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Authors: Herman Koch

La cena (22 page)

Me fijé en cómo se lo miraba Babette. Al principio con decepción, pero a medida que transcurría la explicación del maître, la decepción se trocó en evidente repugnancia.

—No lo quiero—decidió en cuanto él acabó de hablar.;

—¿Disculpe? —dijo el maître.

—No lo quiero. Haga usted el favor de llevárselo.

Creí que apartaría el platillo, pero se limitó a echarse hacia atrás, apretándose más contra la silla, como para poner la máxima distancia entre el postre fallido y ella.

—Pero es lo que usted ha pedido.

Por primera vez desde que el maître nos había servido los postres, Babette levantó la cabeza y lo miró fijamente.;

—Sé lo que he pedido, pero ya no lo quiero. Quiero que se lo lleve de vuelta a la cocina.

Vi cómo Serge manoseaba la servilleta, se llevaba un extremo a una mancha imaginaria en la comisura de los labios y se la limpiaba mientras intentaba captar la mirada de su mujer. Serge había pedido de postre una dame blanche, un helado de vainilla con salsa de chocolate. Tal vez se sintiera avergonzado por el comportamiento de Babette, aunque lo más probable era que no pudiese soportar más demoras. Tenía que empezar su postre en aquel mismo instante. Mi hermano elegía siempre los postres más vulgares de la carta: helado de vainilla con nata, crêpe con almíbar, cosas así. Más de una vez pensé que quizá se debiera a su índice de glucemia, el mismo índice de glucemia que hacía su aparición en el lugar más aislado y en el momento más intempestivo. Pero también se debía a su falta total de imaginación. En ese sentido, la dame blanche estaba en la línea del turnedó. Me había sorprendido mucho hallar un postre tan poco sofisticado en la carta.

—En ningún sitio probará moras tan deliciosas —dijo el maître.

Joder, tío, llévate el plato de una vez y lárgate, dije en silencio. Otra vez a vueltas con lo mismo. En cualquier lugar en que sirvan comida, o, mejor dicho, en cualquier restaurante adulto de Europa, exceptuando Holanda, los camareros y los maîtres jamás discuten y se rigen por un único lema: «El cliente siempre tiene la razón.» Es indudable que en todas partes hay clientes pelmas, gentuza consentida que hace preguntas sobre todos y cada uno de los platos de la carta sin mostrar el menor empacho por sus nulos conocimientos culinarios. ¿Cuál es la diferencia entre unos tagliatelli y unos espaguetis?, preguntan tan campantes. Con tipos así, el camarero está en todo su derecho de soltarles un puñetazo en sus bocas preguntonas y consentidas, dirigiendo los nudillos contra los dientes superiores para rompérselos de raíz. La ley debería contemplar la posibilidad de que el personal de servicio alegase legítima defensa. Pero generalmente sucede al revés. La gente no se atreve a nada. Murmuran mil veces «le ruego que me perdone» para pedir un salero. Judías verdes parduscas con sabor a regaliz, carne estofada llena de tendones duros y cartílagos sueltos, un bocadillo de pan viejo con manchas verdosas en el queso, el comensal de un restaurante holandés lo mastica todo en silencio y después se lo traga. Y si el camarero le pregunta si ha comido bien, se pasa la punta de la lengua por los restos de carne y moho que se le han quedado adheridos a los dientes y luego asiente con la cabeza.

Volvíamos a estar sentados como al principio: Babette a mi izquierda, frente a Serge, y Claire delante de mí. Sólo tenía que levantar los ojos del plato para verla. Claire me devolvió la mirada y enarcó las cejas.

—Bueno, no tiene importancia —dijo Serge—. Ya me ocuparé yo de ésas moras.—Se pasó la mano por la barriga y sonrió, primero al maître y después a su mujer.

Se produjo todo un segundo de silencio. Un segundo durante el cual yo bajé de nuevo la vista; me pareció mejor no mirar a nadie, y por eso miré mi plato, para ser exactos miré los tres trocitos de queso que seguían esperando intactos. El meñique del maître se había detenido en cada uno de ellos y yo había oído el nombre correspondiente sin retener absolutamente nada. El platito era dos tallas más pequeño que los platos en que nos habían servido los entrantes y el segundo plato; sin embargo, también esta vez el vacío era lo que más llamaba la atención. Para aparentar más de lo que eran, las tres porciones de queso habían sido dispuestas con las puntas hacia el medio.

Había pedido queso porque nunca me han gustado los postres dulces, ni siquiera de niño; pero mientras miraba el plato —sobre todo la parte vacía— me sobrevino el cansancio que ya llevaba toda la noche intentando sacudirme de encima.

Lo que más deseaba en ese momento era volver a casa. Con Claire, o quizá incluso solo. Sí, hubiera dado una fortuna por poder estar en casa y dejarme caer en el sofá. En posición horizontal pienso mejor; podría repasar los acontecimientos de la noche, poner las ideas en orden, como suele decirse.

—¡Tú no te metas en esto! —le replicó Babette a Serge—. Quizá habrá que llamar a Tonio si tan complicado es pedir otro postre.

Tonio era el hombre del suéter blanco de cuello vuelto, deduje, el dueño del restaurante que había salido a darles la bienvenida personalmente porque se alegraba de contar a los Lohman entre sus clientes.

—Eso no será necesario —se apresuró a decir el maître—. Yo mismo hablaré con Tonio y estoy convencido de que la cocina le ofrecerá otro postre.

—Querida... —dijo Serge, pero se ve que no supo qué más decirle, porque se limitó a sonreír de nuevo al maître y hacer un gesto de impotencia levantando las manos con las palmas hacia arriba, como queriendo decir: ¡Mujeres! ¡A veces no hay quien las entienda!

—¿Por qué pones esa sonrisa estúpida? —preguntó Babette.

Serge dejó caer las manos y se volvió hacia su mujer; había algo suplicante en su mirada.

—Querida...

También Michel aborrecía los postres dulces, pensé. Cuando de pequeño los camareros de los restaurantes intentaban camelarlo con un helado o una piruleta, él negaba con la cabeza vehementemente. Nosotros le dejábamos pedir todos los postres que quisiera, así que no lo hacía por educación. Era hereditario. Sí, no había otra palabra para explicarlo. Si existía la herencia, si había algo hereditario, era nuestra común aversión a los postres dulces.

Al final, el maître cogió el platillo de moras de la mesa.;

—Ahora mismo vuelvo —farfulló, y desapareció rápidamente.

—Pero bueno, ¡será imbécil! —exclamó Babette frotando vigorosamente el mantel, justo en el sitio donde había estado su postre, como si quisiera borrar el rastro que pudiesen haber dejado las moras.

—Babette, por favor —le suplicó Serge, pero esa vez su voz también denotaba enfado.

—¿Has visto qué cara ha puesto? —siguió Babette, tocándole la mano a Claire por encima de la mesa—. ¿Has visto cómo ha cedido en cuanto ha oído el nombre del jefe? ¡Su jefe!, ja!

Claire también rió, pero con desgana.

—¡Babette, por favor! —insistió Serge—. No puedes hacer algo así. Venimos aquí a menudo, y nunca...

—Ah, ¿es eso lo que temes? —lo interrumpió ella—. ¿Que la próxima vez no consigas una mesa?

Serge me miró, pero lo esquivé rápidamente. ¿Hasta qué punto podía hablar mi hermano de herencia? Podía respecto a sus propios hijos, los de su carne y su sangre. Pero ¿y Beau? ¿Hasta qué punto cabía admitir, llegado el momento, que había heredado cosas de otros? ¿De los padres biológicos que había dejado en África? ¿Hasta qué punto podía mi hermano desentenderse de los actos de su hijo adoptado?

—No temo nada —repuso—. Es sólo que me parece muy desagradable que le hables a alguien a gritos. Ésa es precisamente la clase de personas que nunca hemos querido ser. Ese hombre se limita a hacer su trabajo.

—¿Quién ha empezado a subir el tono? —protestó Babette—. ¿Eh? ¿Quién ha empezado? —Su voz iba aumentando de volumen.

Miré alrededor, a las mesas más próximas: todas las cabezas estaban vueltas en nuestra dirección. Sin duda, aquello era tremendamente interesante: una mujer levantando la voz en la mesa de nuestro futuro primer ministro.

También Serge parecía consciente del peligro potencial. Se echó hacia delante.

—Babette, por favor. Olvidemos el asunto. Ya hablaremos de esto en otro momento.

En todas las discusiones familiares —también en las peleas o en las guerras— llega un punto en que una de las partes, o las dos, recula para evitar que la situación vaya a más. Aquél era el momento. Me pregunté qué prefería yo. Como familiares suyos y compañeros de mesa, nuestra misión era calmar los ánimos y pronunciar palabras conciliadoras para que ambas partes acercaran posiciones.

Pero ¿era eso lo que yo quería verdaderamente? ¿Lo que los dos queríamos? Miré a Claire y, en ese preciso instante, ella hizo lo propio. En los labios le bailaba un amago de algo que un desconocido jamás habría identificado como una sonrisa, pero que sí lo era. Se ocultaba en el temblor apenas perceptible de las comisuras. Yo conocía aquel temblor invisible mejor que nadie y sabía lo que significaba: tampoco ella sentía el menor impulso de interceder. Como yo. No haríamos nada para separar a los contendientes. Al contrario. Haríamos todo lo posible para que la escalada se disparase. Porque en ese momento era lo que más nos convenía.

Le guiñé un ojo a mi esposa y ella me correspondió.;

—Babette, por favor...

Esta vez no fue Serge quien lo dijo sino la propia Babette, imitándolo con un tono afectado, como el del niño lloroso que no para de dar la lata porque quiere un helado. No tenía motivo para dar la lata, me dije, mirando la dame blanche de Serge: aquel niño ya tenía su helado. Estuve a punto de soltar una carcajada y Claire debió de notarlo, porque negó con la cabeza mientras volvía a guiñarme un ojo. ¡Ni se te ocurra reírte ahora!, decía su mirada. Lo echarías todo a perder. Nos convertiríamos en el pararrayos y la discusión pasaría de largo.

—¡Eres un cobarde! —le espetó Babette—. Deberías ponerte de mi parte en vez de pensar sólo en tu imagen, en cómo se lo tomarán los demás. Qué dirá la gente si se entera de que el postre que le han servido a tu mujer le parece asqueroso. Qué pensará tu amiguito. ¡Tonio! ¡Porque Ton o Anton debe de ser demasiado corriente! Seguro que suena demasiado a col y a sopa de guisantes. —Arrojó la servilleta sobre la mesa con demasiado ímpetu y derribó una copa—. No quiero volver a este sitio nunca más.

Ya no gritaba, pero su voz llegaba como mínimo cuatro mesas más allá. La gente había dejado los cubiertos sobre la mesa y nos miraban con mayor descaro. Hay que admitir que era prácticamente imposible no mirar.

—Quiero irme a casa —dijo mi cuñada bajando el tono casi a un volumen normal.

—Babette —terció Claire, y alargó la mano hasta la de ella—. Querida...

Claire había sido muy oportuna. Sonreí mirando a mi esposa con admiración. El vino tinto se había extendido por el mantel y la mayor parte había fluido hacia Serge.

Mi hermano medio se levantó, creí que por temor a que el vino se le derramara en los pantalones, pero retiró la silla y se puso en pie.

—Ya no puedo más —soltó.

Los tres lo miramos. Cogió la servilleta que tenía en el regazo y la dejó sobre la mesa. Me fijé en que la dame blanche empezaba a derretirse, un hilillo de vainilla se había deslizado por el borde hasta el pie de la copa (¿el vaso?, ¿el cubilete?, ¿cómo se llama eso en el caso de la dame blanche?).;

—Salgo fuera un momento. —Se alejó un paso de la mesa y volvió a acercarse—. Lo lamento —dijo, mirando a Claire y después a mí—. Lamento que las cosas hayan salido de esta manera. Espero que cuando vuelva podamos hablar con más calma de lo que tenemos que hablar.

Supuse que Babette le gritaría algo como: «¡Sí, eso es, vete! ¡Vete de aquí! ¡Así es muy fácil!», pero se abstuvo, lo que lamenté de veras. Hubiera completado el escándalo: un conocido político sale cabizbajo del restaurante mientras su mujer le grita que es un cabrón o un cobarde. Aunque no lo publicasen en los periódicos, la historia se extendería como una mancha de aceite, iría de boca en boca, decenas, centenares, quién sabe, quizá miles de potenciales votantes sabrían que Serge Lohman, un tipo corriente, también tenía problemas matrimoniales. Como todo el mundo. Como nosotros.

Quién sabe si el hecho de que trascendiera su pelea matrimonial acabaría costándole votos, pensé, o por el contrario le haría ganar unos cuantos. Quizá una discusión de pareja lo hiciese más humano, un matrimonio desdichado podría acercarlo más a los electores. Miré la dame blanche. Un segundo hilillo había resbalado por el pie de la copa hasta alcanzar el mantel.

—La Tierra se calienta —dije, señalando el postre de mi hermano, porque me pareció oportuno soltar alguna ocurrencia graciosa—. ¿Lo ves?, no son sandeces que se han puesto de moda, es la pura verdad.

—Paul…

Claire me miró y luego dirigió los ojos hacia Babette, y entonces, al seguir la mirada de mi esposa, me di cuenta de que Babette estaba llorando: al principio quedamente, sólo se advertían los estremecimientos de su cuerpo, pero al poco empezaron a oírse los primeros sollozos.

La gente de las mesas vecinas dejó de comer de nuevo. Un hombre con una camisa roja se inclinó hacia una señora algo mayor (¿su madre tal vez?) sentada frente a él y le susurró algo: No te des la vuelta ahora, pero esa mujer está llorando —o algo parecido—, la mujer de Serge Lohman...

Mientras tanto, Serge aún no se había ido. Seguía allí, con las manos apoyadas en el respaldo de la silla, como si no acabase de decidir si debía cumplir lo dicho ahora que su esposa era presa del llanto.

—Serge, siéntate —dijo Claire sin mirarlo, sin levantar siquiera la cabeza—. Paul. —Me cogió la mano y tiró de ella.

Tardé unos instantes en comprender lo que quería. Debía levantarme. Quería cambiarme el sitio para sentarse al lado de Babette.

Nos levantamos a la vez. Mientras pasábamos el uno junto al otro, Claire volvió a agarrarme la mano, me apretó la muñeca con fuerza y me dio un tirón. Nuestras caras estaban a menos de diez centímetros la una de la otra. Apenas soy más alto que mi mujer, a poco que me inclinase podría haber hundido el rostro en su cabello, algo que en esos momentos necesitaba con urgencia.

—Tenemos un problema —musitó.

No le contesté, me limité a asentir fugazmente con la cabeza.

—Con tu hermano —añadió.

Esperé por si me decía algo más, pero al parecer llevábamos demasiado tiempo de pie junto a la mesa; Claire siguió adelante y se dejó caer en mi silla, al lado de la llorosa Babette.

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