Utilicé prácticamente todo el día para llegar hasta el escondite de Yolanda y de Aikam. Mi último día en Ul Qoma. Fui cogiendo taxis por etapas hasta los límites de la ciudad.
—¿Cuánto tiempo aquí? —me preguntó el último taxista.
—Un par de semanas.
—¿Aquí le gusta? —me preguntó con un entusiasta ilitano de principiante—. El mejor ciudad del mundo. —Era curdo.
—Enséñeme sus rincones favoritos de la ciudad, entonces. ¿No tiene problemas aquí? —le pregunté—. No todo el mundo recibe bien a los extranjeros, por lo que he oído…
Hizo una especie de «¡bah, bah!».
—Tontos para todos partes. Pero es el mejor ciudad.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Cuatro años y más. Un año en campamento…
—¿De refugiados?
—Sí, en campamento, y tres años de estudiar para ciudadanía de Ul Qoma. Hablando ilitano y aprendiendo, ya sabe, para no, ya sabe, para desver otra lugar, para no hacer brecha.
—¿Alguna vez ha pensado ir a Besźel?
Otro resoplido.
—¿Qué hay en Besźel? Ul Qoma es la mejor lugar.
Me llevó primero al Orchidarium y al estadio Xhincis Kann, una ruta turística que resultaba evidente que él ya había hecho antes, y cuando lo animé a dejarse llevar por sus preferencias personales empezó a enseñarme los parques interculturales donde, junto a los habitantes ulqomanos, los curdos, paquistaníes, somalíes y sierraleoneses que habían pasado los estrictos requerimientos de entrada jugaban al ajedrez y las distintas comunidades se trataban con educada incertidumbre. En un cruce de canales, el taxista, con cuidado de no decir nada inequívocamente ilegal, me señaló el lugar donde las barcazas de las dos ciudades (embarcaciones de recreo en Ul Qoma, algunos barcos de transporte a desver que faenaban en Besźel) mezcladas entre sí.
—¿Ve? —preguntó.
Un hombre en el lado opuesto de una esclusa cercana, medio escondido entre la gente y los arbolitos urbanos, miraba directamente hacia donde estábamos. Le sostuve la mirada (dudé durante un momento, pero después deduje que tenía que estar en Ul Qoma, así que no era una brecha) hasta que él desvió la suya. Intenté mirar hacia dónde había ido, pero había desaparecido.
Cuando expresé mis preferencias acerca de los sitios que el taxista había propuesto, me aseguré de que la ruta resultante recorriese la ciudad. Yo miraba por los espejos mientras él, encantado con la carrera, conducía. Si nos seguía alguien, debían de ser espías sofisticados y cuidadosos. Le pagué una cantidad desorbitada de dinero, en una moneda más fuerte que aquella con la que me pagaban a mí, después de tres horas de acompañamiento, y le pedí que me dejara donde los
hackers
convivían con las tiendas baratas de segunda mano justo en la esquina del barrio donde se escondían Yolanda y Aikam.
Pensé durante varios segundos que habían huido y cerré los ojos, pero no dejé de repetir: «Soy yo, Borlú, soy yo», y al final la puerta se abrió y Aikam me metió dentro a toda prisa.
—Prepárate —le dije a Yolanda. En comparación con la última vez que la vi, me pareció que estaba sucia, más delgada y tan asustada como un animalillo—. Coge los papeles. Tendrás que asentir a todo lo que yo, o mi colega, digamos en la frontera. Y dile a tu casanova que se vaya haciendo a la idea de que él no viene, porque no quiero ninguna escenita en la Cámara Conjuntiva. Te vamos a sacar de aquí.
Le hizo quedarse en la habitación. No parecía que él fuera a hacer lo que le pedía, pero lo consiguió. No esperaba que se comportara sin entorpecernos.
Exigía una y otra vez que le dijéramos por qué no podía venir. Yolanda le enseñó dónde guardaba su número de teléfono y le prometió que lo llamaría desde Besźel, y desde Canadá, y que desde allí le haría venir. Fueron necesarias varias promesas de ese estilo para que al fin accediera a quedarse, tan abatido como si lo hubieran rechazado, con la mirada fija mientras cerrábamos la puerta y nos marchábamos a toda prisa a través de la luz ensombrecida hasta una esquina del parque, donde Dhatt nos esperaba en un coche de policía sin identificación.
—Yolanda. —La saludó con un gesto de cabeza desde el asiento del conductor—. Grano en el culo —dijo al saludarme a mí. Nos pusimos en marcha—. Pero, joder, ¿a quién ha cabreado exactamente, señorita Rodríguez? Por usted estoy aquí, jodiéndome la vida y obligado a colaborar con este extranjero tarado. Hay ropa en la parte de atrás —dijo—. Total, ahora no tengo trabajo. —Había bastantes posibilidades de que eso no fuera una exageración.
Yolanda no le quitó los ojos de encima hasta que él miró por el espejo retrovisor y le espetó: «Me cago en la hostia, ¿qué pasa?, ¿te crees que soy un mirón?»; y ella se fue dejando caer poco a poco en el asiento de atrás y se quitó la ropa para ponerse el uniforme de la
militsya
que Dhatt le había traído, que era casi de su talla.
—Señorita Rodríguez, haga lo que le diga y quédese cerca. También tenemos un disfraz para nuestro posible acompañante. Y este es para ti, Borlú. Puede ahorrarnos un montón de líos. —Una chaqueta con un blasón de la
militsya
plegado hacia abajo. Lo coloqué de tal modo que fuera bien visible—. Ojalá los hubiera para distintos rangos. Te habría degradado.
No callejeó sin rumbo ni cayó en el error de la culpabilidad nerviosa, sino que condujo más lento y con más cuidado que los coches que teníamos alrededor. Íbamos por las calles principales y encendía y apagaba las luces para señalar las infracciones de otros conductores como hacían en Ul Qoma, cortos mensajes de ira automovilística como un enérgico código morse: faro-faro, me estás cortando; faro-faro-faro, decídete.
—Volvió a llamar —le dije a Dhatt en voz baja—. Puede que venga. En cuyo caso…
—Venga, grano en el culo, dilo otra vez. En cuyo caso, pasará al otro lado, ¿verdad?
—Tiene que irse de aquí. ¿Tienes más papeles?
Soltó un exabrupto y le dio un puñetazo al volante.
—Joder, ojalá se me hubiera ocurrido alguna historia para salir de esta puta mierda. Ojalá no venga. Ojalá la mierda de Orciny se lo lleve. —Yolanda le clavó la mirada—. Yo me encargo de los que están de servicio. Prepárate para enseñar la cartera. Si la cosa se pone fea le daré mis putos papeles.
Atisbamos la Cámara Conjuntiva por encima de los tejados, a través de los cables de la central telefónica y de los tanques de gas, varios minutos antes de que hubiéramos llegado. Por el camino que elegimos, primero pasamos, desviendo cuanto pudimos, cerca de la salida de Ul Qoma, lo que era la entrada en Besźel: las filas de los visitantes besźelíes y los ulqomanos que estaban de regreso, dividiéndose con resignada indignación. Se veía el brillo de la luz de un coche de policía besźelí. Tal y como estábamos obligados a hacer, no vimos nada de eso, pero mientras lo hacíamos no podíamos sino ser conscientes de que pronto estaríamos en ese lado. Rodeamos el gigantesco edificio hasta la entrada de la avenida Ul Maidin, frente al templo de la Luz Ineludible, donde continuaba la lenta fila que entraba en Besźel. Allí aparcó Dhatt (una mala maniobra que no corrigió, el coche torcido respecto al bordillo con la fanfarronería de la
militsya
, las llaves puestas) y salimos para pasar a través de la multitud nocturna hasta la enorme plaza y las inmediaciones de Cámara Conjuntiva.
Los guardias de la
militsya
que estaban en la parte exterior no nos preguntaron nada, ni siquiera nos hablaron mientras íbamos adelantando las filas de gente y caminábamos por la carretera, abriéndonos paso entre los coches detenidos, y solo se dirigieron a nosotros para instarnos a darnos prisa en la entrada restringida y para entrar en las dependencias de la Cámara Conjuntiva, donde el gigantesco edificio nos esperaba para engullirnos.
Miré a todas partes cuando entramos. No dejábamos de mover los ojos. Yo caminaba detrás de Yolanda, que se movía intranquila en su disfraz. Alcé la mirada por encima de los vendedores de comida y de baratijas, los guardias, los turistas, los indigentes, la otra
militsya
. De entre las muchas entradas habíamos escogido la más abierta, amplia y menos sinuosa, cubierta por una vieja bóveda de ladrillo desde la que se podía ver claramente a través de la enorme abertura del espacio intersticial, por encima de la muchedumbre que llenaba la enorme sala a ambos lados del punto de control, aunque el lado besźelí que quería entrar en Ul Qoma estaba perceptiblemente más concurrido.
Desde esta posición, desde este ángulo privilegiado, por primera vez durante mucho tiempo, no tuvimos que desver la ciudad vecina: podíamos pasear tranquilamente la mirada por la carretera que la unía a Ul Qoma, más allá del límite, por los metros de tierra de nadie y la frontera del otro lado, y fijarnos directamente en Besźel. Directamente. Unas luces azules nos esperaban. Un morado besźelí perfectamente visible al otro lado de la barrera bajada entre los dos estados, la luz intermitente que habíamos desvisto unos minutos antes. Cuando dejamos atrás los contornos exteriores de la arquitectura de la Cámara Conjuntiva, vi en el extremo más alejado del pasillo, de pie sobre la plataforma elevada donde los guardias besźelíes vigilaban la multitud, a una figura con el uniforme de la
policzai
. Una mujer, pero aún estaba muy lejos, en la parte de las barreras besźelíes.
—Corwi.
No me di cuenta de que había dicho su nombre en voz alta hasta que Dhatt me preguntó:
—¿Esa de ahí? —Iba a decirle que estaba demasiado lejos como para saberlo, pero me dijo—: Un momento.
Miró hacia atrás por el mismo sitio por el que había venido. Estábamos algo alejados de muchos de los que se encaminaban a Besźel, entre filas de aspirantes a turista y sobre un delgado tramo de calzada donde los vehículos se movían despacio. Dhatt estaba en lo cierto: había algo en uno de los hombres que teníamos detrás de nosotros que resultaba desconcertante. No había nada en su apariencia que destacara: se había arrebujado para protegerse del frío en una deslucida capa ulqomana. Pero caminaba, o arrastraba los pies, hacia nosotros, en cierto modo de forma transversal a la dirección en la que se movía la fila de sus compañeros peatones, y alcancé a ver detrás de él rostros contrariados. Se abría camino entre ellos sin respetar su turno y avanzaba hacia nosotros. Yolanda vio hacia dónde estábamos mirando y dejó escapar un pequeño gemido.
—Vamos —dijo Dhatt, y le puso la mano en la espalda para hacer que caminara más deprisa hacia la entrada del túnel, pero sin dejar de ver que la figura que teníamos a nuestra espalda intentaba aumentar también el ritmo (tanto como le permitía la presión de los que tenía alrededor) para superar el nuestro, para acercarse a nosotros, y yo me giré de súbito y empecé a moverme hacia él.
—Llévala allí —le dije a Dhatt mientras me adelantaba, sin mirar atrás—. Vete, llévala hacia la frontera. Yolanda, ve hasta la
policzai
de allí. —Aceleré—. Marchaos.
—Espere.
Fue Yolanda quien me habló, pero oí que Dhatt se lo reprochaba. Yo ahora estaba pendiente del hombre que se acercaba. No podía escapársele el hecho de que iba hacia él, vaciló y metió la mano dentro de la chaqueta y yo rebusqué en la mía pero me acordé de que no tenía una pistola en esa ciudad. El hombre retrocedió uno o dos pasos. Levantó las manos y se desenrolló la bufanda. Estaba gritando mi nombre. Era Bowden.
Sacó algo, una pistola que colgaba de sus dedos como si le diera alergia. Me lancé hacia él y sentí una fuerte exhalación detrás de mí. Detrás de mí, otro aliento escupido y varios gritos. Dhatt chilló y gritó mi nombre.
Bowden miraba algo por encima de mi hombro. Miré hacia atrás. Dhatt estaba de rodillas entre los coches unos pocos metros más allá. Se estaba protegiendo y gritaba hasta desgañitarse. Los conductores se encorvaron dentro de sus vehículos. Sus gritos se extendían por todas las filas de los peatones, en Besźel y en Ul Qoma. Dhatt envolvió a Yolanda con su cuerpo. Estaba tendida en el suelo como si una sacudida la hubiera arrojado. No conseguía verla con claridad, pero tenía sangre por toda la cara. Dhatt se agarraba el hombro.
—¡Me han dado! —gritó—. Yolanda… Por la Luz, Tyad, le han disparado, está herida…
Muy al fondo del pasillo se desencadenó un tumulto. Por encima del tráfico que avanzaba como aletargado vi, en el extremo más alejado de la gigantesca sala, el movimiento de un oleaje entre la multitud de Besźel, como el de animales presas del pánico. La gente se alejaba de una figura que se inclinaba sobre algo, no, que se levantaba con algo entre las manos. Un fusil, apuntando.
Otro de esos pequeños ruidos repentinos, audibles apenas por encima de los gritos, cada vez más estentóreos, que recorrían el túnel. Hubo un disparo, silenciado o amortiguado por la acústica del lugar, pero para cuando lo oí ya estaba sobre Bowden y lo había tirado al suelo, y la percusión explosiva de la bala que atravesó la pared que estaba detrás de él se oyó mucho más que el disparo en sí. Fragmentos de arquitectura pulverizados. Oí la respiración entrecortada de un aterrorizado Bowden, puse mi mano en su muñeca y apreté hasta que dejó caer el arma, impidiendo que se levantara para mantenerlo fuera de la línea de visión del francotirador que lo tenía en el punto de mira.
—¡Al suelo! ¡Todo el mundo al suelo!
Había gritado eso. Con una parsimonia que resultaba difícil de creer, la gente empezó a arrodillarse, aunque cuando se dieron cuenta del peligro se encogieron y gritaron con creciente desmesura. Otro ruido, y otro, un coche que frenaba con violencia y con la sirena puesta, otra implosión que abrió un agujero cuando la bala penetró en los ladrillos.
Seguía manteniendo a Bowden contra el asfalto.
—¡Tyad!
Era Dhatt.
—¡Háblame! —le grité. Los guardias estaban por todas partes, con las armas levantadas, vigilantes, gritándose órdenes estúpidas unos a otros.
—Me han disparado, pero estoy bien —me contestó—. Yolanda tiene un tiro en la cabeza.
Levanté la mirada, ya no había más disparos. La levanté aún más, hacia donde Dhatt se vendaba y apretaba la herida, hacia donde Yolanda yacía muerta. Me levanté un poco más y vi que la
militsya
se acercaba a Dhatt y al cadáver que este custodiaba, y más allá de ese punto a los agentes de la
policzai
que corrían hacia el lugar del que habían salido los disparos. En Besźel la multitud histérica zarandeaba y bloqueaba el paso de la policía. Corwi miraba a todas partes: ¿podía verme? Yo gritaba. El tirador se estaba escapando.