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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

La cabeza de un hombre (11 page)

BOOK: La cabeza de un hombre
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Las acompañaba un joven de aspecto escandinavo que debía de contarles historias muy divertidas, porque ellas no paraban de reír.

—Mistress Crosby —dijo el comisario inclinándose.

Ella lo miró como a un bicho raro, y después se volvió hacia sus contertulios con el aire asombrado de quien no espera ser molestado.

—Dígame.

—¿Le importaría concederme un minuto? Tengo que hablar con usted a solas.

—¿Ahora? Pero ¿qué…? —Vio a Maigret tan serio que se levantó y buscó a su alrededor un lugar tranquilo—. Vayamos al bar. A estas horas no hay nadie.

En efecto, el bar estaba desierto. Los dos permanecieron de pie.

—¿Sabía usted que su marido iba a ir esta tarde a Saint-Cloud?

—No entiendo lo que quiere decir. Es libre de…

—Le pregunto si le comentó que pensaba visitar la mansión.

—No.

—¿Alguno de los dos ha estado allí después de la muerte de…?

Ella movió la cabeza negativamente.

—¡Jamás! Es demasiado triste.

—Su marido, hoy, ha ido solo.

Ella comenzó a inquietarse, y miraba al comisario a los ojos con impaciencia.

—¿Y qué?

—Ha sufrido un accidente.

—Con el coche, ¿verdad? Habría apostado que…

Edna se acercó a curiosear, con la excusa de buscar su bolso olvidado en algún lugar.

—No, señora. Su marido ha intentado poner fin a sus días.

Los ojos de la joven se llenaron de asombro y de duda. Por un instante, pareció a punto de soltar una carcajada.

—¿William?

—Se ha disparado un tiro en la…

Las manos calenturientas de Mistress Crosby agarraron bruscamente las muñecas de Maigret mientras le lanzaba vehementes preguntas en inglés.

Luego, de repente, ella se estremeció con violencia, soltó al comisario y retrocedió un paso.

—Me veo obligado, señora, a comunicarle que su marido ha muerto, hace dos horas, en la mansión de Saint-Cloud.

Ella ya no volvió a mirarlo. Cruzó el salón de té a grandes zancadas, sin mirar una sola vez a Edna ni al joven escandinavo, entró en el vestíbulo y, sin guantes ni sombrero, salió a la calle.

El portero le preguntó:

—¿Un coche?

Pero ya se había metido en un taxi y ordenaba al taxista:

—A Saint-Cloud. ¡Rápido!

Maigret decidió no seguirla; recogió su abrigo en el guardarropa, salió del hotel y saltó sobre la plataforma de un autobús que se dirigía al centro.

—¿Alguna llamada? —preguntó deteniéndose ante el ordenanza.

—Sí, aproximadamente a las dos. Hay una nota en su despacho.

La nota decía:

«Llamada del inspector Janvier al comisario Maigret.

»Prueba en el sastre. Almuerzo restaurante Boulevard Montparnasse. A las dos, Radek toma café en La Coupole. Telefonea dos veces».

¿Y a partir de las dos de la tarde?

Maigret se arrellanó en su sillón, no sin antes cerrar con llave la puerta de su despacho. Se sintió muy asombrado al despertarse, de repente, cuando su reloj marcaba las diez y media.

—¿No me han llamado por teléfono?

—¿Estaba usted ahí? ¡Creí que había salido! El juez Coméliau lo ha llamado dos veces.

—¿Y Janvier?

—No.

Media hora después, Maigret entraba en el bar de La Coupole, donde buscó inútilmente a Radek y al inspector. Llamó al
barman
.

—¿Ha vuelto el checo?

—Ha pasado la tarde aquí, en compañía de su amigo. Ya sabe, el joven con impermeable.

—¿En la misma mesa?

—¡Sí, en ese rincón, mire! Cada uno se tomó por lo menos cuatro whiskys.

—¿Cuándo se fueron?

—Primero cenaron en la cervecería.

—¿Juntos?

—Juntos. Salieron alrededor de las diez.

—¿Sabe adonde han ido?

—Pregúnteselo al empleado que les pidió el taxi.

El hombre lo recordaba.

—¡Mire! Tomaron ese taxi azul, que acostumbra a estacionar aquí, cerca de La Coupole. No deben de haber ido muy lejos, porque el taxi ya ha vuelto.

El taxista le contó al instante siguiente:

—¿Los dos clientes? Los he llevado al Pélican, en la Rue des Ecoles.

—Vamos allí.

Maigret entró en el Pélican muy malhumorado, y se enfadó con un empleado y después con un camarero que insistía en conducirlo a la sala grande.

En el bar, entre el bullicio de mujeres y juerguistas, encontró a los dos hombres que buscaba: los descubrió en una esquina de la barra, encaramados en unos elevados taburetes.

Sólo necesitó una mirada para descubrir que Janvier tenía los ojos brillantes y la tez muy colorada.

Radek, en cambio, estaba más bien sombrío y contemplaba su vaso.

Maigret se acercó sin titubear, mientras el inspector, manifiestamente borracho, le hacía unos signos que querían decir: «¡Todo va bien! ¡Déjeme hacer! Ocúltese».

El comisario se plantó ante los dos hombres. El checo, con la voz pastosa, murmuró:

—¡Vaya! ¿Usted otra vez?

Janvier seguía gesticulando de una manera que a él debía de parecerle muy discreta y elocuente.

—¿Qué quiere tomar, comisario?

—Dígame, Radek…


Barman
, lo mismo para el caballero. —Y el checo engulló la mixtura que tenía delante de él y suspiró—: ¡Le escucho! ¿Tú también le escuchas, verdad, Janvier? —al tiempo que propinaba al inspector una palmada en la espalda.

—¿Hace mucho que no ha ido a Saint-Cloud? —preguntó lentamente Maigret.

—¿Yo? ¡Ja, ja! ¡Qué bromista!

—¿Sabe que hay un cadáver más?

—Buen negocio para los sepultureros. A su salud, comisario.

No hacía teatro. Estaba borracho, sin duda menos que Janvier, pero lo suficiente para que los ojos se le salieran de las órbitas y para tener que apoyarse en la barra.

—¿Quién es el afortunado?

—William Crosby.

Durante unos segundos Radek pareció luchar contra su borrachera, como si de súbito se hubiera percatado de la gravedad de ese momento.

Después, echándose hacia atrás, soltó una carcajada mientras indicaba al
barman
que les llenara las copas.

—Entonces, lo siento por usted.

—¿Qué quiere decir?

—¡Que no entiende nada, amigo mío! ¡Ahora menos que nunca! Ya se lo advertí desde un principio. Y, ahora, deje que le proponga algo bueno. Janvier y yo ya estamos de acuerdo. Su consigna es vigilarme y seguirme. ¡Y a mí eso me da igual! Sólo que, en lugar de caminar estúpidamente el uno tras el otro gastándonos bromas, me parece más sensato que nos divirtamos juntos. ¿Ha cenado ya? Pues bien, como nunca se sabe lo que nos depara el mañana, le propongo que nos lo pasemos bien de una vez por todas: aquí hay cantidad de mujeres guapas; cada uno de nosotros tiene que elegir una. Janvier ya ha hecho proposiciones a la morenita de allí. Yo todavía no me he decidido. Claro está, yo corro con los gastos. ¿Qué le parece?

Miró al comisario, que levantó la mirada hacia él. Y Maigret ya no descubrió la menor huella de embriaguez en el rostro de su interlocutor.

De nuevo sus brillantes pupilas, llenas de inteligencia aguda, lo miraban con una sublime ironía, como si a Radek lo invadiera el más intenso de los júbilos.

Al día siguiente

Eran las ocho de la mañana. Maigret, que había abandonado a Radek y a Janvier cuatro horas antes, tomaba un café; entretanto, lentamente, deteniéndose entre frase y frase, escribía con grandes trazos inclinados:

7 de julio - A medianoche, Joseph Heurtin toma cuatro copas en el Pavillon Bleu, de Saint-Cloud, y se le cae al suelo un billete de tren de tercera clase.

A las dos y media, Mistress Henderson y su doncella son asesinadas a cuchilladas; las huellas dejadas por el asesino pertenecen a Heurtin.

A las cuatro, éste regresa a su hotel, en la Rue Monsieur-le-Prince.

8 de julio - Heurtin acude a su trabajo como de costumbre.

9 de julio - Identificado por las huellas de sus zapatos, es detenido en el negocio de su jefe, en la Rue de Sèvres. No niega haber ido a Saint-Cloud. Afirma que no ha asesinado a nadie.

2 de octubre - Joseph Heurtin, que sigue negándolo todo, es condenado a muerte.

15 de octubre - De acuerdo con el plan urdido por la policía, Joseph Heurtin se escapa de la Santé, vaga durante toda la noche a través de París y llega a La Citanguette, donde se acuesta y duerme.

16 de octubre - Los diarios de la mañana anuncian la evasión, sin comentarios.

A las diez, un desconocido, en el bar de La Coupole, escribe una carta dirigida a
Le Sifflet
revelando la complicidad de la policía en el acontecimiento. Este hombre es extranjero, escribe intencionadamente con la mano izquierda y probablemente padece una enfermedad incurable
.

A las seis de la tarde, Heurtin se levanta. El inspector Dufour, que quiere arrebatarle el diario que tiene en la mano, es golpeado con un sifón. Heurtin aprovecha el alboroto, apaga la luz y emprende la huida; el inspector, asustado, dispara un tiro, sin resultado.

17 de octubre - A mediodía, William Crosby, su mujer y Edna Reichberg toman el aperitivo en el bar de La Coupole, del que son clientes habituales. El checo Radek toma un café con leche y yogur en una mesa. Los Crosby y Radek no parecen conocerse.

En el exterior, Heurtin, extenuado y hambriento, espera a alguien.

Los Crosby salen y él no se inmuta.

Heurtin sigue esperando incluso cuando Radek es el único cliente que queda en el bar.

A las cinco, el checo pide caviar, se niega a pagar y sale entre dos gendarmes.

En cuanto desaparece, Heurtin abandona la vigilancia y se dirige a casa de sus padres, en Nandy.

El mismo día, a las nueve de la noche, Crosby cambia en la recepción del Hotel George V un billete de cien dólares y se guarda los fajos de billetes franceses en el bolsillo.

Asiste, en compañía de su esposa, a una velada de beneficencia en el Ritz, regresa alrededor de las tres de la madrugada y ya no abandona su suite.

18 de octubre - En Nandy, Heurtin se esconde en un cobertizo, lugar en el que su madre lo encuentra, silenciando su presencia.

A las nueve, su padre sospecha su presencia, va a verlo y le ordena que se vaya cuando se haga de noche.

A las diez, Heurtin intenta suicidarse ahorcándose en el cobertizo.

En París, alrededor de las siete, el comisario de policía de Montparnasse pone en libertad a Radek. Posteriormente, despista con astucia al inspector Janvier, que lo sigue; se afeita y se cambia de camisa en algún lugar, aunque no lleve un céntimo en el bolsillo.

A las diez, entra ostentosamente en La Coupole, exhibe un billete de mil francos y se sienta.

Poco después, al ver a Maigret, lo llama, lo invita a tomar caviar y, sin que nadie lo incite, habla del caso Henderson y afirma que la policía jamás lo resolverá.

Ahora bien, la policía nunca ha mencionado el nombre de Henderson delante de él.

Espontáneamente, arroja sobre la mesa diez fajos de billetes de cien francos precisando que, como son nuevos, pueden identificarse fácilmente.

William Crosby, de vuelta a su hotel a las tres de la madrugada, todavía no ha abandonado su habitación. Y, sin embargo, los billetes son los mismos que le fueron entregados la víspera por el empleado del Hotel George V a cambio de los dólares.

El inspector Janvier permanece en La Coupole para vigilar a Radek. Después del almuerzo, el checo lo invita a beber y hace dos llamadas telefónicas.

A las cuatro, hay un hombre en la mansión de Saint-Cloud; por otra parte, nadie había entrado en la mansión desde el entierro de Mistress Henderson y de su doncella. Es William Crosby. Está en el primer piso. Oye ruidos de pasos en el jardín. A través de la ventana, sin duda reconoce a Maigret. Se oculta. Escapa a medida que Maigret avanza. Sube al segundo piso. Retrocede de habitación en habitación y, acorralado en una pieza sin salida, abre la ventana, comprueba que no tiene escapatoria y se dispara un tiro en la boca.

Mistress Crosby y Edna Reichberg se hallan en el salón de té del Hotel George V.

Radek invita al inspector Janvier a cenar y después a tomar copas en un local del Barrio Latino.

Cuando Maigret los encuentra, hacia las once de la noche, están borrachos y, hasta las cuatro, Radek se divierte en arrastrar a sus acompañantes de bar en bar, en hacerlos beber y en beber él mismo, mostrándose a veces borracho y otras lúcido, pronunciando frases deliberadamente ambiguas y repitiendo que la policía jamás resolverá el caso Henderson.

A las cuatro, invita a dos mujeres a su mesa. Insiste en que sus acompañantes hagan otro tanto y, como se niegan, se va con ellas a un hotel del Boulevard Saint-Germain.

19 de octubre - A las ocho de la mañana, el empleado de recepción del hotel contesta: «Las dos mujeres siguen en la cama. Su amigo acaba de salir. Ha pagado»».

Maigret se sintió invadido por un cansancio que rara vez había experimentado en el curso de una investigación. Miró vagamente las líneas que acababa de trazar y, sin decir palabra, estrechó la mano de un colega que venía a saludarlo, indicándole con un gesto que lo dejara solo.

Al margen, anotó: «Aclarar en qué empleó el tiempo William Crosby desde las once de la mañana hasta las cuatro de la tarde del día 18 de octubre».

Después, bruscamente, con la mirada obstinada, descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con La Coupole.

—Quisiera saber desde cuándo no ha llegado correspondencia a nombre de Radek.

Al cabo de cinco minutos tenía la respuesta.

—Desde hace por lo menos diez días.

Habló después con el hotel en el que el checo se hospedaba.

—¡Hace más o menos una semana! —le contestaron a la misma pregunta.

Sacó un anuario de comercio, buscó la lista de las oficinas de mensajería y telefoneó a la del Boulevard Raspail.

—¿Tiene usted un abonado llamado Radek?… ¿No? Tal vez haga dirigir su correspondencia a unas iniciales… Aquí, la policía. Escuche, señorita, es un extranjero bastante mal vestido, pelirrojo, con los cabellos muy largos y crespos… ¿Cómo dice? ¿Las iniciales M.V.? ¿Cuándo recibió una carta por última vez?… Sí, infórmese, por favor. La espero. No corte, por favor.

Llamaron a la puerta. Gritó, sin volverse:

—¡Adelante!

—Sí… ¿Cómo dice? ¿Ayer por la mañana, a eso de las nueve?… ¿La carta llegó por correo? Gracias… ¡Perdón, un momento! Era bastante voluminosa, ¿verdad?, como si contuviera un fajo de billetes de banco.

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