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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

La Ciudad de la Alegría (16 page)

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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En realidad, el único propietario era el Bihari. Pero pocos de los que tiraban de sus carritos habían visto su cara. Ninguno de ellos conocía siquiera su identidad. Desde hacía diez años, había dejado de mostrarse ante ellos. «No soy más que un anciano que anda con ayuda de su bastón al encuentro del dios de la muerte, al que espero en paz y con serenidad. Tengo la conciencia tranquila. Siempre he sido bueno y generoso para con los que tiraban de mis
rickshaws
. Cuando uno de ellos se veía en apuros para pagar el dinero del alquiler, yo le fiaba durante uno o dos días. Claro está que entonces tenía que pagarme un interés. Pero era razonable. Sólo pedía el veinticinco por ciento al día. Y cuando alguno de los que trabajaban para mí caía enfermo o era víctima de un accidente, era yo quien adelantaba los gastos del hospital, de las medicinas o del médico. Luego aumentaba el alquiler en proporción a lo que había desembolsado, y él tenía varias semanas para devolverme el dinero. Ahora es mi factótum quien se encarga de solucionar todos esos asuntos. ¡Ay! Hoy en día la gente ya no tiene aquella mentalidad de antes. Siempre están pidiendo. Quisieran convertirse en propietarios de su carrito con un golpe de varita mágica. Incluso han formado sindicatos para eso. Y han ido a la huelga. ¡Es el mundo al revés! Y nosotros, los propietarios, hemos tenido que organizarnos. También hemos formado un sindicato, el
All Bengal Rickshaw Owners Union
, la Asociación india de los propietarios de
rickshaws
. Y hemos contratado a personas de confianza para que nos protejan. Era forzoso llegar a eso con un gobierno que se dedicaba a azuzar a los obreros contra los patronos en nombre de la lucha de clases. Algunos peces gordos, en las altas esferas, incluso querían prohibir los
rickshaws
con el pretexto de que eran un insulto a la dignidad del hombre, y que los que tiraban de los carritos eran explotados como verdaderos animales de carga… ¡Bobadas! Se llenan la boca con lo que llaman el respeto a la persona humana, pero eso no impide que en Calcuta haya más de un millón de infelices sin trabajo, y que si uno suprime lo único que da de comer a cien mil hombres que tiran de los
rickshaws
, se tendrán seiscientos o setecientos mil muertos de hambre más. Es una cuestión de sentido común. La política y el sentido común forman mala pareja. Y así vamos tirando como podemos».

Mientras su administrador le lleve todos los días después de la puesta del sol el dinero de los alquileres, el Bihari sabrá que fundamentalmente no ha cambiado nada. Para ese anciano en el ocaso de su existencia, quedaba aún la alegría de ver la camisa de su factótum hinchada por los paquetes de billetes. «Los sabios de nuestro país dicen que el nirvana consiste en alcanzar el desapego supremo. Para mí, el nirvana consiste, a mis noventa y tantos años, en poder contar todas las noches, una a una, las rupias ganadas por mis trescientos cuarenta y seis
rickshaws
sobre el asfalto de Calcuta».

19

«
CUANDO era niño», cuenta Paul Lambert, «me gustaba pasear por el campo y me divertía decapitar las flores a golpes de bastoncillo. Más tarde, cuando entré en el colegio, me gustaba coger una flor y ponerla sobre mi mesa. Luego me dije que las flores eran hermosas allí donde crecían. Entonces dejé de cortarlas y las admiré en su marco natural. Lo mismo ocurrió con las mujeres. Un día dije al Señor que prefería no coger ninguna para dejar que todas florecieran allí donde vivían.

»San Juan de la Cruz escribió: “El Cielo es mío. Jesús es mío. María es mía. Todo es mío”. Cuando queremos conservar algo concreto todo lo demás se nos va de las manos, y en cambio, por el desprendimiento, podemos gozar de todo sin poseer nada en particular. Ésta es la clave del celibato voluntario, de otro modo la castidad carecería de sentido. Es una elección de amor. Por el contrario, casarse significa dar el cuerpo y el alma a un solo ser. Por lo que respecta al cuerpo, al amor carnal, no es difícil. Pero dar el alma a un solo ser me resultaba imposible. Yo había decidido darla a Dios, y no existía nadie en el mundo con quien pudiese compartir ese don, ni siquiera con mi madre, a la que adoraba.

»“Aquel que renuncia por mí a una mujer, a hijos, a un campo, se le devolverá centuplicado”, dijo Cristo. Tenía razón. Yo no tuve hermanas, y ahora en la Ciudad de la Alegría encontraba miríadas que me proporcionaban grandes alegrías, empezando por esta comunión, esta solidaridad tan esencial en un barrio de chabolas donde tanto se necesitan unos a otros.

»¿Pero cómo no soñar a veces en un ambiente tan áspero con una cierta ternura humana? En medio de tanta miseria, ¿cómo no abandonarse a desear esas mujeres, verdaderas antorchas de gracias y de seducción en sus saris multicolores? En medio de tanta fealdad, eran la belleza, eran las flores.

»Mi problema consistía en permanecer lúcido. Si había decidido no aceptar un afecto duradero, con todas las implicaciones que ello hubiese significado, tampoco debía aceptar afectos pasajeros, puesto que había respondido de una vez por todas a la llamada del Señor del Evangelio, y hecho mío su mandato de no tener “más casa que aquella a la que yo te envié”.

»Mi situación no era fácil. Sobre todo porque mi reputación de Papá Noel atraía a menudo hacia mí a las mujeres del
slum
. Una alusión, una mano puesta sobre la mía, una manera coqueta de ceñirse el sari, una mirada turbadora a veces me permitían adivinar intenciones equívocas. Tal vez me engañaba, porque en la India las relaciones entre hombres y mujeres a menudo están impregnadas de una cierta ambigüedad. Como la mayoría de las indias a las que las revoluciones feministas aún no habían afectado, las mujeres de la Ciudad de la Alegría sólo disponían de los medios de la seducción para atraer la atención masculina y afirmar su existencia.

»Yo hubiera podido suponer que mi condición manifiesta de religioso iba a protegerme de esas situaciones. Error. ¿Podía extrañarme? En todas las obras de la literatura sagrada hindú, ¿acaso no había siempre un episodio en el que el
gurú
era tentado? ¿Y qué decir de las esculturas eróticas de los templos, donde se plasmaban verdaderas orgías en los bajorrelieves? Observé que era siempre en períodos de aflojamiento cuando la tentación me asaltaba con más fuerza, y no en un tiempo de intensas pruebas. Era siempre en una fase de empobrecimiento de mis relaciones con Dios cuando me sentía más vulnerable. Si uno no encuentra su alegría en Dios la busca en otro lugar.

»Este riesgo lo percibía de un modo muy particular en mis relaciones con Teresa, la joven viuda que me trajo el pan de mi primera misa en el
slum
. Jamás había esbozado el menor gesto sospechoso o hecho la menor alusión equívoca. Pero de su cuerpo, que moldeaba un simple pedazo de muselina, se desprendía una sensualidad, un perfume, un magnetismo a los que me resistía más difícilmente que con las demás mujeres. Además, de su mirada, de su sonrisa, de su voz y de sus actitudes emanaba tal capacidad de amor, tal abandono de sí misma, que aquella flor parecía ofrecérseme perpetuamente. Sin duda me equivocaba, y atribuía al ambiente aquella especie de espejismo. Una noche, al término de una de esas jornadas que la caída del barómetro había hecho especialmente agotadora, uno de esos días en que la camisa se te pega al cuerpo como una mortaja, en que el cuerpo y el espíritu se vacían de toda energía, yo intentaba rezar ante la imagen del Sudario. Trémula en la humedad del aire, la llamita hacía bailar el rostro de Cristo y mi sombra como un ballet de fantasmas. Tenía la impresión de errar en una nave a la deriva. Me esforcé en concentrar mi corazón y mi alma en el señor, pero fue en vano. Me sentía atrozmente abandonado. Entonces sentí su presencia. No la había oído entrar. Este hecho no era en absoluto sorprendente porque se desplazaba con la agilidad de un felino. Era su olor lo que la había delatado, un ligero perfume de pachulí. Fingí no haber advertido nada. Yo rezaba en voz alta. Pero pronto las palabras no fueron más que sonidos. Aquella presencia, aquella respiración tranquila en la oscuridad, la idea de aquella mujer a la que no veía, pero a la que estaba oliendo, eran como embrujos insidiosos. Era algo a la vez maravilloso y atroz. Entonces el Señor me abandonó completamente. Desde el otro lado del tabique llegó una queja, luego un estertor, por fin unos gemidos ininterrumpidos. La agonía de mi hermanito musulmán Sabia acababa de recomenzar.

»Aquellos gritos de sufrimiento nos proyectaron fatalmente el uno hacia el otro. Como náufragos que se aferran al mismo salvavidas, éramos dos seres en peligro que querían proclamar, en medio de la muerte, su irresistible deseo de vivir. Sentía que me invadía una deliciosa euforia, cuando dos golpes en la puerta me arrancaron de la tentación. El Señor llegaba en mi socorro.

»—¡Gran Hermano Paul! —gritaba la madre del pequeño tuberculoso—. Ven en seguida, Sabia te llama.»

20

T
AL como habían acordado la víspera, Hasari Pal fue a la explanada de Park Circus para encontrarse con su nuevo amigo Ram Chander. Pero el hombre del
rickshaw
no acudió a la cita. El campesino decidió cargarse de paciencia. «Aquel hombre era mi única esperanza, la única certidumbre que tenía de que una lamparilla brillaba también para mí en esta ciudad maldita. Estaba dispuesto a esperarle hasta la puesta del sol y si era necesario toda la noche. Y el día siguiente también».

Ram Chander llegó a primera hora de la tarde. No traía su
rickshaw
y parecía desalentado.

—Esos canallas me han birlado el carrito —gruñó—. Ayer por la tarde, después de dejar a la anciana que cogí cuando nos separamos, volvía tranquilamente cuando un policía me paró.

Acababa de oscurecer. «¿Dónde está el farol?», me preguntó aquel cerdo. Me disculpé. Le dije que aquella mañana había olvidado cogerlo. No quiso atender a razones. Me propuso el arreglo de costumbre.

—¿El arreglo de costumbre? —repitió Hasari asombrado.

—¡Claro! Me dijo: «O me largas quince rupias o te llevo a comisaría». Por mucho que me lamenté de no tener una suma como aquélla, no quiso escucharme. A golpes de
lathi
en las costillas me empujó hasta la comisaría. Y allí se quedaron con el carrito y encima me hicieron un atestado, con orden de presentarme mañana ante el tribunal de policía. Al menos me caerán treinta rupias de multa.

Ram aspiró una larga bocanada de su cigarrillo, metido en el hueco de sus dos manos. «Vamos a comer algo», concluyó. «Con el estómago lleno se soportan mejor esos golpes».

Arrastró a Hasari hasta una taberna de Durga Road que solía frecuentar. El local se componía de una salita baja con cinco mesas de mármol. El dueño, un musulmán barrigudo, presidía el lugar desnudo de cintura para arriba detrás de sus marmitas.

En la pared que había a sus espaldas colgaba un grabado ennegrecido representando la Ka’ba, la gran piedra negra sagrada de La Meca. En todas las mesas había un cuenco lleno de sal gorda y pimentón. En el techo, un antiguo ventilador daba indicios de agotamiento a cada vuelta de sus palas. Olía a fritura. Un muchacho trajo dos platos de arroz y un vaso lleno de
dal
. Los dos amigos volcaron la sopa de lentejas sobre el arroz y lo mezclaron todo con los dedos. Comieron en silencio. Hasari paladeaba la comida. Era la primera comida de veras que hacía desde su llegada a Calcuta. Cuando hubo terminado, Ram Chander volvía a mostrarse optimista.

—¡En esta ciudad hay riquezas suficientes para llenar todas las barrigas!

Hasari se alisaba el bigote con aire perplejo.

«Sí, te lo digo yo», continuó diciendo el hombre del
rickshaw
, «tú piensas aún como un campesino. Pero pronto serás un verdadero
Calcutta-wallah
[14]
y sabrás todos los trucos».

Ram Chander dejó tres rupias sobre la mesa y ambos se dirigieron al hospital. Anduvieron por una amplia avenida por la que pasaban tranvías y llegaron a la estación de Sealdah. Muy cerca había un mercado donde Ram compró mandarinas y plátanos para el
coolie
herido al que iban a visitar.

«Delante del hospital aún había más gente que la víspera», cuenta Hasari. «Todo el mundo quería entrar. Por todas partes se oían gritos y disputas. Una ambulancia con una cruz roja estuvo a punto de atropellar a unos que se aglomeraban en la entrada del servicio en el que habíamos dejado a nuestro amigo el día anterior. Por un momento creí que la muchedumbre encolerizada iba a matar al conductor. Pero consiguió librarse de ellos y abrió la puerta trasera de su vehículo. En el interior vi varios cuerpos ensangrentados. Parecían haber sufrido quemaduras y tenían jirones de carne colgando de las piernas. No era un espectáculo muy bonito. Pero al fin y al cabo estábamos en un hospital, no en los arrozales. En un rincón del patio habían dejado varias ambulancias oxidadas, con los cristales rotos y los neumáticos reventados. Apenas se podía ver su cruz roja. En aquel montón de chatarra vivían unos leprosos.

»Vagamos por los pasillos del hospital tratando de encontrar a nuestro amigo. Una enfermera nos indicó por fin el lugar donde se suponía que íbamos a encontrar al
coolie
herido. Creo que era la jefa, porque era la única que llevaba un cinturón muy ancho, un enorme manojo de llaves y unos galones en el hombro. Y luego también porque parecía inspirar verdadero terror a todo el mundo. A izquierda y a derecha había grandes habitaciones donde unos empleados escribían, bebían té o charlaban en medio de montañas de papeles atados con cordeles. Algunos debían de estar allí desde hacía varios monzones, porque estaban ya casi pulverizados, al menos los que no se habían comido las ratas. A propósito de ratas, vimos varias yendo y viniendo, sin que nada pareciera asustarlas. Debían de campar por sus respetos en un lugar como aquél. Ram me dijo que a veces mordían a los enfermos y a los heridos. Me citó el caso de una vieja paralítica a la que durante la noche habían roído los dedos de los pies y de las manos.

»Ram dio un billete a un enfermero que iba en chancletas y que custodiaba la entrada de la sala de operados. Era una habitación muy grande con varias ventanas y enormes ventiladores verdes en el techo. Debía de haber unas cincuenta camas, pegadas las unas a las otras. En la cabecera de la mayoría habían colgado una botella de la que salía un tubo que iba a parar al enfermo. En general el líquido era claro como el agua, pero a veces era rojo. Debía de ser la sangre de algún desgraciado como yo que la había vendido para poder dar de comer a sus hijos. Anduvimos entre las camas, siempre buscando a nuestro compañero. Era un espectáculo penoso, porque había individuos que no eran agradables de ver. Un pobre viejo estaba aprisionado en un caparazón de yeso desde la cabeza a los pies. Unas enfermeras iban de una cama a otra empujando un carrito con muchas botellas de todos los colores, algodón, vendas e instrumentos. Aquellas mujeres necesitaban tener un ánimo muy firme para hacer aquel trabajo. Algunos heridos se agarraban a su sari blanco, y otros en cambio las rechazaban con insultos y amenazas.

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