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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (9 page)

Ida corría al ritmo de los latidos de su corazón y del hip-hop que escuchaba. A su izquierda se alzaban gigantes de cemento y cristal: bloques de oficinas y casas de vecinos con ropa tendida y jardineras de flores, que animaban las grises fachadas con su colorido. A su derecha, el río de la ciudad fluía bajo barcas y boyas. Más adelante, un puente cruzaba las aguas color miel y soportaba a cientos de peatones a quienes los coches tocaban la bocina. El sol convertía todos y cada uno de los parabrisas en una lámina opaca y anaranjada.

Pasó corriendo por debajo del puente, donde sus pasos resonaron de forma irregular en las vigas decoradas por artistas de grafitis y por la marea. El eco era irregular porque Ida no conseguía mantener un paso regular. Cada vez que pisaba con el pie derecho, se le clavaba algo puntiagudo en el dedo gordo. Había tratado de no hacer caso de ello, pero ya había parado varias veces para quitarse las piedras de la zapatilla, aunque sin éxito. Recorrió todavía un kilómetro más antes de volver a intentarlo, sentada en un banco orientado hacia la orilla opuesta del río y la catedral de la ciudad. Una red de andamios envolvía las agujas gemelas de la iglesia. Los obreros, provistos de cascos, se movían por ellos como si fueran arañas. Amarrada a la orilla opuesta había una barca alquilada para una fiesta; a bordo, los invitados se tambaleaban, gritaban, reían y se abrazaban unos a otros.

Ida se quitó la zapatilla y la sacudió; luego hizo lo mismo con el calcetín y buscó las piedrecillas en su interior. Seguía sin haber nada.

Al volver a ponerse el calcetín, notó como si se le clavara una astilla; sujetándose el pie con ambas manos, la buscó.

La luz del sol hizo brillar una motita anaranjada en la colorada base del dedo gordo de su pie. Trató de quitársela, pero no pudo. Al acercarse más, vio que parecía un cristal incrustado, cubierto por una fina capa de piel.

Más tarde, en su piso, mientras se daba un baño muy caliente con el incesante ruido de fondo del intenso tráfico pese a tener las ventanas cerradas, intentó quitarse el trocito de cristal ayudándose de un alfiler y unas pinzas. Consiguió asirlo y tiró de él. Un dolor intenso le recorrió todo el pie; bufó y se sujetó el dedo gordo, apretándolo con fuerza mientras esperaba a que dejara de dolerle.

El cristal seguía alojado en su cojín de carne enrojecida. Respiró hondo y volvió a tratar de arrancarlo con las pinzas, pero el dolor fue aún más intenso, porque la piel ya estaba inflamada. Fuera sonó una sirena, y de pronto percibió la inmensidad de la ciudad y, más allá, de la campiña: el paisaje del continente, las formaciones nubosas en el cielo, los océanos socavando la tierra y, en medio de todo aquello, ella, que apenas era una motita. Se estremeció. El agua de la bañera se había enfriado.

De pronto se acordó de aquel hombre de Saint Hauda. De Henry Fuwa y de su joyero con agujeritos para respirar.

Despertó cuando todavía era de noche y se ciñó la colcha. Se notó las rodillas y las piernas entumecidas y sudorosas. Miró a Midas, que dormía en el sillón y roncaba con estridencia. Midas había encendido la lámpara de la mesilla, lo que seguramente se debía a que le daba miedo la oscuridad, así que le pareció enternecedor. El chico tenía la cámara sobre el regazo, como si fuera un osito de peluche. Se preguntó si podía confiar en él.

Confiar en él lo suficiente para contárselo todo acerca de sus pies; para eso tendría que conocerlo mejor.

Se incorporó y, furtivamente, fue hacia el otro lado de la cama. Uno de los calcetines cayó sobre la alfombra. Ida se detuvo; miró el calcetín y luego a Midas.

Midas abrió los ojos. Oyó el tictac de un reloj en la oscuridad. Era esa hora de la noche en que las cosas parecen irreales, en que una idea que durante el día se rechaza fácilmente puede apoderarse de las entrañas y no salir de allí hasta la mañana siguiente. Pero él estaba despierto, de eso no cabía duda. Había visto lo que había visto. Había soñado con rayos que caían en la playa y convertían los granos de arena en cristales. Y... no quería volver a dormirse. Su intención era huir antes de que Ida despertara.

Bostezó, y estaba a punto de desperezarse cuando vio que no tenía la cámara en el regazo. La lámpara de la mesilla seguía encendida. Se puso en tensión.

Ida estaba incorporada en el sofá cama, de espaldas a él, con la correa de la cámara en una mano.

Sintió pánico. Fingió dormir. No sabía qué foto era la que quería que Ida viera la última. Quizá la de la zona de transición, con esas hilachas de sangre cristalizada que le recordaban a las nebulosas de las fotografías del espacio. O el primer plano de los dedos, con su mano debajo, transparentada y prestando su color rosa pálido a los dedos del pie de ella. Simuló un ronquido. Al cabo de un rato oyó que ella se le acercaba. Notó el peso de la cámara de nuevo sobre su regazo. Las sábanas de la cama susurraron y el colchón chirrió. Se apagó la luz.

Ida lo despertó tocándole ligeramente un brazo. Una luz invernal inundaba la habitación. El volvió a cerrar los ojos.

—Ven, Midas. Quiero enseñarte una cosa.

Ida olía a perfume y tenía el cabello mojado. Llevaba un jersey gris perla y una falda negra sobre la que se había puesto un delantal blanco. Volvía a calzar las botas.

—Ven.

Midas se levantó con esfuerzo y la siguió hasta la cocina; una vez allí, ella se detuvo junto a la ventana y le dejó sitio a su lado. Durante la noche había nevado, y una fina capa de nieve cubría el prado que ascendía hacia el enmarañado bosque. Hacia la mitad de la pendiente había unos ciervos, en una manada pequeña; uno de ellos no estaba a más de veinte metros de la casa. Un macho joven patrullaba solemnemente entre los demás y de vez en cuando se sacudía la nieve de los inmaduros cuernos.

—¿Verdad que son bonitos?

—Sí.

«Oh, no», pensó al recordar a Ida inclinada sobre su cámara. Sabía que le había visto los pies. ¿Por qué no lo había mencionado? «Oh, no.»

Ida se acercó a la cocina. Las llamas azules de uno de los fogones calentaban una sartén donde unos tomates y unas tiras de beicon chisporroteaban en el aceite. Ida sacó unas salchichas de un paquete de plástico.

—Estoy preparándote un desayuno inglés completo. Para agradecerte que te quedaras a pasar la noche. ¿Tienes resaca?

Midas trató de sonreír.

Ella le dio la vuelta al beicon y lo paseó por la sartén.

—¿Té o café?

—Café, por favor.

Fuera, uno de los ciervos empujaba con la testuz al macho joven.

Ida sirvió café en un tazón blanco, del que iba ascendiendo una columna de vapor.

—¿Zumo de naranja?

—Oye, Ida...

Ella lo miró, y luego volvió a centrarse en el beicon.

—¿Sí?

—Café, por favor.

—Ya tienes el café.

Midas contempló el círculo negro de la taza.

—Ya. Quería decir... no, gracias. No quiero zumo. Sólo café.

Ida rompió un huevo de cáscara rosada y lo echó a la sartén. La clara chisporroteó y se volvió mate.

—¿Un huevo o dos? Se los compro a un granjero que vive muy cerca.

—Escucha, Ida...

Ella puso un poco de sal al huevo, y luego miró con gesto de fastidio a Midas.

—Estás decidido a sacar el tema, ¿no? Creía que haríamos como si no hubiera ocurrido nada.

Pasó la espátula de madera por debajo de los bordes del huevo. Fuera, los ciervos se movían por el prado a cámara lenta.

—Mira —dijo por fin—, creía que estaría enfadada, pero no lo estoy. —Se golpeó la palma de la otra mano con la espátula—. Al menos, no mucho. No entiendo por qué, pero la verdad es que me siento un poco aliviada.

»Esta mañana he estado pensando qué razones podías tener para ser tan indiscreto. ¿Lo sabías ya? ¿O eres fetichista y sientes debilidad por los pies? —Rió—. Pero lo que tú querías era fotografiarme, ¿verdad? No lo has hecho con malicia. —Siguió removiendo el beicon. Midas arrastró un poco los pies—. Me caes bien. —Y apuntándolo con la espátula, añadió—: Pero no hables con nadie de mis pies. Te juro que si se lo cuentas a alguien te mato.

—Vale —repuso él tragando saliva.

—El desayuno está listo. Siéntate.

Midas retiró una silla y se sentó a la mesa. El mantel a cuadros, puesto en diagonal, dejaba al descubierto los cantos de madera del tablero.

—Bueno, ¿te apetece el huevo?

—¿Te duelen? —inquirió Midas.

Sin apartar la vista de la comida, Ida la sirvió en dos platos que a continuación puso bruscamente en la mesa, haciendo temblar cuchillos y tenedores. Él se encogió en la silla.

—Mira, ya te he dicho que confío en ti. Te perdono por haber sido indiscreto, pese a que sigo pensando que has sido increíblemente grosero aunque no tuvieras mala intención. Pero me parece que prefiero no entrar en los detalles escabrosos. Prefiero olvidarlos.

—Tienes miedo, ¿verdad?

—Cuando metes la pata, Midas, y alguien te ofrece la manera de salir airoso, lo normal es aprovechar la ocasión que te brindan, y no seguir hurgando en la herida.

—Perdona.

Ida se sentó; luego volvió a levantarse, tiró de los cordones del delantal para deshacer el lazo, se lo quitó, lo arrugó y lo lanzó al otro extremo de la cocina. Entonces volvió a tomar asiento. Cogió el cuchillo y el tenedor y cortó el huevo, esparciendo la yema por todo el plato. Respiró hondo y dejó los cubiertos. Se tapó los ojos con las palmas de las manos y se los frotó.

—Lo siento. Tienes razón. Tengo miedo.

—No se lo contaré a nadie y no te haré preguntas.

—Gracias.

—El café está buenísimo. —Dio otro sorbo y empezó a comerse el beicon.

—Midas...

—¿Sí? —dijo él masticando.

—El cristal está extendiéndose. Estoy muy asustada. Hace un mes, sólo tenía afectadas las puntas de los dedos.

Midas tragó el bocado. Al dejar de masticar, de pronto la cocina parecía muy silenciosa.

—¿Ya has...? Es decir, ¿te importa si te pregunto si...?

—¿Si me ha visto un médico? —Ella negó con la cabeza—. ¿Crees que un médico podría ayudarme? ¿Cómo? ¿«Tómate estos antibióticos durante un par de semanas y se te pasará»?

—Quizá deberías buscar algún tipo de... tratamiento alternativo, ¿no?

—¿Como qué? ¿Medicina holística? ¿Acupuntura? Creo que mi situación es más grave de lo que... —Se interrumpió, porque los ojos estaban humedeciéndosele.

El fijó la vista en su plato. Cortó un tomate frito y se quedó mirando cómo las semillas flotaban en el jugo.

Ida se secó las lágrimas y dio un sorbo de té, pero hizo una mueca de disgusto, porque estaba enfriándose.

—Tengo miedo, Midas. Aunque eso no me arredrará.

Midas asintió con la cabeza.

—¿Y cómo puedo ayudarte?

—Ya te lo he dicho. No contándoselo a nadie.

—Me gustaría ayudarte.

Midas la vio levantarse e ir cojeando hacia la tetera. Creyó que volvería a pedirle que dejara de entrometerse. Fuera, los ciervos regresaban sigilosamente al bosque.

—Lo más sencillo que podrías hacer para ayudarme... Como ya te he dicho, estoy asustada. Por el amor de Dios, no me noto los dedos de los pies. No sé dónde termino yo y dónde empiezan mis calcetines y mis botas. Si no es demasiado inconveniente para ti, podrías... no sé, hacerme compañía.

Midas se levantó. Suponía que, en una película, ése sería el momento en que la estrecharía por la cintura y le diría algo muy varonil. Como mínimo le pondría una firme mano sobre el hombro. Pero no sentía ni los brazos.

—Vale. No hay ningún inconveniente.

—Gracias. Tengo que ir al baño.

Midas se quedó sentado en la cocina, paseando su beicon por el plato. Menudo asunto. Miró la cámara y se preguntó si ésta, celosa, lo habría metido en aquello para castigarlo por haber pasado demasiado tiempo pensando en Ida. Sin embargo, lo consolaba creer que quizá tuviera ocasión de fotografiarla con su consentimiento.

Cerró los ojos y sintió cierta felicidad al pensar en esa posibilidad, aunque superpuesta a la desasosegante idea de que Ida estaba volviéndose de cristal.

Capítulo 11

Agarrado a la barandilla del ferry, Carl Maulsen contemplaba las olas, que se alzaban y escupían como cobras. Una densa niebla reducía el mundo al metal pintado de blanco del barco meciéndose en el mar. El viento lo cepillaba con cintas de niebla que permanecían enroscadas alrededor de sus extremidades y su cuello.

Aspiró una bocanada de aire frío y salobre. Afirmar que en los últimos días se le había aparecido Freya Maclaird no habría sido metafórico. No creía en fantasmas, pero una noche, adormilado en su habitación, la había visto proyectada en la pared. En otra ocasión le había parecido verla en una calle abarrotada de gente y se había abierto paso a empellones hacia ella; después, volviendo en sí, había mirado con odio a los desconocidos a quienes había apartado a codazos. Sin embargo, estaba convencido de que había reconocido la ropa de Freya y la quemadura de sol que tenía en la nariz de la época en que él contaba veintiún años y ambos volvían de la playa al campus universitario.

Y la otra noche se había encontrado mal. Había despertado con un hormigueo por todo el cuerpo. Se retorcía en la cama, enredándose con las sábanas. A veces, las mantas eran su único refugio de un frío que hacía que le castañetearan los dientes, y otras, parecían hechas de una tela caliente y pegajosa como la lava. Se había metido en la ducha de la habitación del hotel y se había quedado allí sentado, tosiendo y sudando, bajo un hilillo de agua tibia. Pero después se había sentido mejor. Tenso, pero de nuevo centrado. Desde entonces no había vuelto a ver a Freya. De nuevo, controlaba la situación.

En el ferry, se miró el vello blanco que le cubría los antebrazos y el dorso de las manos. Sonó una sirena de niebla en algún lugar entre la bruma.

Midas Crook padre había escrito un artículo sobre el efecto del tiempo sobre las personas, tema que habían comentado él y Carl en su abarrotado despacho. Había comparado la vida de una persona con los cambios de vestimenta que realizaba a lo largo de una jornada. Empezaba con la incorporación de capas una fría mañana; luego había que adaptar el atuendo para ir al trabajo. Por la tarde, vuelta a la ropa de estar por casa, y al anochecer, desvestirse de nuevo. Crook afirmaba que cada prenda era uno de los muchos personajes que cualquiera representaba a lo largo de la vida.

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