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Authors: Dante Alighieri

Tags: #clásicos

La divina comedia (2 page)

y cuanto en su remedio necesite,

ayúdale, y consuélame con ello.

Yo, Beatriz, soy quien te hace caminar;

vengo del sitio al que volver deseo;

amor me mueve, amor me lleva a hablarte.

Cuando vuelva a presencia de mi Dueño

le hablaré bien de ti frecuentemente."

Entonces se calló y yo le repuse:

"Oh dama de virtud por quien supera

tan sólo el hombre cuanto se contiene

con bajo el cielo de esfera más pequeña,

de tal modo me agrada lo que mandas,

que obedecer, si fuera ya, es ya tarde;

no tienes más que abrirme tu deseo.

Mas dime la razón que no te impide

descender aquí abajo y a este centro,

desde el lugar al que volver ansías."

"Lo que quieres saber tan por entero,

te diré brevemente —me repuso

por qué razón no temo haber bajado.

Temer se debe sólo a aquellas cosas

que pueden causar algún tipo de daño;

mas a las otras no, pues mal no hacen.

Dios con su gracia me ha hecho de tal modo

que la miseria vuestra no me toca,

ni llama de este incendio me consume.

Una dama gentil hay en el cielo

que compadece a aquel a quien te envío,

mitigando allí arriba el duro juicio.

Ésta llamó a Lucía a su presencia;

y dijo: «necesita tu devoto

ahora de ti, y yo a ti te lo encomiendo».

Lucía, que aborrece el sufrimiento,

se alzó y vino hasta el sitio en que yo estaba,

sentada al par de la antigua Raquel.

Dijo: "Beatriz, de Dios vera alabanza,

cómo no ayudas a quien te amó tanto,

y por ti se apartó de los vulgares?

¿Es que no escuchas su llanto doliente?

¿no ves la muerte que ahora le amenaza

en el torrente al que el mar no supera?"

No hubo en el mundo nadie tan ligero,

buscando el bien o huyendo del peligro,

como yo al escuchar esas palabras.

"Acá bajé desde mi dulce escaño,

confiando en tu discurso virtuoso

que te honra a ti y aquellos que lo oyeron."

Después de que dijera estas palabras

volvió llorando los lucientes ojos,

haciéndome venir aún más aprisa;

y vine a ti como ella lo quería;

te aparté de delante de la fiera,

que alcanzar te impedía el monte bello.

¿Qué pasa pues?, ¿por qué, por qué vacilas?

¿por qué tal cobardía hay en tu pecho?

¿por qué no tienes audacia ni arrojo?

Si en la corte del cielo te apadrinan

tres mujeres tan bienaventuradas,

y mis palabras tanto bien prometen.»

Cual florecillas, que el nocturno hielo

abate y cierra, luego se levantan,

y se abren cuando el sol las ilumina,

así hice yo con mi valor cansado;

y tanto se encendió mi corazón,

que comencé como alguien valeroso:

«!Ah, cuán piadosa aquella que me ayuda!

y tú, cortés, que pronto obedeciste

a quien dijo palabras verdaderas.

El corazón me has puesto tan ansioso

de echar a andar con eso que me has dicho

que he vuelto ya al propósito primero.

Vamos, que mi deseo es como el tuyo.

Sé mi guía, mi jefe, y mi maestro.»

Asi le dije, y luego que echó a andar,

entré por el camino arduo y silvestre.

CANTO III

Por mí se va hasta la ciudad doliente,

por mí se va al eterno sufrimiento,

por mí se va a la fente condenada.

La Juasticia movió a mi Alto Arquitecto.

Hízome la Divina Potestad,

el saber sumo y el amor primero.

Antes de mí no fue cosa creada

sino lo eterno y duro eternamente.

Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.

Estas palabras de color oscuro

vi escritas en lo alto de una puerta;

y yo: «Maestro, es grave su sentido.»

Y, cual persona cauta, él me repuso:

«Debes aquí dejar todo recelo;

debes dar muerte aquí a tu cobardía.

Hemos llegado al sitio que te he dicho

en que verás las gentes doloridas,

que perdieron el bien del intelecto.»

Luego tomó mi mano con la suya

con gesto alegre, que me confortó,

y en las cosas secretas me introdujo.

Allí suspiros, llantos y altos ayes

resonaban al aiire sin estrellas,

y yo me eché a llorar al escucharlo.

Diversas lenguas, hórridas blasfemias,

palabras de dolor, acentos de ira,

roncos gritos al son de manotazos,

un tumulto formaban, el cual gira

siempre en el aiire eternamente oscuro,

como arena al soplar el torbellino.

Con el terror ciñendo mi cabeza

dije: «Maestro, qué es lo que yo escucho,

y quién son éstos que el dolor abate?»

Y él me repuso: «Esta mísera suerte

tienen las tristes almas de esas gentes

que vivieron sin gloria y sin infamia.

Están mezcladas con el coro infame

de ángeles que no se rebelaron,

no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.

Los echa el cielo, porque menos bello

no sea, y el infierno los rechaza,

pues podrían dar gloria a los caídos.»

Y yo: «Maestro, ¿qué les pesa tanto

y provoca lamentos tan amargos?»

Respondió: «Brevemente he de decirlo.

No tienen éstos de muerte esperanza,

y su vida obcecada es tan rastrera,

que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,

compasión y justicia les desdeña;

de ellos no hablemos, sino mira y pasa.»

Y entonces pude ver un estandarte,

que corría girando tan ligero,

que parecía indigno de reposo.

Y venía detrás tan larga fila

de gente, que creído nunca hubiera

que hubiese a tantos la muerte deshecho.

Y tras haber reconocido a alguno,

vi y conocí la sombra del que hizo

por cobardía aquella gran renuncia.

Al punto comprendí, y estuve cierto,

que ésta era la secta de los reos

a Dios y a sus contrarios displacientes.

Los desgraciados, que nunca vivieron,

iban desnudos y azuzados siempre

de moscones y avispas que allí había.

Éstos de sangre el rostro les bañaban,

que, mezclada con llanto, repugnantes

gusanos a sus pies la recogían.

Y luego que a mirar me puse a otros,

vi gentes en la orilla de un gran río

y yo dije: «Maestro, te suplico

que me digas quién son, y qué designio

les hace tan ansiosos de cruzar

como discierno entre la luz escasa.»

Y él repuso: «La cosa he de contarte

cuando hayamos parado nuestros pasos

en la triste ribera de Aqueronte.»

Con los ojos ya bajos de vergüenza,

temiendo molestarle con preguntas

dejé de hablar hasta llegar al río.

Y he aquí que viene en bote hacia nosotros

un viejo cano de cabello antiguo,

gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!

No esperéis nunca contemplar el cielo;

vengo a llevaros hasta la otra orilla,

a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego.

Y tú que aquí te encuentras, alma viva,

aparta de éstos otros ya difuntos.»

Pero viendo que yo no me marchaba,

dijo: «Por otra via y otros puertos

a la playa has de ir, no por aquí;

más leve leño tendrá que llevarte».

Y el guía a él: «Caronte, no te irrites:

así se quiere allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.»

Las peludas mejillas del barquero

del lívido pantano, cuyos ojos

rodeaban las llamas, se calmaron.

Mas las almas desnudas y contritas,

cambiaron el color y rechinaban,

cuando escucharon las palabras crudas.

Blasfemaban de Dios y de sus padres,

del hombre, el sitio, el tiempo y la simiente

que los sembrara, y de su nacimiento.

Luego se recogieron todas juntas,

llorando fuerte en la orilla malvada

que aguarda a todos los que a Dios no temen.

Carón, demonio, con ojos de fuego,

llamándolos a todos recogía;

da con el remo si alguno se atrasa.

Como en otoño se vuelan las hojas

unas tras otras, hasta que la rama

ve ya en la tierra todos sus despojos,

de este modo de Adán las malas siembras

se arrojan de la orilla de una en una,

a la señal, cual pájaro al reclamo.

Así se fueron por el agua oscura,

y aún antes de que hubieran descendido

ya un nuevo grupo se había formado.

«Hijo mío —cortés dijo el maestro

los que en ira de Dios hallan la muerte

llegan aquí de todos los países:

y están ansiosos de cruzar el río,

pues la justicia santa les empuja,

y así el temor se transforma en deseo.

Aquí no cruza nunca un alma justa,

por lo cual si Carón de ti se enoja,

comprenderás qué cosa significa.»

Y dicho esto, la región oscura

tembló con fuerza tal, que del espanto

la frente de sudor aún se me baña.

La tierra lagrimosa lanzó un viento

que hizo brillar un relámpago rojo

y, venciéndome todos los sentidos,

me caí como el hombre que se duerme.

CANTO IV

Rompió el profundo sueño de mi mente

un gran trueno, de modo que cual hombre

que a la fuerza despierta, me repuse;

la vista recobrada volví en torno

ya puesto en pie, mirando fijamente,

pues quería saber en dónde estaba.

En verdad que me hallaba justo al borde

del valle del abismo doloroso,

que atronaba con ayes infinitos.

Oscuro y hondo era y nebuloso,

de modo que, aun mirando fijo al fondo,

no distinguía allí cosa ninguna.

«Descendamos ahora al ciego mundo

—dijo el poeta todo amortecido

:

yo iré primero y tú vendrás detrás.»

Y al darme cuenta yo de su color,

dije: «¿Cómo he de ir si tú te asustas,

y tú a mis dudas sueles dar consuelo?»

Y me dijo: «La angustia de las gentes

que están aquí en el rostro me ha pintado

la lástima que tú piensas que es miedo.

Vamos, que larga ruta nos espera.»

Así me dijo, y así me hizo entrar

al primer cerco que el abismo ciñe.

Allí, según lo que escuchar yo pude,

llanto no había, mas suspiros sólo,

que al aire eterno le hacían temblar.

Lo causaba la pena sin tormento

que sufría una grande muchedumbre

de mujeres, de niños y de hombres.

El buen Maestro a mí: «¿No me preguntas

qué espíritus son estos que estás viendo?

Quiero que sepas, antes de seguir,

que no pecaron: y aunque tengan méritos,

no basta, pues están sin el bautismo,

donde la fe en que crees principio tiene.

Al cristianismo fueron anteriores,

y a Dios debidamente no adoraron:

a éstos tales yo mismo pertenezco.

Por tal defecto, no por otra culpa,

perdidos somos, y es nuestra condena

vivir sin esperanza en el deseo.»

Sentí en el corazón una gran pena,

puesto que gentes de mucho valor

vi que en el limbo estaba suspendidos.

«Dime, maestro, dime, mi señor

yo comencé por querer estar cierto

de aquella fe que vence la ignorancia

:

¿salió alguno de aquí, que por sus méritos

o los de otro, se hiciera luego santo?»

Y éste, que comprendió mi hablar cubierto,

respondió: «Yo era nuevo en este estado,

cuando vi aquí bajar a un poderoso,

coronado con signos de victoria.

Sacó la sombra del padre primero,

y las de Abel, su hijo, y de Noé,

del legista Moisés, el obediente;

del patriarca Abraham, del rey David,

a Israel con sus hijos y su padre,

y con Raquel, por la que tanto hizo,

y de otros muchos; y les hizo santos;

y debes de saber que antes de eso,

ni un esptritu humano se salvaba.»

No dejamos de andar porque él hablase,

mas aún por la selva caminábamos,

la selva, digo, de almas apiñadas

No estábamos aún muy alejados

del sitio en que dormí, cuando vi un fuego,

que al fúnebre hemisferio derrotaba.

Aún nos encontrábamos distantes,

mas no tanto que en parte yo no viese

cuán digna gente estaba en aquel sitio.

«Oh tú que honoras toda ciencia y arte,

éstos ¿quién son, que tal grandeza tienen,

que de todos los otros les separa?»

Y respondió: «Su honrosa nombradía,

que allí en tu mundo sigue resonando

gracia adquiere del cielo y recompensa.»

Entre tanto una voz pude escuchar:

«Honremos al altísimo poeta;

vuelve su sombra, que marchado había.»

Cuando estuvo la voz quieta y callada,

vi cuatro grandes sombras que venían:

ni triste, ni feliz era su rostro.

El buen maestro comenzó a decirme:

«Fíjate en ése con la espada en mano,

que como el jefe va delante de ellos:

Es Homero, el mayor de los poetas;

el satírico Horacio luego viene;

tercero, Ovidio; y último, Lucano.

Y aunque a todos igual que a mí les cuadra

el nombre que sonó en aquella voz,

me hacen honor, y con esto hacen bien.»

Así reunida vi a la escuela bella

de aquel señor del altísimo canto,

que sobre el resto cual águila vuela.

Después de haber hablado un rato entre ellos,

con gesto favorable me miraron:

y mi maestro, en tanto, sonreía.

Y todavía aún más honor me hicieron

porque me condujeron en su hilera,

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