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Authors: Javier Sierra

Tags: #Historico, Intriga

La cena secreta (15 page)

BOOK: La cena secreta
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Me dirigí hacia la zona noble de la iglesia no tanto con la esperanza de encontrarme con fray Alessandro como con la idea de ver por primera vez al maestro Leonardo. Si sus ayudantes habían abierto el refectorio esa mañana, era probable que su mentor no anduviera muy lejos de allí.

Mi instinto no falló.

Al toque de las once, un repentino revuelo alteró la calma del templo de Santa Maria. La puerta principal, situada bajo el óculo más grande de todos, se abrió con gran estruendo. Las trompetas del exterior bramaron anunciando la llegada del Moro y su séquito. El aviso arrancó una muda ovación entre los fieles a los que se les había permitido el acceso. Fue entonces cuando una docena de hombres de rostro severo y miradas vacías, cubiertos con largas capas y adornos de piel negra, se adentraron con paso marcial rumbo a la tribuna. Ahí lo vi. Aunque cerraba el grupo, el maestro Leonardo destacaba como Goliat entre los filisteos. Pero no fue su altura lo único que llamó mi atención. El toscano, a diferencia de los brocados de piedras preciosas y mantos de seda que vestían el resto de los caballeros, iba cubierto de blanco de pies a cabeza, lucía unas barbas largas, rubias y bien recortadas que le caían lacias sobre el pecho, y mientras caminaba miraba a uno y otro lado, como si buscara rostros conocidos entre la concurrencia. Bien vista, su figura parecía la de un fantasma de otra época. Y comparada con la del Moro, que iba tres pasos por delante, la piel oscura y los cabellos como el betún cortados a tazón del dux eran lo opuesto al perfil solar del gigante. Todo el mundo reparaba en él. Los gonfalonieros, los portaestandartes de las diferentes casas reales que habían acudido al sepelio, percibían antes su presencia que la del propio Ludovico. Y, sin embargo, el toscano parecía vivir ajeno a todo ello.

—Sed bienvenidos a la casa del Señor —los recibió desde el altar el prior Bandello, rodeado de monjes ataviados para la ocasión. Junto a él se encontraban el arzobispo de Milán, el superior de los franciscanos y una docena de clérigos de la corte.

El Moro y su séquito se persignaron y se situaron sobre la tarima reservada para ellos, casi al tiempo que el grupo de músicos con el blasón de los Sforza penetraba en el templo anunciando la llegada del féretro.

El maestro Leonardo, de pie en la tercera fila de la tarima, miraba con ansiedad a todas partes y anotaba deprisa sabe Dios qué cosas en uno de aquellos taccuini que siempre llevaba consigo. Me pareció que lo mismo vigilaba los rostros de la multitud, que atendía los acordes del órgano de Santa Maria o el flamear de los pendones de las comitivas. Alguien me había dicho que la tarde anterior se había quedado extasiado admirando el vuelo de las cuatrocientas palomas que se liberaron en la plaza del Duomo, y hasta me aseguraron que anotó con deleite las salvas de cañón que el nuncio de Su Santidad ordenó disparar bajo las murallas de. la ciudad en honor a la difunta. Para él todo merecía ser registrado. Todo encerraba los trazos de la ciencia secreta de la vida.

Por supuesto, no fui el único en observar sus movimientos durante la ceremonia. A mi alrededor la gente murmuraba sobre el toscano. Cuanto más me perdía en su mirada azul y su porte majestuoso, más necesidad sentía de conocerlo. El Agorero primero y el padre Bandello después habían acrecentado esa sed que ahora me quemaba por dentro.

Los invitados no ayudaron precisamente a sofocar mis ansias. Bisbiseaban como cotorras acerca de la última obcecación del toscano: terminar un tratado sobre la pintura en el que preveía insultar a poetas y escultores con tal de encumbrar la superioridad de sus pinceles. Su mente privilegiada lo mismo empleaba las horas en distraer al Moro de su dolor, que en diseñar puentes levadizos imposibles, torres de asalto que se moverían sin caballos o grúas para descargar barcos de lana desde los navigli (canales artificiales que cruzan Milán y que en época del Moro servían para el transporte de mercancías).

El de Vinci, abstraído, ignoraba las pasiones que encendía. Ahora parecía garabatear en su cuaderno un boceto del extraño traje que el dux llevaba para la ocasión: un manto de seda negra bellísimo, acuchillado por doquier, quizá dando a entender que lo había rasgado con sus propias manos.

Poco podía imaginar entonces lo cerca que estaba de conversar con el maestro.

Fue el hermano Giberto, el sacristán de Santa Maria, quien me propició aquel primer contacto con el pintor, en medio de una circunstancia tan dramática como inesperada.

Ocurrió mientras fray Bandello pronunciaba la fórmula de la consagración. Aquel mocetón del norte, de mofletes sonrosados y pelo de color calabaza, se me acercó por la espalda y tiró con fiereza de mi hábito.

—¡Padre Agustín! ¡Escuchadme! —suplicó fray Giberto, desesperado. Sus ojos saltones casi no le cabían en la cara. Los tenía inyectados en sangre—. ¡Acaba de ocurrir algo terrible en la ciudad! ¡Debéis saberlo de inmediato!

—¿Algo terrible?

Las manos del germano temblaban.

—Es un castigo de Dios —siseó—. ¡Un castigo para quienes desafían al Altísimo…!

El sacristán no tuvo ocasión de terminar. Benedetto, el tuerto cascarrabias confesor del prior, y fray Andrea de Inveruno, con sus ademanes alicaídos, se nos acercaron con idéntico gesto de urgencia:

—Debemos ir de inmediato. ¡Y deprisa!

—¿Nos acompañáis, padre Agustín? —dijo casi sin fuelle el sacristán—. Creo que vamos a necesitar refuerzos.

Tanta premura me desarmó. No sabía adonde debía acompañarlos ni a qué, pero cuando vi a un paje del dux acercarse a Leonardo y susurrarle algo al oído mientras tiraba de él con expresión alarmada, acepté. Allí acababa de ocurrir algo raro. Grave. Y yo quería saber qué era.

Capítulo 23

Los dos alguaciles del dux casi no daban crédito a sus ojos. Frente a ellos el cuerpo sin vida de un fraile. Una soga del grosor de un puño lo sujetaba firme por el cuello, fijándolo a una de las vigas de la plaza de la Mercadería.

Andrea Rho, jefe de guardia, aún no había desayunado. De hecho, casi no había terminado de abrocharse el uniforme cuando aquella noticia truncó su aburrida mañana de domingo. Con las canas revueltas, el estómago vacío y el inconfundible perfume a oso recién despierto, Rho se acercó de mala gana a ver qué pasaba. Poco pudo hacer. El desgraciado tenía la piel azulada y fría; las venas del rostro hinchadas y los ojos abiertos y secos. El terror dibujado en aquellas pupilas sugería una muerte cruel. El difunto había agonizado un buen rato antes de ahogarse. Sus brazos, ahora lánguidos, caían paralelos al hábito blanco de santo Domingo mientras la caída de las mangas apenas dejaba entrever dos manos cuidadas, flacas, tiesas.

Un suave hedor a muerto alcanzó la nariz del capitán.

—¿Y bien? —La mirada de Andrea se paseó entre una turbamulta de curiosos sedientos de espectáculo.

Muchos regresaban a casa frustrados por no haber podido ver la suntuosa carroza mortuoria de la duquesa, y aquel revuelo callejero prometía compensarlos. Rho desconfiaba de todos. Buscaba algún rostro cómplice, alguien que mirara la escena con orgullo—. ¿Qué tenemos aquí?

—Es un religioso, señor. Un fraile —respondió marcial su compañero, mientras trataba de mantener a raya al gentío con los brazos en cruz y su pica clavada en el suelo.

—Eso ya lo veo, Adriano. Me han despertado con esa noticia.

—Veréis, señor —titubeó el soldado—. Este hombre apareció colgado esta misma mañana. Ningún taller ni almacén de esta zona ha abierto hoy, así que nadie ha visto nada…

—¿Lo has registrado?

—Todavía no.

—¿No? ¿Aún no sabes si le robaron antes de colgarlo?

El tal Adriano negó con gesto de aprensión. Probablemente nunca había tocado un cadáver. Rho le regaló una mueca de desprecio antes de dirigirse a la concurrencia.

—¡Nadie sabe nada!, ¿eh? —los increpó a gritos—. Sois un hatajo de cobardes. ¡Ratas!

Nadie se inmutó. Miraban extasiados el sutil movimiento pendular del monje, conjeturando en voz baja qué habría sucedido. Bien sabe Dios que los religiosos no suelen llevar una bolsa abultada y que a los salteadores no les compensa casi nunca agredirlos. Pero si no se trataba de ladrones, ¿quién había acabado con aquel monje? ¿Y por qué lo habían ajusticiado, abandonándolo en plena vía pública?

Andrea Rho rodeó un par de veces más el cadáver antes de formular otra pregunta maliciosa a su compañero:

—Está bien, Adriano. Seamos listos. ¿Tú qué dirías que ha pasado aquí? ¿Lo han matado o se ha ahorcado él sólito?

El mozo, de espaldas cargadas y mirada intermitente, meditó un instante la pregunta, como si le fuera un ascenso en ello. Rumió su respuesta con cuidado, y cuando estaba a punto de abrir la boca para decir algo… no pudo. Un vozarrón magnífico se alzó entre la muchedumbre: cuadraba bastante bien con la idea que se había hecho de él.

—Decidme pues, maestro Leonardo. Según vos ¿por qué habría querido un fraile del convento de Santa Maria delle Grazie ahorcarse aquí?

—Eso lo ignoro, capitán —respondió más amable—. Aunque puedo interpretar con facilidad los signos externos, la voluntad de los hombres es a menudo imposible de captar. Sin embargo, tal vez la respuesta sea muy simple. Igual que yo vengo a menudo a comprar mis lienzos y pinturas a este lugar, él podría haberse acercado en busca de alguna otra mercancía. Después, algún pensamiento funesto se cruzaría por su mente y decidió que era un buen momento para morir… ¿No creéis?

—¿En domingo? —El capitán Rho receló—. ¿Y con el funeral de la princesa Beatrice celebrándose en su propio convento? No. No lo creo.

El gigante se encogió de hombros:

—Sólo Dios sabe qué puede cruzarse por la mente de uno de sus siervos…

—Ya.

—Tal vez si descolgarais y registrarais su cadáver con cuidado, encontraríais alguna pista sobre lo que vino a buscar a la Mercadería. Y si así lo estimáis oportuno, pongo a vuestro servicio la ciencia médica que conozco y mi completa disposición para establecer la causa y momento de su muerte. Bastaría con que enviaseis el cuerpo a mi estudio de…

El maestro no terminó su frase. Giberto, Andrea, Benedetto y yo alcanzamos el corro de curiosos en ese preciso instante. El tuerto marchaba al frente, mudo, con esa mirada que ponen las fieras antes de atacar.

Cuando su único ojo distinguió la túnica blanca de Leonardo junto al cuerpo del hermano Alessandro, palideció.

—¡Ni se os ocurra profanar el cuerpo de un siervo de Santo Domingo, meser Leonardo! —gritó antes de alcanzarlo.

El toscano giró la cabeza hacia donde estábamos. Un segundo después, nos saludaba con una reverencia y nos presentaba sus excusas:

—Lo siento, padre Benedetto. Lamento esta muerte tanto como vos.

El tuerto echó un vistazo al rostro inerte de fray Alessandro, reconociéndolo de inmediato. Parecía impresionado. Aunque seguro que no lo estaba tanto como yo. Palpé atónito sus manos frías y rígidas, incapaz de creer que estuviera muerto. ¿Y qué pensar de Leonardo? ¿Qué hacía allí el maestro pintor, mostrando tanta preocupación por el bibliotecario? ¿No era ésa la confirmación definitiva de que fray Alessandro y él habían mantenido una estrecha relación? Me persigné jurándome aclarar el asunto, al tiempo que el toscano murmuró su pésame:

—Que el Señor lo acoja en su gloria —dijo.

—¿Y qué más os da? —Fray Benedetto, furioso, increpó al gigante con brío—: ¡Al fin y al cabo, no fue más que un tonto útil para vos, maestro! Admitidlo ahora, cuando aún lo tenéis de cuerpo presente.

—Siempre lo subestimasteis, padre.

—No tanto como vos.

Un respingo amenazó la fortaleza del maestro.

—Además —prosiguió Benedetto—, me sorprende que emitáis un juicio tan prematuro sobre su muerte. Es impropio de la rama que tenéis. Nuestro bibliotecario amaba la vida, ¿por qué habría de quitársela?

Aguardé la respuesta del toscano, pero no abrió la boca. Quizá intuyó el juego del tuerto. Los frailes de Santa Maria tratarían de convencer a la policía de que nuestro hermano había caído en una emboscada.

Aceptar la hipótesis del suicidio sería deshonrarlo, y además haría inviable sepultarlo en suelo sagrado.

Con cuidado, descolgamos al cadáver de su improvisado cadalso. El bibliotecario conservaba aquella curiosa mueca dibujada en el rostro; era un mohín burlón, casi divertido, que contrastaba con su mirada desencajada, llena de terror. El toscano, en un gesto piadoso que nadie esperaba, se acercó a él, le bajó los párpados y le murmuró algo al oído.

—¿También habláis a los muertos, meser Leonardo?

La cabeza de Andrea Rho, a un palmo de la del pintor, rió la ocurrencia.

—Sí, capitán. Ya os dije que éramos buenos amigos.

Y diciendo aquello, agarró la mano del púber de rizos rubios y mirada transparente con el que había llegado, y enfiló sus pasos hacia el callejón de Cuchilleros.

Capítulo 24

Aún no me explico por qué reaccioné así.

Al ver alejarse al maestro Leonardo entre la multitud, recordé el consejo de fray Alessandro: «Quien menos penséis tendrá una solución para vuestro enigma». ¿Y si la solución a la identidad del Agorero la tuviera su mayor enemigo?, pensé. ¿Qué podía perder por consultarle? ¿Acaso debilitaría mi investigación intercambiar un par de frases con aquel gigante de túnica blanca y ojos azules?

Fue entonces cuando decidí intentarlo.

Dejé a fray Benedetto, al hermano Giberto y a Andrea arremangándose los hábitos y recogiendo los restos mortales de fray Alessandro. Me excusé como pude y apreté el paso hacia el mismo callejón por el que se acababa de marchar el maestro. Al torcer la esquina y no verlo, decidí echar a correr cuesta arriba.

—Os tomáis muchas molestias para detener a un pobre artista. —El vozarrón del maestro tronó de repente a mis espaldas. Se había detenido a curiosear en un puesto de verduras y había pasado de largo sin advertir su presencia.

Leonardo y su efebo sonrieron a la vez, estirando sus labios de la misma forma y arrugando sus mismos ojos claros al unísono.

—A ver si lo averiguo —prosiguió el gigante, mientras calibraba unos ajos—: os manda el lacayo del prior, el fraile de un solo ojo, Benedetto, para preguntarme si sé algo más sobre la muerte de vuestro hermano. ¿Me equivoco?

—Erráis, maestro —aclaré, mientras desandaba parte del camino—: No es el padre Benedetto quien me manda, sino mi propia curiosidad.

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