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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (57 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—Ha sido bueno conmigo.

—Poseemos la habilidad de ser encantadores cuando lo deseamos a pesar de todo lo demás. ¿No la puedes sentir ahora mismo entre nosotros? —Bajó la vista y se llevó las manos a la frente, como si estuviese avergonzado—. Discúlpame. Es un instinto, sin duda mal empleado. Lo retiraré de inmediato. —Eliminó el ambiente de melaza.

Ginny se echó atrás, todavía más confundida.

—No me acercaré más y me iré pronto. Pero debo decir… con el espíritu de una caza honorable que pronto comenzará de nuevo. Bidewell os trajo a todos aquí por la misma razón que yo me uní al que se hace llamar Daniel… un tipo extraño, ¿no crees? No es lo que parece. Muy antiguo. A los que son como él los llamamos malos pastores… pero pastores son. El que posee una piedra exuda una atmósfera de protección y ofrece a otros un paso al siguiente nivel de este asombroso final de partida. Como es tu caso, joven Virginia. Aquí está el patrón, la imagen de los siguientes parpadeos del tiempo. Yo completaré mi parte del juego y Bidewell completará la suya. Él te entregará a su señora, y yo entregaré a Daniel y a Jack a la mía.

—No creo nada de lo que dices —musitó Ginny, pero sus ojos manifestaban lo contrario. Nunca se le había dado bien confiar.

—Perdóname por decir la verdad —dijo Glaucous—. Pero incluso los que son como yo tenemos reglas.

Glaucous retrocedió y dejó caer la cortina, para luego regresar a la zona de almacenamiento, con el rostro hierático y gris.

78

El Caos

Bajo la eterna mirada del Testigo, los Silentes casi habían pasado sobre los progenies cuando toda la tierra pareció convertirse en una erupción de géiseres y fuentes de oscuridad cenicienta. Los enormes rostros aplastados con sus ojos siempre en movimiento y siempre buscando —que recordaban a Alzados, progenies y otras variedades desconocidas para los exploradores— se habían retirado de pronto, dejando a Tiadba y sus compañeros tirados sobre el terreno negro, esperando el final… el final retrasado.

Tiadba retiró el brazo del visor y vio que Khren y Shewel estaban ya de rodillas. Herza y Frinna también se levantaban. Todavía temblando por la conmoción, Tiadba logró ponerse en cuclillas, y prestó atención a los gritos y gemidos que surgían a su alrededor. Las ruinas comprimidas de una ciudad muerta se habían alzado en torno del Testigo o habían sido colocadas en ese lugar como un montón de madera preparado para el fuego.

—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¿El Caos se ha contraído?

Khren y Macht vinieron a su lado. Nico encontró otra pared con mejor agarre.

—Ha habido movimiento —anunció la voz de la armadura—. Las distancias se han reducido.

Para entonces los exploradores habían encontrado puntos de observación a todos los lados, menos interesados en la ciudad que en lo que había pasado con los Silentes y en dónde estaba situado ahora el Testigo, casi encima de ellos.

Tiadba, frunciendo el ceño, examinó el testigo. La enorme cabeza distorsionada —tan alta como tres o cuatro bloques apilados— había sido levantada sobre un pesado andamio de viejos edificios. Su expresión parecía haberse quedado congelada en una desesperación cansada. Quizás el rostro medio fundido revelase sus emociones en periodos de tiempo muy superiores a la vida de un progenie. Con todo desplazándose y cambiando, quizás el Caos aceleraría y ella podría realmente
ver
la agonía recorrer esa frente, acentuando la rotación de esos enormes ojos salientes, un brillo verde apagado agitándose dentro de los pozos oscuros de las pupilas.

El paso del rayo se había interrumpido, pero ahora los brillos volvían a enfocarse, formándose de nuevo, y el rayo volvió a saltar sobre el Caos, retornando a su rotación lenta e inevitable.

Khren y Shewel ayudaron a Tiadba a ponerse en pie. Ninguno había sufrido daño… por ahora. Les habían dejado ilesos bajo la misma sombra del Testigo, rodeados por laberintos de paredes rotas y estructuras caídas, espirales, torres, fachadas ornamentales.

Las paredes habían crecido instantáneamente, mientras el cielo se había tornado de un enfermizo gris metálico y algo similar al viento había recorrido el Caos, cargando con coágulos dispersos de polvo negro. Y ahora las fuentes, disparando al cielo, uniéndose de pronto para formar embudos giratorios, luego curvándose y yendo en picado hacia el horizonte distorsionado.

—¡Aquí! —gritaron Herza y Frinna.

Tiadba apartó a Khren y trepó en ángulo por la pared opuesta para mirar. Todos observaron cómo los Silentes maniobraban en sus caminos, agachados, contrayendo sus zancos para evitar los embudos, que ahora eran como gruesos dedos, con los exploradores en medio de una palma gigantesca. Una especie de humo vivo recorrido por gris y plata se elevaba por todas partes, y el Caos estalló una vez más… en esta ocasión se alzaron rayos de luz roja que se extendieron por el cielo arrugado.

—Más intrusiones —explicó la armadura.

—Eso ya lo
veo
—dijo Tiadba, y luego alargó la mano para asegurarse de llevar la bolsa en el morral, con sus libros. Los libros de
todos
.

¿Cómo podría Jebrassy encontrarle, atravesar todo
esto?
—¿Dónde está la baliza? —preguntó Nico—. No oigo nada. —Si perdían la baliza, entonces no importaría si estaban vivos o muertos.

—Está parando —gritó Khren.

Las fuentes dejaron de emitir, los geiseres petardearon, la locura continua de gritos y alaridos redujo su tono e intensidad para convertirse en un estruendo contenido.

—Debemos atravesar la senda —dijo Tiadba.

—Allí hay algo, al otro lado —dijo Nico.

Las caras de sus trajes ampliaron lo que Nico había entrevisto y les mostraron un tipo diferente de ruina: cubos grandes y estructuras rectangulares dispuestas en una rejilla y coronadas por un remolino de cielo más claro.

Tiadba cerró los ojos e intentó recordar cómo las habría llamado su visitante.

Calles. Carreteras.

—Conozco un lugar así —dijo.

—Tendremos que ir rápidos —aconsejó Nico, y Khren mostró su acuerdo.

Subieron por los restos y corrieron sobre la senda llena de hoyuelos, con su esponjosa superficie pálida, luego mugrienta, como una depresión en barbecho. Tras ellos, el Silente más cercano comenzó a alzarse sobre patas delgadas, la boca de la enorme cara plana retorciéndose como si sintiese dolor.

—¡Más rápido! —les ordenó la voz de Pahtun, y ellos se esforzaron, tiraron, evitaron la absorción y atravesaron la senda para salir a una costra negra y vidriosa, con polvo debajo, y luego…

Una carretera formada por piedras rojas y cuadradas, cubierta por un hielo negro, pero duro… ¡podían correr! Podían huir mientras los Silentes se levantaban sobre sus zancos e intentaban alcanzarles con arpeos fluorescentes.

Pero ya los exploradores quedaban lejos de su alcance.

Caminaron en silencio, recorriendo las ruinas durante lo que debieron de ser kilómetros. El pequeño generador había quedado atrapado en los restos al otro lado de la senda, retenido entre muros caídos. Sólo les quedaba una saja.

Y Tiadba tenía sus libros.

—¿Este lugar es nuevo o viejo? —preguntó Khren.

—Creo que muy viejo —dijo Tiadba mientras ampliaban la distancia que les separaba de la senda y del Testigo.

—¿Qué tipo de lugar es? —preguntó Herza. Habitualmente era la menos curiosa, incluso menos que Frinna, y jamás preguntaba.

—Creo que es una «población» —dijo Tiadba—. Como un bloque, pero dispuesto en el plano en lugar de apilado.

—Algunos de los edificios dan la impresión de que pudieron ser más altos —dijo Khren—. Quizás algo los recortó.

Tirabuzones retorcidos de tenue luz azul llegaban arqueados desde el Caos a la ciudad plana, bailando por los caminos y acariciando las paredes partidas. Nico preguntó qué eran los bucles.

—Materia entrelazada —respondió la voz de Pahtun—. Son destinos anulares, interacciones entre partículas que son lo mismo, que en su momento estuvieron separadas por tiempo y destino… pero ya no.

Destinos anulares
. Tiadba se estremeció. Nunca lo había oído antes, ni siquiera de su visitante, pero sonaba importante, incluso crucial.

—¿Son peligrosos? —preguntó Khren.

—Desconocido —respondió la armadura—. No se les puede evitar. Están formados por masa primordial. Podría haber más reconocimientos entrelazados entre materia del pasado, ahora unida consigo mismo en el presente.

Intentaron concentrarse en esas palabras que casi comprendían. Tiadba pensó que su visitante y el de Jebrassy podrían haberles hablado desde ese pasado. ¿Significaba eso que estaban conectados, formados en parte por la misma materia?

Le dijo a los demás que debían encontrar algo que sirviese de refugio y que permaneciesen alerta. El Caos había quedado apretado, comprimido —parecía ser la forma más simple de expresar lo que habían experimentado—, y quizás eso significase que este pasado les había alcanzado, colisionando y mezclándose con todo lo que rodeaba el Kalpa.

—¿Ahora qué? —preguntó Herza, su segunda pregunta del viaje.

79

El almacén verde

Jack se inclinó por el borde del tejado, buscando gente y encontrando algunas personas que seguían fuera. Pero no pudo reconocer a ninguna de las brujas del grupo de lectura, y nadie más se movía ahí fuera. Se habían convertido en esculturas de obsidiana fijas en pose de caminar, correr o simplemente estática, de pie, los brazos como clamando a alguien, a algo… a
lo
que fuese.

—¿Todos están así? —preguntó Jack.

Daniel no tenía respuesta pero sintió una punzada… un molesto pinchazo de preocupación. Podía ver a través de muchos de los edificios, como si la realidad se hubiese quedado congelada en plena colisión. Algunos se desvanecían lentamente, derrumbándose… convirtiéndose en más polvo negro.

Se frotó vigorosamente las sienes, para luego inclinarse, luchando contra el dolor de cabeza.

—Ya no soy inteligente, Jack. Esto me ha aplastado por completo. Todo secreto, todo fragmento de conocimiento, está justo delante de nuestros ojos y no sabemos lo que significa —dijo—. Antes era un cabrón arrogante… por lo que recuerdo, que no es demasiado. Quizá mi sitio esté con Glaucous y tú deberías mantenerte apartado de los dos. Lamento haberle traído conmigo.

Jack no tenía respuesta. Su pasado se había ido… literalmente: borrado, absorbido, convertido en polvo. ¿Ahora de qué podrían ser responsables? ¿Qué libertad de acción o elección era posible que tuviesen?

Ginny se tomó el tiempo justo para sacar la piedra de la caja, tirar ésta entre dos cajones pesados y sacar un paquete de ropa y una lata de alubias, lo que creía que los demás podrían no echar de menos, de debajo de la cama. Ya era más que suficiente. No podía permanecer inmóvil ni un segundo más, no podía malgastar más tiempo esperando a que los otros concluyesen sus enigmáticos preparativos.

Había estado dormida cuando se fueron las tres brujas. No vio a Ellen con los libros o cerca de la puerta exterior. No quería ver a Jack o Daniel, y ciertamente no quería volver a verse con Glaucous.

Ni con Bidewell.

Iba a hacer lo que se le daba mejor: girar a la izquierda, avanzar, tomar la decisión equivocada. Abandonar la seguridad del almacén de Bidewell —si
era
seguro, cosa que siempre había dudado—
parecía
una estupidez, pero ahora más que nunca no podía soportar la idea de quedarse dormida y soñar con su otra allá perdida.

Se abrió paso por entre las cajas apiladas, oliendo a moho, sintiendo el novedoso y extraño frío que recorría el altivo y viejo edificio, serpenteando como un vapor invisible por los pasillos y entre las habitaciones, enfriando las puertas de acero como si fuesen manos heladas, penetrando, buscando…

En su bolsillo la piedra resultaba cálida y pesada. Toda la ligereza después de sus horas en la habitación vacía, el tiempo pasado con Mnemosina, se había derrumbado bajo el peso del sueño inquieto, y ahora sólo sentía una pesada desesperación.

Empujó la puerta exterior, estremeciéndose al oírla gemir, y tiró de la palanca mecánica que soltaba la puerta de la verja ahora que no había electricidad. El frío en la rampa era más extraño y más intenso que el del almacén, y la oscuridad marrón y viciada más allá de la puerta resultaba más amenazadora de lo que había imaginado mientras se preparaba.

Pero así debía ser. Separación, huida, con la esperanza de nueva unidad… cuando estuviesen listos, cuando estuviesen
maduros
.

En lo que fuese que se convirtiesen con el tiempo.

Con dedos húmedos, hizo girar la piedra en el bolsillo de la chaqueta —la chaqueta que le había dado Bidewell, un grueso abrigo de lana de la fuerza aérea británica, de sesenta años o más— y empleó la otra mano para tirar de la puerta de la verja.

La última dispersión de nubes retorcidas se iluminaba con arcos de llamas de verde y amarillo pálidos que parpadeaban y pasaban por encima, como las luces del norte, pensó, pero más intensas… y sin la misma belleza. Por encima de las nubes el cielo se había convertido en una bóveda de nada. Decidió que no debía alzar la vista. Pero mirar las calles —los edificios cortados, diseccionados, recolocados, cubiertos por el hielo negro y reptante, la poca gente que Término había dejado, petrificada, retorcida, cubierta del mismo hielo cerúleo y reptante—… ¡horrible! Así que fijó los ojos en los pies y caminó todo lo rápido que le permitía el aire áspero.

Le parecía ocupar una especie de burbuja, un volumen protegido e invisible que empujaba por delante y a su alrededor. Era posible que la burbuja fuese un efecto de la piedra, pero no podía estar segura. Era como la burbuja de aire que un coleóptero acuático empuja bajo la superficie del agua. Podría ceder en cualquier momento, y el oscuro hielo cerúleo le llenaría las venas y entonces algo diferente miraría a través de sus ojos ciegos… Miró atrás, una mala idea, pero no pudo evitarlo. El aire gris a su espalda no podía oscurecer por completo el definido resplandor azulado que surgía del almacén, el único edificio de los que podía ver que no había sido destruido o reordenado como un juego de construcción infantil. Les deseaba lo mejor.

El almacén se redujo demasiado rápido, como si cada paso que daba fuese en realidad una docena. Una forma nueva de caminar: zapatillas gastadas convertidas en botas de siete leguas… Ginny alzó los brazos, preguntándose si podría volar usando la fuerza de voluntad, pero no pasó nada. Siguió caminando. El suelo cambió del cemento y el asfalto agrietados a una tierra blanda y gris, y luego a algo más negro y más duro… una especie de costra filamentosa como la de la lava antigua, pero delgada y crujiente. Esperaba que el fino polvo gris que saltaba de debajo de la costra rota no le tragase los pies, o la devorase a
ella
.

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