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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Edad De Oro (51 page)

BOOK: La Edad De Oro
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¿Era verdad que nunca más vería su nave? (¿Era verdad que nunca más vería a Dafne? ¿A ninguna de las dos? Aun la esposa maniquí le parecía atractiva a su manera…)

El remoto se le acercó.

—Los propietarios de esta zona de la dársena ya no desean tenerte como cliente, y piden tu retirada inmediato.

¿Por qué su armadura tardaba tanto en hallar las configuraciones y puntos de anclaje apropiados? En su vuelo de ascenso, sólo había tardado un instante. Desde luego, era probable que Radamanto estuviera ayudando.

—¿Los propietarios del ascensor espacial me dejarán bajar por el pozo, para que pueda marcharme? —preguntó Faetón con voz de plomo.

—Por cierto. Las leyes contra la intrusión siempre conceden al intruso derecho de tránsito para marcharse.

Empujó las piernas de tal modo que su cuerpo hizo una cabriola lenta y su rostro quedó apuntando hacia abajo. Descendió de bruces, dispuesto a activar una aceleración. Se aproximó al linde, sin nada debajo salvo el vacío.

—¡Ten cuidado! —dijo el alguacil.

En vez de activar la aceleración, Faetón, advertido por la unidad alguacil, invocó sus lecturas internas. Descubrió por qué su armadura demoraba tanto en hallar las configuraciones adecuadas para usar las unidades energéticas de la pared. No había ninguna. No había respuesta de las unidades energéticas. Los sensores magnéticos de la armadura de Faetón no captaban nada. Las señales rebotaban, pues eran ignoradas. Un chorro del impulsor de la muñeca lo alejó suavemente del linde.

—¿Qué? ¿Qué es esto?

—Las unidades energéticas que bordean las paredes del ascensor, que hasta ahora usaste para impulsar tu armadura en esta zona, ya no están disponibles para tu empleo —dijo el alguacil—. Son propiedad del Proyecto Energético Vafnir, y tienen instrucciones de no aceptar órdenes de manipulación de campo procedentes de los circuitos de tu armadura.

Otro inconveniente. Era demasiado. Se obligó a mantener la voz calma.

—¿Cómo descenderé?

—Tengo instrucciones de informarte de que existe una escalera de emergencia que llega a dos tercios de la distancia hasta el suelo, y caminos y escalerillas de mantenimiento para el resto.

Faetón sintió una conmoción sorda. No sabía cuál era la distancia hasta la atmósfera, o hasta la superficie de la Tierra. En su mente no había un almanaque que le brindara los datos sobre altura y posición del ascensor. Pero sabía que era una distancia apabullante. Bajar desde la montaña más alta jamás creada no era nada en comparación con el acto de bajar desde una órbita geosincrónica.

—¡Tardaré meses! —exclamó—. Años, si me detengo a descansar.

—Aun así, es el único modo legal de proceder.

Faetón rotó con su cuerpo flotante para atisbar de nuevo sobre el borde del linde. Vio las unidades energéticas que descendían infinitamente como líneas de una columna griega.

No habría peligro hasta que la gravedad recobrara su poder. Podía bajar despacio al principio, sin reparar en la aceleración que aumentaba lentamente, sin ver el peligro hasta que fuera demasiado tarde, hasta que bajara a creciente velocidad sin manera de frenar. Salvo que las unidades energéticas establecieran contacto con un campo magnético que lo sostuviera. ¿De veras lo dejarían sin sostén?

Sin duda había un circuito de emergencia para atrapar objetos en caída, al menos para impedir daños en el fondo. Sin duda los sabios sofotecs no permanecerían ociosos mientras él se precipitaba a su muerte. ¿Protegerían tan celosamente los derechos de propiedad de Vafnir cuando el mero destello de un interruptor a las unidades energéticas, unos micro-gramos de potencia, salvarían una vida humana? ¿La inacción de Vafnir no sería un delito?

Pensamientos necios. Ninguna ley protegería a un hombre que se arrojara voluntariamente de un precipicio.

El suicidio, a fin de cuentas, no atentaba contra la ley en la Ecumene Dorada.

Encorvado como un feto, apenas capaz de mantener los ojos en el objetivo, Faetón arrojó unos desganados chorros de vapor y se aproximó a la entrada de la escalera de emergencia. La cámara estanca, del tamaño de un ataúd, chirrió al abrirse. Más allá la atmósfera era tenue, con gran proporción de gases inertes que no estaban destinados a la respiración sino a mantener una presión mínima. El pozo de la escalera era oscuro, angosto y desierto. ¿Escaleras en microgravedad? Obviamente nadie se había molestado en programar este segmento del acceso de servicio para que reaccionara con inteligencia.

Apenas había espacio para maniobrar. Pateó la puerta y cayó al siguiente rellano, rotando a mitad de camino. Su pie pegó en la pared con un estampido sordo. Pateó de nuevo. Cayó al rellano siguiente. La pared resonó bajo su bota. El eco reverberó en el largo pozo, un ruido vasto, hueco e infinitamente vacío.

Ya estaba exhausto. Y le quedaban quince millones de tramos de escalera.

Pateó de nuevo la pared. Los ecos metálicos vibraron en el vacío.

21 - El descenso

Lenta y gradualmente el peso aumentó, el aire se hizo más denso, su mente se enturbió.

Trató de mantener a raya la desesperación y la pena. Tendría que pensar en ello más tarde. Primero debía llegar a la torre. Llegar a Talaimannar, Ceilán. Sabueso Sofotec debía de tener algo en mente cuando nombró esa ciudad. Ése era su objetivo, su esperanza. No veía más allá.

Mientras bajaba los primeros cientos de tramos de escalera, un puntapié tras otro, hizo un inventario exhaustivo de los macrocomandos y rutinas cargados en su espacio mental personal, la vasta jerarquía mental de los controles (ahora inútiles) de su armadura, la cantidad y composición de la nanomaquinaria de su capa negra y el atuendo que le cubría la piel.

Procuró confeccionar una lista de prioridades para la capa y el atuendo interior, esperando que pudieran refugiarlo, alimentarlo, darle de beber y atenderlo. Realizó un chequeo de sistemas en la armadura. Luego lo repitió, pues no tenía otra cosa que hacer. Luego por tercera vez…

Llegó un momento en que tuvo que saltar: un empujón del pie bastaba para cruzar el tramo siguiente. En cada rellano aterrizaba con más fuerza. Llegó un momento en que tuvo que caminar. Caminó, marchó, trotó, trajinó. El peso era cada vez mayor. Cada vez que pensaba que al fin había recorrido distancia suficiente para sentir la gravedad normal de la Tierra, el peso volvía a aumentar.

En algunos tramos descansaba, dejando que los motores hicieran todo el trabajo, plegando las piernas en la posición del loto en la lámina abierta del medio de la armadura. Pero una vez que confeccionó la lista de prioridades, y calculó el drenaje de energía del traje, comprendió que las baterías no se podían recargar indefinidamente, y quizá le conviniera conservarlas.

¿Durante cuánto tiempo? Nadie le volvería a vender un gramo de antimateria. Quizá pudiera construir un simple conversor solar con el nanomaterial de su capa. ¿Sería efectivo en cuanto al coste? Sólo tenía una cantidad limitada de material no reciclable en la capa. Tenía que usarlo para algunas cosas y no para otras, tales como la producción de alimento y agua.

Decidió no pensar en el futuro. Llegar a Talaimannar, Ceilán. Ése era el objetivo.

Apagó los motores, plegó la capa y bajó la escalera con las piernas. Bajó más escaleras… y luego más, y más.

La última hora, antes de dormirse, comenzó a extraer carbono del aire para acumularlo en la capa. El peso empezaba a frenarlo, pero dedicó energía a reforzar la acción de los motores de las piernas y tolerar el peso adicional. Se detuvo a descansar en un rellano, consultó los miles de programas ecológicos que había cargado en su espacio mental y con el nanomaterial de la capa construyó un lugar para dormir.

Su pequeño campamento ocupaba el rellano y varios peldaños. Había acumulado suficiente carbono, nitrógeno y vapor de agua para combinar aminoácidos complejos en un bidón biofiltrador que elaboró a partir de la capa. Alfombró el rellano con musgo blando donde poder descansar, y su bidón, convertido en condensador y situado en la escalera de arriba, pudo lanzar un hilillo de agua. El agua bajó por las escaleras musgosas y cayó en el yelmo. Dentro del yelmo, las nanomáquinas construyeron un reciclador nuclear para descomponer el agua, almacenar el hidrógeno y lanzar el oxígeno fresco a la atmósfera. La presión parcial del oxígeno, levemente más alta, lo refrescó sin producir ebriedad.

Pensó que no sería un derroche de su limitado material construir algunos microorganismos simples que introdujo en el cauce de agua, y que programó para que entablaran una interrelación simbiótica con el musgo de la escalera. Las nanomáquinas recogieron nitrógeno del aire y lo unieron en esporas flotantes; dentro de las esporas, otras máquinas reorganizaron los materiales en nutrientes simples para mantener el musgo verde y saludable durante la noche, y para convertirlo en azúcares y carbohidratos, almidones y vitaminas, así que por la mañana pudo ingerir una comida insulsa pero nutritiva. Sepultó y filtró los desechos de la entrepierna de la armadura en un montículo de musgo que mechó de flores perfumadas; y las esporas recicladoras se reunieron allí como moscas, para extraer elementos que alimentaran el musgo. No había luz solar suficiente. La energía de su pequeño ecosistema surgía de su armadura, pues él había adaptado las placas externas para que hicieran emisiones infrarrojas, y había envuelto todo en un organismo fungoso termofílico semejante a las algas marinas, para hacer una fotosíntesis de la energía térmica e iniciar la simple cadena alimentaria.

Las jerarquías de control de la armadura, diseñadas para ejecutar las complejas ecologías mecánicas y orgánicas de una nave estelar, tenían capacidad de sobra para controlar esa diminuta capa de musgo de diez pasos de superficie, pero Faetón no tenía un respondedor, una radio o un sistema punto a punto que un niño podía comprar por un céntimo en una tienda mental, así que era imposible enviar una orden de la mente del traje a los microorganismos. Faetón tuvo que contentarse con un tosco y anticuado sistema de identificación química binaria, cargando cada célula con pequeños virus para desintegrarlas si abandonaban el marco geográfico, temporal o conductual definido por sus pistas químicas prefijadas.

Se envolvió en láminas de seda polimérica tejida, y se sentó en otras láminas infladas con aire para formar una almohada. Apoyó la armadura de tal modo que quedó frente a él, y el calor del reluciente peto rojo y los antebrazos era como una estufa de campamento.

Pero no pudo dormir bien. Por momentos perdía la consciencia; tuvo algunas de las alucinaciones que los hombres de la Era del Alba llamaban sueños.

En una alucinación, vio una novia (quizás era un pájaro de fuego) que aún se movía débilmente dentro de un ataúd. Arrojaban tierra sobre el féretro, mientras pequeños ruidos de uñas y débiles peticiones de auxilio se elevaban desde el interior. En otra alucinación, vio una mansión construida sobre una nube que se alejaba, hasta arder y transformarse en una ruina negra y humeante. En una tercera alucinación, vio un sol negro que miraba un mundo sin aire cubierto de sangre y escombros negros.

Faetón irguió la cabeza. Tenía la cara perlada de sudor; su corazón tronaba en su pecho. Frente a él resplandecía la armadura sin cabeza, cubierta de algas como el fantasma sumergido de un cuento marino infantil. Había silencio. Había algo extraño en esos sueños.

Se suponía que en la Ecumene Dorada no había pesadillas.

El ciclo natural de sueño de Faetón no podía integrar correctamente sus diversas modalidades y niveles de consciencia artificiales con las secciones naturales de su neurología. Se necesitaban pequeñas correcciones e integraciones. Antes Radamanto realizaba esta tarea. Tenía un sistema similar a bordo de la
Fénix Exultante.
Sin ese sistema, su mente subconsciente comenzaría a actuar como la mente de un hombre de la Era del Alba o de un primitivista, con actos mentales autónomos que no eran chequeados, desechados ni inspeccionados.

Por momentos la mente se le escapaba, mostrándole escenas extrañas mientras dormía. Antes siempre había estado lúcido y alerta durante el sueño. Un monitor de Radamanto habría evitado influencias subconscientes peligrosas, conjunciones emocionales extrañas, trastornos mentales crecientes. Quizá no tuviera los pesos y contrapesos naturales que las mentes no artificiales habrían tenido para protegerse de la neurosis. Los sistemas artificiales más complejos y delicados de su cerebro operarían sin supervisión ni reparaciones. ¿Y si enviaba órdenes a su espacio mental mientras dormía? ¿Y si el tráfico de señales comunes de los sectores artificiales de su sistema nervioso tenía efectos laterales inesperados sobre su subconsciente?

Se preocupó, pero no hallaba una respuesta fácil. En algún punto tendría que obtener acceso a un programa de autoanálisis. Si se conectaba con la Mentalidad para extraer uno, sus enemigos podrían encontrarlo. Quizá él pudiera construir uno, cuando llegara…

¿Llegara adonde? Su único «destino» era arbitrario, escogido porque tener un objetivo descabellado era mejor que no tener ninguno. Nada le esperaba allí.

Faetón miró a izquierda y derecha, a la capa de musgo iluminada donde estaba sentado. Ése era el único hogar que tenía. La Mansión Radamanto se había ido. Su cubículo barato también se había ido. Sin duda el propietario usaba en sus contratos el mismo lenguaje estándar que el hospicio Caritativo. Faetón ya había sido expulsado. No tenía pertenencias en esa habitación, salvo una caja de polvo de limpieza. Recordó que incluso el equipo médico era arrendado. Surgió un segundo recuerdo. Los órganos de su cuerpo, la gruesa textura sintética de su piel y los otros cambios corporales que él consideraba reemplazos artificiales baratos no eran tales. Su cuerpo había sido rediseñado por procesos quirúrgicos especiales, creados por el grupo supermente Oriente, perteneciente a la Enéada, a un coste tremendo. Su piel y sus órganos estaban diseñados para soportar el choque de varias aceleraciones, la degeneración de la microgravedad y diversos riesgos de radiación, vértigo, privaciones y otras emergencias que podían presentarse en el espacio. Su cuerpo se había diseñado en tándem con el interior de su armadura.

Faetón sacudió la cabeza consternadamente. ¿Su cuerpo permanecería apto y saludable en la gravedad normal de la Tierra? Antes estaba almacenado bajo atención médica constante. Su piel era insensible; su visión parecía opaca y limitada sin los realces artificiales que antes poseía. Había sacrificado todo, incluso las funciones normales de su cuerpo normal, a su sueño del viaje espacial. Ese sueño había sido su espíritu. ¿Cómo llamar a un cuerpo cuando su espíritu había huido? Había palabras de los viejos días: cáscara, reliquia, cadáver.

BOOK: La Edad De Oro
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