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Authors: A. M. Dean

Tags: #Intriga, #Aventuras

La biblioteca perdida (44 page)

«Cálmate. Esto no es una carrera —se reprendió a sí misma—. No tienes que empezar a teclear lo primero que se te pase por la cabeza».

Retiró las manos del teclado, entrelazó los dedos, hizo chasquear los nudillos y se acomodó mejor en la dura silla de madera.

«Debes abordar esto como alguien que sabe lo que busca».

Y por segunda vez en aquella mañana una única frase sirvió para evocar un recuerdo de lo más potente. El primer pensamiento sobre catálogos electrónicos le había hecho evocar su encuentro con Arno Holmstrand entre las estanterías de la biblioteca de Minnesota, y el enfado que sentía consigo misma le llevaba a evocar otro encuentro imborrable con el viejo profesor. Hacía cuatro días, mientras la llevaban en coche desde el aeropuerto de Heathrow a Oxford, se había venido a decir que la excentricidad y la extravagancia eran características de los académicos distinguidos. Emily se puso a darle vueltas a esa perspectiva.

«Di las cosas tres veces —había pontificado Holmstrand cada vez que se comentaba su tendencia a reiterar los argumentos—. La gente sabe qué quieres decir si repites algo tres veces. Una podría ser un accidente; dos, una coincidencia, pero si un hombre dice algo hasta por tres veces, eso es que lo dice a ciencia cierta».

Emily cerró los ojos y revivió el primer discurso de Arno en el que le había oído hablar de su famosa ocurrencia. «Hasta por tres veces». Había esbozado una sonrisa cuando se lo había oído decir, pero ahora, sentada delante de la interfaz en la biblioteca del Oriel College, todo su mundo enmudeció y se detuvo.

«Tres veces. ¿Puede ser así de simple?». ¿Podía ser que aquel comentario que había repetido media docena de veces delante de Emily estuviera destinado específicamente a ella? ¿La estaba preparando? ¿Era una instrucción para el futuro?

Abrió los ojos y miró fijamente la interfaz del catálogo con los tres campos de búsqueda vacíos. Hacía unos instantes se lanzaba a teclear la primera combinación de términos que pensaba, pero ahora miraba la página que la esperaba ahí, delante de ella, embargada por algo muy próximo al terror: si tenía razón en lo que se le acababa de ocurrir, Arno Holmstrand la había estado preparando desde el primero de sus encuentros «casuales», en lo que en aquellos momentos se le antojaba como muchísimos meses, y había pronunciado cada una de sus frases «espontáneas» con un significado pensado para que ella tuviera que descifrarlo, decodificarlo y usarlo cuando llegara el momento.

El plazo normal para incorporar un nuevo miembro a la Sociedad era de unos cinco años, pero Arno se las había arreglado para reducir los muchos aspectos de la formación de Emily a poco menos de uno. Tanto sus conversaciones improvisadas como los giros usados en las conferencias a las que ella asistía se habían hecho con el propósito de ofrecerle las herramientas que iba a necesitar, llegado el momento, para cumplir con éxito la tarea que Arno iba a encomendarle, una tarea que iba a llevarla por medio mundo y cuya culminación debía tener lugar ahora mismo.

Se trataba de un plan extremadamente retorcido que hablaba de una inconmensurable preparación, planificación, investigación y coordinación por todo el mundo.

«Resulta increíble por su complejidad —pensó—. Y eso es precisamente lo que cabría esperar del Custodio de la Biblioteca de Alejandría».

Aterrada y decidida al mismo tiempo, la doctora separó las manos y puso los dedos sobre el teclado. En el primer campo, el correspondiente a «Autor», escribió lo que tenía intención de encontrar: la Biblioteca de Alejandría. Movió el cursor al campo «Título», donde escribió lo mismo, e hizo otro tanto cuando pasó al campo «Editorial».

«Tres veces, porque es lo que pretendo encontrar».

Emily Wess hizo clic en el botón de búsqueda. La pantalla cambió y empezó a cobrar el aspecto de color blanco habitual mientras se cargaba la siguiente pantalla, pero se volvió completamente negra cuando el indicador del navegador señalaba que se había cargado la mitad de la página. Y permaneció oscura del todo durante unos instantes. Entonces apareció en lo alto de la pantalla un símbolo muy familiar, solo que en esta ocasión no estaba grabado en piedra. Lo conocía por haberlo visto en la carta de Arno, en la madera de la University College, en la puerta de Alejandría y en el diván de Estambul. Y ahora era un píxel, perfecto para la era digital.

Debajo del mismo apareció la pantalla de entrada a una colección en línea como Emily no había visto otra en toda su vida.

109

9.20 a.m. GMT

—¿Diga? 518219 de Oxford al habla. —Peter Wexler contestaba al teléfono de la forma tradicional: diciendo el número de teléfono y hablando de un modo que sonaba anticuado.

—Profesor, soy Emily.

—Esperaba su llamada, doctora Wess —repuso él, muy aliviado al oír la voz de su antigua pupila—. Dígame, dígame, ¿lo ha conseguido? ¿Tiene el acceso?

Tanto Emily como él eran conscientes de la urgencia de la situación. Solo hubo una leve nota de vacilación en la voz de la joven cuando respondió:

—Lo tengo.

—Gracias a Dios. —Una pausa prolongada de reflexión siguió a esa exclamación. En sus manos descansaba la posibilidad de destapar la conspiración de Washington, y esa necesidad inmediata le impedía imaginar del todo lo que Emily había descubierto. La Biblioteca de Alejandría. Encontrada.

—Ahora mismo estoy mirando toda la colección. Es electrónica, tal y como había dicho Athanasius. La interfaz es espectacular, y otra cosa, profesor… No se puede ni imaginar la de cosas que puedo conseguir.

Wexler hizo un esfuerzo por absorber hasta la última pizca de información que le estaba dando su antigua alumna.

—¿Cómo encontraste la biblioteca?

Emily le detalló al académico el proceso de las últimas horas: su frustración por el callejón sin salida de Internet, los comentarios tan insistentes de Arno sobre las interfaces de las diferentes bibliotecas y su énfasis por repetir las cosas tres veces.

Habló, habló sabedora de que el Consejo estaba a la escucha.

—El acceso se ocultaba detrás de la convicción de que nadie iba a ser tan tonto como para escribir «la Biblioteca de Alejandría» en los tres campos de búsqueda. GEOWEB es uno de los sistemas de catalogación bibliotecaria más utilizados del mundo y su avanzado programa de búsqueda lo reduce todo a tres campos. ¿Quién iba a introducir el mismo criterio en los tres?

Wexler estaba boquiabierto.

—¿Y eso te ha permitido entrar?

—Eso me ha conducido a la entrada: una pantalla en blanco con el símbolo de la biblioteca y un campo para introducir la contraseña —le corrigió ella—. Nada más.

La interfaz permanecía escondida tras la absoluta improbabilidad de que alguien introdujera esa combinación en los tres campos de búsqueda. Mas no había dejado de ser un secreto. Si alguien hacía lo mismo que Emily por puro azar, acabaría delante de una pantalla sin tener ni idea de lo que estaba viendo, un símbolo y un campo para introducir una contraseña. Pero aparte de eso, el sistema seguía oculto, porque a lo mejor lo que Arno le había dejado era una herramienta para permitirle el acceso y él había entrado por otros medios.

—¿Y cómo averiguaste la contraseña? —se interesó el oxoniense.

—Por el método de prueba y error. Intenté todas las combinaciones posibles de pistas, palabras, opiniones sobre ciertas materias que me dejó Arno, y cuando nada de eso funcionó, probé suerte con títulos de sus libros y ciertas frases suyas de las que me acordaba. Lo intenté con todo lo que se me ocurrió.

—¿Y qué era al final?

Había más gente con los oídos atentos a su respuesta, como bien sabía Emily.

—Digamos que era algo que yo conocía muy bien, pero que no estoy en condiciones de contarle por teléfono. —Emily esbozó una sonrisa al recordar el momento en que había introducido la contraseña correcta, el título de su propia tesis doctoral. Arno Holmstrand había tenido presente a Emily en todo momento mientras preparaba el camino que la conduciría hasta la biblioteca. Las claves para descifrar los enigmas y las pistas estaban en su biografía, su currículo, su experiencia vital y su trabajo. Y todo eso la había conducido hasta donde Arno había querido llevarla.

Wexler se había quedado en silencio tras percibir la vacilación de la norteamericana. ¿Temía que otros pudieran estar a la escucha? ¿Y si a lo mejor la estaban siguiendo? Aun así, ella no parecía dudar a la hora de compartir muchos detalles a través del teléfono.

Emily siguió el diálogo tal y como lo había urdido antes de hacer la llamada.

—Escuche, profesor, en la biblioteca no solo está la lista de las personas involucradas en el complot de Washington, sino también un elevado número de detalles sobre su trabajo. Hay datos más que suficientes para desenmascararlos a todos.

—Y todavía estamos a tiempo —agregó Wexler, mirando el reloj. Eran poco más de las 9.20. Al otro lado del charco, todavía faltaban unas horas para que amaneciera del todo en la capital de Estados Unidos.

Se produjo una pausa en la conversación mientras ella elegía con cuidado las siguientes palabras. Había desarrollado el plan después de haber descubierto el acceso a la biblioteca y haber leído todos los detalles de lo que el Consejo estaba haciendo en Washington. Lo comprendió todo a una velocidad sorprendente y entonces supo exactamente lo que debía hacer. Había completado el camino de acceso a la biblioteca, pero el futuro se presentaba ante ella con gran sencillez, con una sensación confortante de calma y seguridad.

—Necesito ir a otro sitio para reunir una información sobre la biblioteca. Espéreme en su despacho dentro de hora y media, a las once. Me reuniré allí con usted y llamaremos juntos a la BBC para dar la primicia del siglo.

—¿Estás segura? —preguntó Wexler, cuyas sospechas iban en aumento. Algo no iba bien y tenía aspecto de ser peligroso. Le embargó una enorme preocupación por su antigua pupila.

—Reúnase conmigo en su despacho a las once y espéreme allí si llego unos minutos tarde. Estaré ahí en cuanto pueda.

Y dicho eso, colgó el teléfono. Emily no pensaba llegar tarde. Es más, iba a estar ahí en diez minutos. Eso le concedía alrededor de una hora para hacer lo que debía hacer.

110

Oriel College (Oxford), hora y media después,

10.50 a.m. GMT

Emily se sentó en la silla del escritorio de Peter Wexler, a cuyo despacho había llegado poco después de haberle llamado. Había podido entrar gracias al sistema de seguridad de Peter, la-llave-está-debajo-del-felpudo. Estaba trabajando desde entonces. Era consciente de que los Amigos del Consejo iban a ir a por ella, pero albergaba la esperanza de que su conversación con el viejo profesor, en la cual había dejado claro que iba a trabajar en otro sitio antes de presentarse en el despacho, les disuadiera de aparecer antes de que hubiera terminado su trabajo.

Su propósito era muy sencillo, solo necesitaba un ingrediente: tiempo. Si lograba terminar antes de que la detuvieran o la interrumpieran, todo estaría en orden y habría cumplido plenamente su tarea.

Mientras encendía el ordenador y se ponía a trabajar, Emily era plenamente consciente de que su actuación iba a romper una tradición de siglos, de milenios incluso. Se preguntó qué pensaría Athanasius de su plan, dada la importancia que la Sociedad de Bibliotecarios había concedido al secretismo desde el momento mismo de su fundación. ¿Y qué diría Arno Holmstrand? El Custodio la había llevado hasta la misma entrada de la biblioteca, le había permitido entrar en la misma, pero no le había dado ninguna referencia sobre lo que debía hacer después con toda esa información a su disposición. Lo que iba a hacer ahora era responsabilidad exclusivamente suya.

«Dejaste eso en mis manos —murmuró para sí misma mientras volvía a entrar en la interfaz de la biblioteca desde el despacho de Wexler—. Y ahora debo actuar».

La ausencia de instrucciones solo servía para reforzar la decisión que había tomado. Holmstrand había preparado con sumo cuidado todos los movimientos a fin de conducirla a donde estaba y había manifestado sus intenciones de forma amplia y extensa. Emily había sido guiada y conducida, casi como si fuera una res, según los designios de ese hombre. Hasta ahora. Arno la había guiado hasta la biblioteca, pero le había dejado libertad para que formara parte de la historia de la entidad a su libre albedrío. Ella determinaría su propio camino.

«Siempre el profesor. Siempre el maestro», pensó la doctora. Él le había pasado el testigo y lo que ahora hiciera Emily era asunto exclusivamente de ella. La joven había pensado en las consecuencias y en las ramificaciones de su plan una docena de veces a pesar del escaso lapso de tiempo transcurrido desde que había tomado la decisión. Todo iba a cambiar. La Sociedad jamás volvería a ser la misma. El Consejo nunca podría operar como lo había hecho hasta la fecha. Había riesgos y peligros, sí, pero era necesario correrlos para echar por tierra un complot cuyo éxito tendría consecuencias para todos los países del mundo moderno.

Además, Emily nunca se había sentido a gusto con la idea de ser absorbida y convertirse en miembro de una organización que había funcionado como lo había hecho la Sociedad durante tanto tiempo. Tal vez tuviera nobles objetivos, pero también había jugado en numerosas ocasiones al borde de la moralidad: reunía, preservaba y cuidaba, sí, pero también censuraba, manipulaba y controlaba. Ella no podía desempeñar un papel en ese tipo de actividades, lo sabía, como también sabía que ahora era la única persona viva con acceso a una información que los Gobiernos matarían para obtener y poseer en exclusiva; la guardarían en esos rincones oscuros donde preparaban sus propias tramas y conspiraciones. Ella se sabía incapaz de decidir qué compartir y qué ocultar. Es más, no estaba segura de que conviniera que una persona tuviera el poder y la posibilidad de realizar tales elecciones.

No. Su plan era el adecuado. El único correcto. La luz enterrada durante tanto tiempo bajo las arenas del desierto egipcio, y luego oculta en los rincones de los imperios y las catacumbas de la historia, iba a volver a conocer la claridad del día.

Emily centró la atención en el ordenador. Cuarenta y cinco minutos para completarse. Su trabajo avanzaba conforme a lo previsto. Le bastaba observar cómo se completaba y, cuando Wexler llegara, compartir con él tanto su descubrimiento como la noticia de lo que había hecho con él. Ignoraba si el profesor estaría o no de acuerdo con su elección, pero iba a tener que vivir con ello, aunque lo más importante de todo era que ella sí iba a poder vivir con su elección.

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