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Authors: David Camus

La espada de San Jorge (35 page)

BOOK: La espada de San Jorge
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Morgennes no era noble, cierto; pero su padre lo había sido. Al menos eso era lo que se decía. En todo caso, era lo que él pretendía. ¡Y si eso no bastaba, estaba ese diente! No hacía falta más para que la Orden del Hospital lo reclutara entre sus mercenarios, esas tropas de soldados a sueldo encargadas de demostrar que los hospitalarios no tenían intención de abandonar la guerra a sus principales competidores, los templarios.

«Tal vez seamos médicos —decían los hospitalarios—, pero también somos guerreros. Dadnos tierras que defender, y las defenderemos. Dadnos países que conquistar, y los conquistaremos.» A cambio, la orden solo reclamaba una pequeña parte de las tierras tomadas al enemigo. Lo suficiente para financiar sus próximas batallas, sus hospitales y sus misas.

Morgennes era, pues, un mercenario, un turcópolo, que esa noche sería armado caballero. Pero tenía un regusto amargo en la boca. Porque su condición de caballero no descansaría en ninguna verdad —ya que nunca había matado a un dragón, excepto los dos dragoncillos que guardaban las colecciones de Manuel Comneno—. «Si tengo que creer a Poucet, los dragones no existen. Amaury se burló de mí confiándome una misión imposible de cumplir. ¿Por qué no voy a tener derecho a burlarme yo de él?»

Se acercaban a los arrabales de la ciudad. La sangre le hervía en las venas. Sus manos se crisparon sobre las riendas de Iblis. Sintió que perdía el mundo de vista. Porque amaba demasiado la verdad, y todo en él gritaba: «¡No, no soy digno!». Quería erigirse en la verdad, y solo en la verdad.

Con un gesto, indicó a sus hombres que aceleraran la marcha y castigó los flancos de su viejo semental hasta arrancarle un relincho de dolor. La docena de caballeros pasó del trote al galope tendido, y dejó atrás la columna de Pompeyo, cuya sombra avanzaba ya, como un tentáculo gigante, a la conquista del desierto.

«¿Dónde está mi verdad? ¿En esta ciudad? ¿Junto a Amaury? ¿Junto al Hospital? ¿O en otro lugar tal vez? ¿Habrá realmente en algún lugar una verdad para mí?»

Detrás de él, sus hombres vocearon:

—¡Al-Tinnin! ¡Al-Tinnin!

Era el nombre que le daban en árabe, y que significaba «el dragón».

¿Tendrían derecho al pillaje? Morgennes esperaba que no. En Bilbais, la tropa ya había sido autorizada a saquear la ciudad, cuando habría sido más prudente no hacerlo. Desde la coronación de Amaury, la desgraciada Bilbais no había tenido mucho tiempo para vendar sus heridas, ya que los francos la habían saqueado en tres ocasiones.

La ciudad, que todos calificaban de «presaqueada», no era ya más que un desierto, una mezcla de calles y casas en buena parte deshabitadas, recorridas por fantasmas y gentes ansiosas por abandonarla.

Morgennes no veía por qué iba a ser distinto en el caso de Alejandría.

«¡Juro por Dios que si Amaury prohíbe el pillaje, renunciaré a ser armado caballero!»

El pequeño grupo se acercó a la puerta de El Cairo. Al este, una miríada de troncos de palmera recordaba que, al inicio del sitio, los francos habían cortado los árboles para fabricar máquinas de guerra. Pero los onagros y los escorpiones, las catapultas y las torres móviles, no habían arrancado ni un suspiro a la ciudad; se habían conformado con dañar sus muros, sin apenas violar su virginidad. Si Alejandría había capitulado era porque sus ciudadanos, doblemente motivados por un estómago hambriento y por la promesa de la anulación de ciertas tasas, habían conminado a Saladino a que detuviera el combate.

Tres meses sitiados era demasiado. La guerra santa, sí. Pero no todo el año. No a ese precio. Ya se acercaba septiembre, y con él, la próxima decrecida del Nilo: toda una estación de comercio que no debía perderse. ¡El estómago aún podía aguantar vacío (la mayoría estaban acostumbrados a ello a causa del ramadán), pero la bolsa nunca!

—No podemos permitirnos ser pobres —se lamentaban los habitantes más ricos de la ciudad-. ¡Tenemos demasiados gastos!

Saladino, llegado de Damasco con su tío Shirkuh para conquistar Egipto, se había visto forzado a escucharles. Por otra parte, también él estaba cansado de todo aquello. Pues si bien comprendía las motivaciones políticas de esta guerra (unir a los musulmanes, rodear a los francos), no tenía ganas de hacerla. Él no era un guerrero. «Mi lugar —se decía— está en Damasco, con los sabios, los religiosos. Mi lugar está junto al Corán, no en los campos de batalla.» Sin embargo, no se había atrevido a desobedecer a Shirkuh el Tuerto, cuyas cóleras eran tan temidas que le habían valido el sobrenombre de «el León».

Cuando Shirkuh le había encargado tomar Alejandría y defender la posición, Saladino, una vez más, había obedecido sin discutir. Pero ahora comprendía que si la ciudad se había rendido a él con facilidad, no era en absoluto porque sintiera deseos de ponerse de parte de Nur al-Din. Era porque formaba parte de su naturaleza no resistir más de lo preciso, solo lo justo para mantener las formas, como hacía ahora con los francos y el pérfido poder de El Cairo.

Al límite de sus fuerzas, con solo mil hombres para contener a cinco mil soldados y mercenarios de las tropas franco-egipcias de Chawar y Amaury, Saladino había acabado por admitir su derrota y, por intermediación de un franco que conservaba como rehén, negociar los términos de la rendición.

Al acercarse a la entrada de la ciudad, Morgennes tiró de las riendas de Iblis y avanzó hacia el oficial encargado de guardar la puerta. Este levantó la mano para llamar su atención y luego dijo:

—Orden del rey: ¡se prohíbe el pillaje!

—Gracias —dijo Morgennes.

Luego puso su montura al galope y se adentró en la ciudad, en dirección al puerto y a los barrios ricos.

37

No ha venido aquí para divertirse, ni para ejercitarse

con el arco o para cazar, sino que ha venido aquí en

busca de su gloria, queriendo aumentar su brillo

y su renombre.

CHRÉTIEN DE TROYES,

Lanzarote o El Caballero de la Carreta

Algunas ciudades son damas muy ancianas. Terriblemente ancianas, solo son hermosas en el ocaso, cuando cae la sombra sobre sus imperfecciones. Otras ciudades son siempre bellas, a cualquier hora del día o de la noche. El sol no es para ellas más que una diadema colocada sobre la cabeza de una reina. Raras son, en verdad, las ciudades, como Alejandría, que embellecen al mismísimo sol.

Por otra parte, el sol parecía encontrar un placer malvado en entretenerse sobre la ciudad. El tiempo allí no transcurría normalmente. Así, contaban que un día un viajero que había salido de Damieta cuando el sol acababa de ponerse, se sorprendió al encontrar, a su llegada a Alejandría, un sol que apenas iniciaba su descenso.

Muchos astrónomos habían investigado este misterio, sin conseguir resolverlo. Pero Guillermo de Tiro pensaba que uno de sus contemporáneos, un tal Honorius Augustodunensis, había proporcionado la clave en su
Imago Mundi
, donde estaba escrito: «El cosmos es un huevo, cuya yema es la tierra».

—Así —explicó Guillermo a Amaury—, es lógico que el sol avance con esfuerzo al levantarse, holgazanee sobre Alejandría, y luego se apresure al volver a bajar.

—¿Y por qué debería holgazanear sobre Alejandría? —preguntó Amaury.

—Porque la ciudad está en la parte superior del huevo, y el sol ha perdido velocidad al llegar.

—¡Todo esto es ext-t-tremadamente int-t-teresante, mi querido Guillermo! —consiguió escupir Amaury, que tartamudeaba cada vez que le dominaba la emoción.

Con la mano apoyada en la balaustrada en lo alto del faro de Alejandría, Amaury se sorprendió al constatar que no podía divisar las velas blancas de los navíos písanos y venecianos que habían acudido a prestarle auxilio durante el sitio. Todo lo que veía era un mar vacío, cuya superficie resplandeciente recordaba las escamas de una serpiente.

La leyenda decía que un dragón había habitado en otro tiempo en la isla donde se levantaba el Pharos. Un dragón tan aterrador que ni siquiera las olas osaban acercarse a él. Amaury frunció las cejas, aspiró un profundo sorbo de aire marino de aromas yodados y se volvió hacia Guillermo, cuyo rostro desaparecía en la sombra.

—Pero ¿y la ca-ca-cáscara?

—¿Perdón, sire? —preguntó Guillermo, que no comprendía qué quería decir el rey.

—La ca-ca-cáscara —insistió Amaury—, ¿qué es?

—Ah, la cáscara... Bien, en realidad, sire, representaría el techo del universo. Ahí donde se mueven los diferentes cuerpos celestes girando en torno a nuestro planeta, como las estrellas, el sol o la luna. La cáscara es el cielo.

—Ah, muy bien, ahora lo entiendo...

El rey de Jerusalén estalló en una risa estentórea, que habría inquietado a su guardia y a su viejo amigo Guillermo si estos no hubieran estado ya acostumbrados a estas crisis. No era raro, en efecto, que en las situaciones más insólitas, Amaury se pusiera a reír ruidosamente durante varios minutos, en el curso de los cuales se volvía sordo a todo lo que trataban de decirle. Perdido en su hilaridad, era incapaz de oír nada.

Generalmente, estas crisis pasaban por sí solas, pero inquietaban al pueblo bajo, que se preguntaba si un demonio no habría elegido la cabeza de su rey como morada. Pero no se trataba en absoluto de eso, porque aunque Amaury ya había sufrido violentos ataques de risa durante un proceso, un combate o una recepción ofrecida por algún soberano aliado, siempre conseguía detenerse y hacer un comentario que, como mínimo, era inesperado. Y eso fue lo que también ocurrió esa tarde, cuando, tras secarse las lágrimas y recuperar su seriedad, dijo a Guillermo:

—Perdóname, viejo amigo... ¡Es que p-p-pensaba en lo que ocurriría si, por desgracia, la cáscara se rompiera!

Un nuevo estallido de risa agitó su opulento pecho, y sus hombros se pusieron a temblar frenéticamente.

—¡Sería t-t-terrible! ¡Espantoso!

Apoyándose con una mano en Guillermo para tratar de recuperar la calma, consiguió oír cómo este último le aseguraba:

—Sire, es imposible. Solo Dios sería capaz de algo así. Y nos ama demasiado para hacerlo.

De pronto, Amaury dejó de reír y declaró con toda seriedad:

—¡Pues bien que ordenó el diluvio!

—Pero permitió a Noé que nos salvara...

Amaury giró sobre sí mismo y de pronto pareció inspirado por una idea.

—Anotad —declaró en tono serio—. Ordeno que desde hoy se prohíba comer huevos de cualquier origen (ya sean de gallina, de oca o de pato). Los d-d-declaro impropios para el consumo. Cualquiera que contravenga esta disposición será descuartizado. Los huevos deberán ser llevados a mi palacio, en Jerusalén, para ser auscultados por los sabios. Si realmente el co-co-cosmos es un huevo, los huevos merecen respeto y, sobre todo, ser estudiados.

—Pero, sire...

—¡He dicho!

Uno de los lacayos, que formaba parte del equipo de escribanos que se relevaban junto a Amaury durante todo el día y toda la noche, escribió en un pergamino la orden del rey, se la dio a firmar, la selló y la hizo llevar a Jerusalén por correo especial. En dos días escasos, el antiguo palacio del rey David, donde se alojaba Amaury cuando estaba en Jerusalén, serviría de incubadora a varios millares de huevos.

En cuanto a Amaury, ya había pasado a otra cosa. Este rey, que nunca dejaba de pensar, se estaba preguntando si, igual que Constantino había convertido Bizancio en la capital del Imperio romano, no debería él convertir Alejandría en la del reino de Jerusalén. La ciudad era hermosa y la situación geográfica, ideal. Pero temía ofender a Dios alejándose del Santo Sepulcro. Por otra parte, le interesaba conservar las buenas relaciones con sus nuevos aliados, los egipcios, y con ese extraño Preste Juan, cuyos refuerzos seguía esperando. Sería preferible, pues, dejar el traslado para más tarde, cuando las amazonas y los dragones prometidos por Palamedes hubieran llegado y Egipto le perteneciera.

Amaury sabía que era solo cuestión de meses. Dentro de dos o tres años a lo sumo, el sueño de su padre y de su hermano por fin se habría realizado: un Egipto cristiano, cuyas formidables riquezas se añadirían al escaso tesoro de Jerusalén para mayor gloria de Amaury. Estaba encantado. El viento le llevaba los gritos de los muecines, que llamaban a recogerse a sus correligionarios, y el tañido de las campanas que hacían sonar a rebato para saludar el fin del asedio. Encontraba extraordinario que, desde el lugar en el que se encontraba, en lo alto del Pharos —el antiguo faro de Alejandría, que se elevaba a más de mil pies de altura—, no consiguiera ver los campanarios de las iglesias que hacía un momento le habían parecido tan enormes, cuando había caminado hacia el faro con la espada en la mano.

Con la espada en la mano, sí. Porque si bien había prohibido el p-p-pillaje, los soldados egipcios se habían lanzado de todos modos sobre la ciudad como una nube de langostas sobre un campo de trigo.

—¿Por qué no me obedecen? —se preguntaba, sorprendido—. Había dado orden de que no hubiera pillaje.

Amaury había pedido a Guillermo que investigara el asunto, y este último había encargado al más brillante de los escuderos con que el Hospital había contado nunca que fuera a investigar.

El aspirante a caballero se había puesto inmediatamente al trabajo, estimulado por la promesa de Amaury de armarle esa misma noche, al mismo tiempo que a Morgennes, si volvía con la clave de este pequeño misterio. Alexis de Beaujeu —pues ese era el nombre del escudero— había saludado a su rey, se había desembarazado de su armadura para confundirse mejor con la población de la ciudad y se había ido, seguro de volver antes del final del crepúsculo.

De pronto, una estrella apareció en el cielo, luego otra, y otra más. Amaury levantó la mano para saludarlas. Entonces, tras él se escuchó un ruido de leños lanzados a una chimenea. La habitación donde se encontraba se iluminó con una luz viva, que apagó la de las estrellas. Algunos hombres habían llevado haces de leña a un inmenso contenedor situado en lo alto de la torre y les habían prendido fuego. La llama, al alargarse, lamió la cúspide del Pharos y, como una lengua de dragón, cubrió la bóveda, negra de hollín desde hacía ya varios siglos. Amaury colocó la mano ante el fuego. Se preguntaba: «¿Será la luz del faro lo bastante fuerte para proyectar su sombra sobre la ciudad?». Mientras contemplaba sus largos dedos rollizos adornados de anillos chapados de oro, esbozó una vaga sonrisa y luego se volvió hacia Guillermo.

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