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Authors: José Luis Gil Soto

La colina de las piedras blancas (15 page)

BOOK: La colina de las piedras blancas
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Ellos sabían que aquello podía dar lugar a un motín. Una cosa era tener poca comida, y otra no tener ninguna. La algarabía duró hasta que Mejía asomó la cabeza tras la puerta. Entonces se hizo el silencio y nos dedicó una muy linda disertación, acerca de la valentía de nuestros tercios, los esfuerzos que habíamos hecho siempre y cómo la dureza con que nos batíamos y aguantábamos cuantos males nos venían encima eran la admiración del mundo entero. Nunca nos habíamos arredrado —nos dijo—cuando en las caponeras nos destrozaban a los hombres y los hacían pedazos, haciéndolos saltar por los aires con temibles explosiones; ni sucumbimos al hambre, ni a las enfermedades que nos sacudieron en los campos de batalla de Holanda y Zelanda, o en las aguas de Levante, cuando íbamos contra el Gran Turco o recorríamos las costas de Berbería.

Luego nos dijo que la situación era, en efecto, muy delicada. Que no se esperaba bastimento en breve y que si llegaba no sería suficiente para aguantar mucho más tiempo. Pero que el duque de Parma había prometido hacer cuanto le fuera dado para embarcar con premura y que esto vendría a salvarnos de tan miserable situación.

Los hombres nos mirábamos unos a otros. Estábamos hombro con hombro más de trescientos allí escuchando, en una atmósfera densa y maloliente, con los mendrugos en nuestras manos, mirándolos de vez en cuando para ver si estaban tan agusanados que no podían comerse. Aunque estuviésemos dispuestos a alimentarnos con los propios gusanos, sabíamos que en aquella miserable situación no aguantaríamos más que unos cuantos días y que acabaríamos comiéndonos hasta la madera de las barricas si llegaba el caso, pero que después de eso ya no habría nada y sólo nos quedaría desembarcar en cualquier parte, aun a riesgo de nuestras vidas.

El capitán, que era hombre de arrestos, curtido en mil batallas y nada dado a las comodidades, sabía que acababa de aplacar nuestros ánimos con sus palabras, pero que sólo era una tregua, un respiro. Luego, si las cosas no iban a mejor, a los soldados les darían un ardite la disciplina y la obediencia, ya que un hombre al filo de la muerte puede matar a otro para comerse sus entrañas. Así que se retiró satisfecho y nosotros comimos lo que pudimos de aquella deplorable vianda y nos fuimos cada uno a nuestros puestos, cuando la anochecida desdibujaba la imagen de la flota inglesa a lo lejos.

Deseé suerte y buena noche a los que quedaban de guardia y me dispuse a bajar al sollado, mirando de reojo al castillo de popa, por si alcanzaba a ver a Ledesma, desconfiando siempre de su mala sangre y de sus reacciones malintencionadas. Al fin, mientras bajaba por la escala, vi un resplandor a lo lejos. Volví sobre mis pasos y noté que algunos hombres miraban en la misma dirección, intentando averiguar qué era aquello. Me acerqué al castillo de proa, subí despacio por la escala hasta donde se encontraban los hermanos Mendoza, Chico y otros cinco o seis hombres que harían la guardia aquella noche.

—¿Un barco incendiado? —pregunté.

Se encogieron de hombros. Entonces vinieron corriendo varios de los nobles que habían sido avisados. Lo mismo hicieron el capitán Cuéllar y sus hombres de mar, todos ellos con sus artilugios para ver en la distancia, casi inútiles en la oscuridad de la noche. Vimos cómo varias pinazas se adelantaban a la flota por orden de Medina Sidonia.

—No es un barco incendiado cualquiera —gritó entonces Cuéllar desde el alcázar—, y el duque lo sabe. Acaba de enviar las pinazas para intentar salvarnos. Que Dios Nuestro Señor nos coja confesados.

Idiáquez, que se había incorporado al grupo, permaneció callado unos instantes. Luego dijo:

—Son brulotes. Incluso pueden ser los mecheros del infierno —explicó ante la atenta mirada de algunos de nuestros marinos, que se llevaron las manos a la cabeza removiéndose como fieras enjauladas.

—¡No! ¡Hay que hacer algo! ¡No podemos permanecer aquí anclados!

No cabía duda. Los ingleses aprovechaban las corrientes favorables para enviarnos un presente. En el mejor de los casos eran brulotes: barcos incendiados que dejaban al albur de la corriente para que fuesen a estrellarse contra los nuestros, provocando un gran fuego generalizado en la Armada. El duque enviaba las pinazas para intentar echar un cable y desviarlos antes de que llegasen a nuestra posición.

Pero podía ocurrir que no fueran simples brulotes. Ya había sucedido que en Amberes habían ensayado con una máquina infernal inventada por un ingeniero italiano. Se trataba de barcos incendiados, pero cargados de pólvora y otros materiales inflamables que, al chocar con los nuestros, causarían una terrible explosión matando a cuanto hombre hubiese en los galeones próximos.

En cualquiera de los casos el ardid utilizado por los herejes pretendía que levásemos anclas y, de paso, hundir algunos barcos de nuestra flota. Querían que abandonásemos aquella posición de privilegio y dejásemos para otra ocasión el apoyo que habíamos de dar al duque de Parma.

Rápidamente se dieron las señales de alarma. Toda la marinería se puso en pie y ocupó sus posiciones, preparados para levar anclas y poner a buen recaudo los navíos si era necesario. Mirábamos impotentes la trayectoria de los barcos incendiados, que en número de ocho o diez — no podíamos verlos bien desde donde se encontraba el
San Marcos
— venían directos hacia nosotros. Cuando las primeras pinazas consiguieron amarrar los dos que venían destacados y que se acercaban peligrosamente a la Armada, a la distancia de un tiro de cañón, un ensordecedor grito de júbilo salió de las gargantas de los treinta mil hombres que contemplábamos expectantes las maniobras. Pero sucedió que, una vez desviada la trayectoria y puestos fuera de circulación, comenzaron a estallar, con lo que nos persuadimos de que no eran simples brulotes, sino que se trataba de los famosos mecheros del infierno y que no tendríamos cuartel si alguno de ellos venía contra nosotros.

Cundió el pánico de repente. Todos gritábamos sin orden, moviéndonos hacia ningún sitio, estorbándonos unos a otros sin que nadie fuera capaz de organizamos. El contramaestre y el propio capitán junto al piloto desgarraban sus gargantas intentando que los marineros ejecutasen las maniobras precisas. Escuchamos un cañonazo; el duque había visto lo mismo que nosotros y ordenaba levar anclas y poner agua de por medio para no ver aplastada la flota antes del amanecer.

Las pinazas que tenían encomendada la misión de desviar los barcos incendiados, temerosos sus hombres de perecer en el intento, abandonaron su cometido antes de tiempo, y vimos acercarse peligrosamente al resto de aquellos endiablados navíos, ardiendo como fogones gigantescos, emitiendo explosiones y vomitando fuego amenazante.

Nuestros barcos, en respuesta al pánico generalizado, desplegaron todo el velamen, forzaron timones y jarcias y comenzaron a chocar unos con otros, perdiendo ancla, bauprés y vergas en el intento de abandonar el lugar. Pese al esfuerzo por ordenar la navegación que realizaban desde el
San Martín
, no había barco que hiciese caso a las indicaciones, y cada cual quiso poner a salvo su propio pellejo, echando por tierra la disciplina que nunca habríamos perdido en tierra los infantes, pues sabíamos que precisamente en los momentos de dificultad es cuando más y mejor tiene que responder un hombre, y que si se rompen filas cuando las arremetidas son más feroces y dañinas, es cuando el enemigo te acuchilla a degüello. Cuando un hombre solo, sin sentir el hombro del compañero, ni su coselete, ni su jubón, ni el olor a sudor del que le refuerza el flanco, vuelve las espaldas al enemigo, ha dicho adiós a su vida. Y aunque tal vez hubiera muerto de igual manera, en el caso en que la disciplina se mantiene hasta el final, aún hay esperanza de salvar la piel; pero si se rompe, no hay más que pedir a Dios que el tránsito sea lo más rápido posible.

Y así sucedió con nuestra flota. Cada uno hizo lo que buenamente pudo. Ciento treinta buques de guerra navegaron de popa en una carrera de obstáculos, golpeándose unos con otros, perdiendo en el camino parte del aparejo, huyendo despavoridos, intentando adentrarse en el oscuro océano, pero siendo arrastrados inexorablemente hacia los bajíos y arrecifes de la costa de Flandes, donde embarrancaríamos si un milagro no lo evitaba.

Capítulo 19

N
uestro galeón navegó muy cerca de la nave capitana. El
San Martín
, el
San Mateo
, el
San Felipe
y el
San Marcos
, fuimos a anclar apenas a una milla al norte de donde nos habían sorprendido los bajeles incendiados. Desde allí pudimos contemplar cómo nuestros barcos se dispersaban y perdíamos de vista sus siluetas en medio de la noche. También pudimos ver, decepcionados, cómo los navíos infernales que nos habían enviado no eran los temibles mecheros del infierno. En realidad se trataba de barcos cargados de cañones, los cuales se disparaban al calentarse con el fuego, circunstancia que nos hizo creer que eran máquinas infernales. Sin embargo, al cabo de las horas se consumían a lo lejos, casi en la orilla, y se convertían en ceniza sin más explosiones ni artificios.

Allí estuvimos hasta que, al despuntar el día, los ingleses comprobaron los estragos que habían causado con los brulotes y dieron la orden de ataque. Se habían reforzado en las últimas horas y eran ya más de ciento cincuenta navíos de guerra, con nuevas provisiones, más armamento, pólvora y balas de cañón, dispuestos a aniquilar nuestra Armada para siempre y despejar el camino, dejando libre el canal e impidiendo que nuestra infantería de Flandes pasase a Inglaterra. Viendo cómo se nos venían encima todas las escuadras, el duque ordenó levar anclas de nuevo y hacer frente a aquella gran flota, para vender caras nuestras vidas.

La sensación de victoria que habíamos tenido al salir de La Coruña se iba desvaneciendo. Teníamos experiencia suficiente para saber cuándo las cosas iban bien o mal en una campaña, y aquélla no iba a ser una excepción. Las palabras de Idiáquez acerca de las dificultades de Parma, la comida putrefacta, los encuentros con el enemigo sin más resultado que la desesperanza… Definitivamente las cosas no iban bien.

Hacía yo esta reflexión a mis compañeros mientras mirábamos atentos los movimientos de los ingleses. Antes de que nos tuvieran a tiro, otros barcos españoles se incorporaron a nuestra pequeña escuadra. El resto se había dispersado y pudimos ver cómo algunos estaban adentrándose a la deriva en los bajíos, hacia donde eran arrastrados sin remedio. El más cercano era la galeaza de don Hugo de Moneada, la
San Lorenzo
, cuyos galeotes se esforzaban por llevarla mar adentro, remando contra la marea que decrecía velozmente y que la llevó en pocos minutos a hundir la quilla en la arena, a los pies del castillo de Calais. Varios de los galeones ingleses que podían habernos destrozado, prefirieron ir en pos de la galeaza, de manera que ésta sirvió de cebo para alejarlos.

Howard, cuyos barcos no podían aproximarse a la
San Lorenzo
debido a su gran calado, envió una flota auxiliar de botes con el fin de abordar la galeaza. La defensa era tan digna que pronto los botes se convirtieron en ataúdes donde los muertos se amontonaban uno encima de otro.

De repente ocurrió una desgracia que nos conmovió: en medio de la refriega, una bala de mosquete atravesó la cabeza de don Hugo de Moneada acabando con su vida, lo que terminó por desmoronar a los hombres que luchaban a sus órdenes. Éstos, aterrados, comenzaron a saltar al agua, corriendo hacia la orilla en busca del amparo de las autoridades del castillo.

Mientras tanto, nos las veíamos con toda una escuadra de barcos ingleses dispuestos a enviarnos a la otra vida. El
Revenge
descargó su artillería con insistencia sobre el
San Martín
, acercándose en demasía para no errar el tiro, con lo que se convirtió en un blanco fácil para los nuestros. El intercambio de andanadas y disparos de mosquete dio como resultado cuantiosas bajas en ambas naves hasta que, al cabo de un rato, Drake abandonó su posición y se alejó a sotavento, no porque quisiera huir —esa palabra no habría cabido nunca en la concepción que Drake tenía de la guerra—, sino porque supo ver enseguida que si daba alcance a algunos de nuestros galeones en dificultades, acabaría con ellos sin que ofrecieran resistencia.

Otros barcos ocuparon su lugar, y los de la escuadra de Portugal —incluido el
San Marcos
— seguimos soportando el fuego enemigo heroicamente. Allí estaban a pecho descubierto nuestros capitanes, con el marqués de Peñafiel y otros nobles dispuestos a obtener la gloria que habían ido a buscar, o a perder la vida si fuera necesario. Una nube de humo nos impedía vernos unos a otros a más de diez o doce varas, con lo que no sabíamos siquiera si estábamos perdiendo mucha gente o resistíamos bien las arremetidas luteranas. Los movimientos eran muy mecánicos: pólvora, bala, puntería y fuego; no nos cansábamos de buscar blanco entre la humareda, con los ojos irritados por los disparos. La instrucción recibida por nuestra escuadra en el manejo de armas de fuego había dado buenos frutos.

A cada descarga de batería se estremecía el galeón haciendo temblar las cuadernas bajo nuestros pies. Sentíamos el ruido dentro de nuestras carnes, nos vibraban las entrañas, nos zumbaban los oídos y nos estallaba la cabeza con los cañonazos.

Desde arriba, los marineros sujetos a la jarcia y encaramados a las vergas nos gritaban para ponernos al corriente de lo que sucedía, pues ellos tenían una visión privilegiada de la ofensiva, pero apenas podíamos oírlos. La escuadra de Howkins nos había rodeado sin darnos tregua y no parecía que pudiésemos salir de semejante trampa si no era abandonando el barco o izando bandera blanca en señal de rendición.

El lord Almirante nos tenía a placer. Entonces, varios de nuestros barcos dispersos acudieron en auxilio de la escuadra, y luego fueron más y más, hasta un total de unos veinticinco, por lo que se desató una batalla general en la que los ingleses se cuidaron mucho de no llegar al abordaje para no darnos ventaja. Acudieron Bertendona, Recalde, Oquendo y Leyva, todos ellos vomitando un fuego que no veíamos pero que ahogó definitivamente las voces que nos daban desde arriba. Cuando la brisa arrastraba el humo, podíamos ver algunas escenas de la batalla de forma fugaz, pues estábamos concentrados en hacer daño a la flota enemiga y no podíamos perder tiempo en preguntarnos qué estaba ocurriendo alrededor. Aun así, pude ver el
San Mateo
rodeado de enemigos, muy perjudicado y agujereado, destrozado el aparejo y haciendo agua, el palo mesana a punto de partirse y la mitad de sus obenques rotos. A bordo, don Diego Pimentel, maestre de campo del tercio de Sicilia, disparaba una y otra vez sin querer recibir más auxilio que el de sus propios hombres. Cuando Medina Sidonia pudo acercase lo suficiente como para prestarle ayuda, le sugirió que abandonase el barco, pero Pimentel siguió empecinado en la cruzada y se negó a dejar de combatir.

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