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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (28 page)

—¡Pero si está muerto!

Håkon no se pudo contener, se levantó a medias y abrió los brazos en forma de protesta, pero se volvió a espatarrar sobre la silla antes de que el juez pudiera amonestarle. El abogado defensor sonrió.

—Diario jurídico, 1983, página 430 —dijo, remitiéndose al papel que sostenía, y rodeó el estrado para dejar una copia de la sentencia sobre la mesa del juez—. Una para la fiscalía también —dijo ofreciendo una copia a Håkon, que tuvo que levantarse e ir a recogerla él mismo—. La mayoría fundamentó su decisión en que el secreto profesional, bajo ninguna circunstancia, finaliza cuando el cliente fallece —explicó—. Lo mismo pensó la minoría, en realidad. No puede prevalecer ninguna duda sobre este asunto, con lo cual volvemos a esta carta. —La sostuvo en alto, a una brazada de distancia y a la altura de sus ojos y citó—: «Has sido buena conmigo. Puedes olvidarte de lo que dije sobre lo de cerrar la boca. Escribe una carta a mi madre. Gracias por todo».

Colocó la carta en su sitio, encima de la carpeta. Hanne no sabía qué pensar; Håkon tenía la piel de gallina y notó cómo su escroto se encogía hasta la mínima expresión como cuando uno toma un baño helado.

—Esto —continuó el defensor—, esto no constituye una exención del secreto profesional. La abogada Borg nunca debería haberse explayado sobre el caso. Una vez que se ha propasado es importante que este tribunal no cometa el mismo error. Hago referencia al Código Penal y, más concretamente, al párrafo 119; afirmo que este tribunal actuaría contra la ley si cimentase este juicio sobre la versión de Borg.

Håkon estaba hojeando la separata que tenía delante. Sus manos temblaban tanto que tenía problemas para coordinar los movimientos, aunque finalmente dio con la sentencia. Mierda. Los tribunales debían aceptar las declaraciones de abogados que hubieran obtenido la información en el ejercicio de sus funciones.

Estaba muerto de miedo. Ya no le importaba Lavik, no le importaba el camello y presunto asesino Jørgen Ulf Lavik. Sólo pensaba en Karen, que tal vez se hubiera metido en un lío serio, y todo por su culpa. Fue él quien insistió en quedarse con su trascripción y, aunque ella en un principio no protestó, seguro que no la habría agitado como una bandera en el juicio si no le hubiesen obligado a hacerlo. Todo era culpa suya.

Al otro lado de la sala, el abogado defensor había recogido los papeles, se había acercado al estrado, más cerca del juez, y apoyó su mano sobre la tribuna.

—En definitiva, venerado tribunal, la fiscalía se ha quedado con las manos vacías. Los números de teléfono en la agenda de Roger Strømsjord no tienen la suficiente credibilidad como para suscitar el más mínimo interés. El hecho de que al hombre le encanten los juegos de números no demuestra nada, ni siquiera significa nada, salvo que es un tipo curioso. ¿Qué pasa entonces con las huellas en el billete de banco? La información que manejamos es muy exigua. Pero, su señoría, ¿por qué no podría el abogado Lavik estar diciendo la verdad a este respecto? Es perfectamente posible que haya prestado mil coronas a un cliente por el que sentía lástima; desde luego no fue una gran idea, pues la solvencia de Frøstrup era más que discutible, pero el préstamo representa sin duda un gesto amable, y tampoco se puede conceder a este asunto mayor relevancia. —Un gesto con el brazo indicó que estaba a punto de concluir—. No hablaré del terrible despropósito que ha sido la detención de mi cliente, no es necesario. No existe el menor indicio que alimente una sospecha razonable. Se debe poner a mi cliente en libertad, gracias.

Tardó exactamente ocho minutos. Håkon había hablado durante una hora y diez minutos. Los dos policías que custodiaban a Lavik habían estado bostezando durante toda su intervención, pero no habían pestañeado mientras hablaba Bloch-Hansen.

El juez no estaba muy inspirado y tampoco intentó ocultar su cansancio haciendo movimientos de cabeza, estiramientos de cuello y frotándose la cara con las manos. Sand ni siquiera fue invitado a hacer su réplica, a la que tenía derecho. No importó, la vacuidad se había alojado en su estómago en forma de oscuridad vacía y siniestra, y no se sentía en condiciones de abrir la boca. El juez de instrucción miró el reloj, eran ya las seis y media y faltaba media hora para que comenzaran las noticias en televisión.

—En fin, vamos a proseguir inmediatamente con Roger Strømsjord. Este caso no debería alargarse mucho, pues el tribunal tiene ya plena constancia y conocimiento de los hechos alegados —dijo, esperanzado.

Apenas les llevó una hora. Hanne tuvo la sensación de que al pobre Roger no se le consideraba más que una prolongación o apéndice de Lavik. Si caía Lavik, caía Roger; si soltaban a Lavik, soltarían a Roger.

—Tendremos hoy una decisión, al menos eso espero, pero puede que tengamos que esperar hasta medianoche —anunció el juez cuando la vista oral estaba a punto de concluir—. ¿Queréis esperar o me facilitáis cada uno vuestro número de fax?

Se quedó con los faxes. Condujeron a Roger de vuelta al sótano tras una susurrada conversación con su defensor. El juez estaba ya en el despacho contiguo acompañado por la mujer del ordenador. El letrado del Tribunal Supremo Bloch-Hansen agarró su desgastado y augusto portafolio y se acercó al fiscal adjunto. Parecía más afable de lo esperado.

—Mucho no podíais tener cuando llevasteis a cabo la detención el viernes —dijo con voz baja—. Me pregunto lo que habríais hecho si no hubiera aparecido la agenda con los números de teléfono y no hubierais tenido suerte con las huellas dactilares, lo cual, dicho brevemente, implica que debíais de estar a años luz de tener motivos razonables de sospecha cuando arrestasteis a los dos hombres.

Håkon estaba a punto de desmayarse, tal vez a los otros dos les resultó claro, porque el abogado quiso tranquilizarlo.

—No voy a montar ningún revuelo por esto, pero, con todo mi aprecio: no te embarques en aventuras que no puedas controlar. Es un buen consejo, en todas las facetas de la vida.

Asintió breve y educadamente con la cabeza y salió para hablar con aquellos periodistas —todavía eran unos cuantos— que aún no habían perdido la paciencia y aún aguardaban a la salida. Los dos policías se quedaron solos.

—Venga, vamos a comer algo por ahí —propuso Hanne—. Así espero contigo, estoy convencida de que todo saldrá bien.

Era una mentira descarada.

De nuevo reparó en el suave y agradable olor de su perfume. Ella le dio un beso de consuelo y lo animó cuando se quedaron solos, pero de poco sirvió. Una vez fuera del honorable e imponente Palacio de Justicia, Hanne comentó lo inteligente que había sido esperar esa media hora. Hacía ya un rato que los curiosos habían vuelto al calor de sus casas; la gente de la televisión había capitulado ante la programación prefijada y habían vuelto prestamente a la redacción con lo poco que tenían. Asimismo, los periodistas gráficos habían desaparecido tras recibir las escuetas explicaciones del abogado defensor. Eran ya las ocho y cuarto.

—Lo cierto es que hoy no he comido nada —dijo Håkon, asombrado. Notó que el hambre había despertado después de pasarse todo el día muerto de miedo en algún rincón del estómago.

—Yo tampoco —replicó Hanne, aunque no era del todo cierto—. Tenemos tiempo, el juez necesita al menos tres horas. Vamos a buscar un sitio tranquilo.

Bajaron la cuesta cogidos del brazo, esquivaron una gotera del tejado de un viejo edificio y consiguieron una mesa apartada en un restaurante italiano a la vuelta de la esquina. Un chico muy guapo con el pelo negro como el carbón los acompañó hasta la mesa, entregó una carta a cada uno y preguntó mecánicamente si deseaban algo para beber. Tras un instante de reflexión pidieron dos cervezas, que aterrizaron sobre la mesa apenas unos segundos más tarde. Håkon engulló medio vaso de una sentada. La cerveza le sentó muy bien. El alcohol le afectó instantáneamente, o tal vez fue su estómago hundido quien despertó de repente.

—Se va a ir todo a la mierda —dijo, en un tono casi alegre, y se limpió la espuma del labio superior—. No puede salir bien, van a volver a la calle para retomar sus negocios. Es culpa mía.

—No anticipes las desgracias —dijo Hanne, sin poder ocultar del todo que ella compartía su pesimismo, y miró el reloj—. Nos quedan un par de horas antes de tener que reconocer nuestra derrota.

Permanecieron sentados un buen rato sin decir palabra, con la mirada perdida a lo lejos. Los vasos estaban vacíos cuando sirvieron la comida. Los espaguetis tenían buena pinta y estaban calentitos.

—No será culpa tuya si sale mal —dijo, esforzándose para tragar los largos cordones blancos con salsa de tomate. Con una leve disculpa se colocó la servilleta en el escote para proteger el jersey contra las inevitables manchas—. Y tú lo sabes —añadió con énfasis, escrutando su rostro—. Si sale mal, habremos fallado todos. Acordamos jugarnos un ingreso en prisión, nadie puede reprocharte nada.

—¿Reprocharme? —Estampó la cuchara en la mesa haciendo salpicar la salsa—. ¿Reprocharme? ¡Por supuesto que me lo van a reprochar! ¡No has sido tú ni Kaldbakken ni la comisaria general ni nadie en este mundo quien la ha cagado durante horas ahí dentro! ¡He sido yo! He dilapidado lo poco que teníamos, claro que deberían reprochármelo. —De repente ya no tenía hambre y apartó el plato con un gesto lleno de aversión, como si encerrase un asqueroso auto de puesta en libertad escondido entre los mejillones—. Creo que nunca lo he hecho así de mal ante un tribunal, tienes que creerme, Hanne. —Respiraba con dificultad. Avisó con la mano al joven camarero para pedirle un agua con gas y con limón—. Probablemente lo habría hecho mejor si me hubiese enfrentado a otro abogado. Bloch-Hansen me hace sentir inseguro, su estilo correcto y objetivo me saca de quicio. Creo que me había preparado para una batalla campal, pero cuando en vez de eso el adversario ha recurrido a un elegante duelo con florete me he quedado paralizado como un saco de patatas. —Se frotó la cara enérgicamente, sonrió y sacudió la cabeza—. Prométeme que no vas a hablar mal de mi actuación —le pidió.

—Te lo prometo por mi honor y conciencia —le juró Hanne levantando la mano derecha—. De verdad que no estuviste «tan» mal. Por cierto —añadió, cambiando de tema—, ¿por qué le has hablado al periodista ese de Dagbladet sobre la posible existencia de una tercera persona que estuviera todavía en libertad? Tal y como lo ha escrito en su periódico, se entiende que tenemos en el punto de mira a alguien en concreto. Bueno, ¿me imagino que lo ha sacado de ti?

—¿Te acuerdas de lo que dijiste cuando me escandalicé tanto sobre el modo en que trataste a Lavik, durante el último interrogatorio antes de la detención?

Una profunda arruga en la base de la nariz indicó que estaba pensando con mucha fuerza.

—Mmm, no sé —dijo esperando la respuesta.

—Dijiste que las personas que tienen miedo cometen errores, que por eso quisiste asustar a Lavik. Ahora he querido hacer yo de coco. Tal vez haya sido un disparo al aire, pero quizás en estos momentos haya allí fuera un hombre muy asustado, un hombre muerto de miedo.

La cuenta aterrizó sobre la mesa pocos segundos después de que Håkon hiciese un discreto movimiento con la mano. Ambos se lanzaron por el recibo, pero Håkon fue más rápido.

—Ni hablar —protestó Hanne—. O pago yo todo o me quedo al menos con mi parte.

Con una mirada implorante, Håkon oprimió la factura contra su pecho.

—Permíteme que por una sola vez en este día me sienta como un hombre —le suplicó.

Tampoco fue mucho pedir, pagó y redondeó el importe con tres coronas de propina. El chico con el pelo aceitoso los acompañó hasta la salida sin soltar la sonrisa de su boca, y los invitó a volver. No pareció muy sincero.

La fatiga se había instalado como una capucha prieta y negra alrededor de la migraña. Los ojos se le cerraban cada vez que dejaba de hablar durante unos minutos. Sacó un frasco de suero para los ojos del bolsillo de su chaqueta, se echó hacia atrás, apartó las gafas y se llenó los ojos de líquido. Le quedaba muy poco suero y eso que había comprado el botecito esa misma mañana.

Håkon movió la cabeza de un lado para otro intentando distender un poco los músculos del cuello, que estaban tensos como las cuerdas de un arpa. Se encogió al forzar demasiado y notó un fuerte calambre alzarse en el lado izquierdo.

—¡Ay, ay, ay! —rugió, frotándose febrilmente la zona dolorida.

Hanne miró el reloj por enésima vez, faltaban cinco minutos para la medianoche. Era imposible predecir si que la decisión tardara tanto en llegar era buena o mala señal. El juez sería muy concienzudo en su trabajo si decidía encarcelar a un abogado. Por otro lado, tampoco haría una chapuza si dictaba una sentencia de puesta en libertad. Estaba claro que, en cualquier caso, independientemente del contenido, recurrirían la sentencia.

Bostezó con tanto ímpetu que su mano pequeña y estrecha no alcanzó a tapar del todo su boca. La mujer se recostó echando la cabeza hacia atrás y Håkon pudo comprobar que carecía de amalgama en las muelas.

—¿Qué experiencia has tenido con los empastes de plástico? —preguntó, de un modo muy inoportuno; ella le miró sorprendida.

—¿Empastes de plástico? ¿Qué quieres decir?

—Pues veo que no tienes amalgama en los dientes. Le he estado dando vueltas a si me cambio los empastes o no. Leí un artículo que echaba pestes sobre la «plata», sobre toda la mierda que contiene, el mercurio y esas cosas. He leído incluso que hay personas casi inválidas debido al uso de amalgama. Pero mi dentista me previene, dice que la amalgama es mucho más dura.

Se inclinó hacia él, la boca abierta de par en par, y él pudo constatar que todo estaba completamente blanco.

—Ninguna caries —dijo ella sonriendo y con cierto orgullo—. Lo cierto es que soy un poco mayor para pertenecer a la «generación sin caries», pero teníamos un pozo donde crecí. Mucho flúor natural, seguramente era peligroso, pero en la vecindad éramos dieciséis niños y todos crecimos sin tener que acudir al dentista.

Dientes. Incluso los dientes acababan convirtiéndose en tema de conversación.

El fiscal adjunto se acercó de nuevo a comprobar el fax; como la vez anterior y la anterior y la anterior a ésa, estaba todo en orden. La lucecita verde lo miraba fijamente con aires de arrogancia, pero, por si acaso, revisó una vez más si el cajón alimentador tenía papel. Evidentemente estaba lleno. Un bostezo quiso abrirse camino, pero lo retuvo apretando las mandíbulas y sus ojos se llenaron de lágrimas. Agarró el mazo de cartas usadas y lanzó una mirada interrogativa hacia la subinspectora; ella se encogió de hombros.

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