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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (34 page)

BOOK: La canción de Troya
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A Paris le insistían constantemente para que me castigase; su madre, en particular, lo atormentaba en todo momento. Pero siempre que trataba de amonestarme o me rogaba que fuese más amable me reía de él y le recitaba una letanía de las ofensas que las demás me infligían. Todo ello significaba que cada vez veía menos a mi marido.

Al llegar el invierno el desasosiego comenzó a dominar a la corte troyana. Se rumoreaba que los griegos se habían marchado de la playa, que hacían incursiones arriba y abajo de Asia Menor para atacar y destruir ciudades y pueblos. Sin embargo, cuando enviaron destacamentos armados hasta los dientes para examinar la playa encontraron al enemigo muy presente, dispuesto al enfrentamiento y a la lucha. Aun así, a medida que avanzaba la estación, llegaron noticias fidedignas de los ataques que realizaban. Uno tras otro, los aliados de Príamo despacharon comunicados acerca de que ya no podían cumplir sus promesas de enviar ejércitos en primavera porque sus propios países se veían amenazados. Tarses, de Cilicia, fue pasto de las llamas; su gente, exterminada o vendida como esclavos; los campos y los pastos, incendiados en cincuenta leguas a la redonda; el grano, arrebatado y cargado en naves griegas; el ganado, sacrificado y ahumado en sus propias instalaciones para alimento de los griegos; los santuarios, despojados de sus tesoros, y el palacio del rey Eetión, saqueado. Misia fue la siguiente en sufrir el ataque griego. Lesbos envió ayuda a Misia y fue atacada a su vez. Thermi fue arrasada hasta sus cimientos; los lesbianos se lamieron sus heridas y se preguntaron si sería político recordar la parte griega de sus antepasados y declararse a favor de Agamenón. Cuando Priene y Mileto sucumbieron en Caria, cundió el pánico. Incluso Sarpedón y Glauco, los dobles soberanos, se vieron obligados a permanecer en su reino de Licia.

En cuanto se producía cada ataque recibíamos la noticia de la forma más original. El mensaje corría a cargo de un heraldo griego que se plantaba ante la puerta Escea y transmitía al capitán de la torre de vigilancia occidental la información destinada a Príamo. El hombre enumeraba las ciudades saqueadas, el número de los ciudadanos muertos y de las mujeres y niños vendidos como esclavos, el valor de los despojos y las medidas de grano. E invariablemente concluía su mensaje con las mismas palabras:

—¡Di a Príamo, rey de Troya, que me envía Aquiles, hijo de Peleo!

A los troyanos llegó a horrorizarlos la mención de aquel nombre: Aquiles. Al inicio de la primavera Príamo tuvo que soportar en silencio la presencia del campamento griego, porque no llegó ninguna fuerza aliada para aumentar sus efectivos, ni dinero para contratar mercenarios hititas, asirios o babilonios. El dinero troyano debía ser cuidadosamente conservado, pues entonces eran los griegos quienes recaudaban impuestos en el Helesponto.

En los salones troyanos y en los corazones de los ciudadanos comenzó a infiltrarse cierta pesadumbre. Y como yo era la única griega de la Ciudadela, todos, desde Príamo hasta Hécuba, me preguntaban quién era el tal Aquiles. Les dije cuanto podía recordar, pero al explicarles que era poco más que un muchacho, aunque de rancia estirpe, dudaron de mí.

A medida que transcurría el tiempo crecía el temor hacia Aquiles; la simple mención de su nombre hacía palidecer a Príamo. Sólo Héctor no daba muestras de sentirlo. Ardía en deseos de encontrarse con él, se le encendían los ojos y se llevaba instintivamente la mano a la daga cada vez que el heraldo griego se presentaba ante la puerta Escea. En realidad, enfrentarse a Aquiles se convirtió en tal obsesión para él que se aficionó a efectuar ofrendas ante todos los altares, rogando a los dioses que le dieran la oportunidad de acabar con su enemigo.

Cuando acudió a interrogarme se negó a dar crédito a mis respuestas.

En el otoño del segundo año Héctor perdió la paciencia y rogó a su padre que le permitiera salir al exterior con todo el ejército troyano.

Príamo lo miró como si su heredero se hubiera vuelto loco.

—No, Héctor —respondió.

—Señor, nuestras investigaciones han revelado que los griegos han dejado en la playa menos de la mitad de sus fuerzas. ¡Podemos vencerlos! ¡Y lo haremos! ¡El ejército de Aquiles tendrá que regresar a Troya y entonces acabaremos con él!

—O él con nosotros.

—¡Los superamos en número, señor! —exclamó Héctor.

—No me lo creo.

Héctor apretó los puños y siguió buscando nuevas razones para convencer al aterrado anciano de que estaba en lo cierto.

—Entonces déjame recurrir a Eneas de Lirneso, señor. Sumando los dárdanos a nuestras reservas superaremos numéricamente a Agamenón.

—Eneas no está dispuesto a implicarse en nuestros problemas.

—A mí me escuchará, padre.

Príamo se levantó indignado.

—¿Autorizar a mi hijo, el heredero, a que suplique a los dárdanos? ¿Te has vuelto loco, Héctor? ¡Preferiría morir que inclinarme y humillarme ante Eneas!

En aquel momento acerté a ver a Eneas. Acababa de entrar en la sala del trono pero había oído gran parte de la discusión que ambos sostenían ante el estrado. Tenía los labios tensos y paseaba su mirada de Héctor a Príamo sin dejar entrever sus pensamientos. Antes de que alguien importante advirtiera su presencia —yo no lo era— dio media vuelta y se marchó.

—Señor, no puedes esperar que permanezcamos eternamente dentro de nuestras murallas —exclamó Héctor, desesperado—. Los griegos se proponen reducir a cenizas a nuestros aliados. Nuestra riqueza está mermando porque nuestros ingresos desaparecen y abastecernos nos cuesta cada vez más. Si no me permites sacar al ejército, por lo menos déjame dirigir grupos de asalto para coger desprevenidos a los griegos, hostigar sus partidas de caza y obligarlos a interrumpir sus insolentes expediciones ante nuestras murallas para insultarnos.

Príamo vacilaba. Apoyó la barbilla en la mano y permaneció largo rato pensativo. Por último dijo suspirando:

—Bien. Ve a ejercitar a los hombres. Si logras convencerme de que no es un plan temerario, puedes llevarlo a cabo.

—No te defraudaré, señor —repuso Héctor, radiante.

—Eso espero —dijo Príamo, fatigado. En la sala del trono alguien se echó a reír. Me volví en redondo sorprendida. Pensé que Paris estaba de nuevo ausente, pero se encontraba allí, riendo a mandíbula batiente. A Héctor se le ensombreció el rostro. Bajó del estrado y se abrió paso entre la multitud.

—¿Qué es eso tan divertido, Paris?

Mi marido se serenó un tanto y pasó un brazo por los hombros de su hermano.

—¿Cómo es posible que armes tanto alboroto por pelearte cuando tienes una esposa tan encantadora en el hogar? ¿Cómo es que prefieres la guerra a las mujeres?

—Porque soy un hombre, Paris —repuso Héctor pausadamente—, no un muchachito lindo.

Me quedé petrificada, mi marido no sólo era un necio sino también un cobarde. ¡Oh, qué humillación! Consciente de las miradas despectivas de la gente, salí de la estancia.

Paris y yo éramos dos hermosos necios. Había renunciado a mi trono, a mi libertad y a mis hijos —¿por qué apenas los echaba de menos?— para vivir en una prisión con un lindo necio que también era un cobarde. ¿Por qué echaba tan poco de menos a mis hijos? La respuesta era evidente. Porque pertenecían a Menelao y, en aquellos momentos, en algún lugar de mi mente, debía arrinconar a Menelao, a mis hijos y a Paris en un mismo y desagradable montón. ¿Había peor destino para una mujer que saber que en su vida nadie era digno de ella?

Como necesitaba aire fresco, salí al patio bajo mis aposentos y allí paseé arriba y abajo hasta apaciguar mi pena. Luego me volví rápidamente y tropecé con un hombre que venía por el lado opuesto. Ambos extendimos las manos de manera instintiva, él me asió por los brazos un momento y me miró el rostro con curiosidad mientras desaparecían de sus negros ojos las últimas huellas de su propia ira.

—Tú debes de ser Helena —dijo.

—Y tú eres Eneas.

—Sí.

—No sueles venir por Troya —dije muy satisfecha al verlo.

—¿Conoces alguna razón por la que debería venir?

Puesto que era inútil disimular, repuse sonriente:

—No.

—Me agrada tu sonrisa, pero estás enojada —dijo—. ¿Por qué?

—Es asunto mío.

—Te has enfadado con Paris, ¿no es eso?

—En absoluto —repuse negando con la cabeza—. Enfadarse con Paris es tan difícil como asir mercurio.

—Cierto.

Después de lo cual me acarició el seno izquierdo.

—Una moda interesante llevarlos descubiertos. Pero eso enciende a los hombres, Helena.

Bajé los párpados y le sonreí.

—Es agradable saberlo —respondí en voz baja.

Esperando recibir un beso, me incliné hacia él con los ojos aún cerrados. Pero al no sentir nada los abrí y descubrí que se había marchado.

El aburrimiento era cosa pasada, y acudí a la siguiente asamblea con el propósito de seducir a Eneas, que no estaba presente. Al preguntarle a Héctor con despreocupación dónde se encontraba su primo de Dardania, me dijo que Eneas había cargado sus caballos durante la noche y había regresado a su patria.

Capítulo Diecisiete
(Narrado por Patroclo)

L
os estados de Asia Menor curaron sus heridas sombríamente acurrucados contras las vastas montañas que pertenecían a los hititas. Temían acercarse a Troya y agruparse en cualquier otro lugar porque no imaginaban dónde atacaríamos los griegos seguidamente. En realidad, los derrotamos incluso antes de emprender nuestra primera campaña, pues contábamos con todas las ventajas. Navegábamos por la costa a prudente distancia para no ser detectados desde tierra, con mayor movilidad de la que ellos podían permitirse porque, en aquel país de valles fluviales entre accidentadas cordilleras, no disponían de caminos fáciles entre sus diversos focos de colonización. Las naciones de Asia Menor se comunicaban por mar, un medio que nosotros dominábamos.

Durante el primer año interceptamos muchas naves que transportaban armas y alimentos para Troya, pero los convoyes se interrumpieron al comprender que, en lugar de beneficiar a Troya, los griegos nos aprovechábamos de ellos. Éramos demasiados para ellos, ninguna de las ciudades que salpicaban aquella extensísima costa podía aspirar a ofrecer suficiente resistencia para derrotarnos en combate ni sus muros bastaban para impedirnos el paso. Por consiguiente, saqueamos diez ciudades en dos años, desde mucho más allá de Rodas hasta Tarses, en Cilicia, y tan próximas a Troya como Misia y Lesbos.

Cuando costeábamos los mares, Fénix siempre cedía el cargo de la línea de suministro establecida entre Aso y Troya a su lugarteniente y zarpaba con nosotros al mando de doscientas naves vacías para almacenar el botín. Sus ventrudos cascos se hundían profundamente en el agua cuando izábamos nuestras velas, libres del humo de alguna ciudad incendiada y atestadas de despojos nuestras embarcaciones guerreras.

Aquiles se mostraba implacable. Eran pocos los que quedaban para concitar futuras resistencias. Aquellos que no podían ser destinados a la esclavitud ni vendidos a Egipto y Babilonia eran exterminados: ancianas decrépitas y hombres marchitos carentes de utilidad. El nombre de Aquiles era odiado a lo largo de aquellas costas y yo era incapaz de condenarlos por execrarlo.

Cuando entramos en el tercer año, Aso se agitó y renació lentamente a la vida. La nieve se derretía, los árboles echaban brotes. No había peleas ni diferencias entre nosotros porque hacía tiempo que habíamos olvidado toda lealtad salvo la que debíamos a Agamenón y al segundo ejército.

En Aso estaban acuartelados sesenta y cinco mil hombres; un núcleo de veinte mil veteranos que nunca regresaban a Troya, treinta mil más que permanecían con nosotros mientras se prolongaba la temporada de la campaña, quince mil comerciantes y toda clase de artífices, algunos de los cuales residían en Aso durante todo el año. Uno de los cabecillas permanentes se hallaba siempre en la guarnición para proteger la ciudad de algún posible ataque de Dardania mientras la flota estaba ausente; incluso Áyax se turnaba en ello aunque Aquiles navegaba constantemente y, como yo no me separaba de él, también navegaba. Era un cabecilla feroz que no concedía cuartel ni escuchaba las súplicas de rendición. En cuanto vestía su armadura era tan frío e implacable como el viento del norte. Nos decía que el objetivo de nuestra existencia era asegurar la supremacía griega y no renunciar a ningún enfrentamiento hasta el día en que las naciones griegas comenzaran a enviar sus excedentes de ciudadanos a colonizar Asia Menor.

Cuando entramos en el puerto de Aso tras una última campaña invernal en Licia (Aquiles parecía tener un pacto con los dioses marinos porque navegábamos con tanta seguridad en verano como en invierno), Áyax nos aguardaba en la playa para darnos la bienvenida y nos saludaba alegremente con las manos para indicar que no habían sido amenazados durante nuestra ausencia y que estaba ansioso por volver a la lucha. La primavera había llegado en su plenitud: la hierba nos llegaba hasta los tobillos, flores tempranas salpicaban los campos, los caballos saltaban y retozaban en las praderas y el aire era tan suave y embriagador como el vino. Nos llenamos los pulmones con el aroma del hogar y saltamos sobre los guijarros.

Entonces nos separamos para reunirnos más tarde. Áyax se alejó con Áyax el Pequeño y con Teucro, pasándoles los brazos por los hombros, mientras Meriones marchaba al frente haciendo gala de su superioridad cretense. Yo paseaba con Aquiles encantado de hallarme de regreso en Aso. Las mujeres se habían afanado durante nuestra ausencia: retoños de tenue verdor en el huerto prometían verduras y hierbas para los guisos, y guirnaldas floridas para nuestras cabezas. Era un lugar hermoso Aso, en nada se asemejaba al austero campamento bélico construido por Agamenón en Troya. Los barracones estaban diseminados al azar entre bosquecillos y las calles se extendían como en una ciudad normal. Por otra parte, estábamos seguros. Nos rodeaba un muro, una empalizada y una zanja de veinte codos de altura, fuertemente custodiada incluso en las lunas más frías del invierno. No porque Dardania, nuestro enemigo más próximo, pareciera interesada en atacarnos; se rumoreaba que su rey Anquises andaba constantemente a la greña con Príamo.

En el campamento había mujeres por doquier, algunas en avanzado estado de gestación, y durante el invierno se habían producido una avalancha de nacimientos. Ver a los niños y a sus madres me complacía porque mitigaban el dolor de la guerra, el vacío de matar.

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