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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (43 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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—Puedo comprenderlo —dijo Jack—. Cuando palpo el futuro… sólo sé de cosas que voy a experimentar. Luego intento desplazarme lejos del flujo de emociones negativas. Realmente no sé lo que hacen o harán otras personas. Sólo cómo me siento y un poco de lo que veré. Como si las emociones experimentadas por mis versiones futuras retrocediesen por las líneas de mundo.

Bidewell sonrió dándole la razón.

A Ginny le preocupaban problemas más inmediatos.

—¿Cómo es posible que la historia pase flotando? —preguntó—. ¿No serían trozos demasiado grandes? ¿Cómo pueden pasar unos junto a otros? Si están engarzados como cuentas… simplemente no lo entiendo.

—Unas preguntas excelentes. Se produce un corte a lo largo y ancho de destinos que han llegado a un extremo romo o deshilachado, en ocasiones uniendo fragmentos a lo largo de distancias y periodos de tiempo mayores, un «pasar unos junto a otros» como lo describes. Esos reordenamientos pueden quedar enlazados por los cordones o hilos sobre los que progresan en concreto tus cuentas.

—Así que todo acaba como un atasco.

—Eso parece. A nosotros nos han protegido los textos, hasta cierto punto. Pero sobre todo nos protegieron vuestras sumadoras, nos encerraron en una especie de burbuja, al menos hasta que el resto del mundo se disuelva. Entonces es posible que veamos horrores y maravillas a una escala horrible. —Bidewell dejó caer los hombros—. Todo eso queda más allá de mi comprensión. Me siento humilde.

—Por una vez —dijo Agazutta adormilada.

Bidewell se sirvió otro vaso de vino.

—Es la segunda hermana la que se ha vuelto bien loca. La descoloreadora, la borradora. Cercenada de todos los anclajes futuros, forzada u obligada, encargada de la búsqueda de todos los que portan esas piedras maravillosas. Ahora apenas podemos reconocerla y ya era más que nefasta antes… pero siempre sirvió y ahora trabaja para que todo le sirva a
ella
.

»Vuestras sumadoras os han protegido contra el borrado… pero no protegen a todo el mundo. No protegen a todos los que conocéis y amáis. Voy a aventurarme a suponer que los dos sois huérfanos, y que ninguno de los dos ha logrado jamás dar con el registro de vuestro nacimiento, o de vuestra madre y padre, a los que recordáis con tanta claridad.

»A eso se dedican las sumadoras… os volvéis difíciles de encontrar, pero a cambio se os concede el talento de desplazar el destino. Con el tiempo, soñáis, os extendéis y conectáis con otros elegidos, presumiblemente muy lejos… al final del tiempo, como hemos oído. Eso he podido deducir, pero por supuesto, sigue habiendo muchos misterios.

Miró al vaso ya casi vacío.

Ginny siguió sentada, manteniendo un silencio conmocionado, intentando recordar a su madre, a su padre. Le tembló el labio al pensar que ella era su último registro. Todo lo demás… habría desaparecido.

—La segunda hermana… —dijo Bidewell.

Al otro lado del espacio del almacén se oyó un timbre chillón. Todos alzaron la vista. Bidewell cerró los dientes con fuerza —un golpe súbito y duro— y las venas se hincharon en sus sienes. Jack le miró fijamente. Era la primera vez que veía asustado al viejo.

Las mujeres adormiladas abrieron los ojos.

Nadie se movió.

—Las últimas personas de la Tierra estaban sentadas en una sala —dijo Miriam fríamente—. Llamaron a la puerta.

64

—No dejes que las damas vean que estamos nerviosos —le dijo Bidewell a Jack mientras recorrían los pasillos formados por las altas pilas de cajas—. No es del todo una sorpresa. Después de todo, sólo tenemos dos sumadoras… y creo que el mínimo son tres.

Jack le siguió a través de la puerta exterior y la rampa. Excepto por el Toyota de Ellen, el aparcamiento estaba vacío. Al otro lado de la verja se extendía una bandada de formas de polvo de carbón, fragmentos, y vapores que se extendían como pintura sobre el papel húmedo hacia lo que había sido la ciudad de Seattle.

Jack sólo podía ver con claridad un dedo manchado de ceniza que atravesaba la verja para darle al botón del timbre.

Bidewell bajó la rampa. Al llegar a la puerta, dos sombras se condensaron a partir de la mancha gris. Se detuvo, con las manos cruzadas, los codos fuera… renuente a decir o hacer nada. Jack bajó para colocarse junto al anciano. Los dos miraron en silencio.

Un rostro blanco y sucio —una cara de hombre, mayor que Jack pero no por más de una década— surgió de la penumbra, primero los ojos, luego nariz, mejillas, labios: rasgos blandos y regulares endurecidos por el miedo y el agotamiento… ojos penetrantes y rápidos.

—Veo a uno —dijo Bidewell—. ¿Quién es el otro? Avanzad, los dos.

Surgió una silueta más ancha y más baja que se situó junto a la primera: un hombre de más edad, pesado y fuerte, con un sucio traje gris de tweed. Jack gruñó y se echó atrás. Casi podía oler el pestazo a pájaros desesperados y niños asustados.

Bidewell entrecerró los ojos y dijo:

—¿Señor Glaucous? Ése es
usted
, ¿no es así?

—Déjennos pasar —gruñó la figura más baja—. Por los viejos tiempos, tengan piedad de nosotros. Necesitamos calor y descanso. ¿Es Bidewell, señor? ¿Conan Arthur Bidewell, anteriormente de Manchester y Leeds, París y Trieste? Por decencia, por todos los pesares que hemos presenciado, déjennos pasar. Acabamos de atravesar el infierno y traigo un hombre de valor… junto a noticias, noticias descorazonadoras, debo decir, ¡pero noticias!

Los labios del hombre más joven se estremecieron. Miró a su alrededor, como si midiese la verja de alambre, el muro, el almacén en sí. Sus ojos se clavaron en Jack.

—Soy Daniel —dijo—. Tenéis tiempo ahí, tiempo real, como en una burbuja… lo vimos destellar a kilómetros de distancia. Quizá sea radiación Tcherenkov.

—¿Sois amigos o compañeros? —preguntó Bidewell, sin moverse para abrir la verja.

—De conveniencia, quizá ninguna de las dos cosas —dijo Glaucous—. Por favor, Bidewell. Duele respirar. Hemos visto destinos y lugares apretados como carne picada en un pastel, peor a cada paso. Me temo que ésta ya no es su ciudad, ya no es nuestra Tierra.

Daniel se sacó una caja gris del bolsillo de la chaqueta. Abrió la tapa y mostró a Jack y Bidewell una chispa solitaria como el destello de un ojo en su interior. La nuez de Adán de Bidewell se agitó.

—Jack, sube la rampa, toca al lado de la puerta, a la derecha, y dale al botón que abre la puerta —dijo con voz quebradiza—. Me temo que el tercero ha llegado.

—¿Puedo pasar también? —preguntó Glaucous, recuperando con esfuerzo sus modales de pilluelo de la calle—. Puedo ser de ayuda. He traído lo que precisaban.

—Quizá —dijo Bidewell—. No es posible saber durante cuánto tiempo más podremos ofrecer hospitalidad.

—¡El mismo Bidewell de siempre! —Glaucous se entusiasmó y chocó las manos—. Le estamos agradecidos, señor. ¡Muchas historias, compartir grandes historias sobre todos los tristes siglos perdidos! Eras gloriosas, en la medida en que puedan serlo.

—¿Le conoces? —le preguntó Jack a Bidewell, furioso y suspicaz.

—Le conozco —dijo Bidewell. Reunió toda la saliva que pudo y la lanzó en un flujo delgado.

Los ojos de Glaucous se hundieron como los de un tiburón. Apretó los labios y bajo la suciedad las mejillas se pusieron rojas.

—Señor —murmuró.

—Abre la puerta —le ordenó Bidewell—. No tenemos elección. Las piedras se han reunido, trayendo con ellas a quienes han querido.

65

La Torre Rota

La cálida oscuridad que rodeaba a Jebrassy se aclaró en una dirección, mostrando un brillante camino bordeado de verde. Lo recorría una figura blanca, una de las muchas personificaciones del Bibliotecario, sin rostro pero que ya no daba miedo. La personificación aguardó pacientemente a que Jebrassy se vistiese para luego hablar con esa voz familiar y elusiva, la voz que conocía desde siempre pero que no acababa de recordar.

—Vamos a lo más alto —dijo la personificación—. Te has recuperado y estás casi listo.

—¿Ella ha partido? —preguntó Jebrassy, vistiéndose más deprisa—. ¿Ya se ha iniciado la marcha?

La personificación hizo un gesto para indicarle que le siguiese y le guió por lugares oscuros y vacíos, brillantes y llenos, todos ocupados por muchas más figuras blancas.

Jebrassy tenía dificultades para comprender la arquitectura de la torre. Al alzar la vista, vio una especie de techo, pero podía hacer que el techo se elevase más, o menos, dependiendo de cuánto se acercaba al borde del camino y de cómo moviese los ojos. ¿Aquello de allá arriba eran arcos de soporte o formas que flotaban libres sin uso aparente… quizá decoración?

¿Estaba experimentando un sueño de otra naturaleza?

La personificación le guió durante lo que le parecieron varios miles de metros, un paseo agradable tras su sueño irregular y repleto de datos.

Se aproximaron a una pared curva, elevada y bordeada de altas ventanas, muy similar a la pared en la que se había visto inicialmente con el angelín. Ahora la personificación asumió un rostro… el rostro que Jebrassy a partir de ahora identificaría como el del Bibliotecario, por incompleta que fuese la ecuación. El Bibliotecario parecía existir a todo su alrededor: disperso por toda la torre, distribuido entre las figuras blancas, dirigiendo a los angelines y probablemente a otros que todavía no había visto. ¿Las figuras blancas eran como piernas y brazos remotos… y los angelines más bien como sirvientes? Quedaba todavía tanto por aprender. Y sentía la frustración
de seguir
siendo incapaz de plantear siquiera la pregunta adecuada.

El Bibliotecario habló, empleando la misma voz de antes, pero arraigada… de alguna forma más real e inmediata.

—Has sido paciente, una cualidad que admiro.

—Ha sido fácil. Casi todo fue dormir.

—Te has recuperado maravillosamente —dijo el Bibliotecario—. Tanto que sanar. En una ocasión me causé a mí mismo una enorme herida. Luego dormí, simplemente para concederme tiempo de resolver un problema que nunca se había resuelto antes.

—¿Qué problema era? —preguntó Jebrassy, seguro de que la respuesta no tendría sentido.

—Cómo morirán el universo y las oportunidades que nos planteará esa muerte. En esa época no vivía en el Kalpa, sino al otro lado del universo, donde yo aprendía de otros maestros, no humanos pero muy naturales, aunque condenados… Se negaron a venir a la Tierra. El Caos los devoró. Y es por eso que estamos aquí, joven progenie. Acércate y echa un vistazo a lo que hay fuera de nuestra pobre ciudad.

Jebrassy se enderezó. Todo lo que había visto del Caos hasta ahora era el extraño rayo gris que recorría los ventanales.

Es posible que ella ya esté ahí fuera

Se situaron uno junto al otro, casi a la misma altura, que apenas daba para mirar por la parte inferior de la ventana.

—Da miedo, pero no te hará daño… aquí no —dijo el Bibliotecario—. Ha cambiado a lo largo de las últimas vigilias… un cambio más fundamental que cualquier otro observado desde que rodeó el Kalpa.

Había una especie de horizonte… como la línea lejana del canal más allá de los Niveles. Pero allí donde el cel se habría difuminado en sombras, se alzaba algo más… un
cielo
. El cielo no tenía sentido: un montón revuelto de tela se arrugaba ardiendo con oscuridad, fuego púrpura, reduciéndose aquí y allá pero empezando en algún otro lugar, como carbones que se apagan.

—No le gusta que le miren —dijo Jebrassy.

—Una verdad fundamental. Al Caos no le gustan los observadores.

Bajo el horizonte y el cielo ardiente y arrugado, si se concentraba lo suficiente, Jebrassy podía distinguir un montón de formas, que podrían ser edificios lejanos y rotos, viejas ciudades, o quizá montones de piedra y escombros. No disponía de una escala para comparar… ¿cómo de grande, cómo de alto, cuántas formas dispuestas de forma tan extraña? ¿A qué distancia estaba allí entre «cielo» y «suelo»? No parecía capaz de enfocar los ojos… los detalles aparecían para luego desaparecer, tan elusivos como motas de polvo.

El Bibliotecario le agarró el hombro.

—Eso es lo que tu hembra verá pronto.

—Entonces, ¿ya ha partido?

—Y tú te unirás a ella. Pero primero debemos saber si hemos resuelto un gran problema. Contra ese problema, soy, siempre he sido, tan humilde e inquieto como una de las bestias de carga usadas en el sótano de los Niveles.

Jebrassy dijo:

—No sabes lo estúpidos que pueden ser los pedes.

El Bibliotecario se llevó el dedo a la nariz.

—En mi mundo, yo puedo ser
igual
de estúpido. Mira. Pregunta. Yo intentaré describírtelo y explicártelo.

—¿Cómo es de grande, allá fuera?

—En el Caos, la distancia es difícil de medir o estimar. Tal ha sido el principal obstáculo para vuestras peregrinaciones: cómo llegar de dónde creen estar hasta donde piensan que quieren estar.

—Parece confuso —dijo Jebrassy—. No está terminado… se ve incompleto. No quiere ser visto desnudo.

—Una estimación válida. Aunque no deberíamos adscribir nuestras motivaciones al Tifón. No son las mismas… si se puede decir que el Tifón tiene motivos. En los términos más simples, aplicables a nuestra experiencia dentro del Kalpa, miramos a más de mil kilómetros, de horizonte a horizonte. Allá abajo, mira a las regiones más cercanas de abajo, puedes ver un círculo gris y estrecho, que se extiende hacia fuera para formar un borde más ancho. Es posible que puedas distinguir una especie de laberinto y una pared baja.

Jebrassy siguió el dedo del Bibliotecario y vio una curva gris rodeada por lo que podía ser una mancha negra de pared, a dos palmos de las formas redondeadas y brillantes que había inmediatamente abajo: la palabra le llegó de inmediato,
biones
.

La torre se
alzaba
, desde el bión de en medio, que parecía dañado. Los otros dos biones parecían estar aún peor.

—Lo he visto antes —murmuró—. Mi visitante me lo contó. —Su rostro se contrajo por la frustración, pero el Bibliotecario pareció comprender.

—Sigue.

Jebrassy intentó completar la idea.

—Hay un lugar cambiante… creo que se llama la zona de las mentiras.

—Muy peligroso —dijo el Bibliotecario—. Allí muchos progenies han visto terminar su viaje antes de empezarlo. Tengo entendido que los Restauradores han mejorado vuestra educación y adiestramiento desde esos tiempos.

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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