiza frente a su pico entre los dos ojos y en el momento psicológico en que la gallina se queda quieta, id alejando el trozo de tiza del pico de la gallina, marcando una línea blanca intensa sobre el tapete negro. Podéis dejar libre la gallina. El animal se quedará allí inmóvil, en ridículo equilibrio sobre sus dos patas y su pico, persiguiendo con ojos bizcos la línea blanca que se aleja.

Ahora me parece a mí que algo similar nos pasó a todos en aquellos días del mes de septiembre de 1923, en que el general Primo de Rivera se proclamó a sí mismo dictador de España por un golpe de Estado.

Todos estábamos esperando que pasara algo, algo muy grave y muy violento. El destronamiento del Rey, una insurrección militar, un levantamiento de los socialistas o de los anarquistas, en una palabra, una revolución. Tenía que pasar algo, porque la vida de la nación se encontraba en un callejón sin salida.

Yo estaba en el café Negresco en la noche del 12 al 13 de septiembre. Mi viejo amigo Cabanillas solía venir allí cuando terminaba su trabajo en la redacción de El Liberal. Me había unido al círculo de periodistas y aspirantes a escritor, porque quería oír de él las últimas noticias. Llegó a las dos de la madrugada, pálido y excitado, con la pelambrera en desorden:

—¿Qué te pasa? ¿Has estado en un estreno?

—A mí no me pasa nada, pero ¿sabes la última noticia?

—¿El qué?

—La guarnición de Barcelona se ha echado a la calle con Miguel Primo de Rivera a la cabeza.

—Alfredito, tú estás malo —dijo alguien—. Que te den una copa de coñac.

—Que es verdad, os digo. Primo ha declarado el estado de sitio en Barcelona y tomado el mando de la ciudad. Y ahora dicen que ha mandado un ultimátum al Gobierno.

La noticia se extendió por el café como debió extenderse a través de todos los cafés de Madrid cuajados de gente a aquella hora. Cuando nos marchamos, la Puerta del Sol era un hormiguero. Las gentes se preguntaban unas a las otras:

—¿Qué va a pasar aquí?

Y no pasó nada. Mi hermano y yo nos quedamos en la Puerta del Sol tomando parte en las discusiones de los innumerables corrillos, hasta que llegó el primer tranvía lleno de obreros de los barrios extremos y los barrenderos comenzaron a regar y barrer la plaza. Cuando los periódicos de la mañana aparecieron, con sus gruesas cabeceras sobre la proclamación del general y sobre el anuncio de que el Rey le había llamado a Madrid, no pasó nada. La mayoría de los periódicos dieron la bienvenida incondicional al dictador; unos pocos se reservaron su juicio. Los dos periódicos más importantes de la izquierda, El Liberal y El Sol, maniobraron hábilmente, sin criticar el asalto al poder y sin apoyarlo. El hombre de la calle se quedó mirando atónito lo que pasaba, como la gallina hipnotizada se queda mirando el trozo de tiza; y cuando trató de recobrar su equilibrio, los acontecimientos le habían sobrepasado: el Gobierno había dimitido, algunos de sus miembros habían huido al extranjero, el Rey había dado su aprobación al hecho consumado y España tenía un nuevo gobierno llamado el Directorio, que suspendió todos los derechos constitucionales.

—Hola, Luis, ¿cómo van las cosas?

Los ojillos de cerdo de Pla trataban de encontrarme en alguna parte siguiendo la dirección de mi voz.

—Siéntate y toma algo.

—¿Estás todavía en el banco? ¿Cómo escapaste durante la huelga?

—He tenido una suerte loca, chico. Dos semanas antes de que estallara la huelga, cogí una pulmonía, y cuando pude volver al trabajo todo se había acabado. De otra forma me hubieran puesto en la calle, seguro. No estaba en favor de esos granujas del Sindicato Libre, pero hubiera ido a la huelga con los otros. En cambio, me han subido el sueldo. Ahora tengo 250 pesetas. Bueno, es verdad que llevo en el banco veinticinco años...

—No exageres, ¿eh?

—Bien, desde 1906, es decir diecisiete años. De todas formas, toda mi vida.

—¿Y qué te parece Primo de Rivera?

—Si digo la verdad, me gusta el tipo. Tiene cojones y buen humor. ¿Has leído su último manifiesto? Es español verdadero decirle a la gente que él está donde está por sus «atributos de masculinidad». Me gusta. Claro que no puedo imaginarme en qué va a acabar todo esto. Parece que quiere colaborar con todo el mundo, incluso con los socialistas, y ya ha invitado a Largo Caballero y a unos pocos más para que le sometan los problemas obreros. Y los pistoleros de Barcelona ya no están tan flamencos. Ha dicho que le pega cuatro tiros al primero que coja, aunque sea uno de los de Martínez Anido.

Una avalancha de vendedores de periódicos pasó corriendo ante la puerta, llenando la calle de una algarabía de gritos; dos de ellos entraron en la taberna:

—¡El asalto al Correo de Andalucía!

Cada parroquiano compró un ejemplar. En letras gigantescas los periódicos anunciaban el último robo y asesinato: el coche correo del tren Madrid—Sevilla había sido asaltado, el oficial de correos en cargo asesinado, y las sacas de correo robadas.

—No se le ponen las cosas muy fáciles a Primo. Aquí tiene otra vez a los pistoleros vivitos y coleando, cuando él creía que había acabado con ellos.

—Ésos son los anarquistas —dijo alguien.

—Ya verás. A esos socios no los cogen —gruñó Pla.

Este crimen fue una prueba seria para Primo de Rivera. La gente en España tiene la inclinación de divertirse con cualquier ataque a los poderes constituidos y contemplarlo como un espectáculo, con una cierta simpatía hacia el rebelde contra la autoridad. El robo a mano armada había casi desaparecido por entonces, y el sentimiento de peligro e inestabilidad de la ola de atentados se había mitigado. Ahora este nuevo asalto, aunque provocaba la natural repulsión por la brutalidad del asesinato, proporcionaba también la excitación de un desafío al flamante dictador.

La prensa de derecha explotó esta oportunidad para una campaña desatada contra las fuerzas «aún libres de la masonería, el bolcheviquismo, el socialismo, el anarquismo y tal y tal, aún rampantes en el más católico país, regido por un general patriota..., etc.». Ésta era la ocasión para hacer un escarmiento ejemplar, sin piedad alguna para los culpables, y salvar así la ley y el orden en el país.

Se cogió a los asesinos y resultaron ser dos jóvenes de familias acomodadas de la clase media, degenerados y viciosos, con un homosexual feminoide como cómplice. Los dos asesinos fueron ahorcados y su cómplice condenado a cadena perpetua. Hubiera sido imposible salvarlos de la pena capital, después de la campaña intensa que se había realizado de antemano bajo la presunción de que los asesinos pertenecían a un grupo político. Sin embargo, aunque este mito se había destruido, el rigor de la dictadura hirió a todas las agrupaciones de izquierda: unas fueron disueltas, otras sometidas a una vigilancia extrema y restringidas en sus funciones; el derecho de huelga se suspendió y al mismo tiempo se erigieron tribunales para resolver los conflictos sociales. El Directorio emprendió una serie de trabajos públicos en gran escala y el paro disminuyó rápidamente. El nuevo régimen se afirmaba en su posición.

Pero aún quedaba la cuestión de Marruecos.

El duque de Hornachuelos se presentó un día en la oficina y dio la orden de registrar una patente de invención por el hecho de poner anuncios en los paquetes de cigarrillos. Le dije que esto no podía registrarse como un invento y me contestó:

—Usted solicita las patentes, y el ministerio las concederá.

El jefe de la oficina de patentes se negó a conceder el registro porque aquello no era invención alguna, pero una amistosa carta del nuevo amo de España le hizo cambiar de opinión. Durante el trámite tuve ocasión de hablar frecuentemente con el duque.

Yo estaba interesado en él y él parecía interesarse por mí. Por mi parte, este interés arrancaba de un recuerdo de mis tiempos de infancia. En una de mis vacaciones en Córdoba había oído una historia acerca del entonces joven y presunto heredero del mísero duque de Hornachuelos. En un baile de carnaval había hecho el ridículo, porque su padre no le daba más que cincuenta céntimos a la semana para sus gastos; y había exclamado furiosamente en público: «¡Qué ganas tengo que reviente mi padre, para poderme gastar un duro a gusto!».

Cuando llegué a conocerle, había cumplido su deseo; se había gastado la fortuna de la familia y estaba entrampado hasta los ojos, pero como era uno de los compañeros de juerga de Alfonso XIII, se encontraba en una posición privilegiada. Ahora, bajo la dictadura, contaba con tener en sus manos el monopolio de las envolturas de cigarrillos y cerillas con anuncios, bajo los derechos imaginarios de sus pretendidas invenciones; sería muy fácil para él encontrar quien financiara el fantástico negocio. Y un día hablamos sobre Marruecos:

—Yo he estado allí como teniente y conozco el país. Es donde está el futuro de España. Pero ahora don Miguelito está hablando de abandonar Marruecos. Es una pura cobardía y así se lo he dicho en su cara. Marruecos es español por derecho propio, es nuestra herencia de los Reyes Católicos, es un deber sagrado que no podemos eludir. Lo que menos podemos consentir es que el viejo Miguelito haga el tonto con esta cuestión. Sería tanto como dejar a los ingleses establecerse allí en dos semanas y que los pescadores de Málaga tuvieran que pedir permiso para pescar en las aguas de Cádiz. Cortaría España en dos. No. Si Primo intenta de verdad abandonar Marruecos, le vamos a tener que echar a patadas.

El segundo de nuestros clientes con quien yo hablé acerca de la cuestión de Marruecos, por aquel entonces, fue el comandante Marín, un hombrecillo cínico, inteligente y despreocupado, que trabajaba para una famosa sociedad de leche condensada y obraba como un intermediario en la negociación de contratos para el suministro a las tropas y los hospitales de Marruecos. Ahora bien, unos cuantos protegidos del dictador habían establecido una nueva fábrica de leche condensada, contando con la seguridad de las órdenes para el ejército como base del negocio. Y habían registrado una serie de marcas de fábrica que imitaban las marcas de la compañía que representaba Marín. Nuestra oficina iba a dirigir el procedimiento legal contra estas imitaciones, y Marín nos visitaba con frecuencia para discutir el asunto. Así, un día me dijo:

—¡Vaya un lío! Este Primo de Rivera nos va a volver locos a todos. Aquí está haciendo favores a sus amiguitos y dando monopolios a derecha e izquierda, y mientras tanto se le ha olvidado que en Marruecos es donde únicamente puede dar de comer al ejército. Hay más de cien mil hombres en África en este momento y es el tiempo de las vacas gordas. Si les dejamos, van a vender más leche condensada en un año que nosotros en diez. ¡Y a este hombre se le ha metido en la cabezota que el país quiere que se termine Marruecos, y que él está para servir al país! Le digo a usted que el viejo puede ser decente, pero idiota, un completo idiota que no tiene la menor idea de lo que es gobernar un país.

Mi hermano y yo estábamos viviendo solos con nuestra madre, desde que mi hermana se había casado y había montado su propia casa. Cada vez que Rafael y yo discutíamos acaloradamente el presente y el futuro del país, mi madre no mostraba ni excitamiento ni aprensión. Tampoco lo había mostrado cuando Primo de Rivera había dado su golpe de Estado:

—Tenía que pasar esto —decía—, era lo mismo cuando yo era una chiquilla y después cuando trabajé de doncella en la casa del duque de Montpensier. Había gentes que querían que el duque fuera rey de España en lugar de Isabel II. Todo esto pasó antes de la República y el propio general Primo vino desde Inglaterra para tomar el partido del duque. Yo era una chiquilla entonces, pero me acuerdo que todos los días había motines, hasta que destronaron a la Reina y vino la República. Pero entonces los generales se quedaron de brazos cruzados, sin tener nada que hacer, y se echaron a buscar un rey por todas partes. Algunos querían intentar otra vez que lo fuera el duque. Y en aquellos días, un general u otro estaban siempre haciendo una revolución con dos o tres regimientos. O le fusilaban o le hacían jefe de gobierno. El palacio del duque estaba siempre lleno de generales, y uno de ellos era el padre o el tío de este Primo de Rivera, un hombre que unas veces estaba contra los carlistas y otras buscando un rey para echar a los republicanos. Al fin pescaron a Alfonso XII y le casaron con la hija del duque. Una lástima que se muriera aquel verano. Y desde entonces hasta ahora, siempre ha habido un general a mano para protestar contra esto o aquello. Pero ninguno de ellos arregló jamás el país. Éste tampoco lo hará.

—¿Quién cree usted que podría poner España en orden? —le pregunté un día.

—¿Yo qué sé? Yo no entiendo de esas cosas. Si viviera tu padre, él te lo podría explicar mejor que yo. Fue un republicano toda su vida y yo creo que tenía razón.

Yo sabía la debilidad secreta de mi madre por contar un incidente histórico en la vida de mi padre:

—Ande, cuéntenos la historia otra vez —le dije.

—Pues... Todo ello pasó en el 83, cuando querían que volviera la República, un poco después de que coronaran a Alfonso XII. Y tu padre salvó el pellejo gracias a que se dormía como un tronco. En Badajoz los sargentos habían formado una junta y tu padre era el secretario. Iban a sacar las tropas a la calle una madrugada y tu padre se echó a dormir en el cuarto de los sargentos y dijo que le despertaran. No sé si le olvidaron o si no se despertó. Pero el general Martínez Campos, que mandaba entonces, se enteró del proyecto por algún soplón y cuando abrieron las puertas del cuartel para sacar los soldados a la calle, todos los sargentos fueron arrestados; se les formó consejo sumarísimo y se les fusiló. Y tu padre durmiendo como un bendito. No le pasó nada, porque ninguno de sus compañeros le denunció. Pero al general que estaba a la cabeza del levantamiento le ahorcaron... Creo que tu padre se hacía muchas ilusiones, porque si aquello hubiera salido bien, la República hubiera sido una república de generales y para eso lo mismo daba tener un rey.

Estábamos viviendo bastante bien. Yo ganaba lo suficiente, y Rafael había encontrado una plaza de contable con un contratista catalán que había venido a Madrid a la caza de contratos para las obras públicas que se emprendían. Había obtenido ya algunos contratos pequeños de carreteras, pero su objeto principal eran los grandes contratos de barriadas de casas baratas que se planeaban en los suburbios de Madrid.

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