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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (9 page)

Viendo que la multitud nos perseguía, Morgennes avivó el paso y desapareció en el horizonte.

Capítulo II

El caballero de la gallina

10

Cuando carreta veas y encuentres, persígnate y

piensa en Dios, pues podría amenazarte el infortunio.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Cuando llegó al camino que conducía a Beauvais —confiando en que ningún soldado les esperaría allí—, Morgennes oyó un gran estruendo tras él y se volvió. Era el escandaloso traqueteo de un carro tirado por bueyes. Todo su campo de visión quedó ocupado por la imagen de un hombre que más que un ser humano parecía una montaña. El hombre en cuestión, que conducía el tiro, debía contar sin duda entre sus antepasados con un ogro o un gigante, tan alto y ancho era. Su sonrisa, por sí sola, ocultaba todo el horizonte, y su cabellera desordenada, rubia como el trigo, era un sol que nunca se ponía. Un espeso bigote, también rubio, le colgaba de cada lado de la cara y ponía de relieve un cuello que era tan grueso como una encina. Sus enormes manos sostenían cada una un par de riendas, con las que dirigía a los bueyes, ocho animales soberbios con la frente adornada con gigantescos cuernos y pezuñas del tamaño de una roca.

Reforzando el carácter insólito de esta visión surgida directamente de otro mundo, un pequeño mono de expresión bufonesca, vestido con unas calzas de color naranja y una chaquetita azul, estaba posado sobre el hombro del carretero y le susurraba consejos al oído.

Morgennes, que seguía llevándome sobre sus hombros, redujo el paso para dejarse adelantar. En ese momento, en el centro de la tela que separaba al conductor del interior de su carro, se abrió una raja por la que surgió una delicada mano de mujer: la misma que Morgennes había entrevisto en Arras, poco antes de huir.

La mano nos indicaba que subiéramos. Morgennes se izó hasta el puesto del gigante y luego entró en el carro.

Lo que vio entonces le dejó estupefacto, porque la mano no pertenecía a una mujer, sino a un bello adolescente.

Sus rasgos delicados y finos, su tez pálida y la perfección de su semblante revelaban unos orígenes nobles, y sus ojos almendrados, orlados de pestañas un poco demasiado largas y un poco demasiado negras, acababan de acentuar su parte femenina. De hecho, como no tenía ni bigote ni barba, y ni siquiera pelos en el mentón, se le habría podido tomar por una damisela; pero su aire impasible, en el que podía intuirse cierta altivez, y sus ropas eran indudablemente masculinos. Sus piernas, indolentemente cruzadas sobre un grueso cojín decorado con rombos y cuadrados de colores, acababan en un par de zapatos puntiagudos, cuyos extremos se enrollaban sobre sí mismos al más puro estilo oriental. Un cinturón de cuero, reforzado con grandes clavos con cabeza de bronce, marcaba la transición entre la parte superior e inferior de su cuerpo, un camocán de seda negra —que ceñía apretadamente un busto liso— completaba el retrato de este curioso personaje. Finalmente, una especie de bicornio, que encerraba la corona de sus hermosos cabellos negros, se alargaba sobre la parte superior de su rostro, donde formaba como un pico de cuervo.

Este jovencito nos saludó con una hermosa voz aflautada, femenina también:

—¡Bienvenidos, amigos, bienvenidos!

En cuanto hubimos subido a bordo del carro, el conductor del tiro cerró las cortinas sumergiéndonos en una doble oscuridad —la del misterio se añadía a la del lugar—, apenas disipada por un cabo de vela situado a media altura.

—¿A quién tenemos el honor de saludar? —pregunté, ocultando mis plumas bajo el sayal.

—¡Co-co-cot! —hizo el extraño individuo, llevándose un dedo a los labios y empleando el mismo tono que hubiera usado para decir: «No tan rápido, no tan rápido...»—. ¿Es esto acaso un gallinero, para que dos gallinas sigan al interior a un caballero?

—No soy una gallina —dije, haciendo desaparecer la cresta que adornaba mi cabeza.

—Ni yo un caballero —añadió Morgennes.

—¡Por otra parte, habéis sido vos quien nos habéis invitado a subir!

—Es que efectivamente esto es un gallinero, un puerto seguro para todos aquellos perseguidos por los lobos.

—Creo que los he despistado —dijo Morgennes—. Y eso sin llevar las botas de Poucet.

—¡Bravo! ¡En ese caso, deberemos daros un título!

—¿Un título?

—Una condecoración. Algo que haga que se recuerde esta hazaña.

Apoyó la mejilla en un dedo, inclinó la cabeza y reflexionó. Demasiado sorprendidos para decir nada, Morgennes y yo no nos atrevíamos a reaccionar. Hasta que de pronto nuestro desconocido exclamó, con los ojos brillantes:

—¡Ya lo tengo! ¡Vuestro nombre ha cambiado, en adelante se os conocerá como el «Caballero de la Gallina»!

—¿El Caballero de la Gallina? —dijo Morgennes—. Hubiera preferido algo más...

—Más glorioso —dije—. ¡Lo merece!

—¡Hay nombres gloriosos tras los que no se oculta ninguna gloria, y otros infamantes que nobles hazañas ilustran!

—Aún no he llegado a este punto —dijo Morgennes.

—Aún no, cierto. ¡Pero está en vuestras manos convertir al Caballero de la Gallina en un hombre que jamás sea olvidado!

—¿Me lanzáis un desafío?

—En cierto modo.

—Lo acepto.

—¡Me complace mucho saberlo! Ahora permitidme que os diga hasta qué punto aprecio que hayáis aceptado mi invitación.

—Somos nosotros quienes os lo agradecemos —dijo Morgennes—. Empezaba a cansarme, y creo que mi amigo Chrétien no se encuentra en condiciones de caminar...

—¿Por qué razón nos habéis invitado?

—¿Razones? ¡Dios mío, qué trivial! En fin, ya que así lo queréis, os daré razones. ¿Cuántas necesitáis? ¡Vamos, pedid! No dudéis, ¡tengo constelaciones enteras que ofrecer!

—Empezad por darnos una —dijo Morgennes, que nunca había oído hablar de «constelaciones»—. Será un buen principio.

—Yo también quiero una —añadí.

—Muy bien. Que sean dos, y una tercera para vuestra cacareante compañera, que no me ha pedido nada. No sois muy exigentes...

Acercó su rostro a una vela y pestañeó dos o tres veces, como una delicada jovencita.

—La primera —prosiguió, bajando la voz y midiendo el efecto de sus palabras—, ¡es que tengo buen corazón y han puesto precio a vuestras cabezas!

—¿Cómo? —exclamé.

—No me digáis que lo ignorabais.

—¿Por culpa de un huevo? —suspiró Morgennes.

—¡Exactamente! ¡A quién se le ocurre poner un huevo sin
vitellus
! Sobre todo en estos tiempos agitados... Actualmente se desarrolla un proceso en Arras, ¡y temo que lo perdáis, ya que no asistís a él! Por otra parte, aunque estuvierais presentes, no cambiaría gran cosa. El asunto está sentenciado...
Summa culpabilis
, como dicen los latinos acerca de los musulmanes. «Sois más que culpables.» Ni el propio san Riquier, santo patrono de los abogados, podría hacer nada por vosotros. En este instante preciso, veinte caballeros galopan hacia Beauvais con intención de arrestaros en caso de que tuvierais la mala idea de presentaros allí. La Île—de—France, Normandía, Flandes... ¡Dentro de poco vuestra descripción estará clavada en las puertas de todas las iglesias! Perdonadme la expresión, amigos míos, ¡pero vuestra gallina y vosotros mismos empezáis a oler a chamusquina!

Después de tragar saliva con esfuerzo, balbucí:

—Ésta es una razón.

—¿Y la segunda? —preguntó Morgennes.

—¡Aquí está!

El joven se incorporó, se volvió hacia atrás y ordenó, con un gesto teatral en dirección a las colgaduras escarlata que oscurecían el interior del carro:

—¡Cortinas!

De pronto, como velas enviadas al firmamento de los mástiles, las colgaduras se levantaron y desaparecieron en el techo.

—¡Por la Iglesia y la santa misa! —exclamé boquiabierto.

—Se diría que estamos dentro de la ballena que se tragó a Jonás —dijo Morgennes.

Pero no era una ballena, ni siquiera un tiburón. Era solo un carro muy particular, ya que era tan grande como un barco pequeño. Algo que tal vez había sido en una vida precedente, pues todo en él recordaba a esas embarcaciones que los venecianos utilizaban para ir a Constantinopla, Tiro o Alejandría; esos navíos con anchas calas donde se podía cargar tanto grano como armas, ropas, esclavos o aceite.

—¡Demonios! —dijo Morgennes—. ¡Comprendo que necesitéis todos estos bueyes para hacerlo avanzar! Por no hablar de este extraño carretero...

—Pero ¿qué tipo de mercancía transportáis? —pregunté.

—¿Mercancía? ¿Por quién me tomáis? ¿Por un tendero? ¡Aparte de algunos decorados y un órgano, la única mercancía aquí sois vosotros!

—¿Nosotros?

Después de intercambiar una mirada en la que asomaba cierta inquietud, Morgennes y yo le preguntamos al unísono:

—¿Qué queréis decir con eso?

—Si no me equivoco sois autor y recitador...

—Entre otras cosas —dije.

—Entonces sabed que esto es un teatro ambulante. E incluso vuestro nuevo hogar, si aceptáis uniros a la Compañía del Dragón Blanco...

11

Le haré reencontrar el amor y los favores de su dama,

si tengo el poder de hacerlo.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Ivain o El Caballero del León

La Compañía del Dragón Blanco había sido fundada en 1159 y recorría el mundo en busca de los mejores artistas para llevarlos a Constantinopla. Allí eran acogidos en el palacio de Blanquernas, donde disponían de todo el tiempo necesario para crear las obras que representarían ante el emperador de los griegos y su corte.

—Bizancio es todo lo que queda de la Roma y la Grecia antiguas —nos dijo el misterioso joven—. Con excepción de la Atlántida, de la que nadie sabe si existió realmente, nadie ha hecho más por la civilización. Manuel Comneno, el actual emperador de los griegos, está convencido de que las artes son a la vez el sostén y la expresión de la grandeza de un país. Y porque nos quiere siempre en lo más alto, ha financiado nuestra compañía. ¡Como el Arca que salvó en otro tiempo del diluvio a Noé y a los suyos, recogemos a los mejores artistas del mundo a bordo de este barco, del que soy a la vez el alma y el capitán!

—Pero ¿cuál es la tercera razón de que queríais hablarnos? —preguntó Morgennes—. La que queríais dar a Cocotte.

—Esta razón se encuentra un poco más lejos. ¡Venid!

Se hundió en las entrañas del Dragón Blanco, donde nos invitó a seguirle.

Los ruidos del exterior llegaban apagados y, sin los baches del camino, hubiéramos podido creer que nos encontrábamos en una construcción sólida. Aquí y allá, de los tabiques de la caravana colgaban grandes marionetas desarticuladas. Con la cabeza pintada inclinada sobre el busto, los muñecos ofrecían una triste imagen. Algunos estaban equipados con armaduras, con la espada o el venablo en una mano y un escudo en el costado; mientras que otros vestían trajes o figuraban niños. Allí había todo lo necesario para representar la vida, con sus placeres y sus desdichas.

—¿Por qué estos muñecos? —pregunté.

—Porque hasta ahora no he encontrado comediantes con vuestro talento —respondió el misterioso joven—. ¡Solo a un maestro de los secretos que tiene un arte para dar vida a lo que está desprovisto de ella sencillamente pasmoso!

¡Un maestro de los secretos! Se decía que estaban reapareciendo, resucitados por el auge de los misterios que se vivía en diversos lugares, con explosiones, nubes de humo, metamorfosis, guirnaldas de colores, invocación de criaturas, desaparición de individuos o de denarios, entre otros sucesos. Estos hábiles manipuladores, responsables también de las poleas, trampas, engranajes, barquillas, columpios y otros trucos mecánicos, eran la sal de los espectáculos que se representaban en los atrios de las catedrales o en la corte de los grandes señores. En otro tiempo considerados como brujos, muchos habían acabado en la hoguera, donde sus secretos se habían desvanecido en el humo junto con ellos. Para evitar traicionarse, no pocos habían elegido cortarse las cuerdas vocales... Se decía que eran personajes de carácter malévolo, enemigos del género humano y enamorados de las máquinas.

Morgennes se estremeció. Mientras miraba una de las marionetas, una campesina de mejillas pintarrajeadas de rojo, se preguntó dónde estaba el que la manipulaba. ¿Ese demiurgo de la oscuridad se encontraría tal vez sobre él, escondido en el techo, dispuesto a tirar de los hilos de estas frágiles criaturas? Lanzó una mirada hacia lo alto, pero solo distinguió la tela de color gris oscuro del carro.

En cuanto a mí, no estaba muy seguro de si me gustaba aquel lugar; pero me picaba la curiosidad, y casi estaba dispuesto a aceptar la propuesta de nuestro anfitrión... ¿Quién sabía si no descubriría aquí historias fabulosas imposibles de encontrar en otra parte?

De pronto se produjo una violenta sacudida, y el carro se detuvo.

—Ah... —dijo el joven—. Creo que hacemos un alto... Supongo que ha caído la noche.

Se dirigió al fondo del carro y lo abrió para salir.

Efectivamente, la noche había llegado.

Con el carro y los bueyes a un lado, y nosotros al otro, nos acercamos a un fuego que el gigante que conducía el tiro había encendido cerca de un bosque.

La perspectiva de unirme a la Compañía del Dragón Blanco no me desagradaba. Sin embargo, sin ese proceso pendiendo sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles, creo que habría rechazado la propuesta. Para decidirme, necesitaba una tercera razón.

—Señores, buenas noches —se escuchó una voz a nuestra espalda.

Morgennes y yo nos volvimos. Un hombre avanzaba lentamente hacia nosotros, lo que nos dio tiempo para observarle. Tan flaco como pálido, con las sienes grises y una mirada taciturna, tenía todo el aspecto de un muerto viviente.

Sin embargo, Morgennes y yo nos levantamos al instante en cuanto el fuego le iluminó. ¡Era el conde de Flandes, Thierry de Alsacia! Le saludamos con una reverencia, que nos devolvió como si fuéramos sus superiores, y el adolescente dijo:

—Tercera y última razón...

—¡Caballeros, a vuestros pies!

—Señor... —murmuré.

—No digáis nada. Lo he visto todo. Estaba allí.

—¿En Arras? —preguntó Morgennes.

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