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Authors: Arturo Barea

La forja de un rebelde (11 page)

BOOK: La forja de un rebelde
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Pero las chicas son siempre idiotas. Porque hemos pasado por una calle donde no había nadie, la Concha se ha puesto el pitillo en la boca, y cuando iba echando más humo, ha salido una tía cotilla y nos ha visto a los tres. Le ha dado un manotón a Concha que ha tirado el pitillo, ha armado un escándalo, llamándola cochina, guarra, golfa y yo no sé cuántas cosas más, y la ha agarrado del brazo, para llevarla a casa y contárselo a la tía Aquilina. La tía metijona lleva a la Concha llorando y queriendo soltarse, y nos llama a nosotros para que vayamos con ella. También nos insulta y nos dice que somos unos golfos indecentes. Al pasar por las casas se lo cuenta a las mujeres que se encuentra, y todas se ponen a chillar y a sacudir a la Concha y a gritarnos a nosotros. Rafael va pensando en meterle un cascotazo en la cabeza a la tía bruja y descalabrarla. Cuando llegan a casa de la tía se meten dentro y nosotros oímos desde la placita cómo chilla la Concha, pero no entramos. Después sale la tía Aquilina y nos manda entrar. No queremos, pero tenemos que entrar, y la arma con nosotros. La tía Aquilina empieza a pescozones, sobre todo con Rafael y con la Concha, porque dice que ellos tienen la culpa. De repente ve los bolsillos de Rafael llenos de cosas y le dice:

—¿Dónde tienes los pitillos? Ya estás sacando todo lo que tienes en los bolsillos, que lo vea yo.

Rafael, que a veces tiene muy mala idea, mete mano a los bolsillos y empieza a sacar avellanas, torraos y nueces; y cuando la tía se pone a chillar:

—¡Los pitillos, los pitillos! ¿Dónde están los pitillos?

Saca un puñado de pitillos, mezclados con un puñado de petardos, y los tira sobre la lumbre. Mi tía no se entera de lo que es y le grita:

—¡Todos! ¡Tíralos todos!

Y Rafael tira todos los petardos en la lumbre, y yo también. Mi tía, indignada sigue chillando:

—¡Esta noche os vais a quedar sin ver los fuegos artificiales!

Mientras tanto se prenden las mechas de los petardos y ¡se arma una horrorosa!

Empiezan a sonar estampidos y a saltar la ceniza y la paja encendida por toda la habitación. La abuela sale corriendo de su sillita baja, tirando un ovillo de lana, con el que está haciendo unos calcetines.

Una sartén que está en la lumbre se llena de ceniza. Las chispas caen sobre las sillas y sobre las cortinillas del vasar y la tía no sabe lo que pasa. Se quedan las dos mujeres pegando gritos, el tío Sebastián que se ha dado cuenta, riéndose a carcajadas detrás de la mesita de zapatero, y nosotros salimos corriendo de la casa. Hasta la noche no volvemos.

Está la mesa puesta para cenar y todo el mundo muy serio. Nadie nos dice una palabra: sólo la «abuela chica» da vueltas gruñendo, y nosotros la miramos de reojo, por si nos sacude con la garrota. Nos sentamos a la mesa y mi tía saca la cena:

—Para los golfos no hay cena esta noche —dice. Y nos alarga un cacho de pan a cada uno, agregando—: ésta es vuestra cena.

Nos quedamos muy callados los tres. Yo tengo una rabia loca. Nunca me han dejado sin comer, y se me llenan los ojos de lágrimas de rabia. Pero no quiero llorar. Las lágrimas se me caen por la cara abajo, y entonces la tía Aquilina, que me mira cómo se me caen las lágrimas, comienza a echarme en el plato albondiguillas.

—Por esta vez pase; es la fiesta del pueblo y no tengo ganas de enfadarme, pero... —Y nos suelta un sermón mientras nos va llenando los platos.

El tío Sebastián se ríe, y dice:

—En medio de todo, los chicos han tenido gracia.

Las dos, la tía y la abuela, se vuelven como avispas a él:

—Eso es, ¡defiéndelos todavía!

Y se arma una bronca violenta contra el pobre tío que no sabe dónde meterse con el chaparrón de las dos. Mientras, nosotros acabamos de cenar y nos vamos. Los tres de acuerdo, le compramos al tío Sebastián una cajetilla de dieciocho céntimos y un librillo de papel de fumar. Cuando empieza la pólvora, como todos han bajado a la barandilla de piedra que da sobre la plaza, se la damos a escondidas. Me siento en sus rodillas y me da un beso, mientras miramos estallar los cohetes en el cielo. De repente, le dice a la tía:

—Ten cuidado del niño, que me voy al retrete.

Cuando vuelve, vuelve con su cigarrillo en la boca diciendo que se lo han dado unos amigos y que un día es un día. La tía gruñe, pero le deja en paz. La brillan los ojillos de alegría al viejo y nos mira, guiñándonos y riéndose a espaldas de la tía.

La plaza está llena de mozos bailando, y en la plazoleta de la iglesia, donde estamos nosotros, está el polvorista, un valenciano gordo, con su blusa negra, su sombrero redondo y un cigarrillo puro en la boca. Con la mano izquierda coge un cohete, gordo como una vela, y le aplica la brasa del cigarrillo con la derecha. Sale un chorro de chispas y de pronto abre los dedos y el cohete sube pitando. Todos los chicos que hacemos corro alrededor de él miramos al cielo y le vemos estallar allá arriba, en bengalas de colores. El cohete, ya vacío, cae, echando las últimas chispas, y rebota sobre las casas del pueblo. Un año, una se prendió fuego así.

Hoy es el día de la virgen, y desde por la mañana temprano la tía nos está poniendo a todos los trajes de fiesta. Claro es que yo tengo el traje más bonito del pueblo, porque todos tienen trajes de Madrid, pero es un traje barato que les han comprado hecho y que les sienta muy mal. Además la tela está tiesa, y no saben moverse dentro de él. La Concha tiene también un traje barato de Madrid, muy tieso de almidón, y con una trenza y su lazo azul grande, está verdaderamente ridicula. Tienen unos zapatos gordos, los de Rafael con una puntera de metal dorado, que les cuesta trabajo andar con ellos, y los dos miran con envidia mi traje azul de marinero y mis zapatos de charol. La Concha me llama «señorito» y se las arregla para darme un pisotón, que me araña todo el zapato. Yo le tiro de la trenza y le deshago el lazo de seda y armamos una bronca. Después salimos todos con el tío Sebastián a ver la subasta de las andas de la virgen.

De la iglesia sacan la virgen con un manto de terciopelo bordado y muchas luces alrededor, sobre unas andas de madera, llena de cabezas de angelitos pintadas con colores de verdad. En la puerta de la iglesia paran la virgen y entonces el alcalde, con su capa y su vara de puño de oro, dice:

—Como todos los años, se van a subastar las andas de Nuestra Señora. El que ofrece más dinero, coge uno de los seis sitios que hay para llevar la virgen a hombros hasta la ermita que está en Berciana, un monte a una legua del pueblo. Todos los ricos del pueblo, y los que han hecho una promesa, empiezan a pujar. Lo más interesante son los puestos delanteros. Uno grita:

—¡Cuarenta reales!

—¡Cincuenta! —grita otro en seguida.

Después, cuando ya no quedan más que dos o tres, el alcalde va diciendo:

—Dan ciento cincuenta reales. ¿No hay quien dé más?

A las dos o tres veces que lo dice, otro ofrece ciento setenta y cinco, y así van subiendo despacio, hasta que no quedan más que dos que se empeñan en llevar la virgen. Entonces toda la gente está pendiente de ellos, a ver cuál se siente el más importante del pueblo.

—Doscientos cincuenta reales —dice uno muy orgulloso.

—Trescientos —contesta el otro de golpe.

—¡Puñales! ¡Trescientos cincuenta! ¡Si crees que te la vas a llevar tú! —replica el primero.

Al final se pelean por llevar la virgen, soltando blasfemias e insultándose furiosos. Luego el cura se guarda los cuartos.

Cuando han terminado la subasta, empieza la procesión a Berciana, la virgen delante y el cura detrás revestido con una capa de oro y rezando en latín. Detrás del cura van el alcalde, el juez, el médico, el maestro y en dos hileras todos los vecinos del pueblo que quieren llevar una vela encendida. Detrás, todos los restantes del pueblo en grupo, los hombres con el sombrero en la mano, las mujeres con el pañuelo en la cabeza. Los hombres y las mujeres van con sus mejores trajes, la mayoría con el traje de boda que a unos se les ha quedado pequeño y a otros un poco grande. Lo más divertido son los chicos y las chicas. A los chicos los han vestido de hombres con trajes de pana y camisa de cuello con una chalina; un sombrero de paja en la cabeza y zapatones gordos en los pies. Las chicas llevan vestidos de colores chillones, todos muy almidonados, dejando ver debajo las enaguas muy blancas y también muy tiesas de almidón y las puntillas de las bragas que les llegan a las rodillas; en la cabeza un lazo de seda también de color vivo y en los pies medias hechas a punto de aguja, muy gordas, y zapatones de puntera metálica. Ni unos ni otros pueden moverse, acostumbrados a ir con un delantalito o con unos calzones cortos, y descalzos o con alpargatas. Así que a mitad del camino a la mayoría de los chicos van tirándoles de la mano sus padres y tropezando con las piedras del camino.

Cuando se llega al arroyo Berciana, la procesión cruza por el agua en lugar de pasar por el puentecillo de madera, no sé si porque tienen miedo de que se hunda o por sacrificio hacia la virgen. Se van descalzando todos y remangándose los pantalones y las faldas. La mayoría de los chicos no se vuelven a calzar y muchas personas mayores tampoco. Siguen a la procesión con el par de botas en la mano, la vela en la otra. Algunos dicen que van descalzos porque han hecho la promesa de subir así hasta la ermita, pero la verdad es que les aprietan las botas.

La ermita está en lo alto de un cerro al que se sube desde el arroyo, y abajo es todo un prado de hierba corta lleno de encinas. Mientras dicen la misa dentro de la ermita, con la mayoría de la gente fuera porque no cabe, comienzan a llegar del pueblo carros, mulas y burros cargados, y se instalan en la pradera. La gente que viene dentro descarga, y de los carros, o de los serones, salen sartenes y cazuelas, conejos, gallinas, corderos, pichones... Uno ha traído un ternerito atado a la zaga del carro con la piel color canela y el morro blanco, que no quiere andar y tira de la cuerda que lleva atada a los cuernos. Algunos se han traído hasta sillas y las van poniendo en corro sobre la hierba. Los mejores sitios son a la sombra de las encinas; y entre los árboles atan una cuerda y cuelgan una manta para tener sombra. Fuera de los árboles comienzan a instalar las cocinas, con cazuelas de barro, los platos, los vasos y la sartén. Los pellejos y las botas de vino se quedan recostados a la sombra de los árboles para que no se calienten y algunos hacen hoyos en el suelo para enterrarlos cerca del arroyo y que estén más frescos.

Cuando acaba la misa, se vuelca la gente sobre la pradera. Lo primero que hacen es catar el vino de todos, bebiendo a chorro en las botas o llenando jarras de los pellejos, y después se dedican, chicos y grandes, a recoger leña entre los encinares. Los hombres y las mujeres cortan ramas con hachas pequeñas y los chicos llevamos los brazados de leña cada uno a su lumbre. Al poco tiempo hay cien hogueras ardiendo en el campo y por todas partes se ven volar plumas de gallinas o de pichón. En las ramas de los árboles hay colgados corderos y conejos que los hombres, en mangas de camisa, desuellan. Sobre los manteles se han puesto platos con rajas de salchichón y longaniza, con aceitunas y pepinillos, con tomates cortados por la mitad llenos de sal y aceite, y todos van picando y bebiendo tragos de vino. Los chicos nos metemos por todas las «mesas» y vamos cogiendo aquí y allá lo que más nos gusta, y bebiendo a escondidas en las jarras. Pronto, todo el valle huele a carne asada y a humo de tomillo y de retama, y la gente empieza a tener hambre y a meter prisa a los cocineros.

Yo me acuerdo de la descripción de las bodas de Camacho el rico, en
Don Quijote de la Mancha
, y me parece que de pronto va a aparecer en lo alto de uno de los cerros, a caballo, en Rocinante, con Sancho Panza detrás relamiéndose al olor. Los chicos del polvorista van vendiendo cohetes que estallan como tiros en lo alto. De Madrid han venido algunos barquilleros —muchachitos gallegos que hacen el viaje a pie— y la gente hace corro alrededor de ellos, jugando y dando cachetes a los chicos que queremos también tirar a la rueda.

Los perros parece que se han enterado también de la fiesta, y se les encuentra por todas partes. Perros de pueblo, con la cabeza baja y la cola metida entre las piernas, que se arriman cautelosamente a las fogatas. En un sitio les echan un hueso y en otro les dan un cantazo o un palo. Dan una huida y se acercan a otro grupo. A veces se reúnen dos o tres al lado de una lumbre y se sientan muy tiesos con los hocicos levantados, sin perder de vista las manos de la mujer que guisa. Cuando les echan algo, lo coge el más listo y los otros le gruñen.

La «abuela chica» ha venido en el carro con el tío Luis y estamos reunidas las dos familias. En total somos quince y la abuela se pone a contarnos que un año se reunieron todos sus hijos y algunos ya con sus nietos. Había más de cien personas. La abuela ha tenido dieciocho hijos, de los que viven catorce. El hijo mayor tiene ya biznietos y vino de Córdoba a la fiesta con más de veinte personas. Mi abuela estaba casada con un sastre, y como no ganaban bastante dinero para mantener a todos, los fueron mandando por el mundo a medida que crecían. Las chicas a Madrid a servir. Los chicos, unos a Madrid y otros a Andalucía. Uno se fue a Barcelona y otro a América, pero ninguno de éstos ha vuelto al pueblo nunca y nadie los conoce más que por retratos. El de Barcelona es un hombre con una barba negra muy grande y un sombrero hongo, que parece un agente de policía secreta, y el de América es un hombre seco, con la cara afeitada, que parece un cura. La abuela no ha salido nunca del pueblo más allá de Madrid, y para eso, cuando ha ido, no ha querido montar en el tren y ha habido que llevarla en un carro. El tren dice que es cosa de los demonios y se morirá sin subir a él. Aquilino ha montado un columpio entre dos árboles y muchos han puesto columpios igual. Las mozas suben a ellos y los mozos las empujan para que suban a lo más alto, pegando gritos y enseñando las pantorrillas. Los mozos se divierten viéndoselas y se dan unos a otros codazos en los costados, guiñándose los ojos y diciéndose: «¿Has visto? Está güena la moza, ¿no?». Se ríen mucho y a veces las pellizcan en las piernas y en el trasero. Unas se ríen y chillan y otras se enfadan. Después de comer, cuando todos tienen la tripa llena y han bebido bastante, las pellizcan más y ellas se enfadan menos. De aquí salen los noviazgos y también las broncas. A media tarde, todo el mundo está un poco bebido. Los hombres maduros se han tumbado a dormir la siesta, con el pantalón desabrochado a medias, y los mozos se tumban al lado de las mozas que están sentadas a su lado, pero no se duermen; ellas les acarician la cabeza y a veces les dan una bofetada, porque ellos les han tocado las piernas o un pecho. Cuando se les empieza a pasar la pesadez de la digestión, comienza el baile, y bailan hasta la noche. Muchas parejas se van a pasear detrás de los cerros.

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