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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

La Estrella de los Elfos (7 page)

Los cuerpos de sus amantes no fueron recuperados nunca y de ahí surgió la leyenda de que algún día, cuando la nación esté en terrible peligro, los hermanos volverán para salvar a su pueblo.

—¡Me ha gustado mucho! —exclamó el enano, descargando con fuerza el puño sobre la mesa para expresar su aprobación. Incluso llegó a tocar a Roland en el antebrazo con uno de sus dedos cortos y rechonchos; era la primera ocasión en que tocaba a alguno de los dos humanos durante los cinco días que el enano llevaba con ellos—. ¡Me ha gustado muchísimo! ¿He cogido bien la melodía? —Barbanegra tarareó la tonada con una profunda voz de bajo.

—¡Sí, señor! ¡Exacta! —exclamó Roland, muy sorprendido—. ¿Quieres que te enseñe la letra?.

—Ya la tengo. Aquí. —Barbanegra se tocó la frente—. Soy un alumno despierto.

—¡Desde luego que sí! —respondió Roland, haciendo un guiño a la mujer.

Rega le devolvió el gesto con una sonrisa.

—Me gustaría oírla otra vez, pero tengo que irme —dijo el enano con sincero sentimiento, levantándose de la mesa—. Debo llevar la buena noticia a mi gente. —Serenándose un momento, añadió—: Se sentirá muy aliviada.

Después, se llevó las manos a un cinturón que rodeaba su grueso cuerpo, lo desabrochó y lo arrojó sobre la mesa.

—Ahí va la mitad del dinero, según lo acordado. La otra mitad, a la entrega.

Roland se apresuró a cerrar la mano en torno al cinto y arrastrarlo hacia Rega por encima de la mesa. La mujer lo abrió, miró el contenido, lo contó a ojo rápidamente y asintió.

—Muy bien, amigo mío —dijo Roland sin molestarse en ponerse en pie—. Nos encontraremos en el lugar acordado a finales del barbecho.

Temerosa de que el enano se diera por ofendido, Rega se incorporó y le tendió la mano (con la palma abierta para demostrar que no ocultaba ninguna arma, siguiendo el ancestral gesto humano de amistad). Los enanos no tienen tal costumbre, pues entre ellos nunca se han registrado enfrentamientos. Barbanegra llevaba el tiempo suficiente entre los humanos como para reconocer la importancia de aquel apretón de manos. Hizo lo que se esperaba de él y abandonó la taberna a toda prisa mientras se restregaba la mano en el chaleco de cuero, tarareando la melodía de
La balada de Thillia.

—No está mal, para una noche de trabajo —murmuró Roland, colocándose el cinturón y ajustándolo a duras penas, pues su cintura era esbelta y el enano, muy robusto.

—¡No ha sido gracias a ti! —murmuró Rega. La mujer extrajo el raztar
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de la vaina redonda que llevaba atada al muslo y procedió a afilar a la vista de todos sus siete cuchillas, al tiempo que dirigía una expresiva mirada a los parroquianos de la taberna que pudieran sentir un excesivo interés por sus asuntos—. Te he sacado las castañas del fuego. De no ser por mí, Barbanegra se habría marchado.

—¡Ja! Habría podido afeitarle la barba y no se habría atrevido a darse por ofendido. No se lo podía permitir.

—Es cierto —asintió Rega en un tono inusualmente sombrío y meditabundo—. Estaba realmente asustado, ¿verdad?.

—¿Y qué si lo estaba? Mejor para el negocio, hermanita —replicó Roland, animado.

Rega lanzó una severa mirada a su alrededor.

—¡No me llames
hermanita!
¡Pronto estaremos viajando con ese elfo y un desliz como éste lo echaría todo a perder!.

—Lo siento, «querida esposa». —Roland apuró el kegrot y movió la cabeza, pesaroso, cuando la sirvienta se lo quedó mirando. Con tanto dinero encima, era preciso andarse bastante alerta—. De modo que los enanos proyectan un ataque a algún asentamiento humano. Probablemente contra los reyes del mar. ¿No podríamos tratar de venderles el siguiente cargamento a éstos?.

—No creerás que los enanos atacarán Thillia, ¿verdad?.

—¿Quién tiene ahora cargos de conciencia? ¿Qué nos importa eso? Si no atacan Thillia esos enanos, lo harán los reyes del mar. Y si no son éstos, la propia Thillia se atacará a sí misma. Suceda lo que suceda, como he dicho antes, todo será bueno para el negocio.

La pareja dejó un par de monedas de madera sobre la mesa y abandonó la taberna. Roland caminaba delante, con la mano en la empuñadura de su espada, de afilada hoja de madera. Rega lo seguía a un par de pasos de distancia para protegerle la espalda, como de costumbre. La pareja producía un efecto impresionante y había vivido en Griffith el tiempo suficiente como para labrarse una reputación de dureza, astucia y escasa tendencia a la piedad. Varios ojos los siguieron, pero nadie los molestó. Los ojos y el dinero llegaron sanos y salvos a la cabaña que llamaban su casa.

Rega cerró la pesada puerta de madera y pasó cuidadosamente el cerrojo. Tras asomarse al exterior, cerró los harapos que había colgado sobre los ventanucos y dirigió un gesto de asentimiento a Roland. Levantó una mesa de madera de tres patas y la colocó contra la puerta. Apartando de un puntapié una alfombra harapienta que cubría el suelo, dejó al descubierto una trampilla y, al abrirla, un agujero excavado en el musgo. Roland arrojó el cinto del dinero en el hoyo, cerró la trampilla y volvió a colocar la alfombra y la mesa.

Rega sacó un mendrugo de pan rancio y una tajada de queso mohoso.

—Hablando de negocios, ¿qué sabes de ese elfo, el tal Paithan Quindiniar?.

Roland arrancó un pedazo de pan con sus fuertes dientes y se llevó un pedazo de queso a la boca.

—Nada —murmuró, masticando esforzadamente—. Es un elfo, lo cual significa que será una lánguida flor, salvo por lo que se refiere a ti, mi encantadora hermana.

—Soy tu encantadora esposa, no lo olvides. —Rega, con aire juguetón, acarició la mano de su hermano con una de las cuchillas de madera del raztar. Después, cortó con la zarpa otra loncha de queso—. ¿De veras crees que dará resultado?.

—Desde luego. El tipo que me lo contó dice que la treta no falla nunca. Ya sabes que los elfos están locos por las mujeres humanas. Nos presentaremos como marido y mujer, pero nuestro matrimonio no es precisamente muy apasionado. Te sientes falta de afecto, coqueteas con el elfo y lo engatusas hasta que, cuando te ponga la mano en tus pechos ardientes, recuerdas de pronto que eres una respetable mujer casada y te echas a gritar como una posesa.

Entonces me presento al rescate, amenazo el elfo con cortarle sus puntiagudas... hum... orejas, y él compra su vida cediéndonos su mercancía a mitad de precio. Luego se la vendemos a los enanos al precio real, más un pequeño extra por nuestras
molestias,
y tendremos la vida solucionada durante las próximas estaciones.

—Pero, después de nuestra jugarreta, tendremos que enfrentarnos otra vez con la familia Quindiniar...

—Sí, eso será lo que haremos. He oído que esa elfa que lleva el negocio y dirige a la familia es una vieja mojigata de carácter avinagrado. Su hermanito no se atreverá a contarle que ha intentado romper nuestro
feliz hogar.
Y siempre podremos asegurarnos de que, en nuestra próxima transacción, los Quindiniar obtengan unos beneficios extra.

—Expuesto así, el plan parece bastante fácil —reconoció Rega. Alzó una bota de vino, dio un trago y pasó el pellejo a su hermano—. Por nuestro feliz matrimonio, mi amado esposo.

—Por la infidelidad, mi querida esposa.

Entre risas dieron un nuevo tiento a la bota.

Drugar salió de la taberna
La Flor del Bosque,
pero no abandonó Griffith de inmediato. Se ocultó a la sombra de una palmera de enorme copa y aguardó allí hasta que el hombre y la mujer aparecieron a la puerta del local. Le habría gustado mucho seguirlos, pero era consciente de sus limitaciones. Los enanos, con sus torpes andares, no están hechos para persecuciones disimuladas. Además, en aquella ciudad humana, era imposible que alguien como él pudiera pasar inadvertido entre la multitud.

Se contentó con seguirlos atentamente con la mirada mientras se alejaban. Drugar no confiaba en la pareja, pero tampoco habría confiado en santa Thillia aunque ésta se hubiera aparecido ante él. Le desagradaba tener que estar pendiente de un intermediario humano y habría preferido tratar directamente con los elfos, pero esto último era imposible. Los actuales Señores de Thillia habían alcanzado un acuerdo con los Quindiniar por el cual la familia no vendería sus armas mágicas e inteligentes a los enanos ni a los bárbaros reyes del mar. A cambio de ello, los thillianos accedían a garantizar la compra de determinada cantidad de armamento cada estación.

El acuerdo era conveniente para los elfos y, si alguna arma élfica terminaba en manos de los reyes del mar o de los enanos, no sería por culpa de los Quindiniar, desde luego. Al fin y al cabo, como solía repetir Calandra con irritación, ¿cómo podía esperarse de ella que fuera capaz de distinguir a un humano traficante de raztares de un legítimo representante de los Señores de Thillia? Para ella, todos los humanos tenían el mismo aspecto. Igual que sus monedas.

Justo antes de que Roland y Rega desaparecieran de la vista de Drugar, el enano alzó una piedra negra, con una runa grabada, que colgaba de una tirilla de cuero en torno a su cuello. La piedra era lisa y redondeada, desgastada de tanto frotarla amorosamente, y muy vieja, más que el padre de Drugar, que era uno de los habitantes más longevos de todo Pryan.

Tomándola entre sus dedos, Drugar alzó la piedra hasta que, desde su perspectiva, quedaron ocultas tras ella las siluetas de Roland y de Rega. El enano trazó entonces un dibujo en el aire con el amuleto y murmuró unas palabras acompañando los gestos, que reproducían la runa grabada en la piedra. Cuando hubo terminado, volvió a guardar la piedra mágica bajo los pliegues de sus ropas con gesto reverente y dirigió unas palabras en voz alta a la pareja, que se disponía a doblar una esquina y no tardaría en desaparecer de la vista del enano.

—No he entonado la runa por vosotros porque me caigáis bien... ninguno de los dos. Sólo os he proporcionado este hechizo de protección para asegurarme de conseguir las armas que necesita mi pueblo. Cuando hayamos terminado la transacción, romperé el encantamiento. Y que Drakar se os lleve a ambos.

Tras escupir en el suelo, Drugar se internó en la jungla, abriéndose paso a golpe de machete entre la tupida maleza.

CAPÍTULO 4

EQUILAN,

LAGO ENTHIAL

Calandra Quindiniar no se hacía ilusiones respecto a los dos humanos con los que estaba negociando. Suponía que eran contrabandistas pero le traía sin cuidado. Al fin y al cabo, a Calandra le resultaba imposible imaginar que un humano pudiera hacer un negocio honrado. En su opinión, todos eran contrabandistas, granujas y ladrones.

Por eso le resultó gracioso —como pocas veces le ocurría— ver a Aleatha salir de la casa y cruzar el patio de musgo hacia el deslizador. El viento que soplaba entre las copas de los árboles le levantó el delicado vestido y lo hinchó en torno a ella en vaporosas olas verdes. La moda élfica de la época dictaba cinturas largas y ceñidas, cuellos altos y rígidos y faldas rectas. Una moda que no favorecía a Aleatha y que, por tanto, ésta no seguía. El vestido llevaba un amplio escote que dejaba a la vista sus espléndidos hombros y tenía un talle suavemente recogido para cubrir y realzar sus hermosos pechos. Cayendo en suaves pliegues, las capas de tela finísima la envolvían como una nube salpicada de prímulas, acentuando sus gráciles movimientos.

Aquel estilo de vestir había hecho furor en tiempos de su madre. Cualquier otra elfa —«incluida yo misma», pensó Calandra agriamente— ataviada de aquella manera habría parecido carente de atractivo y pasada de moda. Aleatha, en cambio, hacía que fuera la moda del momento la que pareciera anticuada y fea.

Por fin, la vio llegar al cobertizo de los deslizadores. Estaba de espaldas a ella, pero Calandra supo muy bien qué estaba haciendo su hermana menor. Aleatha lanzaba una sonrisa al esclavo humano que la ayudaba a subir al vehículo.

La sonrisa de Aleatha era la de una perfecta damisela, con los ojos bajos como era debido y el rostro casi oculto bajo el sombrero de ala ancha, adornado de rosas. Su hermana nunca podría acusarla. Pero Calandra, que vigilaba desde las ventanas del piso superior, conocía muy bien los trucos de Aleatha. Aunque sus párpados siguieran bajos, los ojos púrpura no lo estaban y miraban al humano tras las largas pestañas negras. Tenía los labios carnosos entreabiertos y movía el inferior contra la hilera de dientes superiores, pequeños y muy blancos, humedeciéndolo constantemente. El esclavo humano era alto y musculoso, endurecido por el trabajo. Llevaba el torso desnudo bajo el calor de mitad de ciclo y lucía los pantalones de cuero ajustados que acostumbraban los humanos. Calandra vio la radiante sonrisa del hombre en respuesta a la de Aleatha, lo vio tardar un tiempo excesivo en ayudar a ésta a montar en el deslizador, y apreció que su hermana lograba rozar su cuerpo con el del humano mientras subía al estribo. La mano enguantada de Aleatha incluso permaneció unos instantes más de lo necesario entre los dedos del esclavo. Por fin, la muchacha tuvo la flema de asomarse a la ventanilla del vehículo, con el ala del sombrero vuelta hacia arriba, y agitar la mano en dirección a Calandra.

El esclavo siguió la mirada de Aleatha, recordó súbitamente su deber y se apresuró a ocupar su posición. El vehículo estaba construido con hojas de bentán, tejidas hasta formar una cesta redonda abierta por delante. Varios porteadores sujetaban la parte superior de la cesta, colgada de una gruesa maroma que salía de la casa paterna de Aleatha y se adentraba en la jungla. Despertados de su permanente letargo, los porteadores tiraron de la maroma, acercando el vehículo a la casa. Al volver a su estado de sopor, los porteadores dejarían que la cesta resbalara maroma abajo, llevando el vehículo hasta una encrucijada donde Aleatha tomaría otra de aquellas cestas, cuyos porteadores la conducirían a su destino.

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