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Authors: Eduardo Mendoza

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La ciudad de los prodigios (58 page)

4

En los baldíos contiguos al recinto de la Exposición había crecido una población entera de barracas; en este villorrio malvivían millares de inmigrantes. Nadie sabía quién había dispuesto las barracas de tal modo que formaran calles ni quién había alineado estas calles para que se cruzaran perpendicularmente entre sí. A la puerta de algunas barracas había unos cajones de madera en cuyo interior se criaban conejos o pollos; la tapa de los cajones había sido reemplazada por un trozo de tela metálica; así se podían ver los animales hacinados. A la puerta de otras barracas dormitaban perros famélicos de mirada turbia. Ante una de estas puertas se detuvo el automóvil y de él se apearon Onofre Bouvila y María Belltall. El perro emitió un gruñido cuando pasaron por su lado y siguió durmiendo. Desde el interior de la barraca, avisada de su presencia por el ruido del automóvil, una mujer desgreñada, cubierta de harapos, separó la cortina de arpillera que colgaba del dintel de la barraca. Ésta eran sólo cuatro paneles de madera claveteada, plantados en la tierra; un techo de cañas y palmas secas dejaba colar la luz del alba por sus intersticios. Cuando ambos hubieron entrado la mujer desgreñada dejó caer nuevamente la cortina. Luego se quedó mirando a Onofre Bouvila con expresión idiotizada. Se notaba que acababa de despertar de un sueño tranquilo. ¿Y tu marido?, dijo él, ¿por qué no está aquí? La mujer puso los brazos en jarras y echó la cabeza hacia atrás, pero no había agresividad ni desplante en esta pose. Se fue ayer por la tarde y aún no ha vuelto, respondió; parecía que iba a soltar una carcajada desdeñosa. El dinero que tú le das se lo gasta en aguardiente y putarrancas, añadió mirando de reojo a María Belltall. Eso es asunto suyo, dijo Onofre Bouvila sin reparar en esta mirada; yo no tengo por qué administrarle la paga. La cortina de arpillera se movió cuando el perro entró en la barraca. Con el hocico húmedo husmeaba las pantorrillas de María Belltall y de cuando en cuando estornudaba ruidosamente. Bueno, ¿a qué estamos esperando?, dijo él dirigiéndose sin motivo a María Belltall, cuya mano seguía reteniendo entre las suyas. La mujer se puso de rodillas; con el canto de las manos removió la tierra del suelo hasta dejar al descubierto una trampilla. Azuzó al perro, que ahora olisqueaba la trampilla, y la levantó tironeando de una argolla. Del agujero que dejó expedito partían unos peldaños labrados en la tierra misma. Onofre Bouvila sacó del bolsillo unas monedas y se las tendió a la mujer. Escóndelas donde tu marido no las encuentre, le aconsejó. La mujer sonrió con media boca: ¿Y dónde es eso?, preguntó abarcando con la mirada el cubículo en que se hallaban. Él ya no prestaba atención a sus palabras: había empezado a bajar aquella escalera llevando a rastras a María Belltall. Con una linterna sorda alumbraba el pasadizo por el que anduvieron un centenar de metros hasta topar con una escalera análoga a la anterior. Al final de esta escalera había también una trampilla que se abrió cuando él dio tres golpes en ella con el mango de la linterna. Ahora estaban dentro del pabellón. Era una construcción de hormigón armado igual en todo a la carpa en que habían estado trabajando hasta unos días antes, la carpa que aún se levantaba, vacía, en el jardín de la mansión. A diferencia de aquélla sin embargo el pabellón carecía de puertas o ventanas: sólo se podía entrar y salir de allí por la trampilla. El hombre que la había abierto era de avanzada edad y tez sonrosada; sobre el traje de calle llevaba una bata blanca de cirujano. Al ver a Onofre Bouvila frunció el ceño y señaló con el dedo índice el reloj de pulsera, como diciendo: ¿éstas son horas? Onofre Bouvila lo había conocido en los años de la Gran Guerra; entonces era un ingeniero militar de prestigio, un experto en balística. La derrota de los imperios centrales le había dejado sin trabajo; durante diez años había sobrevivido dando clases de física y geometría en Tubinga, en un colegio de los hermanos Maristas. Allí había recibido a principios de 1928 una carta de Onofre Bouvila en la que éste le invitaba a trasladarse a Barcelona
para participar en un proyecto relacionado con su especialidad
. En un banco de Tubinga le proporcionarían el dinero necesario para sufragar los gastos del viaje.
Lamento no poder ser más específico debido a la naturaleza misma del proyecto y a otras razones de peso
, concluía diciendo la carta en cuestión. Este lenguaje recordó al ingeniero prusiano los buenos tiempos. Tomó el tren en Tubinga y llegó a Barcelona al cabo de cuatro días y cinco noches de viaje ininterrumpido. A lo largo del trayecto se había ido exacerbando su mal humor habitual. Cuando Onofre Bouvila le expuso al fin el asunto, le mostró los planos y le anunció lo que esperaba de él arrojó sus propias gafas al suelo de la biblioteca, donde tenía lugar la entrevista, y las pisoteó. El proyecto es estúpido, dijo, el que lo ha concebido es un estúpido y usted más estúpido aún; usted es realmente el hombre más estúpido que he conocido. Onofre Bouvila sonrió y dejó que se desahogara. Sabía que su vida en el colegio de Tubinga era un calvario continuo: los alumnos le apodaban
el general Bum-Bum
y le hacían blanco de las bromas más sangrientas. Ahora gracias a él las ideas disparatadas de Santiago Belltall habían evolucionado hasta convertirse en algo científico. Él había transformado una chapuza genial en una máquina capaz de volar. Onofre Bouvila por su parte había tenido que recurrir a toda su paciencia y autoridad para dirimir las disputas encarnizadas que surgían a todas horas entre el inventor catalán y el ingeniero prusiano; sólo él había hecho posible que la colaboración entre ambos hubiese sido fructífera. Ahora la máquina ocupaba el centro del pabellón, sostenida por un andamiaje enrevesado como una mantilla de encaje. Una pieza única, exclamó, ¡espléndido! El ingeniero suspiró: le dolía que se hubiese dedicado tanto talento, tanto esfuerzo y tanto dinero a un aparato meramente recreativo. Onofre Bouvila, que conocía sobradamente la razón de esta congoja, se desentendió de él: no era momento de enzarzarse en discusiones académicas. Fuera sonaban los cañonazos que anunciaban la llegada de los reyes al recinto de la Exposición. En marcha, dijo. Por el pabellón pululaban varios hombres cubiertos de monos azules, embadurnados de grasa; cada uno cumplía su cometido sin prestar atención a lo que hacían los demás; nadie hablaba ni interrumpía sus quehaceres para fumar un pitillo o echar un trago: el ingeniero prusiano había conseguido inculcar su disciplina en aquel equipo; eran la elite de los mecánicos, los que no apartaban los ojos de sus herramientas ni siquiera cuando María Belltall pasaba por su lado. Ahora ella comprendía para qué la había traído aquí e hizo amago de escapar. Él la retuvo con fuerza, pero sin violencia. En los ojos de ella leyó el terror. No se fía del invento de su padre, pensó, y a mí me toma por loco. Quizá no va desencaminada, se dijo. Ahora veía a sus pies todo el recinto de la Exposición Universal. Qué raro, iba pensando, visto desde aquí todo parece irreal; quizá la pobre Delfina tenía razón en esto: el mundo en realidad es como el cinematógrafo. Vaya, bajaré un poco más para ver la cara de la gente, pensó luego. Accionando las palancas del cuadro de mandos hizo que la máquina perdiera altitud. La muchedumbre había recobrado la calma y seguía estas evoluciones sin perder detalle. Mira, mira, ¡es Onofre Bouvila!, se decían los unos a los otros apenas la distancia que mediaba entre la muchedumbre y la máquina permitía reconocer a los tripulantes de ésta. Sí, es él, es él; y esa chica que le acompaña, ¿quién será?; parece joven y guapa; huy, lleva la falda muy corta, ¡qué fresca! Estos comentarios y otros similares eran hechos con un cariño rayano en la devoción. Las historias que circulaban acerca de su riqueza fabulosa y los medios de que se había valido para obtenerla lo habían convertido en un personaje popular: cuando iba por la calle la gente se paraba para observarlo con disimulo, pero insistente e intensamente; trataba de leer en su fisonomía la confirmación o la negación de los rumores que había oído. todos se preguntaban al ver su figura discreta, ligeramente vulgar, ¿será verdad que de joven fue anarquista, ladrón y pistolero?, ¿que durante la guerra traficaba en armas?, ¿que tuvo a sueldo a varios políticos de renombre, a varios gabinetes ministeriales enteros?, ¿y que todo esto lo consiguió solo y sin ayuda, partiendo de cero, a base de coraje y voluntad? En el fondo todos estaban dispuestos a creer que así era: en él se realizaban los sueños de todos, por su mediación se cumplía una venganza colectiva. Y si efectivamente ha sido un malhechor, ¿qué más da?, decían, ¿acaso le cabe a un hombre hoy en este país otra salida? Por eso al reconocerle le jaleaban; la ovación que antes habían tributado al Rey la transferían ahora a él. Mira, mira cómo me vitorean, dijo dirigiéndose a María Belltall, que apenas osaba abrir los ojos. La gente es muy buena, ¿sabes?, añadió levantando mucho la voz para dominar el ruido de los motores, muy buena, ¡hay que ver la de cosas que se deja hacer sin protestar! Diciendo esto pulsó un botón y al hacerlo se abrió automáticamente una compuerta situada en la parte trasera de la máquina; de allí salieron volando varias docenas de palomas. Al verse libres de su encierro y asustadas por la vecindad de la máquina las palomas se alejaron en formación cerrada. Al ver este espectáculo nadie pudo reprimir una exclamación de regocijo, ni siquiera el propio Rey. Satisfecho del efecto logrado Onofre Bouvila hizo que la máquina avanzara con lentitud hasta situarla a escasos metros de los balcones del Palacio Nacional, que amenazaban con hundirse bajo el peso de las personalidades reunidas allí. Ahora podía ver la cara de todos con precisión, como ellos podían ver la suya. Mira, mira, dijo, es el Rey. ¡Viva el Rey!, ¡viva la Reina!, ¡viva don Alfonso XIII!, gritó aunque sabía que nadie podía oírle, salvo María Belltall. ¡Oh, ahí está Primo de Rivera!, continuó diciendo. ¡Hala, que te frían un paraguas, borracho! Así iba identificando rostros conocidos, que mostraba a su acompañante con ilusión. ¿Ves aquel individuo tan alto que asoma por encima de las cabezas de los demás?, dijo finalmente. Es Efrén Castells: el único amigo sincero que he tenido en mi vida. Bueno, quizá tuve más de uno, pero ahora todos los demás han desaparecido ya. Bah, agregó cambiando de tono, no nos pongamos tristes, venga, vámonos de aquí, que esto ya está visto. Desplazó una de las palancas hasta donde el mango daba de sí y la máquina salió disparada hacia arriba y hacia atrás. Ahora veían a sus pies la ciudad entera, la sierra de Collcerola, el Llobregat y el Besós y el mar inmenso y luminoso. Ay, Barcelona, dijo con la voz rota por la emoción, ¡qué bonita es! ¡Y pensar que cuando yo la vi por primera vez de todo esto que vemos ahora no había casi nada! Ahí mismo empezaba el campo, las casas eran enanas y estos barrios populosos eran pueblos, iba diciendo con volubilidad, por el Ensanche pastaban las vacas; te parecerá mentira. Yo vivía allá, en un callejón que aún sigue como estaba, en una pensión que cerró hace siglos. Allí vivía también gente pintoresca. Recuerdo que había entonces una pitonisa que una noche me leyó el futuro. De todo lo que me dijo ya no recuerdo nada, naturalmente. Y aunque lo recordara, pensó, ¿qué importancia tendría? Ahora aquel futuro ya es el pasado.

Los que seguían las evoluciones de la máquina desde Montjuich y los que alertados por el ruido de los motores habían salido a los balcones o habían subido a los terrados vieron cómo la máquina voladora desviaba su rumbo hacia el mar, como si la empujara un viento repentino de poniente. Lejos de la costa perdió altura, luego se remontó unos instantes y por último se desplomó en el mar. Los pescadores que se encontraban faenando en las inmediaciones a esa hora contaron que habían visto venir la máquina sobre ellos con espanto. No sabían de qué podía tratarse aquello. Algunos pensaron que era un meteorito, una bola de fuego lo que se les echaba encima; éstos sin embargo no pudieron asegurar si efectivamente la máquina iba envuelta en llamas o si lo que producía esta impresión era el reflejo del sol en la superficie de metal y vidrio. Todos convinieron en cambio en que al llegar al punto en que había caído los motores habían dejado de funcionar súbitamente. El ruido había cesado y el murmullo de las olas había restablecido en el mar la sensación de eternidad, dijeron. Todo parecía inmutable; era como si el tiempo se hubiera detenido, declararon a la prensa. Luego la máquina se había precipitado al agua como un obús lanzado por un cañón, relataron. Los que acudieron al lugar en que creían haberla visto caer no encontraron ni rastro de la máquina. Ni siquiera una mancha de aceite o de petróleo flotando sobre el agua, dijeron. Discrepaban entre sí respecto al punto exacto en que se había producido el impacto: ninguno llevaba en sus barcas rudimentarias instrumentos de medición. La comandancia de marina envió varios buques de inmediato. Algunos países ofrecieron su ayuda, querían participar en las operaciones de salvamento. En realidad todos tenían interés en recuperar la máquina voladora a fin de apropiarse del secreto de su funcionamiento, pero los esfuerzos conjuntos no arrojaron resultado alguno. Los buzos bajaban y subían con las manos vacías, las sondas extraían del fondo arena y algas. Por fin un temporal obligó a interrumpir los trabajos, que ya no se volvieron a reanudar cuando reinó de nuevo la calma. Como los cadáveres de los tripulantes de la máquina no aparecieron, hubo que rezarles un responso en la catedral. Después fueron arrojadas coronas de flores al agua oscura del puerto; de allí la corriente se llevó las coronas mar adentro. Los periódicos publicaron las necrológicas habituales en estos casos, textos hinchados de retórica. También aparecieron semblanzas biográficas de Onofre Bouvila convenientemente expurgadas, pensadas para la edificación de los lectores. Todos coincidían en que había desaparecido un gran hombre.
Con él la ciudad tiene contraída una deuda de gratitud perenne
, dijo un periódico en esas fechas.
Simbolizó mejor que nadie el espíritu de una época que hoy ha muerto un poco con él
dijo otro.
Su vida activa se inició con la Exposición Universal de 1888 y se ha eclipsado con ésta del veintinueve
, observó un tercero; ¿
Cómo debemos interpretar esta coincidencia
?, concluía diciendo con malicia evidente. En efecto, el certamen cuya inauguración Onofre Bouvila había animado con sus extravagancias llevaba trazas de convertirse en un fracaso estrepitoso. El mes de octubre de ese mismo año, a los cuatro meses de la inauguración, se produjo el hundimiento de la bolsa de Nueva York. De la noche a la mañana, sin decir agua va el sistema capitalista se tambaleaba. A este fenómeno siguió la quiebra de millares de empresas. Sus representantes acudían alocadamente a los pabellones y palacios de la Exposición y se llevaban el material expuesto antes de que comparecieran los agentes judiciales con mandamientos de embargo. Muchos exhibidores se habían suicidado: para eludir la deshonra y el dolor de la ruina saltaban por las ventanas de sus oficinas, situadas en los pisos más altos de los rascacielos de Wall Street. Para que los pabellones no quedaran vacíos de repente, lo que habría causado una impresión pésima a los visitantes, el Gobierno español iba sustituyendo los artículos retirados con lo primero que le venía a las manos. Pronto hubo pabellones en los que sólo se exhibían cosas absurdas. Estas circunstancias patéticas relegaron a segundo término los rumores infundados que por aquel entonces circulaban por Barcelona, a saber, que en realidad Onofre Bouvila no había muerto, que el accidente había sido simulado y que ahora vivía confortablemente instalado en algún lugar remoto en compañía de María Belltall, a cuyo lado había encontrado por fin el amor verdadero y a cuya adoración dedicaba todas las horas del día y la noche. En apoyo de esta tesis romántica se aducían varios datos. En efecto, con anterioridad al accidente el propio Bouvila había dispuesto las cosas de tal manera que no sólo fuera imposible localizar la máquina, como luego se vio, sino incluso dar con los planos de aquélla o con los técnicos que habían participado en su construcción. Cuando por fin los zapadores del Ejército lograron entrar en el pabellón de la Exposición abriendo un boquete en el muro sólo encontraron allí los tablones que habían formado el andamiaje de sustentación de la máquina en tierra. Eventualmente la trampilla fue descubierta, pero el pasadizo a que daba acceso sólo condujo a una barraca abandonada. No era menos sospechoso que lo que antecede el que Onofre Bouvila llevase encima el
Regent
, el diamante pulquérrimo, cuando se produjo el siniestro. Esto unido a los sucesos de ese año hizo aventurar a algunos la teoría de que Onofre Bouvila estaba detrás del colapso mundial de la economía, aunque nadie supo apuntar qué motivos podían haberle inducido a proceder así. Hacia su viuda se volvieron todos los ojos entonces, pero de ella no fue posible obtener aclaración alguna. La mansión fue vendida a la Diputación Provincial de Barcelona, que se desentendió de ella, por desidia permitió que se fuera deteriorando hasta convertirse de nuevo en la ruina que había sido. La viuda mientras tanto se había retirado a un chalet situado en Llavaneras y que antaño había pertenecido al ex gobernador de Luzón, el general Osorio y Clemente. Allí permaneció en el mayor retraimiento hasta su muerte, ocurrida el 4 de agosto de 1940. Al morir dejó algunos papeles, entre los cuales no figuraba la carta que Onofre Bouvila había dejado sobre la mesa de su despacho antes de salir hacia Montjuich once años antes. Poco a poco estos rumores y otros parecidos se fueron acallando a medida que transcurría el tiempo sin que ningún hecho viniera a sustentarlos, a medida que otros problemas más acuciantes acaparaban la atención de los barceloneses. Mientras tanto la Exposición Universal languidecía. La opinión pública se burlaba abiertamente de los organizadores e indirectamente, a través de ellos, del gobierno de Primo de Rivera. Con este pretexto ponían de manifiesto su repulsa al dictador. A pesar de la censura nadie se recataba de comparar la Exposición del 29 con la del 88: sobre aquélla recaían las críticas más acerbas; de ésta en cambio todo el mundo se hacía lenguas; nadie quería recordar los problemas que había suscitado en su día, las disputas y animosidades de entonces, el déficit con que había gravado la ciudad. Ahora el barón de Viver se arrepentía de no haberse mostrado más intransigente. Para acabar en esta charlotada, cuya ridiculez nos salpicará a todos, hemos hipotecado nuestra ciudad, solía decir en tono plañidero. No tardó en cesar en su cargo. También Primo de Rivera, que había sido el instigador principal de la Exposición, en cuyo éxito había cifrado tantas esperanzas, se vio obligado a admitir lo insostenible de su posición, a darse por enterado de su impopularidad. En enero de 1930 presentó su renuncia al Rey, que la aceptó sin disimular su beneplácito. El dictador depuesto se exilió inmediatamente a París, donde vivió unos meses solamente: allí murió el 16 de mayo de 1930, cuando faltaban unos días para que se cumpliera el primer aniversario de la inauguración de la Exposición Universal de Barcelona. Cuatro años más tarde el propio Alfonso XIII abdicaba la Corona de España y partía al exilio. A estos acontecimientos siguieron otros igualmente importantes. De ellos algunos fueron jubilosos y otros aciagos; luego éstos y aquéllos fueron amalgamados por la memoria colectiva, acabaron formando en esa memoria una sola cosa, una cadena o pendiente que llevaba ineluctablemente a la guerra y a la hecatombe. Después la gente al hacer historia opinaba que en realidad el año en que Onofre Bouvila desapareció de Barcelona la ciudad había entrado en franca decadencia.

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