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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

La ciudad de los prodigios (15 page)

–¿Cómo lo sabe? – preguntó Onofre sobrecogido, porque la anciana ni siquiera había abierto los ojos.

–Nadie viene a verme si no está confuso, hijo. No hace falta ser vidente para saber eso. Dime qué te ocurre —dijo ella.

–Micaela, léame el futuro —dijo Onofre.

–Ay, hijo, mis fuerzas están muy mermadas. Yo ya no soy de este mundo. ¿Qué hora tenemos? – preguntó la vidente.

–La una y media, aproximadamente —respondió él.

–Me queda poco tiempo —dijo—. A las cuatro y veinte me moriré. Me lo han dicho ya. Me están esperando, ¿sabes? Pronto me reuniré con ellos. Toda mi vida la he pasado escuchando sus voces; ahora uniré la mía a su coro y alguien desde este mundo me escuchará. También los espíritus tenemos nuestros ciclos. Voy a relevar a un espíritu cansado. Yo ocuparé su lugar y él podrá reposar por fin en la paz del Señor. Ya sé que mosén Bizancio dice que me aguarda el diablo, pero eso no es verdad. Mosén Bizancio es un hombre bueno, pero muy ignorante. Dame mis cartas y no perdamos más tiempo. Ahí las encontrarás, en el armarito, en el tercer estante empezando por arriba.

Onofre hizo lo que le decía la anciana. En el armario había ropa negra arrebujada, enseres diversos y unas cajas de papel de arroz liadas con cintas de seda. En el estante indicado vio un devocionario viejo, un rosario de cuentas blancas y una pulsera de nardos naturales en estado de putrefacción. También había un mazo de cartas; lo cogió y se lo dio a la vidente, que había abierto los párpados. Acerca una silla, hijo, y siéntate a mi lado, le dijo, pero antes ayúdame a incorporarme… así, así está bien, gracias. Las cosas hay que hacerlas bien para no hacer el ridículo, que no se rían de nosotros cuando me vean llegar, dijo la vidente. Alisó el cobertor y extendió nueve cartas boca abajo, formando círculo. El círculo de la sabiduría, dijo, también llamado el espejo de Salomón. Esto es el centro del cielo y aquí las cuatro constelaciones, con sus elementos. Daba vueltas con la mano en el aire, extendiendo el índice. Lo puso sobre una carta. La casa de las disposiciones, dijo dándole la vuelta, o ángulo oriental. Ya veo que vivirás muchos años, serás rico, te casarás con una mujer muy bella, tendrás tres hijos, viajarás, quizá, gozarás de buena salud.

–Está bien, Micaela —dijo Onofre levantándose de la silla—, no se fatigue más. Eso es todo lo que deseaba saber.

–Espera, Onofre, no te vayas. Lo que acabo de decirte son patrañas. No te vayas, Onofre —dijo la vidente—. Ahora veo un mausoleo abandonado, a la luz de la luna. Esto significa fortuna y muerte. Un rey; los reyes también significan muerte, pero también significan poder, así es su naturaleza. Ahora veo sangre; la sangre simboliza el dinero y también la sangre. ¿Y ahora?, ¿qué veo? veo tres mujeres. Onofre, acerca una silla y siéntate aquí, a la cabecera de la cama.

–Estoy aquí, Micaela —dijo Onofre Bouvila.

–Pues escucha bien lo que te estoy diciendo, hijo. Veo tres mujeres. Una está en la casa de los reveses, las contrariedades y las penas. Ésta te hará rico. La otra está en la casa de los legados, que es también la morada de los niños. Ésta te encumbrará. La tercera y la última está en la casa del amor y de los conocimientos exactos. Ésta te hará feliz. En la cuarta casa hay un hombre; cuídate de él: está en la casa de los envenenamientos y del fin trágico.

–No entiendo nada de lo que me cuenta usted, Micaela —dijo Onofre un tanto conturbado por aquel lenguaje.

–Ay, hijo, así son siempre los oráculos: certeros, pero imprecisos. ¿Crees tú que si fueran de otro modo estaría yo muriéndome en esta pensión cochambrosa? Tú escucha y recuerda. Cuando suceda lo que te he predicho, lo reconocerás en seguida. No es que eso te sirva de mucho. Tranquiliza, a lo sumo. Pero volvamos a las cartas; que hablen ellas. Veo tres mujeres —dijo la vidente.

–Eso ya lo ha dicho, Micaela —dijo él.

–No he terminado. Una te hará rico, otra te encumbrará, otra te hará feliz. La que te haga feliz te hará desgraciado; la que te encumbre te hará esclavo; la que te haga rico te maldecirá. De las tres, esta última es para ti la más peligrosa, porque es una santa, una santa famosa. Dios escuchará su maldición y para castigarte creará un hombre. Es el hombre de que hablan las cartas, un hombre desgraciado. No sabe que Dios lo ha puesto en el mundo para llevar a cabo Su venganza —dijo la vidente.

–¿Cómo lo reconoceré? – preguntó Onofre.

–No lo sé: siempre se reconocen estas cosas. De todas formas, que lo reconozcas o no no cambia para nada el resultado. Ya está decidido que sea él quien te destruya. Es inútil que te enfrentes a él. Sus armas y las tuyas son distintas. Habrá violencia y muerte. Los dos seréis devorados por el dragón. Pero no tengas miedo. Los dragones son aparatosos, pero todo se les va en el rugir y echar llamas por la boca. Teme a la cabra, que es el símbolo de la perfidia y el engaño. Y no me hagas trabajar más, que estoy muy cansada —dijo para terminar. Las cartas resbalaron del cobertor y se desparramaron por el suelo. Ella dejó caer la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Onofre pensó que había muerto; descolgó la alcuza del gancho y acercó el pábilo al rostro de la vieja. La llama osciló: aún respiraba. Recogió las cartas del suelo y guardó el mazo en el armario. Antes de guardarlo lo barajó cuidadosamente para que nadie más pudiera conocer su futuro. Luego salió de puntillas del cuarto de la vidente moribunda y regresó a su habitación. En la cama estuvo pensando en lo que acababa de oír, tratando de encontrarle sentido.

Delfina seguía yendo al mercado todos los días. Viéndola venir sin el gato las vendedoras le hacían sentir el peso del rencor acumulado durante años de terror: se negaban a despacharle o lo hacían después de darle un plantón; se dirigían a ella con motes ofensivos, la llamaban
pingorote
o no le hablaban; la estafaban en los cambios y si protestaba se reían en su propia cara. Una vez le arrojaron un huevo podrido a la espalda. Ella no hizo nada por borrar el impacto del huevo en el vestido. Onofre no había vuelto a ver a Sisinio ni sabía nada de él, pero tenía la impresión de que el pintor y la fámula no habían vuelto a encontrarse desde la noche en que
Belcebú
había muerto. Micaela Castro murió también la noche misma en que le echó las cartas. Al amanecer mosén Bizancio entró en su alcoba y la encontró muerta. Le cerró los párpados, espabiló la alcuza y avisó a los dueños de la pensión y a los demás huéspedes. Al día siguiente fue enterrada y le fue rezado un responso en la parroquia de San Ezequiel. En el armario de su alcoba fueron encontrados varios papeles; de estos papeles se desprendía que en realidad no se llamaba Micaela Castro, sino Pastora López Marrero. En el momento de morir tenía sesenta y cuatro años de edad. No hubo forma de localizar a ningún pariente ni dejó nada en herencia que justificase una pesquisa más concienzuda. Delfina cambió las sábanas de la cama de la difunta por otras igualmente sucias y la habitación fue ocupada ese mismo día por un joven que estudiaba filosofía. Nadie le dijo que en esa misma cama se había muerto una persona pocas horas antes. Andando el tiempo este estudiante se volvió loco, pero por otras causas.

Cerca de una de las puertas que daba acceso al parque desde el paseo de la Aduana había un pabellón no muy grande, recubierto de azulejos por dentro y por fuera, llamado Pabellón de Aguas Azoadas. Estaba acabado a finales de enero, pero aún vacío a mediados de marzo. Onofre Bouvila y Efrén Castells se habían hecho con una llave. Allí guardaban el producto de los robos. Los niños-ladrones habían arramblado el día anterior con una partida de relojes. No sabían qué hacer ahora con tantos relojes. Había relojes comunes de bolsillo, relojes de torre y establecimientos públicos, relojes de repetición, de segundos independientes, cronómetros de bolsillo, cronómetros para la marina, péndulos de segundos, relojes siderales y cronómetros para observaciones astronómicas y científicas, clepsidras, relojes de arena, reguladores, relojes complexos indicando los principales elementos de los ciclos solar y lunar, relojes eléctricos, relojes especiales para la gnómica, relojes equinocciales, polares, horizontales, verticalescardinales, verticales-declinantes, en planos inclinados, relojes meridionales y septentrionales, en planos inclinados y con declinación, podómetros y contadores diversos aplicados a la construcción, a la industria, locomoción y ciencias, aparatos para regular los movimientos de los focos luminosos en general, aparatos para señalar, fijar y precisar la acción de ciertos fenómenos naturales y aparatos de relojería para diversas aplicaciones, económicos y de precio, piezas sueltas de relojería de todas clases y sistemas, etcétera. Así rezaba la lista. No sé qué haremos con tanto reloj, dijo el gigante, salvo perder el juicio con tanto tictac y tanta campanada.

5

En vísperas de la inauguración de la Exposición Universal las autoridades se habían comprometido a limpiar Barcelona de indeseables.
Desde hace algún tiempo nuestras autoridades muestran singular empeño en librarnos de esa plaga de vagos, rufianes y gentes de mal vivir que no pudiendo ejercer en las localidades pequeñas sus criminales industrias, buscan transitoria salvaguardia en la confusión de las ciudades populosas, y si no han conseguido extirpar de raíz todos los cánceres sociales, que en desdoro de esta culta capital todavía la minan y corroen, mucho llevan adelantado en tan dificultosa tarea
, dice un periódico de esa época. Ahora cada noche había redadas.

–No vuelvas por aquí en un tiempo; el grupo se disuelve provisionalmente —dijo Pablo. Onofre le preguntó qué se proponía hacer, dónde se escondería ahora. El apóstol se encogió de hombros: la perspectiva no parecía complacerle—. No dudes de que volveremos a la carga con fuerzas renovadas —añadió con poca convicción. ¿Y los panfletos?, preguntó Onofre. El apóstol torció la boca en señal de desdén—: No más panfletos —dijo. Onofre quiso saber qué pasaría en tal caso con su semanada—. Te quedarás sin ella —respondió Pablo con un deje de complacencia maliciosa en la voz—; a veces las circunstancias imponen ciertas estrecheces. Además, esto es una causa política: aquí no garantizamos el sueldo a nadie —Onofre quiso preguntar algo más, pero el apóstol le hizo un gesto imperioso: Vete ya, quería decir con este gesto. Onofre se dirigió a la puerta. Pablo se puso a su lado antes de que pudiera abrir—. Espera —dijo, es posible que no volvamos a vernos nunca más. La lucha será larga —dijo precipitadamente; se veía que no era eso lo que quería decir: otra cosa más importante ocupaba su atención en aquel momento, pero por timidez o por torpeza no quería hablar de ella. Por este motivo se refugiaba en la retórica consabida—; en realidad esta lucha no puede cesar. Los socialistas, que son tontos, creen que todo se arregla con la revolución; dicen esto porque piensan que la explotación del hombre por el hombre sólo se produce una vez, que en cuanto la sociedad se libere de los que ahora mandan se habrá arreglado todo. Pero nosotros sabemos que allí donde hay una relación de cualquier tipo hay explotación del débil por el fuerte. Esta lucha, esta agonía terrible es el destino inexorable del ser humano —al finalizar esta perorata abrazó a Onofre—. Es posible que no volvamos a vernos nunca más —dijo con la voz rota por la emoción—. Adiós y que la suerte te sea favorable.

En una de aquellas redadas cayó el señor Braulio. Había salido vestido de faraona a que le zurrasen los chulapones. Esa noche para variar la paliza se la dio la policía. Luego le exigieron una fianza para ponerlo en libertad. Lo que sea, dijo él, con tal de que ni mi pobre esposa, que está enferma, ni mi hija, que es muy cría aún, se enteren de esto. Como no tenía dinero envió un mocito a la pensión con el recado de que le pidiera la suma fijada por el señor juez a Mariano, el barbero. Le dices que se lo devolveré todo tan pronto pueda, dijo. En la pensión Mariano alegó que no tenía ese dinero. No dispongo de líquido, dijo, lo cual era una falsedad evidente. El mensajero volvió corriendo a la comisaría y transmitió textualmente al señor Braulio la negativa del barbero. Aquél, viéndose abocado al escándalo sin remisión, aprovechó un descuido de los policías que lo custodiaban para clavarse la peineta en el corazón. Las varillas del corsé desviaron las púas y sólo se hizo unos rasguños de los que manaba la sangre en abundancia. Echó a perder la falda y las enagüillas y dejó encharcado el suelo de la comisaría. Los guardias le quitaron la peineta y le dieron puntapiés en las ingles y los riñones. A ver si tienes más juicio, marrana, le gritaron. El señor Braulio volvió a enviar al mensajero a la pensión. Allí hay un muchacho llamado Bouvila, Onofre Bouvila, le dijo el señor Braulio al mensajero desde el banquillo angosto donde permanecía tendido, doliente y ensangrentado; pregunta por él con discreción. No creo que tenga un ochavo, pero sabrá cómo ayudarme. O él o estoy dejado de la mano de Dios, se dijo cuando el mensajero hubo partido a cumplir su encargo. Iba pensando qué cosa podía utilizar para suicidarse otra vez si Onofre tampoco le sacaba de aquel atolladero. Todo por mi mala cabeza, se decía. En la pensión, Onofre Bouvila escuchó lo que le contaba el mensajero y consideró que tenía la suerte de cara. Dile al señor Braulio que antes del amanecer yo mismo iré a la comisaría con el dinero, le dijo al mensajero, que no se impaciente y que no cometa más locuras por hoy. Cuando el mensajero se hubo marchado subió la escalera y tocó a la puerta de la alcoba de Delfina. No veo por qué he de abrirte, respondió desde dentro la fámula cuando se hubo identificado. Ante esta respuesta desabrida Onofre no pudo reprimir una sonrisa.

–Más vale que me abras, Delfina —dijo con suavidad—. Tu padre está en apuros; la policía lo tiene preso y ha intentado matarse: ya ves tú si la cosa es grave.

La puerta se abrió y Delfina apareció en el vano, bloqueando el paso a la alcoba. Llevaba puesto el mismo camisón astroso que le había visto en dos ocasiones anteriormente: cuando había ido a su habitación a ofrecerle trabajo y cuando él había ido a buscarla para conducirla donde Sisinio la esperaba. De la habitación contigua llegaba la voz quejumbrosa de la señora Agata.

–Delfina, la jofaina —decía esa voz. Al oírla, Delfina hizo un ademán de impaciencia. No me atosigues, le dijo a Onofre, he de llevarle el agua a mamá.

Onofre no se movió de donde estaba. En los ojos de la fámula veía pintado el miedo y eso acabó de envalentonarle. Que se espere, dijo entre dientes; tú y yo tenemos asuntos más urgentes entre manos. Delfina se mordió el labio inferior antes de hablar: No entiendo qué quieres, dijo al fin. Tu padre está en peligro, ¿no te lo he dicho?, ¿qué te pasa?, ¿no entiendes?, ¿estás tonta? Delfina pestañeó varias veces, como si aquella acumulación imprevista de sucesos decisivos le impidiese hacerse una idea global de la situación. Ah, sí, mi padre, murmuró finalmente, ¿qué puedo hacer por él? Nada, dijo Onofre con petulancia: Yo soy el único que puede ayudarle en estos momentos; su vida depende de mí. Delfina palideció y bajó los ojos. El reloj de la parroquia de San Ezequiel dio varias campanadas. ¿Qué hora es?, preguntó Onofre. Las tres y media, respondió Delfina. Luego, sin transición, añadió: Si de veras puedes ayudarle, ¿por qué no lo haces?, ¿a qué esperas?, ¿qué quieres de mí? De la habitación contigua seguían llegando las súplicas de la enferma: Delfina, ¿qué sucede?, ¿por qué no vienes?, ¿qué voces son ésas, hija, con quién hablas? Delfina hizo amago de salir al pasillo; él aprovechó aquel movimiento para sujetarla por los hombros y atraerla hacia sí violentamente. Obraba en esto con más brutalidad que pasión; mientras ella no se movió él había permanecido también inmóvil, pero ahora parecía como si el conato de fuga de la fámula hubiese señalizado el inicio de un combate. Ahora sentía a través de la tela apelmazada del camisón el cuerpo anguloso de Delfina. Ella no se debatió; el tono de su voz se había vuelto suplicante. Suéltame, por favor, dijo; sería cruel hacer esperar a mi madre. Podría sufrir un ataque si no acudo. Onofre no prestaba atención a sus palabras. Ya sabes lo que tienes que hacer si quieres ver de nuevo a tu padre con vida, dijo empujando a la fámula. Ambos entraron en la alcoba de esta última y él cerró la puerta con el pie; mientras tanto, con las manos trataba torpemente de encontrar los botones del camisón. Onofre, por el amor de Dios, no hagas eso, dijo la fámula. se rió por lo bajo: Es inútil que te resistas, dijo con saña; ahora ya no tienes el gato que te defienda:
Belcebú
ha muerto; se cayó del tejado y se hizo puré contra el pavimento. Yo mismo metí sus restos asquerosos en la alcantarilla. Oh, ¡qué diantre!, exclamó: no podía desabrochar el camisón; nunca hasta entonces había tenido ocasión de bregar con prendas femeninas y ahora además la excitación se sumaba a su impericia. Advirtiendo la situación embarazosa en que él se encontraba, Delfina se dejó caer de espaldas sobre la cama y se arremangó el camisón hasta las caderas. Anda, ven, dijo.

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