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Authors: Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La espada oscura (6 page)

En cuanto vio al ingeniero de armamento, Durga dejó escapar un rugido inarticulado de pura furia e irritación que parecía un cruce entre un eructo y la explosión de una gran caldera. Lemelisk se quedó inmóvil a mitad de una zancada llena de firmeza y decisión. Nunca había oído una ira semejante en la voz del hutt.

Lemelisk abrió y cerró los ojos, de un azul tan claro que era casi incoloro, y su atención fue atraída por los ventanales del puente. Vio las veloces órbitas circulares que trazaban los restos rocosos del cinturón de asteroides, y un instante después sus ojos se posaron en los restos de los dos Explotadores de Mineral Automatizados que se habían hecho pedazos el uno al otro. Lemelisk tuvo la impresión de que una mano invisible acababa de llenarle la garganta con duracreto de secado rápido.

—Oh, oh ——dijo.

Durga dirigió su plataforma repulsora hacia Lemelisk, quien permanecía paralizado por el estupor mientras intentaba dar con una excusa antes de que el hutt pudiera hacer algo que Lemelisk tal vez lamentara enormemente.

—No estoy nada contento con tu trabajo, Lemelisk —gruñó Durga, con su marca de nacimiento visiblemente oscurecida y latiendo en un palpitar muy amenazador.

Lemelisk se estremeció violentamente, y unos recuerdos tan terribles como nítidos volvieron a su mente. El Emperador había dicho exactamente esas mismas palabras antes de que hiciera ejecutar a Bevel Lemelisk por primera vez...

Poco después del momento en el que se esperaba que la Estrella de la Muerte aplastara la base rebelde de Yavin 4, Bevel Lemelisk había sido convocado ante la presencia personal del Emperador Palpatine en las profundidades del palacio imperial.

Lemelisk había sido flanqueado por guardias imperiales de armadura que lo metieron en una lanzadera especial de alta velocidad y lo llevaron por los caminos celestes de la ciudad que cubría todo el planeta. Los millones de ventanas iluminadas parpadeaban como otras tantas gemas coruscas. Cada punto de luz parecía ser otra antorcha que celebraba su triunfo.

Lemelisk se frotó las mejillas, y se sintió muy complacido al comprobar que esta vez sí se había acordado de afeitarse. Los guardias imperiales de la armadura rojiza no hablaban, y permanecían en posición de firmes con una inmovilidad digna de estatuas. Lemelisk canturreó en voz baja y rodeó sus protuberantes rodillas con los dedos mientras la lanzadera se aproximaba a la enorme pirámide del palacio imperial.

Los guardias lo llevaron por el pasillo tan deprisa que sus grandes capas carmesíes se arremolinaban a su alrededor. Cuando el grupo llegó a la puerta de los aposentos privados del Emperador, los guardias se pusieron en posición de firmes con las picas de energía levantadas y sus cascos de plastiacero carentes de rasgos ocultando cualquier expresión que pudiera haber en sus rostros.

Lemelisk entró con paso rápido y decidido en la cámara abovedada, y se sintió complacido al ver la silueta envuelta en el manto negro del Emperador aguardándole. Palpatine estaba encogido en su sillón, y sus amarillentos ojillos de reptil brillaban a través de las sombras aceitosas proyectadas por su capuchón. El Emperador parecía estar teniendo serios problemas de salud: su piel estaba cubierta de ampollas y se iba replegando sobre sí misma, arrugándose igual que un tapiz blancuzco arrojado por encima de sus huesos, como si la podredumbre hubiera llegado mucho antes que la muerte.

Pero en aquellos momentos no había ningún pensamiento desagradable que fuera capaz de afectar a Lemelisk. El científico se quedó inmóvil sobre las losas de piedra pulimentada y ejecutó la inclinación de obediencia prescrita.

—Mi Emperador... —dijo—. Confío en que a estas alturas ya habréis sido informado de que nuestra Estrella de la Muerte ha destruido la base secreta rebelde.

—He sido informado —dijo Palpatine, y movió una mano de largos dedos que parecían garras.

Lemelisk alzó la mirada al oír un extraño repiqueteo metálico y vio cómo una jaula de alambres flexibles era soltada desde las bóvedas del techo que se curvaban sobre él. Intentó esquivarla, pero la jaula cayó justo encima de él y se posó en el suelo como si Palpatine la estuviera dirigiendo mediante poderes invisibles. La jaula estaba hecha de unos cables finísimos. y el entramado formaba una rejilla tan apretada que apenas le permitía meter el dedo meñique por los huecos.

—Disculpadme, Emperador, pero... ¿Hay algo más de lo que deseéis hablar conmigo? —preguntó Lemelisk—. ¿Otro proyecto, tal vez? ¿Hay alguna otra cosa que pueda hacer por vos?

Lemelisk volvió a tragar saliva.

—Sí, sirviente mío —dijo Palpatine—. Puedes morir por mí.

—Oh —murmuró Lemelisk, no ocurriéndosele nada más que decir.

La verdad es que me esperaba otra cosa —añadió, atontado por el terror. Palpatine le fulminó con la mirada.

—Acabo de saber que tu Estrella de la Muerte ha sido destruida en Yavin. Una insignificante banda de rebeldes que pilotaban unos cuantos cazas anticuados encontró un punto débil en tu diseño..., una portilla de escape térmico que permitió que el piloto de un ala X asestara un golpe fatal. ¡Un solo piloto aniquiló toda una estación de combate!

Lemelisk frunció los labios.

—Una portilla de escape térmico, ¿eh? Ya sabía que se me debía de haber olvidado algo. Tendré que eliminar ese defecto en el nuevo diseño.

—Sí, lo harás —dijo Palpatine con voz gélida—. Pero antes morirás por mí.

Lemelisk abrió y cerró rápidamente sus acuosos ojos azules y alargó una mano para rozar los delgados pero resistentes cables de su jaula. Miró a su alrededor, y el nerviosismo bailoteó en torno a él como una tempestad invisible. Se había afeitado, pero empezó a sentir un feroz picor en el cuello.

El Emperador permanecía completamente inmóvil, pero aun así debió de manipular unos controles porque de repente unas minúsculas aberturas aparecieron en el suelo de piedra junto a los pies de Lemelisk. Los orificios, que surgieron de la nada con un seco chasquido, daban acceso a una negrura desconocida. Lemelisk oyó crujidos y nuevos chasquidos, y el arañar de unas patas duras y afiladas.

—No estoy nada contento con tu trabajo, Lemelisk —dijo el Emperador.

Bevel Lemelisk intentó apartarse a un lado cuando algo pequeño pero iridiscente surgió de una abertura era alguna clase de escarabajo. El insecto de ocho patas y duro caparazón brilló con destellos azul oscuro al emerger bajo la luz, y después se detuvo para examinar el aire con una agitación de antenas. Cinco escarabajos idénticos surgieron de otras aberturas. Los insectos movieron sus élitros y emprendieron el vuelo, zumbando velozmente por el angosto interior de la jaula. Lemelisk le lanzó un manotazo a uno, pero el escarabajo detectó el movimiento y se precipitó sobre él, hundiendo unas mandíbulas recubiertas de dientes de sierra tan afilados como navajas de afeitar en la carne de su palma.

—¡Ay!

Lemelisk agitó frenéticamente la mano de un lado a otro hasta que el escarabajo perdió su presa. El científico lo pisoteó, resquebrajando su caparazón. Pero el olor de la sangre atrajo hacia él a los otros escarabajos. Lemelisk contempló con horrorizada fascinación cómo una docena de insectos más emergían de los agujeros del suelo, movían sus élitros en un rápido aleteo y zumbaban hacia él.

—Son escarabajos piraña —dijo el Emperador, recostándose en su negro sillón giratorio—. Son nativos de Yavin 4, y los consideré demasiado valiosos para que se extinguieran cuando se esperaba que tu Estrella de la Muerte destruyera la luna. Por eso los rescaté.

El enjambre de escarabajos ya estaba revoloteando alrededor de Lemelisk. El científico empezó a gritar y manotear, y apenas si prestó atención a las palabras de Palpatine.

—¡Detenedlos! —chilló.

—Todavía no —dijo el Emperador.

Los escarabajos se abrieron paso a través de sus ropas y llegaron a la piel de los brazos, los muslos y el pecho de Lemelisk, añadiendo sus mordeduras a las de aquellos que ya habían atacado sus mejillas. La sangre fluyó sobre su cuerpo, empapando sus ropas destrozadas. El científico pronto perdió la cuenta de las nuevas heridas que iba sufriendo. Nuevos enjambres de escarabajos, centenares de ellos, surgieron de los orificios y revolotearon frenéticamente de un lado a otro, chocando con los alambres de la jaula.

—Pero estos magníficos insectos no corren ningún peligro de extinguirse después de todo —dijo Palpatine—, ¡dado que tu Estrella de la Muerte no ha hecho lo que se esperaba de ella! Me has fallado, Bevel Lemelisk —añadió, hablando muy despacio. Sus labios resecos y de apariencia gomosa subieron para formar una sonrisa demoníaca—. Y ahora voy a contemplar cómo estos escarabajos te van devorando bocado a bocado. Están muy hambrientos, y no se satisfacen con facilidad. Pero si el banquete que se están dando hace que empiecen a calmarse... Bueno, no debes preocuparte porque tengo muchos más.

El Emperador soltó una carcajada glacial, pero Lemelisk ya no podía oír.

Los escarabajos zumbaron dentro de sus oídos, desgarrando su carne. sus cabellos y sus ropas. Lemelisk se golpeó a sí mismo, y lanzó su cuerpo contra los alambres de la jaula. Eso hizo que algunos de los escarabajos quedaran aturdidos y que sus compañeros se lanzaran sobre ellos, abriéndose paso a través de los caparazones iridiscentes para masticar los blandos órganos que contenían.

Lemelisk gritó y suplicó..., sin que le sirviera de nada. La agonía creció y creció hasta ir más allá de su comprensión y de su imaginación. El mundo se volvió negro después de que los escarabajos piraña devoraran sus ojos, pero el dolor siguió durante mucho tiempo después de eso...

Lemelisk había despertado un rato más tarde, sintiéndose completamente desorientado. Abrió y cerró sus ojos restaurados y se encontró en la misma cámara abovedada, vestido con un impecable uniforme blanco. Su cuerpo era joven y fuerte, sin la barriga y las grasas resultado de haber pasado demasiado tiempo trabajando en proyectos dentro de su mente y dedicando un esfuerzo demasiado reducido a mantener un buen estado físico.

Lemelisk dobló los brazos y se contempló las manos, parpadeando de puro asombro y sin poder creer en lo que veía. Oyó un débil zumbido y unos ruiditos metálicos, y alzó la mirada para encontrarse con la jaula de alambres todavía llena de escarabajos piraña que zumbaban y crujían mientras subían y bajaban velozmente por los cables haciendo chasquear sus mandíbulas. Manchas de sangre recién derramada formaban arcos a lo largo de las paredes de la jaula. Dentro de ella Lemelisk vio los despojos de un ser humano que había quedado reducido a huesos mordisqueados y tiras de ropa..., la ropa que había llevado puesta hacía tan sólo unos instantes.

—Te acostumbrarás a tu clon dentro de un momento —dijo el Emperador, deslizando sus dedos marchitos y nudosos por encima de un extraño artefacto de aspecto muy antiguo—. Confío en que todos tus recuerdos habrán sido transferidos correctamente, por supuesto... Es un arte difícil y un tanto imprevisible incluso en las circunstancias más favorables, y el Jedi al que le robé la técnica no se mostró nada dispuesto a instruirme en todos sus misterios. Pero parece funcionar.

Lemelisk asintió débilmente, queriendo desmayarse pero sabiendo que no se atrevería a hacerlo.

—Y ahora no vuelvas a fallarme, Lemelisk —dijo el Emperador—. No me gustaría nada tener que pensar en una ejecución todavía peor para la próxima vez.

Y entonces, mientras se enfrentaba a Durga el Hutt y al general imperial Sulamar, Lemelisk encontró una reserva de fortaleza oculta en lo más profundo de su ser. Los Explotadores de Mineral se habían destruido el uno al otro en una debacle horriblemente embarazosa.

—No es una catástrofe insuperable —se apresuró a decir—. Sí, creo que puedo alterar nuestros planes de tal manera que el esquema general no sea afectado.

Durga se inclinó hacia atrás, abriendo y cerrando sus enormes ojos color rojo cobre.

—¿Cómo'?

—Los otros dos Explotadores de Mineral Automatizados ya casi están terminados. Es una pérdida realmente trágica, desde luego —dijo Lemelisk, señalando el ventanal—, pero tenemos que esperar unos cuantos tropiezos. Admito que estamos ante un caso muy claro de planificación inadecuada, pero puedo programar a las otras máquinas para que nunca se vuelva a producir un fallo de estas características.

El general Sulamar irguió los hombros y le fulminó con la mirada. —Tiene toda la razón —dijo—. ¡Esto no volverá a ocurrir!

Lemelisk descartó su observación con un gesto de la mano, intentando mostrar una seguridad en sí mismo muy superior a la que sentía en realidad.

—Considérelos como dos prototipos de prueba —dijo—. Alfa y Beta podían ser sacrificados. Ahora sabemos en qué consiste el error.

Pero mientras tanto Lemelisk se estaba asestando feroces patadas mentales a sí mismo por haber permitido que una falta de previsión tan estúpida estuviera a punto de costarle la vida. Empezó a temblar y controló sus músculos con un terrible esfuerzo de voluntad, obligándose a permanecer inmóvil. No tenía ningún deseo de volver a ser ejecutado —eso ya había ocurrido suficientes veces—, aunque estaba convencido de que Durga el Hutt nunca podría igualar la crueldad de Palpatine.

—Prometo rectificar el problema, noble Durga —dijo mientras le hacía una reverencia—. Pero mientras yo hago eso, vos debéis concentraros en nuestro objetivo principal. Antes de que empecemos a pensar en los recursos de construcción, debemos obtener esos planos del Centro de Información Imperial y ésa ha de ser nuestra primera prioridad.

Durga gruñó, emitiendo un prolongado sonido gorgoteante.

—Usted no es quien para dictar... —empezó a decir el general Sulamar.

Durga interrumpió al siempre pomposo soldado imperial dejando caer una mano de gordos dedos sobre la pechera de su uniforme.

—Ya he hecho todos los preparativos necesarios para enviar una expedición a Coruscant, Lemelisk —dijo—. Pronto tendrás esos planos que tanto deseas.

CORUSCANT
Capítulo 6

Leia Organa Solo se estaba arreglando a toda prisa, e iba y venía de un lado a otro por los lujosos aposentos de la jefe de Estado de la Nueva República en un frenético esfuerzo por estar presentable. Mientras tanto Han Solo luchaba con las presillas de su camisa y maldecía a las diminutas insignias resplandecientes que intentaba colocar sobre su elegante atuendo diplomático.

—Odio este tipo de cosas, Leia —dijo—. Te amo lo suficiente para hacer esto, pero no me gusta nada tener que vestirme de gala ni siquiera para recibir a personas que me caen bien. —Han por fin consiguió colocar las insignias y pasó la mano por la pechera de su camisa—. Y, francamente, esa especie de gusanos del barro superdesarrollados no figuran entre las personas que me caen bien.

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